sábado, 31 de mayo de 2014

El pase del testigo, de Edgardo Cozarinsky. Sudamericana, 2001.


En las recordables críticas de cine que Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) publicó en Argentina, hasta elegir vivir en París en 1974, lograba transmitir el placer con que entremezclaba cine y literatura, no sólo en los múltiples lazos que instauraba entre ambos, sino también en el cuidado con que estaban escritas, sin olvidar, sin embargo, la disciplina periodística. Ese bien escribir reaparece, logrando seducir al lector, en este nuevo libro de ensayos -¿ensayos?- donde se perciben las marcas de una atenta y creativa lectura de Borges, particularmente para este libro de Historia universal de la infamia con su indeterminación genérica, que hace años viene realizando Cozarinsky como lo demuestra el imprescindible Borges y el cine o Guerriers et captives. De los veintiún textos que lo integran, hay tres que mantienen una relación estrecha con el cine. Dos de ellos, Fantasmas de Tánger y El violín de Rotschild, están escritos en los mismos años en que rodó las películas homónimas y pueden leerse, sin que el autor lo diga explícitamente, como una suerte de diario de apuntes de aquello que la cámara registrará o registró, vaya uno a saber, o quizá como un guión muy particular para enfrentarse al montaje (viendo sus filmes uno puede pensar que Cozarinsky está entre aquellos cineastas que, como el último Orson Welles o como Dziga Vertov, al que difícilmente admire, hacen nacer su trabajo en la moviola).

Pero, asimismo, en El violín... también da cuenta de la poética que irriga su producción, literaria o cinematográfica, al escribir: “La ficción surge a menudo como una interrogación a los hechos (...) al intentar descubrir lazos, una continuidad, lógica o no, una trama –palabra decisiva-, se va accediendo a la narración”.

Esta estrategia de producción es la que lo lleva en Mitteleuropa-AM-Plata, el tercero de los textos que mantienen una relación estrecha con el cine, a interrogarse sobre su recuerdo de 1.April 2000, una película austríaca vista cuando adolescente “en una tarde a mediados de los somnolientos años 50”, en una pequeña sala de Buenos Aires. Ese es sólo el comienzo, dado que en apenas ocho páginas integra a su discurso catorce filmes más para ir desplegando una sutil reflexión acerca de las relaciones entre las películas, las percepciones que de ellas tienen los espectadores y las variaciones que en las apreciaciones introduce el transcurrir del tiempo.

Cuando compara aquella primera visión con otra que lleva a cabo, en París a mediados de los años 90, gracias a la reproducción de una videocassette, descubre otro filme, diferente al apenas recordado, que lo lleva a preguntarse si aquél y éste no son dos espectadores (lo que no es más que sugerir que el tiempo nos transforma en otro). No contesta el problema, se limita a insinuarlo y, desde allí, va construyendo una trama que lo arroja a Viena, en el otoño de 1986, donde participa en un coloquio sobre el realizador Georg Wilhelm Pabst, hoy olvidado por haber filmado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y, por lo tanto, ser considerado cómplice de “un poder aberrante”. Y este olvido le sirve para disparar una polémica al afirmar, de manera tajante, que Eisenstein y Rossellini también colaboraron con regímenes totalitarios y nadie lo señala, ejemplificando, entre otras, con Aleksandr Newski o Un piloto ritorna. (Acá me parece prudente distinguir entre una película que colabora con el poder y otra que se filma durante el tiempo que se ejerce el mismo y así se podría observar que si en la primera hay una clara voluntad de marcar semejanzas entre los actos del héroe y del “padrecito” Stalin, en la segunda, donde, y esto sea dicho de paso, colaboró Michelangelo Antonioni como guionista, el régimen fascista no es otra cosa que un telón de fondo: la misma historia podría haber sucedido con aviadores de un país aliado.)

Pero Cozarinsky desestima el permanecer en el tema, es claro que no está en sus propósitos, y afirma otra, inesperada, respuesta para explicar el olvido en el que cayó Pabst: “La tragedia de su reputación está menos ligada al horror del Tercer Reich que a su mesura como artista: en el campo de batalla del prestigio, el medio del camino conduce siempre a la derrota”. ¿Se refiere solamente al director de Die Freudlose Gasse o habla, también, de sí mismo y de su obra?

En un giro imprevisible, del mundo regresa a su memoria, a su Viena de adolescente construida por las imágenes que el cine le había acercado en aquellos tempranos años 50, The Third Man y Die Vier im Jeep, y, sobre todo, a una deportiva controversia familiar entre los padres de su madre y de su padre, acerca de qué ciudad era mejor: si Viena o Berlín, de la que infiere que “hoy me habla menos de la volubilidad de toda noción de solidaridad ideológica, o ‘racial’, que de la índole tan particular de la vida en Buenos Aires”. (Para Cozarinsky, en este texto, y en otros que integran el libro, no parece existir la noción de país o quizá piense que éste es asimismo nombrado al escribir Buenos Aires, devenido espacio mítico a la manera de algunos trabajos de otro anclado en París: el también imprevisible Hugo Santiago).

