Tal como circula, la palabra castellana “cine”, apócope de
cinematógrafo: el nombre dado a la cámara toma vistas que crearon los hermanos
Lumiére, designa, por lo menos, dos cosas. En primer término, a las películas
que se construyen, no todas en los últimos años, con las imágenes impresas por
el cinematógrafo en celuloide y, en segundo lugar, a la sala donde éstas sei
proyectan.
Como las películas, las salas de cine, tanto aquellos
antiguos, e inolvidables templos urbanos como las actuales que tienden a
remedar en el espectador la sensación de estar en su casa frente a un aparato
de televisión, lo que es una intención deliberada, forman parte de la
institución cinematográfica, que, por supuesto, es la que también cobija, a
regañadientes hay que admitirlo, a aquellos filmes, cada vez menos, que
pretenden ubicarse dentro de la siempre lábil categoría de lo artístico.
¿La institución
cinematográfica?¿Qué es esto? Como cualquier otra de las instituciones, también la cinematográfica es una cosa
establecida, una colección metódica de principios, saberes y procedimientos
canónicos, que, en primer término, tiene que ver con la economía: su objetivo
es llenar las salas, no vaciarlas. Aunque también, como cualquiera de sus
similares, se modifica en el devenir
histórico, sin perder nunca de vista su objetivo: hacer que los espectadores
consuman sus productos para obtener ganancias. La institución cinematográfica,
de la que la industria cinematográfica forma parte, comprende no sólo la
realización de filmes, sino también la creación de los diferentes espacios en
que van a ser presentados, y su forma de explotación con el consiguiente
control de las ganancias y la posterior reinversión de una parte de ellas.
Dije “la creación de los diferentes espacios donde las películas van a ser presentadas”, es decir, la creación de las formas de estructuración del espacio con relación a los distintos roles que se pretende asuman los diferentes sujetos sociales y con relación a la finalidad perseguida. Es decir, por lo tanto, la creación de un dispositivo, un mecanismo que dispone de determinadas funciones. Muchas instituciones sociales que se han ido desarrollando en el curso de la historia, como las iglesias, los teatros, las cárceles, los hospitales o las escuelas, pueden ser estudiadas como dispositivos.
El cine puede ser considerado un dispositivo
de representación, con sus mecanismos y su organización del espacio y de
los papeles. Tiene analogías con el dispositivo de representación de la
pintura, por una parte, y del teatro, por otra, pero también dispone de
un carácter peculiar que se desprende de la mecánica de producción de la imagen
(la cámara, la pantalla en la que se proyecta, etc.) Pero también es un dispositivo
puesto que predetermina los papeles: por ejemplo, el papel del espectador
que, identificándose con la cámara y cooperando activamente de muchos otros
modos, contribuye a la producción de los efectos de sentido previstos por la
estrategia del director-narrador.
La organización de la institución
cinematográfica, esencialmente, adopta procedimientos y metodologías de las
prácticas estadounidenses en la materia. Es, obviamente, mucho más que la
industria como concepto, pero en los hechos muchas veces tiende a confundirse
con ella.
Entonces, en un primer
desarrollo, deberemos trazar, sumariamente, cómo ha evolucionado la industria
cinematográfica estadounidense desde mediados de la década del ’70 hasta hoy.
Antes de eso hay que arremeter contra un lugar común que no cesa de aparecer
con relación al tema. Los que ya hemos pasado
el medio siglo de vida, podemos recordar que allá por los 50, en Estados
Unidos, o por los ’60, entre nosotros, se decía que la gente estaba dejando de ir al
cine, que había dejado de ser aquel entretenimiento para toda la familia de las
décadas inmediatamente anteriores. Y se
explicaba el fenómeno por la irrupción en el ámbito familiar de la
televisión, presentada como enemiga mortal. Esta oposición –el cine contra la
televisión- era, como casi todas las oposiciones que se difunden masivamente,
falsa. Si la gente había dejado de ir al cine, era por culpa de la misma
institución cinematográfica y no de la televisión. Veamos.
