martes, 20 de mayo de 2014

El genocidio judío y el cine. Algunas representaciones cinematográficas de la Shoah



Una primera aclaración imprescindible refiere a la traducción habitual, e intencionada en su error, de la palabra hebrea Shoah con la que se designa el exterminio de personas judías por la administración burocrática nacional-socialista, como Holocausto. Según el Diccionario de la Biblia, Holocausto es la ofrenda total de una víctima que, tras la imposición de manos y la aspersión con sangre, es completamente quemada, subiendo el humo provocado al cielo. El código sacerdotal contiene disposiciones precisas acerca de los animales que pueden sacrificarse en holocausto: becerros, ganado menor, palomas. Por otra parte la Real Academia de la Lengua Española distingue dos significados para la palabra holocausto: 1: “sacrificio especial entre los israelitas, en que se quemaba toda la víctima” y 2: “acto de abnegación que se lleva a cabo por amor”. Según el diccionario de María Moliner holocausto remite a “una renuncia a algo o entrega a algo muy querido o de sí mismo para lograr un ideal o el bien de otros”. El holocausto es, pues, un rito religioso, un sacrificio con sentido, una ofrenda de amor a la divinidad. Los psicoanalistas Perla Sneh y Juan Carlos Cosaka (1) señalan que: “coagular el exterminio en una significación sacrificial señala a los asesinados por la generalidad del sacrificio (que justifica la acción del verdugo y ubica la muerte de la víctima en un sistema de significaciones) y vuelve a despojarlos de la dignidad de un nombre propio. El término Shoah no remite a sacrificio alguno, sino a la más completa devastación, a la catástrofe, al arrasamiento. Este término se impuso después de la matanza; durante la misma, el término más frecuentemente utilizado era jurbán, que significa reducir a ruinas, en el sentido que tiene en la expresión Jurbán Ha’Bait, la destrucción del Templo. Decir Shoah, entonces, no es un capricho lingüístico, es una toma de posición: apunta a retomar esa devastación y esa ruina no como algo cancelado en la significación sino como peso que persiste, en toda su ciega opacidad, en la palabra humana”.

También parece necesario, antes de internarnos en el tema elegido, trazar sumariamente las posibles relaciones entre el cinematógrafo, entendido como forma de expresión artística, y la historia, ya sea vista como lo que llamamos el conjunto de los hechos históricos o como disciplina que estudia estos hechos. (2) 


Las relaciones podrían esquematizarse así, tenemos:

a): la historia del cine: de la que se ocupa la historiografía cinematográfica. Se trata, por consiguiente de una disciplina con metodología propia y un objeto de investigación propios, exactamente igual que otras historias parciales como las de la literatura, la arquitectura o el teatro.

b): la historia en el cine: las películas, pese a todas las mediaciones que suponen y que no deben pasarse por alto, pueden ser fuente de documentación histórica y medios de representación de la historia, por lo tanto constituyen un objeto de especial interés para los historiadores que las consultan junto con otras fuentes de información. (Por ejemplo, Oktjabr (1928), la película del cineasta Serguei Eisenstein donde se reconstruye la revolución bolchevique en ocasión de conmemorarse sus diez primeros años, es una fuente de documentación insoslayable si se trata de estudiar ese hecho histórico).

c): el cine en la historia: dado que las películas pueden asumir un importante papel en el campo de la propaganda política, en la difusión de una ideología, a menudo se establecen relaciones muy estrechas entre el cine y el contexto sociopolítico en el que surge y sobre el cual puede ejercer una influencia en modo alguno secundaria. Es lo que el historiador francés Marc Ferro (3) denomina la condición del cine de agente de historia. Pensemos, retrocediendo unas cuantas décadas, en el papel que desempeñó el cine como instrumento de propaganda en la Italia fascista, en la Alemania nazi, en los Estados Unidos de Roosevelt, en la Rusia de Stalin, así como en su importancia para la difusión de modelos ideológicos y de comportamiento. Pensemos el lugar primordial que ocupa el cine bélico actual, y los films de acción en general, dentro de la industria estadounidense como justificación de la agresión armada a Afganistán y a todo lo que nosotros llamamos Oriente Medio, Oriente Próximo para los europeos. (Aludo a Black Hawk Down, Ridley Scott, EUA, 2001, para dar sólo un ejemplo).

