LOS PLANES DEL DESEO
A Nic
De la misma manera que las cocinas que muestra
Martín Rejtman, las camas, simples o dobles, que aparecen en los filmes de
Lucrecia Martel, son inconfundibles, funcionan a la manera de una firma. Con
sus sábanas arrugadas, presuntamente transpiradas, rara vez rectas, aparecen
como un lugar privilegiado que sus personajes habitan con frecuencia, casi
siempre con otro, pocas veces para dormir y raramente para tener sexo. En Laniñasanta,
así encimadas están las palabras en los títulos de crédito como los
personajes lo están dentro de los encuadres, hay una proliferación de camas:
una gran parte de la acción transcurre en un hotel. Pero algunas
están subrayadas: la de Elena, que en más de un momento es también la de
Freddy su hermano, cuyo lecho jamás vemos: ¿lo tendrá?; la de Amalia, su única hija,
que va, fluidamente, desde la que le es propia a la de su madre; las dos que,
sucesivamente, ocupa el Dr. Jano, objeto de deseo de las dos mujeres de
distintas edades; la de la abuela de Josefina y Julián, donde éstos retozan
sexualmente. Son ellos los únicos que pasan al acto, en una película recorrida
por el deseo -encarnado en miradas, tocamientos, sofocaciones y roces-
imposible de satisfacer para los protagonistas, al menos en compañía.
¿Qué es un hotel? Un espacio dividido en muchos cuartos que se llenan y vacían en un movimiento constante. Esta definición precaria, imperfecta, es sin duda útil para intentar aproximarse a Laniñasanta, donde los personajes entran y salen sin cesar del campo, habitándolo con más fuerza, paradojalmente, quizá cuando lo deshabitan, cuando su recuerdo se vuelve indisimulable, como ocurre con Manuel, el ex esposo de Elena o con esa abuela que jamás vemos o con la chilena que es madre de los hijos de Freddy, o cuando es provocado por el ir y venir, el montaje alternado, entre el mundo de los adultos y de las adolescentes, solamente cruzado, de manera subrepticia, por Jano, que como la representación del dios homónimo, tiene dos caras.
Como la vocal que va saltando, nunca la misma, de
nombre en nombre en los créditos iniciales, el discurso va de una historia a
otra, de la de Elena a la de Amalia, unidas en el triángulo que no saben que
forman, a su vez atravesada por otras muchas: algunas más desarrolladas como la
de Josefina y su familia y otras apenas
insinuadas como la que sugieren las significativas, también desconcertantes,
apariciones del intérprete de ese instrumento extraño capaz de producir sonidos
a través de una ejecución intangible o esa imprevisible, brillante situación en
que un hombre cae desnudo desde un segundo piso al patio del departamento en
planta baja. La imaginación ‘marteliana’ aparece así como inagotable, aunque
controlada con extremo rigor por una puesta en escena cuidadosamente pensada y,
como lo ha afirmado la realizadora, muy fiel a lo escrito en el guión.
La apuesta narrativa es osada, rebelándose de manera
altiva contra los estereotipos. Resuelta mayoritariamente en planos cerrados,
capaces de sofocar y hacer añorar algún plano general; obviando, salvo en una
secuencia, la presencia de la naturaleza que era tan fuerte en La ciénaga,
su excepcional opera prima, donde, como afirmó Edgardo Cozarinsky,
invadía la vida cotidiana; negándose a articular entre sí los pocos espacios en
que transcurre el filme lo que conduce a la duda en el momento de nombrar
alguno -¿el lugar donde las niñas y la catequista discurren es un recinto
parroquial, el aula de una escuela o qué?-, Martel construye, con un humor
perverso y juguetón, una obra que requiere más de una visión y de una audición
–el trabajo con los sonidos, desechando toda música over, es de los
mejores que hayan sonado en una sala cinematográfica en bastante tiempo-, en
este caso justificadas y que adquiere resonancias múltiples, sobre todo si se
piensa el filme desde su inesperado, y
muy arriesgado, final.
Tras haber trazado con sutileza las diferentes
tensiones que, en una película más convencional, deberían haber estallado en su
cierre, Martel elige concluir, coherente
con la clave de comedia con que ha enhebrado el relato, antes de que se produzca
la colisión. Prefiere quedarse mirando como sus mujeres adolescentes nadan, y
juegan, en una de las piletas del hotel. Como afirmando que son los adultos los
que, presumiblemente, construirán un escándalo, pero que éste, de producirse,
no afectará a las jóvenes, oscilantes entre advertir los llamados que les
permitirían encontrar el lugar que les corresponde en un supuesto plan divino y
responder a los otros llamados que perciben claramente: los de la carne, o,
mejor, capaces de superar la indecisión que las corroe, mezclando ambos
requerimientos: los de la materia y los del espíritu.
Enfrentando dos universos cerrados, el del congreso
de otorrinolaringología que sucede en el hotel –el del cuerpo y su percepción
de la realidad- y el de los diálogos religiosos –el del alma, si es que ésta
existe- Martel se revela como una cineasta ya plenamente segura de sí misma, en
plena posesión de sus medios, lo que le permite controlar todo aquello que el
espectador ve y oye, transitando un camino inequívocamente personal.
Es cierto que, a diferencia de La ciénaga, Laniñasanta podría
haber transcurrido en cualquier país con una fuerte tradición católica
-¿exigencias de la coproducción?-, así como que
durante algunos pocos minutos, anteriores a la llegada de la familia del
Dr. Jano, provoque la sensación de estar girando sobre sí misma sin poder ir
hacia adelante. Son fallos, si es que lo son, que no empañan los apabullantes
méritos que exhibe este segundo largometraje de Lucrecia Martel, tan tierno
como transgresor, pero sobre todo abrasadoramente erótico.
Laniñasanta
Argentina/España/Italia,
2004.
Castellano,
color, 106 min.Dirección: Lucrecia Martel.
Intérpretes: Mercedes Morán (Elena), Carlos Belloso (Dr. Jano), Alejandro Urdapilleta (Freddy), María Alché (Amalia), Julieta Zylberberg (Josefina), Mía Maestro (Inés), Marta Lubos (Mirta), Arturo Goetz (Dr. Vesalio), Alejo Mango (Dr. Cuesta), Mónica Villa (madre de Josefina).
Guión: Lucrecia Martel, con la colaboración de Juan Pablo Doménech.
Fotografía: Félix Monti.
Montaje: Santiago Ricci
Sonido: Marcos de Aguirre.
Música: Andrés Gerszenzon.
Dirección de arte: Graciela Odorigo.
Vestuario: Julio Suárez.
Maquillaje: Marisa Amenta.
Producción ejecutiva: Pedro Almodóvar, Agustín Almodóvar, Esther García.
Producción: Lita Stantic.
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