Desde 1917 hasta 1960, o sea
durante cuarenta y tres años, la industria cinematográfica estadounidense logró
imponer masivamente en todo el mundo una manera de hacer cine aún hasta en los
países que eran sus adversarios políticos, unas películas que se agotaban en la
representación y en la narración: es decir películas que, en primera instancia,
y a veces como pretensión exclusiva, sólo querían contar historias que
atraparan al público, reemplazando así, en su gusto, cierto tipo de placeres
que supieron deparar la novela o el folletín decimonónicos. A esta manera de
contar, Noel Bürch, un teórico estadounidense que escribió la mayor parte de su
producción en Francia, la llamó Modo de Representación Institucional (MRI, a
partir de ahora). Este tipo de filmes, dentro de los que, bien dicho sea, hay
algunos que son extraordinarios, no salieron de la nada. El MRI fue el
resultado de la organización del trabajo, de manera taylorista, en las empresas
productoras. Organización que incluía, entre otras cosas, el estudio donde
filmar, el sistema de actores convertidos en estrellas: es decir el star
system, la división de la producción en géneros codificados –el western, la
comedia, el policial, el melodrama, etc.- y, en EUA hasta 1948, la propiedad de
las salas donde se exhibían los productos.
Como esta organización funcionaba
a las mil maravillas, es decir daba ganancias aún en situaciones históricas de
crisis, se pensó que esa manera de fabricar el cine era eterna. La industria
del cine no advirtió, y por eso su crisis que comienza en los ’50 y se prolonga
durante los ’60, que el capitalismo cambiaba y, por lo tanto, cambiaba el
mundo. Por ejemplo los centros de las ciudades, donde estaban las más grandes
salas de cine, se iban despoblando. Otro hecho, aparecía la cultura adolescente
creada por el mercado, y era otro, por lo tanto, el perfil del público: ya no
iba, como en los 40, todo el grupo familiar al cine, que sí se unía frente al
aparato de televisión, sino que, por un lado iban los mayores, por otro los adolescentes y por otro los niños,
por lo que había que dejar de construir películas para un público
indiscriminado y comenzar a hacerlas para diferentes públicos sectorizados. Un
último ejemplo: la liberalización, aunque sea verbal, de las costumbres
sexuales obligó a dar de baja. Recién en 1968 al llamado Código Hays, un
acuerdo interno entre las compañías productoras para mantener la salud moral de
la población que impedía mostrar desde un matrimonio durmiendo en la misma cama
hasta una taza de baño –por más limpia que estuviera en la imagen- y
que regía, cada vez más débilmente desde principios de los años 30, por un
Sistema de Calificaciones que determina quienes pueden ver las películas. (“11’09”01”,
“Salo...”)
Entonces, regresando, la caída en
las ventas de entradas de cine no se debió a la creciente popularidad de la
televisión, sino a que la industria cinematográfica, que se soñó eterna, no
había evolucionado junto con la sociedad. Y es precisamente la televisión, a la
que se quiso presentar como adversaria para esconder una crisis institucional
profunda, la que terminó resultando, en un proceso que va, más o menos, de 1960
a 1975, una aliada insustituible. Por un lado como acicate para la producción
de series y miniseries, en cuya realización se empleaba personal técnico
especializado que no tenía trabajo en la industria cinematográfica propiamente
dicha, y por el otro, como salida complementaria para las películas, junto al
video, digital o magnético y a la televisión por cable. Como consecuencia de
esto, ya en 1995 los ingresos de taquilla de un filme en las
salas cinematográficas representaban menos del veinte por ciento del retorno
total producido por una película. Más aún, hay películas como Waterworld,
producida en 1995 con un costo declarado de 200 millones de dólares, que no
anduvo bien en la taquilla cuando su
estreno, pero terminó recuperando sus costos en los mercados secundarios. Desde
1985, la existencia de los mercados secundarios de televisión por cable y video
asegura que la mitad de las películas con costos negativos superiores a 14
millones de dólares reporten ganancias.
