Una primera aclaración
imprescindible refiere a la traducción habitual, e intencionada en su error, de
la palabra hebrea Shoah con la que se designa el exterminio de personas judías
por la administración burocrática nacional-socialista, como Holocausto. Según
el Diccionario de la Biblia, Holocausto es la ofrenda total de una víctima que,
tras la imposición de manos y la aspersión con sangre, es completamente
quemada, subiendo el humo provocado al cielo. El código sacerdotal contiene
disposiciones precisas acerca de los animales que pueden sacrificarse en
holocausto: becerros, ganado menor, palomas. Por otra parte la Real Academia de
la Lengua Española distingue dos significados para la palabra holocausto: 1: “sacrificio
especial entre los israelitas, en que se quemaba toda la víctima” y 2: “acto
de abnegación que se lleva a cabo por amor”. Según el diccionario de María
Moliner holocausto remite a “una renuncia a algo o entrega a algo muy querido o
de sí mismo para lograr un ideal o el bien de otros”. El holocausto es, pues,
un rito religioso, un sacrificio con sentido, una ofrenda de amor a la
divinidad. Los psicoanalistas Perla Sneh y Juan Carlos Cosaka (1) señalan que: “coagular
el exterminio en una significación sacrificial señala a los asesinados por la
generalidad del sacrificio (que justifica la acción del verdugo y ubica la
muerte de la víctima en un sistema de significaciones) y vuelve a despojarlos
de la dignidad de un nombre propio. El término Shoah no remite a
sacrificio alguno, sino a la más completa devastación, a la catástrofe, al arrasamiento.
Este término se impuso después de la matanza; durante la misma, el
término más frecuentemente utilizado era jurbán, que significa reducir a
ruinas, en el sentido que tiene en la expresión Jurbán Ha’Bait, la
destrucción del Templo. Decir Shoah, entonces, no es un capricho
lingüístico, es una toma de posición: apunta a retomar esa devastación y esa
ruina no como algo cancelado en la significación sino como peso que persiste,
en toda su ciega opacidad, en la palabra humana”.
También parece necesario, antes
de internarnos en el tema elegido, trazar sumariamente las posibles relaciones
entre el cinematógrafo, entendido como forma de expresión artística, y la
historia, ya sea vista como lo que llamamos el conjunto de los hechos históricos
o como disciplina que estudia estos hechos. (2)
a): la historia del cine: de la
que se ocupa la historiografía cinematográfica. Se trata, por consiguiente de
una disciplina con metodología propia y un objeto de investigación propios,
exactamente igual que otras historias parciales como las de la literatura, la arquitectura
o el teatro.
b): la historia en el cine: las
películas, pese a todas las mediaciones que suponen y que no deben pasarse por
alto, pueden ser fuente de documentación histórica y medios de representación
de la historia, por lo tanto constituyen un objeto de especial interés para los
historiadores que las consultan junto con otras fuentes de información. (Por
ejemplo, Oktjabr (1928), la película del cineasta Serguei Eisenstein
donde se reconstruye la revolución bolchevique en ocasión de conmemorarse sus
diez primeros años, es una fuente de documentación insoslayable si se trata de
estudiar ese hecho histórico).
c): el cine en la historia: dado
que las películas pueden asumir un importante papel en el campo de la
propaganda política, en la difusión de una ideología, a menudo se establecen relaciones
muy estrechas entre el cine y el contexto sociopolítico en el que surge y sobre
el cual puede ejercer una influencia en modo alguno secundaria. Es lo que el
historiador francés Marc Ferro (3) denomina la condición del cine de agente de
historia. Pensemos, retrocediendo unas cuantas décadas, en el papel que
desempeñó el cine como instrumento de propaganda en la Italia fascista, en la
Alemania nazi, en los Estados Unidos de Roosevelt, en la Rusia de Stalin, así
como en su importancia para la difusión de modelos ideológicos y de
comportamiento. Pensemos el lugar primordial que ocupa el cine bélico actual, y
los films de acción en general, dentro de la industria estadounidense como
justificación de la agresión armada a Afganistán y a todo lo que nosotros
llamamos Oriente Medio, Oriente Próximo para los europeos. (Aludo a Black
Hawk Down, Ridley Scott, EUA, 2001, para dar sólo un ejemplo).