Otra cuestión que las películas suelen eludir en sus representaciones del exterminio, al menos las que conozco, es que el pueblo judío no fue el único colectivo exterminado por el nacionalsocialismo, aunque sí el que mayor cantidad de víctimas tuvo. También los gitanos, los homosexuales, los disminuidos mentales y los epilépticos fueron perseguidos y asesinados aduciendo, igualmente, la necesidad de ir construyendo un futuro donde esté garantizada la pureza de la raza. Porque el proyecto particular de los nacionalsocialistas afectaba directa, aunque no exclusivamente a los judíos.

¿Cómo era ese proyecto? Se puede enunciar simplemente: limpieza del espacio habitable por los dueños de la casa. Todo lo que fuera considerado nocivo, dañino o simplemente impropio debía ser eliminado. Los nazis sólo cumplieron con una de las máximas que vertebran la apariencia de la vida familiar burguesa: “poner en orden la casa propia”. Para ello partieron de una clasificación elemental: quiénes tienen derecho a vivir en ella y quiénes no. A estos últimos debía hacérselos desaparecer. Más que una ideología racista la de los nazis era una ideología profiláctica, higiénica, desinfectante: de un lado, lo limpio, lo puro, lo impoluto; del otro, la suciedad, las impurezas, la basura. De modo tal que las teorías racistas estaban subordinadas a la gran teoría profiláctica, complementándola. Ya hacía mucho que los alemanes (y los ingleses y los franceses) habían elaborado complicadas teorías racistas, pero lo que hicieron los nazis fue poner esas teorías racistas al servicio de una teoría más potente, de naturaleza clínica: como medida de profilaxis, en un espacio bien ordenado, los puros no deben mezclarse con los impuros. (4)

Esto está inquietantemente expresado en una anécdota que narró Jorge Semprún (5), prisionero en Buchenwald, en tanto español, es decir no ario, y comunista. Tuvo la suerte de sobrevivir y, tan pronto fueron liberados aquellos pocos que escaparon al exterminio, hizo al fin lo que desde el encierro del campo siempre había deseado hacer: se dirigió a una hermosa casa de campo alemana, situada sobre una espléndida colina, justo enfrente del campo de concentración, casa a la que no había dejado de ver desde su encierro. Una vez fuera, quiso invertir la posición: mirar el campo desde la casa.

En ella vive una respetable señora mayor, de cabellos grises, que, aunque, un poco asustada al principio, accede a enseñarle el interior de su acogedor hogar. Lo que busca el recién liberado está en el primer piso: el gran balcón donde suele reunirse la apacible familia. Una impresionante vista sobre el campo, incluida la chimenea gigantesca del crematorio: como quien dice entrada preferencial para la visión del espectáculo cotidiano. Al preguntar el ex-prisionero a la amable dama qué pensaban cuándo en la noche, todas las noches, veían elevarse hasta el cielo las llamas incesantes, ésta sólo acierta a decirle que también perdió a sus dos hijos en la guerra. Por lo demás todo había transcurrido tranquila y ordenadamente en aquella agradable casa cuyos habitantes disfrutaron todos los días, contemplando la atareada actividad de un campo de muerte, de la manera en que una ama de casa, serenamente, desde su sillón vienés, contempla como su empleada doméstica realiza con eficacia las tareas de limpieza. A esta ama de casa que se limita a mirar, en la que, en mayor o menor medida, todos nos podemos reconocer en algún momento de nuestras vidas, podemos asociarla con el espectador que aparece en el final de El proceso, esa inmensa novela de Franz Kafka que recorrida hoy, entre muchas posibilidades de lectura, se nos ofrece como un texto profético. En el penúltimo párrafo de la novela, en el anterior a aquel en que los dos ejecutores matan a Joseph K, está escrito lo siguiente, tal como lo tradujo Isabel Hernández para Ediciones Cátedra: “ (...) Sus miradas recayeron en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que palpita una luz, así se abrieron de par en par los cristales de una ventana; una persona, débil y delgada por la distancia y la altura, se inclinó de golpe hacia delante y extendió los brazos aún más hacia delante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Uno que tomaba parte en ello? ¿Uno que quería ayudar? ¿Era uno solo? ¿Eran todos? ¿Era aún una ayuda? ¿Había objeciones que habían olvidado? Seguro que había alguna.” Hasta aquí la escritura de Kafka. Los ecos que despierte en cada lector, le pertenecen.

