EL ESPECTADOR EN EL LABERINTO
En la primera secuencia después de los títulos de
crédito iniciales, John desplaza a su padre, visiblemente alcoholizado, del
volante de un automóvil. En la segunda, Elias toma una foto a una pareja
heterosexual en un parque. Nuestra rutina de espectadores contemporáneos nos
hace pensar, casi automáticamente, que la una sucede a la otra también en el
tiempo de la historia. ¿Es así? Puede no serlo, al menos en Elephant.
Unos minutos de proyección más tarde, el Sr. Luce,
director de la escuela donde transcurre casi toda la acción, llama a su
despacho a John por llegar tarde y se queda mirándolo fijamente. Cinco minutos
y cincuenta y siete segundos después, la acción vuelve a ellos y los registra
en la misma posición. ¿Qué ha ocurrido? ¿Existe una elipsis donde Luce ha
propinado una reprimenda verbal a John? ¿Se han quedado en esa posición durante casi seis minutos,
mirándose sin decir una palabra? ¿O es que el tiempo del discurso nada tiene
que ver con el de la historia?
Contrariamente a lo que se ha repetido hasta la saciedad, Elephant no transcurre en un solo día, en el que se consuma la masacre organizada por Eric y Alex. Por el contrario la narración practica, al menos –y planteo la duda porque podría haber otra: esos planos que registran a Alex entrando a su casa, abriendo la heladera y bebiendo leche-, dos vueltas atrás desde el día de la tragedia. La primera ocurre después que los asesinos, vestidos como para ir a la guerra, entran al establecimiento educativo –Alex sufre las agresiones de sus compañeros en la clase de Física, se limpia en el baño, recorre el comedor estudiantil planeando la agresión-; la otra es mucho más extensa, ocupa el momento de la compra del arma; registra, con sonidos de tormenta, como el día se vuelve noche; muestra a Eric y Alex durmiendo en la casa del segundo y podría incluir, o no, el significativo momento de la llegada del arma comprada por correo.
¿Por qué adjetivo como significativa a esa instancia?
Porque cuando el camión postal entra en campo, visto a través de una ventana,
Eric y Alex están viendo en el aparato de televisión un documental sobre el
nacional-socialismo. Lo primero que escuchamos de su banda de sonido es la voz
de un relator que dice: “Todos los guiones deben ser validados. El elenco de
actores debe ser aprobado. De aquí en más los alemanes sólo sabrán lo que el
Führer quiere que sepan.” Aparece entonces la voz de Hitler que dice “La
propaganda nos puso en el poder. La propaganda nos permitirá conquistar al
mundo.” Pero entre una oración y otra se escucha la voz de uno de los jóvenes
que pregunta: “¿Esto es en Alemania?” ¿Qué indicios abre esta pregunta? ¿Alude
a la ignorancia de los jóvenes en Historia? ¿O es una demoledora ironía que
tácitamente afirma que aquello de lo que dan cuenta las imágenes y la voz
también puede estar ocurriendo en otras fechas que no son aquellas en las que
históricamente ocurrió? ¿Está también diagnosticando, desde los márgenes, como
funciona la industria cinematográfica estadounidense? La precisión de la
panorámica que va desde Eric sentado en un sillón hasta el aparato, hace que
éste esté en el centro de la imagen, y permanezca allí, desde que comienza a
verse el camión postal hasta que estaciona frente a la casa: uniendo así el
Tercer Reich con el arma comprada por computadora.
Pero esos raccontos no son los únicos que
atentan contra la linealidad transparente que hoy domina en el cine industrial.
