Podrían
pensarse, sin pretender establecer una taxonomía, algunas categorías,
tentativa y provisoriamente, para separar los libros que hablan del
cinematógrafo. Están aquellos que estudian a un cineasta, como Howard
Hawks, de Robin Wood; los que lo entrevistan, como El cine según
Hitchcock, de François Truffaut; los que recopilan críticas de cine, de
un solo autor o de varios, como Un oficio del siglo XX, de Guillermo
Cabrera Infante; los que proponen una revisión de su trayectoria, como Historia
general del cine, de Georges Sadoul; los que dan a conocer reflexiones
sobre su práctica de hacedores de films, como Notas sobre el cinematógrafo,
de Robert Bresson y, “last but not least”, los textos teóricos, más
generales, como ¿Qué es el cine?, de André Bazin o abocados a algún
aspecto en particular como Técnica del montaje cinematográfico, de
Karel Reisz.
Cine/Literatura... podría ubicarse dentro del último grupo, siempre
que se considere, asimismo, su pertenencia a esa serie de libros que parecen
surgir cuando la Universidad se abalanza sobre el cine y que, legítimamente,
tienen la pretensión de convertirse en manuales, como Nuevos conceptos de
la teoría del cine, de Robert Stam, Robert Burgoyne y Sandy
Flitterman-Lewis, optando así por un discurso verbal que simula la
transparencia, intentando compendiar lo más sustancial de una materia, para
el caso los ritos de pasaje entre dos escrituras. En la Introducción
(págs. 11-14) Wolf establece las reglas principales que presidirán su
recorrido. Advierte sobre su focalización en el tema de la transposición,
aclarando más tarde que el término “(...) designa la idea de traslado pero
también la de trasplante, de poner algo en otro sitio, de extirpar ciertos
modelos, pero pensando en otro registro o sistema.” (pág. 16). También
informa que: “Las elecciones son –es inevitable que ocurra– fruto de las
afinidades literarias y cinematográficas de quien escribe, y no hay modo, ni
tiene sentido, que este caso quiebre esa regla de oro”, así como que dentro
de los materiales con los que eligió trabajar hay “alta” literatura como así
también “literatura de mercado”. Por último señala que su intención no es
“(...) cerrar el circuito de cierto marco teórico, sino (...) abrir un marco
problemático de trabajo, entendiendo que los problemas de la transposición
exceden tanto a la bibliografía como a los casos de estudio.”
Ya en la primera parte, de las tres en que divide el libro, llamada La
transposición: un problema de origen, se ocupa de los modos de leer esa
operación que están en circulación, a los cuales se enfrenta. Va
distinguiendo cuando el análisis de la transposición tiene un valor previo,
dado por el valor del escritor, cuando tiene sentido en tanto descripción de
las diferencias con el texto original o porque está circunscripto a los
textos clásicos y, por último, porque permite vínculos con otros textos o
marcos teóricos. En la pág. 25 arriesga, con singular olfato crítico, que La reina Margot
(Patrice Chéreau, 1994) y Buscando a Ricardo III (Al Pacino, 1996) son
ejemplos de clásicos eficazmente transpuestos al cine.
“(...) quizás las relaciones entre la literatura y el cine puedan ser más
homologables al vínculo entre Stan Laurel y Oliver Hardy. Analogía ésta que
por el recurso que ellos llevaron al extremo –el llamado slow burn, o
incendio lento- podría ser una figura posible, un equivalente del efecto que
suele producir el cine sobre la literatura, entendiendo que Laurel (el cine)
va encrespando el humor de Hardy (la literatura), hasta desencadenar un
estallido que termina por demoler todo lo que halla a su paso”. Esta
atractiva imagen le sirve a Wolf, en la pág. 29, casi para comenzar la
segunda parte: La transposición: problemas generales y problemas
específicos. Entre los primeros merece señalarse su discurrir sobre las
dificultades que aparecen cuando no se encuentran las equivalencias para
transformar un texto literario en uno cinematográfico (págs. 44 y 45), que
cierra con una observación de extremo interés: “No siempre es en la puesta en
marcha de una peripecia donde el cine más puede acercarse al estilo y al
universo literario del escritor” (pág.45).
En cuanto a los problemas específicos conviene detenerse en el tratamiento
que Wolf brinda a La voz off (págs. 60-64), donde aclara, planteando
así el tipo de lector al que se dirige, que “si bien es evidentemente más
preciso el término voice-over, utilizamos –por ser más difundido su
uso y para evitar la selva terminológica– la designación de voz off
(...)”, El monólogo interior y los discursos sobre el pensamiento
(págs. 65-70) y El punto de vista y el problema de los narradores
(págs.70-76). Cuando desarrolla el último tema, ejemplificando con El toro
salvaje (Martin Scorsese, 1980), Los fantasmas de un hombre respetable
(Claude Chabrol, 1982) y Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), el lector
puede quedar con la sensación de que debería haberlo complejizado más para
hacerle justicia y, sobre todo, haber agregado más matices al análisis de la
película que propone las primeras peripecias cinematográficas del esquivo
Norman Bates, riquísima en relación al tema que ocupa al autor.
“A la pregunta ‘¿en qué consiste transponer un texto literario al cine?’, se
podría responder con una paradoja: En cómo olvidar recordando” (pág.