Otra cuestión que las películas
suelen eludir en sus representaciones del exterminio, al menos las que
conozco, es que el pueblo judío no fue el único colectivo exterminado por el
nacionalsocialismo, aunque sí el que mayor cantidad de víctimas tuvo. También
los gitanos, los homosexuales, los disminuidos mentales y los epilépticos
fueron perseguidos y asesinados aduciendo, igualmente, la necesidad de ir
construyendo un futuro donde esté garantizada la pureza de la raza. Porque el
proyecto particular de los nacionalsocialistas afectaba directa, aunque no
exclusivamente a los judíos.
¿Cómo era ese proyecto? Se puede
enunciar simplemente: limpieza del espacio habitable por los dueños de la casa.
Todo lo que fuera considerado nocivo, dañino o simplemente impropio debía ser
eliminado. Los nazis sólo cumplieron con una de las máximas que vertebran la
apariencia de la vida familiar burguesa: “poner en orden la casa propia”. Para ello
partieron de una clasificación elemental: quiénes tienen derecho a vivir en
ella y quiénes no. A estos últimos debía hacérselos desaparecer. Más que una
ideología racista la de los nazis era una ideología profiláctica, higiénica,
desinfectante: de un lado, lo limpio, lo puro, lo impoluto; del otro, la
suciedad, las impurezas, la basura. De modo tal que las teorías racistas
estaban subordinadas a la gran teoría profiláctica, complementándola. Ya hacía
mucho que los alemanes (y los ingleses y los franceses) habían elaborado complicadas
teorías racistas, pero lo que hicieron los nazis fue poner esas teorías
racistas al servicio de una teoría más potente, de naturaleza clínica: como
medida de profilaxis, en un espacio bien ordenado, los puros no deben mezclarse
con los impuros. (4)
Esto está inquietantemente expresado en una anécdota que narró Jorge Semprún (5), prisionero en Buchenwald, en tanto español, es decir no ario, y comunista. Tuvo la suerte de sobrevivir y, tan pronto fueron liberados aquellos pocos que escaparon al exterminio, hizo al fin lo que desde el encierro del campo siempre había deseado hacer: se dirigió a una hermosa casa de campo alemana, situada sobre una espléndida colina, justo enfrente del campo de concentración, casa a la que no había dejado de ver desde su encierro. Una vez fuera, quiso invertir la posición: mirar el campo desde la casa.
En ella vive una respetable
señora mayor, de cabellos grises, que, aunque, un poco asustada al principio,
accede a enseñarle el interior de su acogedor hogar. Lo que busca el recién
liberado está en el primer piso: el gran balcón donde suele reunirse la
apacible familia. Una impresionante vista sobre el campo, incluida la chimenea
gigantesca del crematorio: como quien dice entrada preferencial para la visión
del espectáculo cotidiano. Al preguntar el ex-prisionero a la amable dama qué
pensaban cuándo en la noche, todas las noches, veían elevarse hasta el cielo
las llamas incesantes, ésta sólo acierta a decirle que también perdió a sus dos
hijos en la guerra. Por lo demás todo había transcurrido tranquila y
ordenadamente en aquella agradable casa cuyos habitantes disfrutaron todos los
días, contemplando la atareada actividad de un campo de muerte, de la manera en
que una ama de casa, serenamente, desde su sillón vienés, contempla como su
empleada doméstica realiza con eficacia las tareas de limpieza. A esta ama de
casa que se limita a mirar, en la que, en mayor o menor medida, todos nos
podemos reconocer en algún momento de nuestras vidas, podemos asociarla con el
espectador que aparece en el final de El proceso, esa inmensa novela de
Franz Kafka que recorrida hoy, entre muchas posibilidades de lectura, se nos
ofrece como un texto profético. En el penúltimo párrafo de la novela, en el
anterior a aquel en que los dos ejecutores matan a Joseph K, está escrito lo
siguiente, tal como lo tradujo Isabel Hernández para Ediciones Cátedra: “ (...)
Sus miradas recayeron en el último piso de la casa que lindaba con la cantera.
Del mismo modo en que palpita una luz, así se abrieron de par en par los
cristales de una ventana; una persona, débil y delgada por la distancia y la
altura, se inclinó de golpe hacia delante y extendió los brazos aún más hacia
delante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Uno que tomaba parte en
ello? ¿Uno que quería ayudar? ¿Era uno solo? ¿Eran todos? ¿Era aún una ayuda?