Ahora bien ¿cómo representar con los medios que son los propios de la expresión cinematográfica, o con los de otras expresiones artísticas, aquello que ni tan siquiera puede decirse? Hablo de aquel horror que no encuentra lugar dentro del discurso y que, por lo tanto, no se puede comunicar. Como escribió el poeta argentino Juan Gelman: “¿Cómo dar cuenta artísticamente de esas catástrofes? ¿Hasta qué punto su representación está tironeada por la doble necesidad de recordar y olvidar? ¿Es posible decir lo indecible? ¿En qué lugar confluyen la libertad artística y la ética del dolor para que el dolor sea libre y ética su representación? ¿No hay otro acercamiento artístico al horror que el indirecto?” Y concluye Gelman: “Las respuestas sólo pueden encontrarse en la obra de cada creador”. Que es lo que nosotros, sumariamente, vamos a intentar ahora.

Pienso que podríamos delimitar, provisoriamente, categorías de films, dentro de aquellos que conozco, abocados a pensar, pues como afirma Gilles Deleuze el cine piensa la realidad a través de las formas que le son propias, desde lugares muy diversos, y a veces enfrentados, la Shoah.

Habría un primer grupo de films que son los que dan cuenta cinematográficamente de la existencia de los campos de concentración y de los de exterminio, entre los que estaría, por ejemplo, el cortometraje documental francés Nuit et brouillard (Alain Resnais, Francia, 1955). Suele afirmarse que es la primera película sobre los campos de exterminio lo que podría ponerse en duda, pareciéndome más preciso afirmar que es la primera película sobre ellos que tuvo circulación en las salas de cine.

Habría un segundo grupo de films, que son aquellos, no demasiados, que dan cuenta de cómo sucedió el aniquilamiento, ofreciendo un conocimiento detallado de los hechos. Entre ellos estaría, por ejemplo, Shoah (Claude Lanzmann, Francia,1985), de visión imprescindible.

Habría un tercer grupo de films, marcados por un evidente tono reflexivo, que giran en torno a por qué fue posible que sucediera lo que sucedió y acá encontraríamos una también extensa, casi ocho horas, e inclasificable, película del cineasta alemán Hans Jürgen Syberberg del año 1977 llamada Hitler- ein Film aus Deutschland, que si bien no está centrada en el tema de la Shoah sí la inscribe dentro de un contexto ofreciendo ideas muy inquietantes sobre el nacionalsocialismo y sus procederes para concluir sosteniendo que con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de Hitler el nazismo no ha terminado y que lejos de ser derrotado, ha terminado por triunfar (lo que se aproxima al pensamiento del poeta Paul Celan).

Habría un cuarto grupo de films que se centran antes que en la Shoah en sus consecuencias sobre aquellos que la padecieron, directamente o a través de seres muy cercanos. Y allí podríamos incluir a Pasazerka (Andrzej Munk, Polonia, 1963), o la más reciente Voyages (Emmanuel Finkiel, Francia, 1999).

Podría delimitarse un quinto grupo de films, entre los que estarían Schindler’s List ( Steven Spielberg, EUA, 1993), o La vita e bella (Roberto Benigni, Italia,1997) donde la Shoah es utilizada como pre-texto para construir ficciones industriales que arrojan un velo engañoso. (Creo ser muy benigno en el adjetivo elegido).

Y habría un último grupo en el que colocaría un film de ficción al que no he podido acceder llamado The grey zone (Tim Blake, EUA, 2001). De acuerdo a lo que he leído puede representar la mecánica de los campos de gas y de los crematorios evitando la observación formulada por el escritor Elie Wiesel: “Poner en escena una masacre resulta blasfemo; maquillar figurantes como cadáveres resulta obsceno”.