Hoy en día, el negocio del
largometraje ya no existe por sí mismo, el Hollywood –nombre que designa a la
industria cinematográfica estadounidense- contemporáneo es una parte
completamente integrada en una industria mucho mayor y más diversificada: la
industria del entretenimiento, en orden de importancia, la segunda fuente de
exportaciones industriales de la economía de EUA, que domina su mercado global
y que está dedicada por igual a la producción y distribución de una cadena de
productos culturales relacionados entre sí: películas, libros, programas de TV,
discos, juguetes, juegos, videos, remeras y revistas, entre otros. Eso hace que
resulte hoy muy difícil distinguir a la industria cinematográfica de otras
industrias de medios o entretenimientos, como también entender a sus productos
como objetos culturales y “textuales”. La globalización y las fusiones de
capitales transnacionales han dado como resultado una industria del
entretenimiento dominada por unos pocos grupos gigantescos, cada uno
controlando un vasto imperio de medios y entretenimiento, que equivalen a un
sistema de distribución global para publicidad y dólares de promoción y que
probablemente encuentre uno de sus puntos culminantes el próximo 5 de
noviembre, cuando en todo el mundo se lance de manera simultánea “Matrix
revolutions”, a la misma hora (6 de la mañana en Los Angeles, 8 de la mañana en
México, 10 de la mañana en Argentina y 3 de la tarde en España, por ejemplo).
Que esta ceremonia a escala planetaria pueda aparecer como una versión, amplificada
hasta el delirio, de las grandes concentraciones públicas del nacional
socialismo, podría ser una asociación que quizá merezca ser pensada.
Pero estos cambios en la
explotación de los productos ¿cómo se reflejan en la institución que la
comprende?
Que es lo mismo que preguntar
¿qué tipo de filmes hay que producir para que la industria del entretenimiento
siga funcionando, es decir obteniendo ganancias?.
Cierto tipo de producto, el conocido durante los ‘80 y ‘90 como ‘high
concept’. El término y el referente se originaron con la
película-para-televisión de los ‘70, que necesitaba historias que pudieran ser
publicitadas y resumidas en un spot televisivo de treinta segundos. Una
película high concept, por lo tanto, tiene una historia directa, sin
vueltas, fácil de comprender. Aunque los productores de este tipo de
películas pongan el énfasis en la
originalidad de la idea, no puede dejar de subrayarse hasta qué punto descansan en la repetición y combinación de
narraciones previas exitosas: Robocop, por tomar un solo ejemplo, es una
mezcla de Terminator con Harry el sucio. Los ejecutivos de
producción podrán justificar razonablemente al high concept como un modo
de preparar ingredientes ya probados y confiables, en particular con los ojos
puestos en el mercado global. Se cuenta que uno de ellos dijo: ‘Cuando escribes
un guión, una de las cosas que estás haciendo, en cierto sentido, es escribir
un prospecto para un catálogo’, y también que “el high concept, desde el punto de vista
financiero, es un modo responsable de hacer películas.” (“Freddy
vs. Jason”, episodio Loach)
¿Qué conservan los filmes high concept del MRI? Una sola premisa,
no confundir al espectador en el tiempo y en el espacio de la narración, hacer
que éste esté ubicado en cada plano y evitar su desorientación Lo nuevo está en
la simplificación de los personajes y de las estrategias narrativas: se vacía a
los géneros de toda referencia extracinematográfica, en la creación de una
fuerte ligazón entre la imagen y la banda sonora del filme y en el conseguir un
aspecto que recuerde el diseño gráfico publicitario. Así el espectador, en
lugar de quedar identificado con la narración., que es lo que sucedía en el
MRI, queda “cosido” en la superficie del filme: en sus efectos especiales, en
su producción. Todo estas estrategias puestas en juego hacen que fragmentos
enteros de filmes puedan ser utilizados, posteriormente, por otras ventanas de
la industria del entretenimiento.