¿Había objeciones que habían olvidado? Seguro que había alguna.” Hasta aquí la
escritura de Kafka. Los ecos que despierte en cada lector, le pertenecen.
Ahora bien ¿cómo representar con
los medios que son los propios de la expresión cinematográfica, o con los de
otras expresiones artísticas, aquello que ni tan siquiera puede decirse? Hablo
de aquel horror que no encuentra lugar dentro del discurso y que, por lo tanto,
no se puede comunicar. Como escribió el poeta argentino Juan Gelman: “¿Cómo dar
cuenta artísticamente de esas catástrofes? ¿Hasta qué punto su representación está
tironeada por la doble necesidad de recordar y olvidar? ¿Es posible decir lo
indecible? ¿En qué lugar confluyen la libertad artística y la ética del dolor
para que el dolor sea libre y ética su representación? ¿No hay otro
acercamiento artístico al horror que el indirecto?” Y concluye Gelman: “Las
respuestas sólo pueden encontrarse en la obra de cada creador”. Que es lo que
nosotros, sumariamente, vamos a intentar ahora.
Pienso que podríamos delimitar,
provisoriamente, categorías de films, dentro de aquellos que conozco, abocados
a pensar, pues como afirma Gilles Deleuze el cine piensa la realidad a través
de las formas que le son propias, desde lugares muy diversos, y a veces enfrentados,
la Shoah.
Habría un primer grupo de films
que son los que dan cuenta cinematográficamente de la existencia de los campos
de concentración y de los de exterminio, entre los que estaría, por ejemplo, el
cortometraje documental francés Nuit et brouillard (Alain Resnais, Francia,
1955). Suele afirmarse que es la primera película sobre los campos de
exterminio lo que podría ponerse en duda, pareciéndome más preciso afirmar que
es la primera película sobre ellos que tuvo circulación en las salas de cine.
Habría un segundo grupo de films,
que son aquellos, no demasiados, que dan cuenta de cómo sucedió el
aniquilamiento, ofreciendo un conocimiento detallado de los hechos. Entre ellos estaría, por ejemplo,
Shoah (Claude Lanzmann, Francia,1985), de visión imprescindible.
Habría un tercer grupo de films,
marcados por un evidente tono reflexivo, que giran en torno a por qué fue
posible que sucediera lo que sucedió y acá encontraríamos una también extensa,
casi ocho horas, e inclasificable, película del cineasta alemán Hans Jürgen
Syberberg del año 1977 llamada Hitler- ein Film aus Deutschland, que si
bien no está centrada en el tema de la Shoah sí la inscribe dentro de un
contexto ofreciendo ideas muy inquietantes sobre el nacionalsocialismo y sus
procederes para concluir sosteniendo que con el fin de la Segunda Guerra
Mundial y la muerte de Hitler el nazismo no ha terminado y que lejos de ser
derrotado, ha terminado por triunfar (lo que se aproxima al pensamiento del
poeta Paul Celan).
Habría un cuarto grupo de films
que se centran antes que en la Shoah en sus consecuencias sobre aquellos
que la padecieron, directamente o a través de seres muy cercanos. Y allí
podríamos incluir a Pasazerka (Andrzej Munk, Polonia, 1963), o la más reciente
Voyages (Emmanuel Finkiel, Francia, 1999).
Podría delimitarse un quinto
grupo de films, entre los que estarían Schindler’s List ( Steven Spielberg,
EUA, 1993), o La vita e bella (Roberto Benigni, Italia,1997) donde la Shoah
es utilizada como pre-texto para construir ficciones industriales que arrojan
un velo engañoso. (Creo ser muy benigno en el adjetivo elegido).
Y habría un último grupo en el
que colocaría un film de ficción al que no he podido acceder llamado The
grey zone (Tim Blake, EUA, 2001). De acuerdo a lo que he leído puede
representar la mecánica de los campos de gas y de los crematorios evitando la observación
formulada por el escritor Elie Wiesel: “Poner en escena una masacre resulta blasfemo;
maquillar figurantes como cadáveres resulta obsceno”.
Desde acá voy a discurrir en
torno a la manera en que abordan algunos aspectos del tema Nuit et
brouillard, Shoah, Schindler’s List y La vita e bella.