Desde acá voy a discurrir en torno a la manera en que abordan algunos aspectos del tema Nuit et brouillard, Shoah, Schindler’s List y La vita e bella.

Nuit et brouillard


La estrategia discursiva de Resnais es la de confrontar, mediante esa forma cinematográfica de articulación nombrada como montaje paralelo, planos que recogen la situación de los campos de concentración y los de exterminio y de sus habitantes en el momento de la llegada de los aliados, con otros del estado de las instalaciones en el momento del rodaje, puestos en diálogo, desde la banda sonora, con un texto de muy alta intensidad poética del novelista Jean Cayrol, musitado por el actor Michel Bouquet.

Las palabras finales, que nunca deberíamos olvidar, son éstas: “Al contemplar estas ruinas, nosotros creemos sinceramente que en ellas yace enterrada para siempre la locura racial, nosotros que vemos desvanecerse esta imagen y hacemos como si alentáramos nuevas esperanzas, como si de verdad creyéramos que todo esto perteneciese sólo a una época y a un país, nosotros que pasamos por alto las cosas que nos rodean y que no oímos el grito que no calla”.

El impacto que provocó, y provoca, Nuit et brouillard puede medirse a través de la escritura de Serge Daney, que lo vio, azorado, varias veces a instancias de un profesor de liceo, alrededor de sus doce años. En un libro esencial, y póstumo, llamado Persévérance (6) escribió: “Gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles...”

Shoah


Realizado a lo largo de diez años y con un metraje de nueve horas y media, recoge testimonios de judíos sobrevivientes del exterminio nazi a través de la técnica de la entrevista, interrogaciones por lo general en espacios cerrados , sin incluir ni una sola imagen de archivo: da cuenta de cómo sucedió la Shoah a través de las palabras y del registro de los espacios donde sucedieron los hechos, tal como se hallaban en el momento de la filmación.

Dijo su realizador, Claude Lanzmann: “Los protagonistas de Shoah son sobrevivientes, pero habría que llamarlos ‘los que regresaron’, los que vuelven más allá del límite. Fueron los únicos testigos del exterminio; periódicamente eran liquidados para no dejar testigos.

Me interesaron estos sobrevivientes, los que regresaron, que nunca hablaron en primera persona. Ellos siempre dicen ‘nosotros’; ellos son los portavoces de los muertos. La película tiene por único tema la radicalidad de la muerte. Trata sobre la ausencia de huellas”. (7)

Vamos a detenernos en una secuencia cinematográfica donde se registra una entrevista realizada a Abraham Bomba, un peluquero de origen polaco, en su lugar de trabajo en Holon, Israel.

Vemos allí que mientras Abraham está cortándole el cabello a un cliente, está verbalizando cómo hacía el mismo trabajo a las prisioneras en un campo de exterminio antes de que éstas fueran aniquiladas: en el presente está realizando un acto idéntico al que hacía en ese pasado que recuerda y narra. Así se establece un puente entre ambos tiempos y una acción de trabajo cotidiana se tensa por la semejanza con otras similares concretadas en circunstancias terribles. A esta confusión de tiempos, producto de la elección de Lanzmann del lugar donde realizar la entrevista, se suma la desarticulación del espacio registrado. El primer plano va desde la imagen de Abraham reflejada en uno de los tantos espejos de la peluquería a otra imagen de Abraham reflejada en otro espejo. Desde allí se alternan, de manera a veces indiscernible, las imágenes de Abraham y las imágenes reflejadas de Abraham, logrando así que el espacio estalle como cuando se lo ve a través de un espejo roto en varios fragmentos. A lo que contribuye la presencia dentro de los planos, también a veces reflejados en los espejos y a veces no, de los demás clientes y sus respectivos peluqueros, los que entran al local y se encuentran con el rodaje y algunos de los miembros del equipo. Es decir que Lanzmann a través de la entrevista a Abraham logra presentificar el ominoso pasado pero, al mismo tiempo, por la forma en que elige filmarlo y montarlo, sin ningún plano de establecimiento inicial que nos instruya acerca de cómo es la peluquería, problematiza su visión al espectador, lo obliga a leer las imágenes y los sonidos y a decodificarlos. Estamos muy lejos de la rutina televisiva con una imagen que pretende ser objetiva y un entrevistado que no sabe de vacilaciones en su hablar.

Cuando Abraham recuerda sus días en Treblinka, cuenta que el sendero que llevaba a la cámara de gas, camuflado para que aquellos que lo recorrían no advirtieran adónde desembocaba, era llamado por los victimarios “El camino al cielo”. El lenguaje usado por los nazis era pródigo en eufemismos: de esta manera se velaba la cualidad criminal de los actos a las víctimas y, al mismo tiempo, se lograba que quienes los perpetraban desconocieran su acto en el momento de realizarlo, en tanto y en cuanto no lo nombraban. La película de Lanzmann puede verse como una operación de rasgadura del eufemismo para retornar al significado primero de las palabras, si la operación es posible.

Schindler’s List


Bien avanzada la película, los hombres, las mujeres y los niños salvados del exterminio por Oskar Schindler son trasladados, en abril de 1944, desde Chujowa Gorka, Polonia, a Zwittau-Brünlitz, el pueblo natal del benefactor en Checoslovaquia. Pero el tren que transporta a las mujeres es desviado a Auschwitz.

Creo que conviene pensar el fragmento que representa la breve estadía de estas mujeres en Auschwitz recordando la descripción que hace Abraham de su trabajo en Treblinka y teniendo en cuenta que un film como éste, abundantemente premiado por la industria estadounidense y realizado por un director que sabe de los halagos del éxito masivo, puede llegar a tres tipos de espectadores: los que saben qué fue la Shoah; los que, aunque sumariamente, tienen cierta idea de lo que fue, y, por último, aquellos otros, que sí existen, que no saben lo que fue.

Este es el único momento del extenso film en que se muestra una cámara de gas. Aquellos que saben qué fue la Shoah pueden sentirse indignados ante su uso en la ficción como espacio, literal, de limpieza; los que tienen cierta idea de lo que fue pueden pensar, con esa inocencia que le otorga un estatuto de verdad a la imagen cinematográfica : ‘ah...yo creía que ahí los mataban’ y los que no saben lo que fue pueden decirse a sí mismos ‘qué alto sentido de la higiene tenían los jefes de los campos’. No es lícito, para capturar el interés de los espectadores, especular con el conocimiento que cada uno de ellos tenga de las formas de exterminio practicadas por los nacionalsocialistas. En definitiva lo que hace Spielberg en esta secuencia no es otra cosa que la aplicación de una vieja estrategia narrativa del cineasta inglés Alfred Hitchcock: el suspense, definido a partir de sus diferencias con la sorpresa frente a Francois Truffaut, quien a la sazón lo entrevistaba. (8) Decía Hitchcock que si el espectador ve en la pantalla a un grupo de señores burgueses que dialogan en un bar y estalla una bomba en su mesa, se produce una sorpresa que sólo dura segundos; pero que, si ha visto a un anarquista colocar el explosivo y sabe que éste estallará en diez minutos, todo el diálogo banal de los señores se convierte en una situación de extrema tensión: ¿alguno de ellos descubrirá el artefacto? ¿se salvarán?. Esto último es el suspense. Para lograrlo Spielberg trabaja con el conocimiento que pueda tener cada espectador de un hecho horroroso, y esto no es ético. El arte, y el cinematógrafo es un arte, está íntimamente vinculado con la ética. La utilización de las formas del cinematógrafo para fines exclusivamente mercantiles, no.

Pero creo que Schindler’s List, en su oportunismo hipócrita, más afrentoso aún desde el momento en que su director, en sus declaraciones públicas al menos, nunca deja de reinvindicar sus raíces judías, todavía nos permite avanzar un paso más en la reflexión sobre las representaciones cinematográficas de la Shoah perpetradas desde el corazón de la industria del cine. Tanto Primo Levi como Paul Celan, escritores que padecieron la experiencia concentracionaria en su cuerpo, han insistido en la particular percepción del tiempo que se instala en los recluidos. Hablan de él como de un presente continuo, donde el pasado sólo asalta en los sueños y el futuro no existe. Ese presente continuo que se construye con repeticiones de repeticiones hasta el momento de la muerte, se despliega en movimientos que han perdido todo sentido salvo el de la supervivencia más inmediata. Movimientos que no son causa de ningún efecto, ni efecto de ninguna causa. Movimientos, por lo tanto, que nunca podrán ser representados por un discurso construido con los despojos del cine clásico, que despliegan tanto la película de Spielberg como la de Benigni, subordinando las articulaciones entre sus planos a la relación causa-efecto. Por eso, porque afirma una cierta concepción del cine, que sin duda fue válida para pensar un mundo que ya no existe, pero que hoy aparece como agente de difusión ideológica, es que los personajes centrales del film de Spielberg, sí inmersos en la mecánica causa-efecto, no padecen la experiencia temporal del campo porque la estrategia narrativa elegida impide representarla. La viven o la sienten desde afuera, como voyeurs, y junto a ellos, el espectador obligado, por la construcción del discurso cinematográfico, a ocupar ese rol, idéntico al de la señora alemana de la que nos habla Semprún, sustituyendo, eso sí, el cómodo sillón vienes por la raída butaca de un microcine. Si comparamos este lugar pasivo que Spielberg le asigna al espectador con el rol activo que le exige Lanzmann, obligándolo a partir de las palabras de los testigos a recrear en sí el horror, es muy fácil distinguir quién respeta el sufrimiento humano.

La vita è bella


Más allá de sus diferencias temáticas -en cine lo que importa nunca es la historia sino la manera en que se la narra- la película de Benigni se inscribe dentro del mismo tipo de cine que la de Spielberg. Basta con detenerse en una secuencia para observar como por la planificación elegida se reduce un episodio histórico padecido por millones de personas a un vehículo para desarrollar una historia individual que, por otra parte, podría haber ocurrido tanto en los campos nazis en la segunda guerra, acá mero telón de fondo, como en cualquier otro lugar donde pudieran existir reclusos, sean estos las cárceles pobladas por los prisioneros de la Revolución Francesa a la espera de ser guillotinados o las mazmorras de cualquier dictadura latinoamericana, militar o civil, de derechas o de izquierda. En cierto sentido la operación de Benigni, una operación de borramiento como veremos, no es más que una versión, a muy pequeña escala, de las operaciones de borramiento organizadas por el nacional socialismo.

En la secuencia elegida, desarrollada dentro de una barraca, Guido Orefice y su hijo Josué ya están recluidos en un campo. El papel que juegan el resto de los ocupantes del lugar -algunos pocos se rascan, otros están inmóviles en sus literas como figuras sin vida- es el de “extras”, exceptuando Bartolomé, el único que tiene nombre, cuya única función es dar la réplica al protagonista. Cuando el padre y el hijo comienzan su diálogo en torno a lo que a Josué le han dicho acerca del lugar donde está, la resolución elegida, como en cualquier telenovela, es utilizar el procedimiento llamado, en cine, campo y contracampo (alternancia de las dos figuras enzarzadas en el diálogo). Es significativo advertir como la elección de esta articulación permite que a espaldas de cada uno de ellos aparezcan espacios vacíos, poco visibles y sin ninguna presencia humana que pueda distraer al espectador de los rostros de los actores y, además, hacerle recordar cuál es el espacio en el que suceden los hechos que Guido trata de negar en su discurso. Es decir, Benigni disimula, encubre el contexto de igual manera que los nazis lo encubrían en Treblinka tal como nos enteramos por el testimonio de Abraham en la película de Lanzmann. A Benigni no le importa la tragedia de millones de individuos, tan sólo le interesa emocionar, con golpes de efecto sagazmente planeados, a partir de las desventuras de sus protagonistas.

Cuando la pensadora judía Hanna Arendt dio a conocer su hipótesis de la trivialidad del mal (9), no terminó de entenderse que esa trivialidad que señalaba es la de la burocracia, en el sentido canónico de la palabra, es decir el que designa la organización del conjunto de los funcionarios públicos. Fue en el siglo XX, y sólo en ese siglo, donde fue posible institucionalizar burocráticamente el mal porque existieron, existen, sociedades altamente burocratizadas, en las cuales los ciudadanos adquieren mentalidad de funcionarios obedientes y dóciles que un día llevan a cabo una tarea y al día siguiente otra, que bien puede ser la contraria, siempre que formen parte de actividades previamente ordenadas. Tan banal como fabricar electrodomésticos, distribuir cartas a través del correo o por vía electrónica, clasificar los comprobantes de los impuestos o reglamentar la circulación de automóviles en las calles fue para los burócratas alemanes realizar el conjunto de actos que llevaron a la muerte a millones de personas. La trivialidad no está en las gentes sino en el sistema y en el tipo de vida que el sistema desarrolla y en el tipo de actividad que los hombres realizan en semejante sistema. Como lo hemos podido apreciar en nuestro genocidio argentino, Arendt constata que nuestra sociedad está burocratizada y que en ella puede ejecutarse cualquier acción con tal de organizarla debidamente a través de los canales administrativos rutinarios. (Es decir, por ejemplo, cualquier ayuntamiento citadino, y no aludo a ninguna administración en especial, está estructurada de tal manera que podría concretar la destrucción de algún colectivo dentro de la más estricta legalidad). Una vez que en una sociedad se ha implantado la dominación de los burócratas, pueden indiferentemente fabricarse automóviles, televisores u hornos crematorios en los que matar masivamente a seres humanos.

¿Por qué la sociedad se ha burocratizado? ¿Es una epidemia? No, ocurre que es la única posibilidad de un desarrollo capitalista sostenido. Y sucede que tanto Spielberg como Benigni son, sean conscientes o no, representantes paradigmáticos de esta sociedad capitalista así organizada, lo que les impide darse cuenta, y por lo tanto dar cuenta, de los horrores que ella genera. No pueden pensar la Shoah con las formas propias del cine desde otro lugar que el que ocupan en una sociedad burocratizada tal como se manifiesta en la industria cinematográfica que, hoy en día, es tan sólo una triste rama seca de la mucho más gigantesca industria del entretenimiento.

Queda en pie la pregunta acerca de si otras concepciones del cine, lejanas al reciclado postmoderno del cine clásico, por ejemplo, las también diversas entre sí, que dan a conocer los films de Resnais y Lanzmann, son capaces de expresar la Shoah. Al menos, creo, pueden aproximarse con dignidad que quizás sea el único movimiento posible desde lo cinematográfico para no coagular la Shoah en Holocausto, para que las películas que intentan representarla sean fuentes y no agentes de historia, además de expresiones artísticas.
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Notas.

I. En La shoah en el siglo(del lenguaje del exterminio al exterminio del discurso). Buenos Aires, Xavier Bóveda, 1999.
II. Es, en líneas generales, el planteo que propone Antonio Costa en Saper vedere il cinema, Milano, Bompiani, 1985. (Hay traducción castellana: Saber ver el cine, Barcelona, Paidós Ibérica, 1991)
III. En Cinéma et histoire. Le cinéma agent et source de l’histoire, París, Denoël-Gonthier, 1977. (Hay traducción castellana: Cine e historia, Barcelona, Gustavo Gili, 1980).
IV. Esta idea está más generosamente desarrollada en Nuño, Juan. La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos, Caracas, Monte Ávila, 1990, de donde fue tomada.
V. En Le grand voyage, 1963. (Hay traducción castellana: El largo viaje, Barcelona, Seix-Barral, 1993).
VI. Daney, Serge. Pérséverance, París, P.O.L. Éditeur, 1994. (Hay traducción castellana: Perseverancia. Reflexiones sobre el cine, Buenos Aires, El Amante/Tatanka, 1998.
VII. De una entrevista realizada a Lanzmann, en el marco de la edición 2000 del B.A.F. I.C.I, por la Lic. Sima Weingarten, la Lic. Liora Duchossoy y el Prof. Abraham Zylberman, publicada en el N° 16 de la revista de la Fundación Memoria del Holocausto.
VIII. Realizada en 1963, en EUA, la entrevista de Truffaut está editada como libro: Le Cinéma selon Hitchcock, París, Robert Lafont, 1966. (Hay traducción castellana: El cine según Hitchcock, Madrid, Alianza Editorial, 1974).
IX. En Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999.

EMILIO TOIBERO.

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