Pero la institución
cinematográfica también tiene que ver con la ideología, aunque hace
lo imposible, sobre todo en los últimos años, para que esto no sea advertido
por el espectador.
El pensador marxista inglés
Raymond Williams ha señalado que el término ideología puede ser
entendido en tres sentidos:
1) un
sistema de creencias característico de una clase o grupo.
2) un
sistema de creencias ilusorias, falsas ideas o falsas conciencias, que pueden
ser contrastadas con conocimiento verdadero o científico
3) el
proceso general de significación o ideación
Ahora bien, cuando se habla de ideología burguesa,
en última instancia el cine es una forma de expresión que, por los medios que
necesita disponer, puede caracterizarse como
burguesa, por un lado puede pensarse en un sistema de creencias
características de una clase o grupo pero también en un sistema de creencias
ilusorias, falsas ideas o falsas conciencias, que pueden ser contrastadas con
conocimiento verdadero o científico, lo que, desde el marxismo, explica los modos
en los que las relaciones sociales capitalistas son reproducidas por sus sujetos
de maneras que no implican fuerza o coerción. ¿Por medio de qué procesos
internaliza el sujeto individual las normas sociales? Tal y como fue definida
por el marxismo tradicional, la ideología hace referencia a una distorsión del
pensamiento, que a su vez, procede y encubre la contradicción social. Tal y
como fue definida por Lenin y Gramsci, el concepto de ideología burguesa hace
referencia a aquella ideología generada por una sociedad de clases, a través de
la cual la clase dominante llega a proporcionar el marco conceptual general
para los miembros de la sociedad, fomentando así los intereses económicos y
políticos de esa clase.
La relectura estructuralista, realizada por Althusser, de
la teoría marxista cuestionó la interpretación humanista “hegeliana” de la obra
de Marx, inspirada por el redescubrimiento de los primeros escritos de Marx.
Para Althusser –tal como lo plantea en La revolución teórica de Marx- ideología
es un “sistema (que posee su propia lógica y rigor) de representación
(imágenes, mitos, ideas o conceptos según sea el caso) que existe y desempeña
un papel histórico en una sociedad dada.”
La ideología es, además, tal como Althusser lo expresó en
una definición ampliamente citada: “Una representación de la relación
imaginaria de los individuos con las condiciones reales de su existencia.”
La ideología funciona, para Althusser, mediante la interpelación , es decir, a
través de las prácticas sociales y las estructuras que los individuos
internalizan, y que les otorgan una identidad social constituyéndoles como
sujetos que sin reflexionar aceptan su papel dentro del sistema de relaciones
de producción. La novedad de la aproximación de Althusser, por tanto, fue
considerar la ideología, no como una forma de falsa conciencia derivada de unas
perspectivas parciales y deformadas, generadas por las distintas posiciones de
clase, sino más bien, tal y como lo expresa Richard Allen, como una
“característica objetiva del orden social que estructura la misma experiencia.”
¿Cómo la institución cinematográfica, o al menos las
películas que se ven masivamente, interpelan al individuo dotándolo de una
identidad social, constituyéndolo como sujeto que, sin reflexionar, acepta su
papel dentro del sistema de relaciones de producción?. Eliminando en las películas
cualquier vestigio de que se trata de un discurso estructurado que se propone
alcanzar determinados fines y favoreciendo al máximo la impresión de que se
trata de pura narración, pura historia. “Nadie habla aquí, los hechos parecen
narrarse a sí mismos”, escribe Emile Benveniste.
