Apenas camino, a veces tengo que
arrastrarme entre los laureles rosados, pero puedo gritar. Estoy gritando y seguiré haciéndolo, no sé por cuánto tiempo.
Adentro ustedes, lo adivino, siguen cultivando la apariencia de estar bien, con
indolencia se entregan al simulacro aunque ya no queden espectadores, salvo
aquellos, bienvenidos y ocasionales, que desembarcan por fugaces asuntos de
negocios. Algo sofocados por el humo delicioso de los grandes cigarros ingleses
y, sobre todo, erguidos. El calor, apenas atenuado por los gigantescos
ventiladores cuyas aspas dan vueltas muy cerca del techo, les humedece la piel
pero no alcanza a borrar los maquillajes; los sahumerios disuelven el dulce
aroma de la lepra que llega como en ondas desde detrás de las rejas que separan
el edificio de la embajada de Francia de las calles de Calcuta. Pero mis gritos
sí que los oyen, y nítidos. Crecen lentamente en mi boca, escapan, se pierden entre los árboles, y les llegan.
Giro alrededor de la mansión, espero, junto a los otros, que los sirvientes nos
traigan los restos de la fiesta, y grito porque sé que estás adentro,
abismándote en cualquier espejo, con un vaso de champaña en la mano, simulando
no oír otra cosa que no sea la música.
Conozco el salón azul, ¿o en este momento ya has pasado al gris?, estuve ahí. En un tiempo
me apoyaba sobre el gran piano de cola que estaba cercano a la segunda ventana
del este y le pedía, insistentemente, ese blues al pianista. Ese que estoy
oyendo desde la calle, para siempre extranjera a vuestras ceremonias. Puedo
gritar, elegir permanecer gritando, perdida entre gente de piel cobriza cuyas
palabras no entiendo y a quienes le soy indiferente. Aquellos a los que creía
entender están adentro y dijeron, horrorizados antes de representar el olvido,
que ya no me entendían más. Desde aquel día de agosto en que la primera mancha brotó en mi piel. Desde esa
tarde de calor insoportable donde, entre dos tazas de té verde, supe que ya nunca más te iba a poder
acariciar. Encerrada, tres días enteros me miré al espejo, desnuda, observando con cierto alivio indescriptible
como comenzaba a deteriorarme al tiempo que la intolerable luz del monzón se anunciaba. Ya pasó un año, ahora estoy afuera, sigo oyendo aquel blues. Vos, adentro, como
si el pasado no hubiera existido. Grito, me pierdo en su sonido, quiero bailar
hasta abolir la memoria. Y estallar, tan naturalmente como el fruto demasiado
maduro cuando cae del árbol.
Dejo atrás las rejas que protegen la casa, todavía llueve, pero con menos intensidad que cuando llegué. 1979 es un año de lluvias abundantes y los ríos amenazan desbordar, comentaron en la fiesta anual de cumpleaños. Un viejo amigo intentó convencerme para que me quedara, aduje que estaba cansado, que prefería mis sábanas blancas y crujientes como las de un hospital de campaña, un té con leche antes de acostarme, algún disco de Bruford. Al acercarme siempre me pregunto ¿quién estará hoy?, era alguien que hacía tiempo no veía el que esa noche atendía el kiosco, Eran todos parecidos entre sí, siempre enfundados en jeans ajustados, con miradas ligeramente equívocas. Me atendió tan afablemente como cualquiera de los otros, con una amabilidad estudiada pero cierta, que sólo yo podía confundir a mis treinta y dos años. Doblo en la esquina, evito así pasar frente al puesto policial. Pueden pararme, exigirme mi documento de identidad. Me molesta mostrarlo, está muy arrugado y siempre temo que se deshaga entre mis manos, como, dicen, puede ocurrir con un enfermo de lepra si se lo abraza fuertemente. Tomo, casi por instinto y sin pensarlo, por la avenida vacía, amarillenta por las luces de neón, barrida por el viento. Había dado una excusa, no tenía ganas de acurrucarme entre las sábanas blancas y mirar, con los ojos abiertos, las formas que las luces de la calle trazaban en la pared, también blanca. Como si mi cuerpo hubiera obedecido una orden que no es mía, me detengo bruscamente. Necesito definir una sensación -¿placer? ¿dolor?- que va apoderándose de mí. Mi cabeza bulle, una avalancha de imágenes se encabalgan en mi interior: de la torre Eiffel mana sangre y París se va volviendo carmesí. Camino más. Coloco mis manos en los bolsillos de mi gastado abrigo de paño gris. Camino, todavía camino. Cruzo la gran plaza vacía y por un segundo, tan fugaz como el instante de nuestra muerte, me parece que estoy en un páramo, que Santa Fe de la Veracruz no existe más y sólo quedamos el viento, que azota mi rostro, y yo. Al fin llego. Me paro, entre los laureles rosados, en la vereda de enfrente de la casa y miro fijamente. Adentro está él, lo adivino entre libros y espejos, protegido en su cuarto que, según me confió antes de que aquello ocurriera, está pintado de azul. Se siente seguro allí, la calle no puede subir hasta él. Un dolor inesperado atraviesa mi cuerpo. Una fuerza sube desde mis pies y se aloja, ahí, en el centro. Tengo ganas de gritar para que sepas que todavía existo, de extraviarme en mi grito que ya no quiero censurar. Abro la boca al tiempo que vuelvo a caminar.
(La primer escritura de este
texto es de 1979, tres años después de mi primera y asombrada visión de India
song, que, obviamente, lo provoca. Esta última reescritura es de noviembre
de 2003.)
EMILIO TOIBERO.
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