Nuit
et brouillard
La estrategia discursiva de
Resnais es la de confrontar, mediante esa forma cinematográfica de articulación
nombrada como montaje paralelo, planos que recogen la situación de los campos
de concentración y los de exterminio y de sus habitantes en el momento de la
llegada de los aliados, con otros del estado de las instalaciones en el momento
del rodaje, puestos en diálogo, desde la banda sonora, con un texto de muy alta
intensidad poética del novelista Jean Cayrol, musitado por el actor Michel Bouquet.
Las palabras finales, que nunca
deberíamos olvidar, son éstas: “Al contemplar estas ruinas, nosotros creemos
sinceramente que en ellas yace enterrada para siempre la locura racial, nosotros
que vemos desvanecerse esta imagen y hacemos como si alentáramos nuevas esperanzas,
como si de verdad creyéramos que todo esto perteneciese sólo a una época y a un
país, nosotros que pasamos por alto las cosas que nos rodean y que no oímos el
grito que no calla”.
El impacto que provocó, y
provoca, Nuit et brouillard puede medirse a través de la escritura de
Serge Daney, que lo vio, azorado, varias veces a instancias de un profesor de liceo,
alrededor de sus doce años. En un libro esencial, y póstumo, llamado Persévérance
(6) escribió: “Gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería
industrial no eran incompatibles...”
Shoah
Realizado a lo largo de diez años
y con un metraje de nueve horas y media, recoge testimonios de judíos
sobrevivientes del exterminio nazi a través de la técnica de la entrevista,
interrogaciones por lo general en espacios cerrados , sin incluir ni una sola imagen
de archivo: da cuenta de cómo sucedió la Shoah a través de las palabras
y del registro de los espacios donde sucedieron los hechos, tal como se
hallaban en el momento de la filmación.
Dijo su realizador, Claude
Lanzmann: “Los protagonistas de Shoah son sobrevivientes, pero habría
que llamarlos ‘los que regresaron’, los que vuelven más allá del límite. Fueron
los únicos testigos del exterminio; periódicamente eran liquidados para no
dejar testigos.
Me interesaron estos
sobrevivientes, los que regresaron, que nunca hablaron en primera persona.
Ellos siempre dicen ‘nosotros’; ellos son los portavoces de los muertos. La película
tiene por único tema la radicalidad de la muerte. Trata sobre la ausencia de huellas”.
(7)
Vamos a detenernos en una
secuencia cinematográfica donde se registra una entrevista realizada a Abraham
Bomba, un peluquero de origen polaco, en su lugar de trabajo en Holon, Israel.
Vemos allí que mientras Abraham
está cortándole el cabello a un cliente, está verbalizando cómo hacía el mismo
trabajo a las prisioneras en un campo de exterminio antes de que éstas fueran
aniquiladas: en el presente está realizando un acto idéntico al que hacía en
ese pasado que recuerda y narra. Así se establece un puente entre ambos tiempos
y una acción de trabajo cotidiana se tensa por la semejanza con otras similares
concretadas en circunstancias terribles. A esta confusión de tiempos, producto
de la elección de Lanzmann del lugar donde realizar la entrevista, se suma la
desarticulación del espacio registrado. El primer plano va desde la imagen de
Abraham reflejada en uno de los tantos espejos de la peluquería a otra imagen
de Abraham reflejada en otro espejo. Desde allí se alternan, de manera a veces
indiscernible, las imágenes de Abraham y las imágenes reflejadas de Abraham,
logrando así que el espacio estalle como cuando se lo ve a través de un espejo
roto en varios fragmentos. A lo que contribuye la presencia dentro de los
planos, también a veces reflejados en los espejos y a veces no, de los demás
clientes y sus respectivos peluqueros, los que entran al local y se encuentran
con el rodaje y algunos de los miembros del equipo. Es decir que Lanzmann a
través de la entrevista a Abraham logra presentificar el ominoso pasado pero,
al mismo tiempo, por la forma en que elige filmarlo y montarlo, sin ningún
plano de establecimiento inicial que nos instruya acerca de cómo es la
peluquería, problematiza su visión al espectador, lo obliga a leer las imágenes
y los sonidos y a decodificarlos. Estamos muy lejos de la rutina televisiva con
una imagen que pretende ser objetiva y un entrevistado que no sabe de
vacilaciones en su hablar.
