martes, 20 de mayo de 2014

Zumban las balas en la tarde última (sobre La cruz del sur, Pablo Reyero)



Quizás fue el martes 17 de junio de 1997, en el ámbito del Goethe Institut de Buenos Aires, el día en que, con la primera exhibición pública del documental Dársena Sur, de Pablo Reyero, comenzó, si es que efectivamente existe, ese fenómeno, todavía a precisar, que se nombra como “Nuevo Cine Argentino”. Los asistentes fueron tan numerosos y la recepción tan entusiasta que las exhibiciones se prolongaron durante un mes. Comercialmente la película se estrenaría al año siguiente, el 23 de abril, pero ese primer contacto con el público, con entrada gratuita y en un espacio no convencional, ya anticipó la necesidad, hoy todavía urgente, de encontrar salidas, diferentes y rentables, para los trabajos cinematográficos hechos al margen o fuera de la industria. Como la que en los últimos años viene proponiendo el MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, donde encuentran refugio películas no convencionales que no consiguen espacio en las salas de estreno – las muy valiosas El paisaje invisible, de Gustavo Fontán y Todo juntos, de Federico León, son sólo dos ejemplos-.


Pese a sus muchos méritos: el menor de ellos no es el pararse en un espacio donde se entremezclan “ficción” y “documental”, a la infrecuente novedad que en el cine argentino de ese entonces implicó Dársena... – primeros premios en los festivales internacionales de Montevideo y Trieste y premio especial del jurado en el de La Habana- seis años más tarde Reyero -29 de marzo de 1966, Buenos Aires- continúa siendo un cineasta casi secreto, mucho menos conocido que una gran parte de sus pares generacionales. Habrá que esperar que se difunda La cruz del sur, su primer largometraje de “ficción” que probablemente se estrene en Argentina y en salas cinematográficas y canales de televisión de Europa el año próximo, seleccionado para una de las dos secciones competitivas del Festival de Cannes –“Une certain regard”- donde fue premiado, para que sea evidente el singular lugar que la poética de este cineasta, fiel a sí misma de filme a filme, ocupa dentro del cine argentino.

