Apenas unos pocos espacios propone el mundo diegético. El rancho de
Don Arce y sus inmediaciones hasta llegar a la costa; el pueblo y el camino
que los une, o los separa. Hay, además, otro espacio que se agazapa en las
palabras de Domingo, que se adivina en la dirección de su mirada, pero que se
nunca se ve: la ciudad. Ninguna imagen da cuenta de ella porque ninguno de
los personajes llega a ella, se la imagina pero no se la conoce. Elegir para
el relato la perspectiva espacial –aunque no sólo ella– de sus protagonistas
es un hallazgo esencial en esta ópera prima de Nicolás Sarquís que transpone
filosamente el cuento homónimo de Juan José Saer.
Sólo tres criaturas están en foco. El padre, el Don Arce ya nombrado; el
hijo, Domingo, y Rosa, una joven a la que su padre vende al viejo pero que
persigue a su vástago. Los tres saben que viven miserablemente pero no se
consideran marginados: no tienen con quién compararse, la televisión les es
ajena. Con lo que logra atrapar con la telaraña que tejen sus picardías el
mayor, y con su trabajo como peón en un criadero de aves el menor, además del
alimento que consiguen pescando, sobreviven. El tiempo se arrastra, idéntico
a sí mismo, pautado por los días, las noches y las tormentas, mientras
Domingo acepta mansamente la vejez, que transcurre entre el alcohol, la
mentira y la ira, de Don Arce. Será Rosa, mujer joven y excitada, la que
provocará un estallido que terminará no pasando a mayores. La fuga de los más
jóvenes es imposible: están trabajados por el agobio de sus pequeños ritos,
sus grandes desconocimientos y su pobre imaginario, certeramente apuntados en
la sombría figura del cura ciego y en esas campanas que suenan en la banda
sonora cuando deciden volver, empapados por una lluvia, desorden
meteorológico figura del humano, que los azotó sólo las pocas horas de una
noche.
La cámara no se despega de los actantes y sus circunstancias consiguiendo
volverlos cercanos, familiares para los espectadores. Como ocurre en la
memorable Accatone (Pier Paolo Pasolini, 1961), ni se los juzga –una de las
maneras de imponer distancia–, ni se los utiliza como vehículos de alguna
idea. Simplemente se los mira buscando a través de la expresión
cinematográfica hacer aflorar sus conflictos, sus interioridades. Como sucede
en ese largo travelling circular que minuciosamente explora uno de los
cuartos del rancho mientras don Arce fabula, como posibilidad de escapar de
la realidad que lo cerca, sobre la manera en que ha llegado Rosa al lugar. O
como también acaece en esa mateada matutina cebada por ella donde el montaje
y los inesperados movimientos de cámara quiebran el posible, y
afortunadamente evitado, registro naturalista a través de estilemas que
pueden asociarse a los primeros films de los jóvenes franceses de los ’60.
Hay, quizás, un solo momento en que el encuadre permite traslucir la opinión
del director: cuando Rosa y Domingo huyen del rancho, sus figuras
contrapicadas sobre el cielo atiborrado de nubes, los vuelve, sólo por un
momento, héroes capaces de intentar construir un camino.
Uno puede demorarse en la, insólita para el momento del rodaje, utilización
de la música de Béla Bártok en la banda sonora o en ciertos prodigios de
fotografía como el que exhibe la ida nocturna de Domingo al río sólo
iluminada por un farol de noche que cuelga de su mano o en la inteligente
forma en que se logra amalgamar, y hacer interactuar, actores de profesión
con otros que no lo son, pero hablar de estos logros es una manera de ignorar
la unidad profunda que articula a Palo y hueso. Coherencia que permite
pensarla, lo que encontraría un eco en los conflictos diegéticos entre el
padre y el hijo, como una suerte de meditado ariete de batalla contra el cine
industrial que se practicaba en Argentina en 1967. Pero que, desdichadamente,
parece no haber encontrado continuidad en los trabajos de los jóvenes
cineastas de décadas posteriores. ¿Se habrán acercado a ella Pablo Trapero,
Gustavo Postiglione o Adrián Caetano, por sólo citar algunos nombres
importantes de este principio de siglo?
Ficha
técnica:
Palo
y hueso
Argentina, 1967.
Castellano, b/n, 70m.
Dirección: Nicolás Sarquís.
Intérpretes: Miguel Ligero (Don Arce), Héctor Da Rosa (Domingo), Juana A.
Martínez (Rosa), Padre Nazario (él mismo), lazarillo del Padre Nazario (él
mismo), Ramón “Moncho” Berón, Melchor G. Sopérez, Ramón Franco, Tío Fink y
habitantes del pueblo de San José del Rincón (Prov. de Santa Fe).
Guión: Raúl Beceyro, Juan José Saer, Nicolás Sarquís según una adaptación de
este último del cuento Palo y hueso, de Juan José Saer.
Fotografía: Esteban Pablo Courtalon.
Montaje: Oscar Montauti.
Música: Béla Bártok.
Sonido: Ernesto San Salvador Viales.
Cámara: Esteban Pablo Courtalon.
Ayudante de cámara: Julio Lencina.
Asistente de dirección: Patricio Coll McLaughlin.
Ayudantes de dirección: Raúl Beceyro, Nélida Contardi, Carlos F. Del Pino.
Asistentes de producción: Guillermo León Fink, Bernardo Uchitel.
Jefe de producción: Luis Príamo.
Director de producción: Arturo Torres Salguero.
Productor asociado: Raúl Norberto Wolf.
Producción: Arturo Torres Salguero.
EMILIO
TOIBERO.
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