Cuando Abraham recuerda sus días
en Treblinka, cuenta que el sendero que llevaba a la cámara de gas, camuflado
para que aquellos que lo recorrían no advirtieran adónde desembocaba, era
llamado por los victimarios “El camino al cielo”. El lenguaje usado por los
nazis era pródigo en eufemismos: de esta manera se velaba la cualidad criminal
de los actos a las víctimas y, al mismo tiempo, se lograba que quienes los
perpetraban desconocieran su acto en el momento de realizarlo, en tanto y en
cuanto no lo nombraban. La película de Lanzmann puede verse como una operación
de rasgadura del eufemismo para retornar al significado primero de las
palabras, si la operación es posible.
Schindler’s
List
Bien avanzada la película, los
hombres, las mujeres y los niños salvados del exterminio por Oskar Schindler
son trasladados, en abril de 1944, desde Chujowa Gorka, Polonia, a Zwittau-Brünlitz,
el pueblo natal del benefactor en Checoslovaquia. Pero el tren que transporta a
las mujeres es desviado a Auschwitz.
Creo que conviene pensar el
fragmento que representa la breve estadía de estas mujeres en Auschwitz
recordando la descripción que hace Abraham de su trabajo en Treblinka y teniendo
en cuenta que un film como éste, abundantemente premiado por la industria estadounidense
y realizado por un director que sabe de los halagos del éxito masivo, puede
llegar a tres tipos de espectadores: los que saben qué fue la Shoah; los
que, aunque sumariamente, tienen cierta idea de lo que fue, y, por último,
aquellos otros, que sí existen, que no saben lo que fue.
Este es el único momento del
extenso film en que se muestra una cámara de gas. Aquellos que saben qué fue la Shoah
pueden sentirse indignados ante su uso en la ficción como espacio, literal,
de limpieza; los que tienen cierta idea de lo que fue pueden pensar, con esa
inocencia que le otorga un estatuto de verdad a la imagen cinematográfica : ‘ah...yo
creía que ahí los mataban’ y los que no saben lo que fue pueden decirse a sí mismos
‘qué alto sentido de la higiene tenían los jefes de los campos’. No es lícito,
para capturar el interés de los espectadores, especular con el conocimiento que
cada uno de ellos tenga de las formas de exterminio practicadas por los
nacionalsocialistas. En definitiva lo que hace Spielberg en esta secuencia no
es otra cosa que la aplicación de una vieja estrategia narrativa del cineasta
inglés Alfred Hitchcock: el suspense, definido a partir de sus
diferencias con la sorpresa frente a Francois Truffaut, quien a la sazón lo entrevistaba.
(8) Decía Hitchcock que si el espectador ve en la pantalla a un grupo de señores
burgueses que dialogan en un bar y estalla una bomba en su mesa, se produce una
sorpresa que sólo dura segundos; pero que, si ha visto a un anarquista colocar
el explosivo y sabe que éste estallará en diez minutos, todo el diálogo banal
de los señores se convierte en una situación de extrema tensión: ¿alguno de
ellos descubrirá el artefacto? ¿se salvarán?. Esto último es el suspense.
Para lograrlo Spielberg trabaja con el conocimiento que pueda tener cada
espectador de un hecho horroroso, y esto no es ético. El arte, y el cinematógrafo
es un arte, está íntimamente vinculado con la ética. La utilización de las formas
del cinematógrafo para fines exclusivamente mercantiles, no.
Pero creo que Schindler’s List,
en su oportunismo hipócrita, más afrentoso aún desde el momento en que su
director, en sus declaraciones públicas al menos, nunca deja de reinvindicar
sus raíces judías, todavía nos permite avanzar un paso más en la reflexión sobre
las representaciones cinematográficas de la Shoah perpetradas desde el
corazón de la industria del cine. Tanto Primo Levi como Paul Celan, escritores
que padecieron la experiencia concentracionaria en su cuerpo, han insistido en
la particular percepción del tiempo que se instala en los recluidos. Hablan de
él como de un presente continuo, donde el pasado sólo asalta en los sueños y el
futuro no existe. Ese presente continuo que se construye con repeticiones de
repeticiones hasta el momento de la muerte, se despliega en movimientos que han
perdido todo sentido salvo el de la supervivencia más inmediata. Movimientos
que no son causa de ningún efecto, ni efecto de ninguna causa. Movimientos, por
lo tanto, que nunca podrán ser representados por un discurso construido con los
despojos del cine clásico, que despliegan tanto la película de Spielberg como
la de Benigni, subordinando las articulaciones entre sus planos a la relación causa-efecto.