Las líneas que siguen pretenden reflexionar sobre algunos aspectos de La cruz del sur, relato cinematográfico de una intensidad poco frecuente –en nuestro cine y en el de cualquier origen- y de un esplendor fílmico inhabitual.
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En principio la línea argumental parece situarnos en un filme de género: un policial. Hay un robo, una venta de lo habido en el atraco, una huída y una persecución que se despliegan en apenas cuarenta y ocho horas. Como en la variante noir, no hay personajes centrales que sean policías. Más aún, no aparecen “representantes de la ley” en todo el metraje y sino están es porque cualquier vestigio de Ley ha desaparecido, sin dejar rastros, en el universo ficcional que propone La cruz del sur. Los que roban un cargamento de droga, tras cometer una traición, son dos hermanos jóvenes: Javier y Wendy/Carlos, travesti. Los acompaña Nora, la “noviecita”, asi la llama Wendy, del primero. Casi literalmente de la nada, irrumpe la pareja al comenzar el relato, mientras se suceden los títulos iniciales. Por las calles de una ciudad turística, único espacio urbano que nos será brevemente concedido, van a bordo de una ambulancia, presumiblemente robada, lanzada a toda velocidad. Ella insulta a un taxista que les dificulta el paso, se los ve eufóricos. Nada sabemos de ellos, muy poco, únicamente lo imprescindible nos será dicho, más adelante, de su vida anterior: son criaturas que se revelan a través de sus acciones, de sus deseos, algunos confesados a través de las palabras que dicen, otros estallando en sus miradas, en algunos gestos que parecen escapados a su control. Lo mismo ocurre con el resto de los personajes, todos, de una manera u otra, inmersos en una espiral vertiginosa en la que parece no haber lugar para el reposo salvo en la muerte. Somos nosotros, los espectadores, quienes, ineludiblemente, debemos completarlos: a ellos, sus historias y su circunstancia imprecisamente fechada: los hechos ocurren años después de la finalización de la última dictadura militar, hasta ahora. A diferencia del género que parece enarbolar, La cruz del sur no cierra las incógnitas que establece, salvo las más superficiales, de la misma manera que se niega a trazar una línea que separe a inocentes de culpables. Todas sus criaturas son víctimas y victimarios, al mismo tiempo, que, sin aliento, marchan hacia un final ya inscripto en el principio.
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La inmersión de algunos motivos propios del policial en un marco natural que progresivamente va adquiriendo un papel protagónico, como lo evidencian tanto la mirada del padre sobre el océano en el momento de dejar atrás su playa o el ejemplar plano final donde el agua va cubriendo el campo como queriendo borrar la figura de Nora que se adelgaza con la distancia, abre lugar a una suerte de horror metafísico, porque proviene de algo mucho menos concreto que aquello que se nos permite ver. Los estremecimientos que provoca nacen un lugar que, sin duda, tiene que ver con la naturaleza humana, sobre todo con sus imposibilidades y sus delirios, pero también en esos espacios que el hombre adivina y no puede hollar, como ocurría en aquellas grandes películas –pienso en Fata Morgana, en Aguirre, la ira de Dios-, que supo construir Werner Herzog cuando era joven. Espacios tan inalcanzables para el espectador como aquellos que, a manera de espejo invertido, propone la diégesis para sus habitantes: el Paraguay adonde Javier espera convertirse en rey de la “merca”; la tumba a la vera del camino, donde su padre fue enterrado vivo, que quiere identificar Nora; el lugar donde esté la persona capaz de amarla que busca Wendy/Carlos; la playa reconstruida, unida a la ruta por un puente, con la que sueña Rodolfo, el padre de los hermanos. Pero si el inexorable avance en la locura tras la caza obsesiva de lo que es imposible para los otros, encuentra ecos en el cineasta alemán, el tratamiento de la superficie del mar, en sus rugientes formas, evoca, sin verse menoscabado en la comparación, al Michelangelo Antonioni de La aventura. En la película de Reyero, cuya compañía productora significativamente se llama Océano, el mar es una presencia viva, a diferencia de lo que sucede en El fondo del mar, película recientemente estrenada de otro cineasta argentino joven: Damián Szifrón, donde sólo es una idea.
 
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Entre la venta de la droga robada y la continuación de la huída, aparece un espacio donde la acción física se vuelve más pausada. Es El Marquesado, un balneario construido por los militares tras dinamitar unos acantilados, desolado hasta en verano como lo afirma una línea de diálogo, donde sobreviven, como pueden, Rodolfo y la madre de los hermanos: Mecha. Durante unas pocas horas, volverá a reunirse allí el grupo familiar, observado por Nora, intrusa pero también voyeur, que sólo piensa en escapar de esta prisión. Salvo el afecto que fluye entre los hermanos –presente en todo el relato y condensado en la inolvidable mirada de despedida, en el final, de Wendy a Javier- nada ata a los integrantes de esta familia entre sí sino la circunstancia límite que atraviesan. La lucidez, sarcástica y temible, transmitida por las palabras y las acciones de Mecha, que ya no espera nada –por eso quizá conservará su vida -, se opone a los planes y los planos delirantes de Rodolfo y a las fantasías de poder de Javier. Wendy, por su parte, que ha sido incorporada al atraco por su hermano, como aquella niña homónima del relato de Sir James Barrie sabe que deberá regresar: sola, a su búsqueda del afecto. Es en las secuencias que transcurren en el balneario donde el discurso se espesa, descubriendo indicios que, como los relámpagos en una noche cerrada en el campo, iluminan, por uno segundos, lo que no se ve. Estos hombres y mujeres que hablan y se mueven sobre un terreno que disimula esqueletos, en el que pueden perder pie en cualquier momento, son mucho más que los caracteres necesarios para que una trama policial funcione, representan a una sociedad cuyo único destino, a la manera de una tragedia, es hundirse porque no tiene tierra firme, un pasado, sobre el que afirmarse: “no deberíamos haberle hecho favores a los militares”, dice Mecha. También repite “este lugar está maldito”.