77). “Cómo olvidar recordando quiere decir que ese origen no puede
eliminarse como si jamás hubiera existido, pero que tampoco puede estar
totalmente presente porque eso orillaría el peligro de anular la voluntad
misma de la transposición” (pág. 78). Ambas citas pertenecen al comienzo de
la tercera parte: Los modelos de transposición: de la adecuación al
camouflage (págs. 77-157), la más extensa y, quizás, la que puede
provocar mayor polémica al trabajar varios films teniendo en cuenta los modos
en que leen los textos literarios que están en su origen. Wolf, “(...) con
cierto grado inevitable de arbitrariedad (...)” (pág. 89), reconoce seis
modelos de transposición: “(...) a) la fidelidad posible o ‘lectura
adecuada’, b) la fidelidad insignificante o ‘lectura aplicada, c) el posible
adulterio o ‘lectura inadecuada’, d) la intersección de universos, e) la
relectura o ‘el texto reinventado’, y f) la transposición encubierta o
‘versión no declarada’ “ (pág. 89). Pero antes de adentrarse en ellas, en uno
de los momentos más felices del texto donde parece olvidarse de cierta
voluntad didáctica que, a veces, lo traba, el autor se ocupa de El
desprecio (Jean-Luc Godard, 1963) (págs. 80-84) al que propone, de manera
brillante a mi entender, como “(...) una summa de todas las
discusiones y los lugares comunes, de todos los conflictos y todos los
resultados que supone la transposición como reflexión teórica y como problema
práctico”. Con mucha inteligencia, utilizando como ariete la pregunta “¿cómo
transponer un clásico?”, interroga nueves veces al film de Godard,
desmenuzándolo a fondo.
Ya adentrados en la explicación, y los ejemplos que la apuntalan, de los seis
modelos de transposición, “(...) un diálogo entre dos disciplinas” escribe,
conviene detenerse en el cuarto: “la intersección de universos” (págs.
116-132): “(...) nos estamos refiriendo a dos interlocutores que parecieran
encontrar la voz justa para entenderse”. Esa obra maestra habitualmente
ignorada que es Reflejos en un ojo dorado (1967, los interlocutores
son el cineasta John Huston y la escritora Carson
McCullers) y Desde ahora y para siempre (The Dead,
1987, nuevamente Huston, “el hombre que transponía demasiado” para Wolf, acá
con James Joyce), son dos de los films que utiliza para discurrir sobre el
modelo, yendo y viniendo con soltura del texto literario al cinematográfico y
señalando las operaciones realizadas en la transposición.
El breve epílogo (pág. 159) aparece, además de como un resumen de las
intenciones que guiaron la escritura, como una profesión de fe cinéfila,
rasgo que recorre todo el libro, a través de una conocida cita de un texto de
Bazin. La primera parte de la misma debe guardarse en la memoria como
talismán que nos protege de los llamados “estudios culturales”. Dice:
“Constatar que el cine ha aparecido ‘después’ de la novela o el teatro, no
significa que vaya tras sus huellas y en su mismo plano”.
Terminada la lectura algunos interrogantes se obstinan en permanecer en el
lector. ¿Por qué el cine no-parlante ocupa tan poco espacio, sólo la cita de
ocho trabajos de David Wark Griffith, el uno tras el otro en la pág. 17?
Admitida la regla aúrea, para el autor, de que sus elecciones son resultado
de sus preferencias, a los lectores nos queda preguntarnos ¿es que la irrupción
del cine sonoro no transformó ciertas pautas de transposición que regían
hasta entonces? Si así fue ¿cuáles permanecieron y cuáles dejaron de tener
vigencia?. Porque admitamos que también hasta 1929, la transposición era una
actividad muy frecuente en el cine.
En la pág. 40, con clara síntesis Wolf escribe “(...) la escritura específica
del cine, realizada a través de todos sus materiales: el encuadre, el tipo de
luz o imagen, los movimientos de cámara, la manera de cortar o cambiar de
escena, la entonación de los actores”. Esa escritura generalmente comienza a
ejercitarse, al menos en el llamado cine clásico del que el autor,
exceptuando a Öphuls, Godard y seguramente algún otro que no recuerdo, extrae
la mayor parte de sus ejemplos, en el momento de la escritura del guión, esa
oruga que se transformará en mariposa de acuerdo con cierta feliz expresión
de Pasolini, paso esencial en el trabajo de una transposición en el que poco
se repara en el texto, quizás porque es tan difícil conseguir los guiones con
que un equipo cinematográfico comienza su trabajo.
Nuevamente en la pág. 17 está escrito: “Lo cierto es que esta idea o
intuición de Griffith ubicaba al cine como aquello que venía a reemplazar a
la literatura como modo de narración dominante, exponiendo una concepción del
cine que va a mantenerse en toda su historia, y contra la cual van a luchar
los cineastas denominados modernos y cierta zona de la producción
teórica”. ¿Esa lucha de los cineastas modernos y de los teóricos
afines, mencionada una sola vez a lo largo del libro, implica alguna tensión,
alguna desviación, en relación a los modelos de transposición? Vale escribir,
por ejemplo ¿la transposición de Sade por parte de Pasolini o la de Von Kleist
realizada por Rohmer, por citar dos cineastas modernos muy disímiles
entre sí, no provoca alguna alteración en los paradigmas que Wolf encuentra?
En la pág. 147, analizando Carne trémula (Pedro Almodóvar, 1997), a la
que propone como ejemplo de relectura, de texto reinventado, Wolf escribe:
“Todo lo que en el origen era sustracción, en el film es multiplicación y
exuberancia (...) todo lo acotado se ha expandido”. Estas palabras sirven muy
bien para explicar el efecto residual que deja el leer Cine/Literatura...:
la necesidad de revisar la mayor parte de los films que trabaja, en su
abrumadora mayoría al alcance de los argentinos, lo que no es mérito pequeño.
Favorecen al libro las fotos que lo ilustran, de la colección personal del
autor, así como sus tres ordenados apéndices: “Bibliografía general”, “Textos
citados transpuestos al cine” y “Películas citadas”. No colabora con él, al
menos en la primera edición, la corrección de textos.
EMILIO
TOIBERO.
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