Ahora bien, Christian Metz se pregunta ¿Tienen los
espectadores la misma ideología que las películas que les proyectan, llenan las
salas, y así funciona el tinglado? Y se contesta: desde luego. Los filmes,
seguramente masivos pero muchos de los que no lo son también, apuntalan esa
relación imaginaria del individuo con las condiciones reales de su existencia,
sirviendo así al propósito de la institución.
Y por último la institución cinematográfica también
tiene que ver con el deseo, con
el imaginario y con lo simbólico: incide sobre los juegos de
identificación y los complejos mecanismos que regulan el funcionamiento de
nuestra mente, de nuestro inconsciente, con nuestro dispositivo psíquico, cuyas
piezas maestras son dos. Por un lado, aquello que se ha denominado
elípticamente “identificación con la cámara” o “identificación primaria en el
cine” o “identificación del espectador con su propia mirada”; por el otro, la
posición voyeurista del espectador. Al tener que ver con ellos, los poderes de
esta institución se refuerzan, adelantan los deseos que, en el espectador, no
son superficiales ni momentáneos y así nosotros, los espectadores, vivimos las
situaciones que nos presenta el filme como el nacimiento de un compromiso entre
un cierto grado de satisfacción de la pulsión escópica y un cierto grado de conservación de las
defensas y por lo tanto de alejamiento de la angustia.
Todo el recorrido
que realicé hasta ahora está admirablemente sintetizado en un fragmento, breve,
de Christian Metz que extraje de su libro Psicoanálisis y cine. El
significado imaginario, publicado en el año 1977. Dice así: “Estoy en el cine. Ante mis ojos pasan las
imágenes de la película hollywoodiana. ¿Hollywoodiana? No tiene por qué serlo.
Imágenes de una de esas películas de
narración y representación –de una de esas “películas”, a secas, en el
sentido de la palabra hoy más difundido- de una de esas películas que la
industria del cine se encarga de producir. La industria del cine y también, de
forma más amplia, la institución cinematográfica bajo su actual
estructura. Porque estas películas no exigen, únicamente, que se inviertan
millones, que luego se rentabilicen, que se recuperen con creces, que se
vuelvan a invertir. Suponen, además, aunque sólo fuera para asegurar el
circuito-retorno del dinero, que los espectadores paguen su butaca, y, por
consiguiente, que tengan ganas de hacerlo. La institución
cinematográfica desborda en mucho este sector (o este aspecto) del cine
directamente calificado de comercial.
“¿Cuestión de ‘ideología’? Pero también es una cuestión
de deseo, o sea una posición simbólica. Dicho en términos de Emile
Benveniste, la película tradicional se presenta como historia, no como discurso.
Sin embargo es discurso, si hacemos referencia a las intenciones del cineasta,
a las influencias que ejerce en el público, etc.: aun así, lo típico de este
discurso, y el principio mismo de su eficacia como discurso, consiste
precisamente en que borra los rasgos de enunciación y le disfraza de historia. ”
¿Pueden realizarse películas fuera de la institución
cinematográfica? No, fuera de la industria, una de las patas del trípode que la
sostiene, relativamente sí. Pero cualquier filme, por más experimental que se
pretenda, siempre está atravesado por la ideología y necesita del deseo del
espectador para existir. Alguna vez Jean-Luc Godard se preguntó si acaso las
obras maestras del cine no estarían en esas películas que nunca circularon.
Quizá sí. Pero nunca lo sabremos. Los cineastas tendrán que avanzar, si pueden,
así, sabiendo, como escribió Gilles Deleuze que su trabajo es un martirologio y
no olvidando que, de una u otra manera, siempre nace, por más independiente que
se reclame, en su condición, bifronte, de arte-industria. La tarea que nos
queda a nosotros es, dentro de nuestras posibilidades, la de difundir
trabajosamente aquel cine, que entendemos cercano al arte, que no circula.
¿Bastará? Es una respuesta que no alcanzaré a conocer y a la que, hoy, no daría
una respuesta optimista.
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