Mientras una banda sonora trabajadísima, que desecha cualquier música
over y recoge los sonidos de la naturaleza integrándolos a la manera de una partitura, envuelve a los personajes, Reyero desestima cualquier elección estética que lo aproxime al filme de género. Una cámara, la mayor parte de la película en mano, que se instala en el centro de los conflictos, en el corazón de las tormentas, para desde allí acosar a los actores, como se suele interrogar a los entrevistados en aquellos filmes nombrados como documentales; la elección sistemática, en la resolución de muchas situaciones, del plano secuencia –nunca como ejercicio virtuoso- para transmitirnos la intensidad del transcurrir del tiempo, veloz aunque asimismo agónico, y un montaje crispado que siempre corta los planos antes de su fin natural, son decisiones que provocan un fuerte impacto sensorial, que hacen que concluida la visión de La cruz del sur uno pueda percibir que a su piel se ha adherido algo, que, conjeturo, a lo mejor ya no pueda limpiarse.

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Los filmes que se atreven a internarse en temas importantes, lo que no es ninguna garantía de buen resultado cinematográfico, suelen estar lastrados por diálogos pomposos y solemnes y, sobre todo, por esa nueva plaga que se ha abatido sobre el cine que es “lo políticamente correcto”. Reyero evita ambas tentaciones, sus diálogos son concisos y funcionales; sus personajes y las situaciones que atraviesan no responden a ninguna moral al uso ni ilustran ningún deber ser teórico. Por el contrario, su condición de marginales, drogadictos –en pocas películas los personajes centrales consumen tanta droga como en ésta-, y delincuentes capaz de cualquier traición, está observada desde la cotidianeidad sin pretender establecer ningún juicio sobre ellos. Acaso, acá en el Sur, ¿no somos todos marginales, drogadictos y delincuentes, algunos literalmente – no sólo en los ámbitos de la pobreza- y otros no tanto? ¿Para qué se consume droga sino para encontrar en ella un escape a una realidad que asfixia?

La cruz del sur, sin duda, soporta otras posibles lecturas ya desde la polisemia del título.¿Alude éste a la estrella sólo visible en el hemisferio sur; a la primera cruz que, en su búsqueda, Nora encuentra a un costado del camino, sobre la que está dispuesto el nombre del filme; al destino sudamericano? Por supuesto que sí, pero también refiere a la cruz que implica filmar un cine personal en el Sur, empresa tan desesperada como la huída de Javier, Nora, Wendy, Rodolfo y Mecha, después de todo una familia argentina.
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“Hay viento y hay cenizas en el viento,/se dispersan el día y la batalla/ deforme, y la victoria es de los otros.”
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La cruz del sur
Argentina/Francia, 2003. Castellano, color, sonido Dolby SRD, 87min. Dirección: Pablo Reyero. Intérpretes: Letizia Lestido (Nora), Luciano Suardi (Javier), Humberto Tortonese (Wendy/Carlos), Mario Paolucci (Rodolfo), Silvia Bayle (Mecha), Oscar Alegre (Negro). Guión: Pablo Reyero. Asesores de guión: Gustavo Fontán, Mauricio Kartun, Jorge Goldenberg. Fotografía: Marcelo Iaccarino, Mariano Cúneo. Cámara: Marcelo Iaccarino, Mariano Cúneo. SonidoAbel Tortorelli. Montaje: Fabio Pallero. Dirección de Arte y Vestuario: María Ibáñez, Marcela Albacete. Maquillaje: Margarita Nilo. Efectos especiales: Tom Condom. Producción ejecutiva: Javier del Pino. Productores: Pablo Reyero, Margarita Seguy. Compañías productoras: Océano Films (Argentina), F for film (Francia), con aportes de INCAA, ARTE France, Fondation GAN pour le Cinéma, Fonds Sud Cinéma, Programa Ibermedia, Fondo Nacional de las Artes.
Dedicada a Pablo Pérez Alonso y Roberto “Tato” Miller.


EMILIO TOIBERO.

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