Por eso, porque afirma una cierta concepción del cine, que sin duda fue válida
para pensar un mundo que ya no existe, pero que hoy aparece como agente de difusión
ideológica, es que los personajes centrales del film de Spielberg, sí inmersos
en la mecánica causa-efecto, no padecen la experiencia temporal del campo
porque la estrategia narrativa elegida impide representarla. La viven o la
sienten desde afuera, como voyeurs, y junto a ellos, el espectador
obligado, por la construcción del discurso cinematográfico, a ocupar ese rol,
idéntico al de la señora alemana de la que nos habla Semprún, sustituyendo, eso
sí, el cómodo sillón vienes por la raída butaca de un microcine. Si comparamos
este lugar pasivo que Spielberg le asigna al espectador con el rol activo que
le exige Lanzmann, obligándolo a partir de las palabras de los testigos a recrear
en sí el horror, es muy fácil distinguir quién respeta el sufrimiento humano.
La
vita è bella
Más allá de sus diferencias
temáticas -en cine lo que importa nunca es la historia sino la manera en que se
la narra- la película de Benigni se inscribe dentro del mismo tipo de cine que
la de Spielberg. Basta con detenerse en una secuencia para observar como por la
planificación elegida se reduce un episodio histórico padecido por millones de
personas a un vehículo para desarrollar una historia individual que, por otra
parte, podría haber ocurrido tanto en los campos nazis en la segunda guerra,
acá mero telón de fondo, como en cualquier otro lugar donde pudieran existir
reclusos, sean estos las cárceles pobladas por los prisioneros de la Revolución
Francesa a la espera de ser guillotinados o las mazmorras de cualquier
dictadura latinoamericana, militar o civil, de derechas o de izquierda. En
cierto sentido la operación de Benigni, una operación de borramiento como veremos,
no es más que una versión, a muy pequeña escala, de las operaciones de borramiento
organizadas por el nacional socialismo.
En la secuencia elegida,
desarrollada dentro de una barraca, Guido Orefice y su hijo Josué ya están
recluidos en un campo. El papel que juegan el resto de los ocupantes del lugar -algunos pocos se rascan, otros
están inmóviles en sus literas como figuras sin vida- es el de “extras”,
exceptuando Bartolomé, el único que tiene nombre, cuya única función es dar la
réplica al protagonista. Cuando el padre y el hijo comienzan su diálogo en
torno a lo que a Josué le han dicho acerca del lugar donde está, la resolución
elegida, como en cualquier telenovela, es utilizar el procedimiento llamado, en
cine, campo y contracampo (alternancia de las dos figuras enzarzadas en el
diálogo). Es significativo advertir como la elección de esta articulación
permite que a espaldas de cada uno de ellos aparezcan espacios vacíos, poco
visibles y sin ninguna presencia humana que pueda distraer al espectador de los
rostros de los actores y, además, hacerle recordar cuál es el espacio en el que
suceden los hechos que Guido trata de negar en su discurso. Es decir, Benigni disimula,
encubre el contexto de igual manera que los nazis lo encubrían en Treblinka tal
como nos enteramos por el testimonio de Abraham en la película de Lanzmann. A Benigni
no le importa la tragedia de millones de individuos, tan sólo le interesa emocionar,
con golpes de efecto sagazmente planeados, a partir de las desventuras de sus protagonistas.