La dilatación permanente del tiempo que practica Van Sant con las acciones que
suceden el día fatal, hace que, nuevamente, los gacetilleros de siempre no
hayan reparado que, de ese día en la escuela, sólo se nos muestran minutos,
seguramente menos de los sesenta que conforman
una hora: el tiempo en que Michelle concluye su clase de gimnasia, va al
edificio, se cambia, llega a la biblioteca y está por acomodar en una
estantería los libros de no-ficción. Al seguir los recorridos, individuales, en
pareja o en grupo de algunos alumnos por los pasillos de la escuela, exhibe
acciones que deben entenderse como simultáneas, no articuladas por el montaje
alternado, la forma canónica con que se las representa, y, por lo tanto, no
sucesivas, dejando al espectador la tarea de descubrir que lo son. Cuando no lo
subraya, como en el encuentro de John con Elias, reiterado tres veces: cuando la cámara lo
sigue a él, cuando va tras Elias y cuando acompaña a Michelle que pasa
corriendo a un costado de ellos. Como si desplegara el tiempo, multiplicándolo
para verlo mejor, como un entomólogo observa con una lupa un insecto para poder
dar cuenta de él. Esta estudiada explosión temporal distancia a quien la ve de
la acción propiamente dicha, traslada el interés de ella a su organización
temporal y lo sume en una suerte de espiral. Sensación a la que también
contribuye, de manera muy intensa, la elección del punto de cámara utilizado
para registrar los recorridos de los alumnos por los relucientes interiores: a
sus espaldas y muy próxima a ellos. Como éstos conocen la disposición del espacio
en la escuela nunca se interrogan si
deben doblar o seguir rectamente por un pasillo, pero el espectador, obligado
por la cámara a seguir sus movimientos con su mirada, ignorante del hacia dónde
se dirigen, vive su experiencia como si estuviera en un laberinto. El
desconocimiento del tiempo y del espacio lo instalan en la confusión, que de
alguna manera debe organizar. Como, asimismo, debe ordenar los indicios, nunca
enfatizados, que, quizás, podrían estar sugiriendo algunas causas para las
muertes finales.
En este sentido es profundamente inquietante el
momento que Van Sant elige para cerrar
su película. En un freezer gigantesco está, escondida, la única pareja
heterosexual que el filme recorta –Ethan y Carrie, a lo mejor
embarazada- mientras Alex los apunta con su flamante arma dirigida
alternativamente a uno y a otro. La cámara retrocede en travelling y, por corte
directo vamos a los títulos de crédito finales, inscriptos sobre un cielo
nuboso. Lo primero que salta a la vista es que no le interesa mostrar cómo
termina la situación. Prefiere, por el contrario, dejarnos espiando el
enfrentamiento.
Por un lado, un joven, que con igual facilidad
interpreta a Beethoven en piano,
extermina, entre varios otros, a su cercano camarada o a la torturada
Michelle, y es capaz de citar a Shakespeare –“No he visto un día así bello como
espantoso”- mientras busca una nueva víctima. Por el otro, una pareja que
parece encarnar, al menos en su apariencia, ciertas virtudes socialmente
elogiadas. Curiosamente son los únicos que las leyendas que nombran, a su
turno, a todos los personajes principales –estableciendo oportunos quiebres en
las imágenes- han presentado de a dos, articulados sus nombres por un signo que
indica sociedad: “Nathan & Carrie” y “Eric & Alex”. Es el momento
en que quizás sea útil preguntarnos por
el sentido de lo que dice Eric mientras apunta al director de la escuela: “De
todas formas, Sr. Luce, sabe que hay otros como nosotros dos. Y ellos lo
matarán si jode con ellos como lo ha hecho conmigo.” ¿Qué rasgos definen a esos “nosotros dos”? La
manera en que Van Sant elige mostrar el beso de Eric y Alex bajo la ducha –la
cámara al sesgo, la acción tras una
puerta cerrada- como invitándonos a violar la intimidad, puede dar una
respuesta. ¿La única? Seguramente no. No olvidemos que Acadia, después de dejar
a John llorando -¿frente a qué?- concurre a una reunión de la liga de gays
donde se discute si se puede reconocerlos caminando en la calle.
Dadas las dimensiones que está tomando, o retomando
mejor, la filmografía de Van Sant ¿no estaremos ante el momento oportuno para
revisar Psycho y preguntarnos por qué tiene una secuencia menos que la de
Hitchcock, pese a que se dijo hasta el hartazgo que eran iguales? ¿A qué se
deberá que se afirman tantas cosas sobre
sus filmes que en ellos no están?
Elephant
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