El principio retorna en el final, regresa el filme-magdalena que desató el recuerdo: 1.April.2000, que, conjetura, desde su visión de 1995, tal vez refleje más exactamente “que cualquier ‘documental’ la idea que muchos austríacos se hacían de la difícil situación de su país en la década que siguió a la Segunda Guerra Mundial”. Y allí, implícitamente, establece, sin formularla, una pregunta: ¿cuántas y cuáles son las maneras por las que el cine documenta?

En todo este itinerario, que atraviesa ciudades como Buenos Aires, Viena y París por las que pasea su mirada de “flaneur”, jalonado por filmes que han ingresado al canon de la historia del cine y por otros que no, Cozarinsky casi nunca se pronuncia acerca de su valor. Se corre del lugar de crítico que supo ocupar, de una manera muy particular conviene recordarlo, para citar únicamente en función de los ecos que ciertas imágenes desatan en su memoria y que le permiten recorrer, y recobrar también, ciertos desplazamientos de su vida, construida, entre otros hechos, con el visionado de películas en salas de cine. Cerrando el texto, afirma que el adolescente que fue permanece mudo: “Si algo me dice con su silencio es que le parece cómico, y patético también, verme inclinado revolviendo el tacho de basura de la Historia”.

Esta afirmación adquiere validez para toda su filmografía, donde, insistentemente, lo que indica la existencia de un elaborado, y metódico, plan de trabajo, se ha ocupado de hurgar en los recovecos abandonados, en los márgenes de la vida de creadores, conocidos o no, como Cocteau, Langlois, Junger, Robert Le Vigan, Benjamin Fleischmann o la variopinta fauna estadounidense y europea que asoló a Tánger por los 50. Actividad que, partiendo de la interrogación a los hombres y a sus actos, hace trizas la arcaica, y hollywoodense, dicotomía entre ficción y documental.

Este camino lateral, la producción de Cozarinsky me permite pensar que él también huye de las rutas principales, que he elegido para acercarme a El pase... me permite, sin embargo, esbozar ciertos senderos –procedimientos- para un posible acceso al libro todo, así como también a La novia de Odessa, libro de relatos –el término es amplio, puede leerse de diversas maneras y, asimismo, es proclive a la indeterminación- que también le pertenece y que ha publicado casi simultáneamente, donde no aparece ninguna referencia al cine pero cuya tapa, significativamente, es la reproducción de un fotograma de una película, para nosotros ignorada, hecha en la Rusia todavía zarista. Como si nos invitara a ejercer un diálogo entre esa imagen, luminosa y precisa, ajena a todo encadenamiento, y las palabras que la siguen, o que
la continúan.

Como Kazan
, que concretó algunos filmes estimables y algunos libros olvidables; como Pasolini que, casi del todo, abandonó la narrativa literaria cuando comenzó a practicar la cinematográfica, Cozarinsky quiere, hasta el momento, interrogar e interrogarse con las prácticas que le proponen el cine y la literatura, pero, a diferencia de los dos autores citados, parece, por el momento, renuente a establecer una separación neta entre ambas que, y me parece que es su intención, en el ejercicio que él hace de ellas se demuestran de límites lábiles, vasos comunicantes para una misma subjetividad que se resiste, en una guerra quizá solitaria, a cualquier corsé.

Casi en el final de
Citizen Langlois la voz del Narrador, la de Niels Arestrup, con palabras que pertenecen a Cozarinsky, interroga “¿Qué es lo que hace que a los 20 años, un joven en lugar de lanzarse hacia el futuro decida consagrar su vida a salvar los rastros del pasado? ¿Dónde encontrar una respuesta?”. Estas preguntas, me parece, también pueden aplicarse, más allá de edades y contextos diferentes, a la producción del escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky.

Filmografía (en el orden de aparición en la reseña)
* Guerriers et captives, Edgardo Cozarinsky, 1989
* Fantomes de Tanger, Edgardo Cozarinsky, 1997
* Le violon de Rotschild, Edgardo Cozarinsky, 1996
* Fake/Question Mark, Orson Welles, 1973
* Celoveks Kinoapparatom, Dziga Vertov, 1929
* 1.April 2000, Wolfgang Liebeneiner, 1952
* Aleksandr Newski, Serguei Eisenstein, 1938
* Un piloto ritorna, Roberto Rossellini, 1942
* Die Freudlose Gasse, Georg Wilhelm Pabst, 1925
* The Third Man, Carol Reed, 1949
* Die Vier im Jeep, Leopold Lintberg, 1951
* Invasión, Hugo Santiago, 1969
* Les trottoirs de Saturne, Hugo Santiago, 1985
* Jean Cocteau, auto-portrait, Edgardo Cozarinsky, 1985
* Citizen Langlois, Edgardo Cozarinsky, 1994
* La guerre d’un seule homme, Edgardo Cozarinsky, 1982
* Boulevards du crépuscule, Edgardo Cozarinsky, 1992

Bibliografía
Borges, Jorge Luis
1994 Historia universal de la infamia en Borges, Jorge Luis. Obras Completas. Tomo 1 (1926-1949).Vigésima edición. Editorial Emecé. Buenos Aires.

Cozarinsky, Edgardo
1974 Borges y el cine. Editorial Sur. Buenos Aires.

Cozarinsky, Edgardo
2001 La novia de Odessa. Editorial Emecé. Buenos Aires.


EMILIO TOIBERO.

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