Cuando la pensadora judía Hanna
Arendt dio a conocer su hipótesis de la trivialidad del mal (9), no terminó de
entenderse que esa trivialidad que señalaba es la de la burocracia, en el
sentido canónico de la palabra, es decir el que designa la organización del
conjunto de los funcionarios públicos. Fue en el siglo XX, y sólo en ese siglo,
donde fue posible institucionalizar burocráticamente el mal porque existieron,
existen, sociedades altamente burocratizadas, en las cuales los ciudadanos
adquieren mentalidad de funcionarios obedientes y dóciles que un día llevan a
cabo una tarea y al día siguiente otra, que bien puede ser la contraria,
siempre que formen parte de actividades previamente ordenadas. Tan banal como
fabricar electrodomésticos, distribuir cartas a través del correo o por vía electrónica,
clasificar los comprobantes de los impuestos o reglamentar la circulación de automóviles
en las calles fue para los burócratas alemanes realizar el conjunto de actos que
llevaron a la muerte a millones de personas. La trivialidad no está en las
gentes sino en el sistema y en el tipo de vida que el sistema desarrolla y en
el tipo de actividad que los hombres realizan en semejante sistema. Como lo
hemos podido apreciar en nuestro genocidio argentino, Arendt constata que
nuestra sociedad está burocratizada y que en ella puede ejecutarse cualquier
acción con tal de organizarla debidamente a través de los canales
administrativos rutinarios. (Es decir, por ejemplo, cualquier ayuntamiento citadino,
y no aludo a ninguna administración en especial, está estructurada de tal manera
que podría concretar la destrucción de algún colectivo dentro de la más
estricta legalidad). Una vez que en una sociedad se ha implantado la dominación
de los burócratas, pueden indiferentemente fabricarse automóviles, televisores
u hornos crematorios en los que matar masivamente a seres humanos.
¿Por qué la sociedad se ha
burocratizado? ¿Es una epidemia? No, ocurre que es la única posibilidad de un
desarrollo capitalista sostenido. Y sucede que tanto Spielberg como Benigni
son, sean conscientes o no, representantes paradigmáticos de esta sociedad capitalista
así organizada, lo que les impide darse cuenta, y por lo tanto dar cuenta, de
los horrores que ella genera. No pueden pensar la Shoah con las formas
propias del cine desde otro lugar que el que ocupan en una sociedad
burocratizada tal como se manifiesta en la industria cinematográfica que, hoy
en día, es tan sólo una triste rama seca de la mucho más gigantesca industria
del entretenimiento.
Queda en pie la pregunta acerca
de si otras concepciones del cine, lejanas al reciclado postmoderno del cine
clásico, por ejemplo, las también diversas entre sí, que dan a conocer los
films de Resnais y Lanzmann, son capaces de expresar la Shoah. Al menos,
creo, pueden aproximarse con dignidad que quizás sea el único movimiento
posible desde lo cinematográfico para no coagular la Shoah en Holocausto, para
que las películas que intentan representarla sean fuentes y no agentes de
historia, además de expresiones artísticas.
---
Notas.
I. En La shoah
en el siglo(del lenguaje del exterminio al exterminio del discurso). Buenos
Aires, Xavier Bóveda, 1999.
II. Es, en líneas
generales, el planteo que propone Antonio Costa en Saper vedere il cinema,
Milano, Bompiani, 1985. (Hay traducción castellana: Saber ver el cine,
Barcelona, Paidós Ibérica, 1991)III. En Cinéma et histoire. Le cinéma agent et source de l’histoire, París, Denoël-Gonthier, 1977. (Hay traducción castellana: Cine e historia, Barcelona, Gustavo Gili, 1980).
IV. Esta idea está más generosamente desarrollada en Nuño, Juan. La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos, Caracas, Monte Ávila, 1990, de donde fue tomada.
V. En Le grand voyage, 1963. (Hay traducción castellana: El largo viaje, Barcelona, Seix-Barral, 1993).
VI. Daney, Serge. Pérséverance, París, P.O.L. Éditeur, 1994. (Hay traducción castellana: Perseverancia. Reflexiones sobre el cine, Buenos Aires, El Amante/Tatanka, 1998.
VII. De una entrevista realizada a Lanzmann, en el marco de la edición 2000 del B.A.F. I.C.I, por la Lic. Sima Weingarten, la Lic. Liora Duchossoy y el Prof. Abraham Zylberman, publicada en el N° 16 de la revista de la Fundación Memoria del Holocausto.
VIII. Realizada en 1963, en EUA, la entrevista de Truffaut está editada como libro: Le Cinéma selon Hitchcock, París, Robert Lafont, 1966. (Hay traducción castellana: El cine según Hitchcock, Madrid, Alianza Editorial, 1974).
IX. En Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999.
EMILIO
TOIBERO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario