martes, 6 de mayo de 2014

Filmes a tener en cuenta (2004)

Picado fino ( Argentina, 1993/1996), Esteban Sapir

 

Si con su título, Nadar solo refiere tanto al universo diegético que propone como a la dura experiencia de su concreción, el de  la opera prima de Sapir alude por un lado a la comercialización de la cocaína, pero por el otro a una marca esencial en su discurso: la utilización sistemática de planos cortos y la ausencia de planos generales que consiguen un espacio siempre opresivo, sensación estimulada también por la elección de un blanco y negro fuertemente contrastado. Esta opción, junto a otras: muy especialmente la manera en que está construida la banda sonora, intenta transmitir, y lo consigue, la manera en que subjetiviza al mundo que lo circunda el protagonista, significativamente llamado Tomás Caminos, un joven judío de 18 años que vive en un barrio industrial con sus padres, su hermana y su abuela. Por allí nomás esta su novia, una joven llamada Ana Sideral que espera un hijo de él, y en el centro conocerá a Alma Martínez, mayor que él, que lo ayudará a convertirse en un dealer.


Un triángulo amoroso, la confrontación de dos universos tan cercanos, y al mismo tiempo lejanos, como el de Villa Lynch y el de la Capital Federal y el negocio de la droga, hubieran dado para un filme –previsible y con pretensiones realistas- dentro de la industria del cine argentino. Nada de eso ocurre en el filme de Sapir, como ya lo sugieren los nombres de sus personajes centrales. Lo que acá interesa, mucho más que la anécdota reducida a lo que quizás debiera ser siempre: un pre-texto, es la violencia ejercida sobre el relato tradicional para permitir que nos acerquemos  a los sonidos y las furias de una conciencia en permanente ebullición: esa suerte de versión masculina, y rigurosamente contemporánea, de Molly Bloom llamado Tomás.

La sombra de Godard, es cierto, pende sobre el filme, pero no es la única entre las formas de la vanguardia cinematográfica que Sapir revisita y pone en juego para obtener un filme bellamente caótico, en algún momento también deudor del comic y del videogame, que aparece como extrañamente solitario, incluso en sus arrebatos poéticos, y que no ha arrojado descendencia alguna dentro de los trabajos posteriores de los cineastas jóvenes. El derrotero de Sapir parece ser tan misterioso como Picado fino, no ha vuelto a dirigir un largo, ha hecho puntillosas direcciones de fotografías para películas mediocres y su nombre no circula ni aún dentro de las escuelas de cine. El tiempo podrá decir, o no, más sobre él, pero Picado fino permanece allí, alumbrando a quién se acerca a verla.

 

Dársena sur (Argentina/Alemania, 1997), Pablo Reyero

 

Desde la altura, el plano inicial propone un recorrido: desde las torres del centro hasta Dock Sud, a cinco kilómetros de la casa de gobierno, asiento del segundo polo petroquímico, en importancia, y la zona con más alto grado de contaminación ambiental del país. Después, la cámara permanecerá siempre a la altura humana y el relato desplegará fragmentos de las historias, los que ellos acceden a revelar, de tres jóvenes que no se conocen entre sí pese a habitar el mismo lugar y compartir la marginación. La del “Negro”, Juan Carlos Enríquez, que vive en una zona de quintas junto al Río de la Plata; la de Liliana García que habita un barrio de emergencia, llamada “Villa inflamable”, sita alrededor de las industrias y la del “Ruso”, Eliseo Kurysow, instalado en los monoblocks que rodean la cancha de fútbol del Sportivo Dock Sud. Transitando esa lábil zona donde se contaminan, de manera manifiesta, la “ficción” y el “documental”, Reyero nos propone el conocimiento, y el acercamiento, a tres personas que, sobre todo las dos primeras, sobreviven en condiciones infrahumanas, evitando cualquier tipo de manipulación sobre sus discursos. Los mira sin siquiera intentar alguna concesión al sentimentalismo y registra su entorno, con ejemplar sobriedad, eludiendo cualquier tentación de exotismo. Si la contaminación es una fuerte marca del discurso, también lo es del universo propuesta está en las aguas, los cuerpos, la ropa, los alimentos...y ¿por qué no? el interior de estos jóvenes que, sin embargo, resisten. ¿Para qué? La película no lo responde, no propone ninguna esperanza, ni religiosa ni política. Están ahí, es cada espectador el que debe, si así lo quiere,  intentar encontrar respuestas, lo que no es función del cinematógrafo.

Pese a sus evidentes diferencias, hay en Dársena sur algo que remite a La libertad. La mirada distanciada que ambas arrojan sobre sus personajes no esconde, sin embargo, una profunda admiración por ellos que para nada disimula sus imperfecciones. Reyero -que en 2004 estrenará en Buenos Aires La cruz del sur, ya concluida y premiada en el último Cannes- está escribiendo tres proyectos, dos son originales, el tercero es la adaptación de un hito de la literatura latinoamericana.

 

Silvia Prieto (Argentina, 1988), Martín Rejtman

 

Un saco de Armani -¿legítimo, falsificado?- cambia de mano en mano. Silvia Prieto se queda con  él cuando su dueño, un italiano, le va a comprar cigarrillos. Se lo regala a Gabriel Rossi que, a su vez, se lo vende a Marcelo Echegoyen quién termina revendiéndolo a su legítimo propietario  en un restaurante de comida china. No es el único objeto que va de mano en mano en el segundo largometraje de Martín Rejtman –el primero, Rapado, es al actual cine joven argentino lo que Ossessione fue al neo-realismo italiano-. Lo mismo ocurre, entre otras cosas, con una pequeña estatuita de yeso supuestamente comprada en EUA, la botella vacía de un whisky importado y hasta el uniforme de una promotora, muerta por un colectivo que la atropella, que pasa a la nueva trabajadora que ocupa su lugar en la empresa.

Estas idas y venidas de las cosas se corresponden precisamente con las fluctuaciones de  los protagonistas. Por ejemplo la heroína –nunca la palabra estuvo tan mal utilizada como refiriéndose a Silvia Prieto- tan pronto quiere un canario que no cante, como lo deja olvidado en un bar frente a una cárcel, para concluir enviándoselo por encomienda a su madre en la provincia. Oscilaciones que los llevan a una continua serie de encuentros y desencuentros que evoca a la screwball comedy del cine estadounidense en las dos primeras décadas del cine parlante. Pero Rejtman nunca apunta a obtener la carcajada, sí a lograr que se dibuje una sonrisa en los espectadores de esta comedia insólita por la que se filtra una tristeza latente en su descripción, sin preconceptos, de la vida a los treinta años, y en Buenos Aires, de algunos personajes que pueden ubicarse en la clase media argentina, por aquellos años del menemato.

Más allá del placer, agridulce y constante, que depara su visión, Silvia Prieto obliga, asimismo, a detenerse en su meditada construcción, donde recursos que rara vez se enlazan armoniosamente –como la recurrencia constante a la voz over  de Silvia, una dirección de actores que apuesta a la inexpresividad y un rápido sucederse de acciones intrascendentes- dan lugar a un resultado espléndido que epiloga en  un arriesgadísimo e imprevisible final donde se deja de lado a Silvia para señalarnos que el nombre no hace a la persona. Los guantes mágicos se llama el tercer largometraje de Rejtman, ya terminado, a estrenarse durante el 2004 en Buenos Aires.

 

La ciénaga (Argentina/España, 2000), Lucrecia Martel.

 

Las primeras palabras que se oyen en la banda sonora –“Señor, gracias por darme a Isabel”- y las últimas –“Fui adonde apareció la Virgen. No vi nada.”- están en boca de Momi, una adolescente que integra una familia salteña venida a menos, aunque de presumible pasado opulento, refugiada en una finca. La otra familia que está en el centro del filme, unida a la primera por lazos sanguíneos entre las dos madres, pertenece a la clase media y vive en un pueblo llamado como la película. Entre las primeras palabras agradeciendo la presencia de una criada con la que Momi mantiene una atadura sexualmente ambigua y las últimas, después de la partida de Isabel, se suceden, articulados por su simple yuxtaposición, episodios de la vida cotidiana de ambos grupos familiares.

Lo primero que sorprende en la opera prima de Martel es el erotismo subrepticio que recorre todo el metraje – ese pie de José introduciéndose bajo la ducha cuando su hermana se baña, las dos jóvenes desvistiendo al mismo José después que éste fue golpeado, la prueba de la remera sobre el torso transpirado del Perro - y que no permite arrojar ninguna mirada bienpensante, y solemne que es lo mismo, sobre la institución familiar. Pero, y esto conviene aclararlo, no se trata de un filme que intente contestarla, sino de representar algo tan escurridizo, y tan refractario a ser mostrado, como esos movimientos, internos pero también externos, que ocurren cuando la gente entra en contacto, esos “tropismos” tomando la palabra en el sentido que le otorgó Nathalie Sarraute. Si se quiere afirmar que hay acá una crítica a la decadencia –porque algunos personajes son, efectivamente, decadentes-, o una metáfora de un país, corre por cuenta del espectador. Martel se juega en otro nivel, el de volver visible aquello que parece inasible, lo que sugieren las innumerables cicatrices físicas que tienen los personajes.

Filme agresivamente de autor, poseedor de una de las bandas sonoras más admirables que haya dado todo el cine argentino, La ciénaga es un comienzo muy difícil de superar. ¿Lo logrará La niña santa que ya se encuentra en post-producción y, de estar terminado, probablemente participe en Cannes 2004?

 

Vagón fumador ( Argentina, 2000), Verónica Chen

 

Es muy difícil, sin naufragar en las pringosas aguas del lugar común, construir un film como éste, que da cuenta no del amor sino del deseo y de la fascinación inevitable que lo acompaña, de una joven, Reni, por un joven, Andrés, que se le aparece como un ser libre. Si ella no tiene en claro qué hacer a sus veinte años, él, con la misma edad, sí: entregar su cuerpo a clientes de ambos sexos en hoteles de paso o en los apacibles, hace un tiempo atrás solamente en la ficción, cajeros automáticos, obteniendo un pago por ello. En muy pocas películas argentinas, el dinero –aquello que provoca su posesión o su carencia, su circulación en la vida cotidiana– adquiere la materialidad y el carácter relevante que aquí tiene. (Habría que pensar en Rapado o en Silvia Prieto, ambas de un realizador diametralmente opuesto a Chen: Martín Rejtman, para encontrar  universos diegéticos donde ocupe un sitio tan destacado.)

Cabe sospechar que la acogida, mayoritariamente desfavorable, que Vagón fumador recibió en Argentina, aunque no en Europa y en EUA,  pueda tener que ver con la deliberada, y provocativa, ausencia de un juicio moral sobre la conducta de los personajes. Hay en la mirada que Chen construye un erotismo invasor, resultante, quizás, de la acción de filmar con placer, intentando seducir al espectador a través de formas, colores y luces. Reni colgándose, cabeza para abajo, de la estructura de caños que protege a una obra en construcción o Andrés recorriendo las calles sobre sus inseparables patines , cuerpos y planificación mediantes,  nos aproximan al goce. Esta ausencia  de opinión explícita a través de las palabras –característica que unifica a obras muy diversas entre sí de los jóvenes cineastas argentinos- sin embargo, se quiebra en el final. Los planos que muestran a la protagonista, fuera de la ciudad, viajando en tren mientras un tema del Chango Spasiuk se introduce sigilosamente desde la banda sonora, no sólo exudan una infrecuente energía, sino que también, por el encuadre elegido y la irrupción de la luz diurna en un relato que casi siempre transcurre de noche, deslizan una apreciación sobre lo que Reni deja atrás.

El título funciona como síntesis temática del filme todo. Un “vagón fumador” es un espacio hoy marginal, el lugar adonde se instalan aquellos que hacen algo que, socialmente, cada vez está menos bien visto. Es el sitio que en la gran ciudad ocupan Reni y Andrés. Ella escapará, él permanecerá gozoso. Chen se coloca de parte de ella, ¿y los espectadores?. Lejos del acabado virtuoso de La ciénaga, Vagón fumador parece, si se me permite la imagen, hecha desde los genitales, lo que no es habitual a estas alturas del cine. Chen está preparando su segundo largometraje –Aguas argentinas- que cuenta con el apoyo del Laboratorio de Escritura de Guiones del Instituto Sundance y la Cinéfondation que depende del Festival de Cannes. Hasta febrero de 2004 vive en París trabajando su guión gracias a una beca otorgada por la institución francesa.

 

La libertad ( Argentina, 2001), Lisandro Alonso

 

La simulación atraviesa el escaso metraje de esta opera prima que filma una serie de situaciones cuidadosamente reconstruidas aparentando registrar la realidad. Hay coincidencias entre ambas, claro está: el personaje y quién lo actúa tienen el mismo oficio –hachero- y el mismo nombre –Misael-. Pero la manera en que éste se mueve dentro del campo, permitiendo en cada caso apreciar lo esencial de su acción, demuestra, con creces, su estricta marcación. No hay historia que progrese en La libertad: apenas algunas horas, en su mayoría diurnas, de una jornada, no muy diferente de otras cabe pensar, de un trabajador rural. Podemos conocer cuán diestro es en su oficio y cuán hábil para sobrevivir en una soledad casi absoluta. Pero nada sabremos de su interioridad que queda librada, caso que nos interese, a nuestra imaginación. Con un buscado despojamiento, la narración nos propone a un hombre joven y su universo, éste sí descripto con minucia y amorosamente. Pocas veces, al menos en el cine argentino, es posible contemplar en la imagen una atención tan cuidadosa a las tierras sembradas, a los árboles, al cielo que están mirados como si se los estuviera descubriendo. Pocas veces, asimismo, unas imágenes son tan refractarias a cualquier interpretación que quiera hacerse sobre ellas.

Leyendo lo antes escrito quizá pueda parecer que estamos ante una película árida. Nada de eso: con su trabajo Alonso ha logrado casi un milagro, que esta falsa crónica cotidiana logre envolvernos y acercarnos a una experiencia de vida que puede resultar muy ajena para casi todos los espectadores cinematográficos. Como si el cineasta se asombrara ante el personaje que eligió construir y nos transmitiera esa sensación.

Filme límite que por su construcción cuestiona muchas certezas sobre el quehacer cinematográfico, La libertad se convierte en una experiencia liberadora. Su autor ya anuncia su segundo largometraje –en principio llamado Sangre-, ojalá pueda concretarlo.

 

Donde cae el sol (Argentina, 2002), Gustavo Fontán.

 

Como ocurre en El juego de la silla,  a Fontán, en su primer largometraje estrenado, le importa la descripción, al mismo tiempo amable y crítica, del funcionamiento de la institución familiar. Pero, en este caso, a diferencia del encierro que practicaban los Lujine en el escaso tiempo en que estaban reunidos, se observa con especial atención el medio, el barrio, que rodea y determina la conducta de sus habitantes. Mientras el cine argentino, especialmente el de los dos primeros gobiernos de Perón, hacía del barrio, cuando lo mostraba, el reservorio de los valores más tradicionales, y reaccionarios, tanto Dársena sur, Picado fino, El bonaerense o Tan de repente lo miran de una manera para nada sentimental, como un territorio que debe ser explorado desechando, si eso es posible, ideas previas. Fontán, por su parte, no esconde sus contradicciones pero tampoco oculta su nostalgia por una forma de vida que tiende a desaparecer.

En el centro del filme hay una historia de amor: la de Enrique -un hombre de sesenta y cinco años, dueño de una disquería que permanece al margen de las presiones del mercado- con Clara –una peluquera treinta años menor, hija de un amigo cercano de él-. Como puede conjeturarse esta relación, más allá de los auténticos momentos de felicidad que les procura, no acaba bien. Pero su “imposibilidad” no es únicamente resultado de los prejuicios de los otros, las familias de los dos incluidas, sino también de los discursos circulantes que ambos llevan dentro de sí, no del todo conscientemente. Una historia de amor, entonces, en donde lo social tiene un lugar preponderante, que lleva a que nos preguntemos ¿qué es lo que  esconde  la palabra amor con la que tanto se nos fatiga?

Hay una mirada minuciosa, por momentos obsesiva, arrojada sobre Clara, Enrique, los otros y el entorno, que termina adquiriendo un rol protagónico por la materialidad de su representación: calles, interiores, ropas y maneras de hablar y de moverse respiran una permanente verdad, como imponiéndonos su autenticidad. A que esto ocurra coadyuva la elección del plano secuencia, realizado con cámara en mano, para registrar los hechos. Frente al desagradable naturalismo de impronta televisiva y découpage industrial que se pasea a sus anchas por el cine argentino, joven o no, Fontán opta por una planificación que, como supo ver Pasolini en su momento semiológico, es la que mejor puede  acercarse, que no conseguir, a una representación objetiva y empírica del mundo y del hombre, trascendiéndola también, como en este caso. Fontán esta preparando dos proyectos. Uno es la adaptación de una novela emblemática de la literatura argentina: Mascaró, de Haroldo Conti; el otro es un largometraje con producción catalana a rodarse en Barcelona a partir de mayo o junio del 2004.

 

El bonaerense (Argentina, 2002), Pablo Trapero.

 

Como Nadar solo, El bonaerense  también cuenta un aprendizaje. El que realiza Zapa, un muchacho simple de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, en la institución policial. Es la audaz forma elegida para mostrarlo, como siempre ocurre, la que singulariza a este segundo largometraje de Pablo Trapero, cuya opera prima, Mundo grúa, es un hito en la transformación del cine argentino. No es que el tema no hubiera aparecido antes –desde el reingreso a la democracia como forma de gobierno han abundado todo tipo de uniformados corruptos y torturadores en películas estereotipadas- sino que nunca de esta manera. Utilizando esa estrategia  nombrada como “narración con” –es decir un relato donde el espectador accede al mismo tiempo que el protagonista a la información-  propone un viaje por un submundo que muy a menudo ocupa la primera plana de los periódicos, sólo en sus aspectos más superficiales, haciendo que aparezca como si por primera vez se lo registrara. Aquello que Zapa aprende en su periplo es que la línea que divide a los guardianes del orden y a los delincuentes no existe: que ambos hacen lo mismo desde un lugar diferente que a veces tiende a confundirse. Y el precio del conocimiento adquirido es su renguera final, marca con la que deberá convivir el resto de su vida.

Trapero ha estructurado su asunto como una crónica minuciosa que presenta los hechos sin dramatizarlos, mirándolos al sesgo. Con una elaboradísima utilización del color y del sonido como elementos transformadores, desprende al filme del naturalismo que lo acecha a cada momento, así como rehuye cualquier discurso moralizador, evitando toda afirmación tranquilizadora. Es la ambigüedad constitutiva de la realidad, la que planteaba Bazin, la que hace aparecer y la que nos perturba. Es ese costado de documento que se cuela en la historia de ficción lo que nos problematiza, como en la secuencia de la celebración de la Navidad en la comisaría, donde, con lógica impecable, los agentes de ambos sexos festejan disparando sus armas al aire.

Está, en este momento de la escritura, ya muy avanzado el rodaje del tercer largometraje de Trapero, Casa rodante, una road movie familiar que se adentra en la provincia argentina. Su intención es estrenarlo en 2004.

 

El juego de la silla (Argentina, 2002), Ana Katz

 

Víctor Lujine, un argentino que trabaja en Canadá, regresa, por un solo día, a su casa familiar en Buenos Aires. En tan pocas horas, su madre entablará una sorda batalla contra el tiempo intentando mostrarle que no ha transcurrido. Con ella, la verdadera protagonista, están sus otros tres hijos –dos mujeres y un adolescente- y la ex novia de Víctor intentando volver a armar su pareja e incorporada, como una más, a esta familia de clase media, disimuladamente venida a menos. Las visitas, como ya se sabe, son un recurso largamente probado a la hora de comenzar historias, pero, sabiamente, Katz elimina cualquier confrontación verbal, o algún estallido, donde se expliciten historias pasadas que siguen vivas. Éstas aparecen sugeridas a través de las acciones, sobre todo de los juegos grupales que la madre obsesivamente  quiere repetir. Ritos que tan pronto convocan a la risa como al espanto.

Hay algo que El juego de la silla  sugiere permanentemente, que sus personajes –todos, sin excepción, claro está que en mayor o menor grado- transitan por una zona límite entre la normalidad, si es que existe, y la patología. Desde el vamos esto se percibe, como suele ocurrir en algunos grupos familiares que ha sabido describir Claude Chabrol. Lo interesante es que en ningún momento estas conductas están vistas desde una mirada acusadora, simplemente están señaladas y abandonadas al espectador, que no puede menos que imbricarse en ellas, a lo mejor reconociéndose.

Katz se arriesga en un desafío poco usual. No sólo es la directora, la productora, y la guionista de su película, basada en una obra teatral que le pertenece, -responsabilidades que los jóvenes cineastas argentinos habitualmente asumen- sino que interpreta, brillantemente y lejos del estereotipo, a una de las hijas, la que parece tener alguna suerte de retraso mental. Evita, además, con una cámara que se introduce en las situaciones y no se limita a registrarlas, cualquier resabio teatral que pudiera acecharla.

Las agitadas horas que se comparten con los Lujine, hacen añorar a la familia alternativa que propone Lerman en Tan de repente. A diferencia de ésta, que se disgrega naturalmente, los miembros de la que propone Katz ya no pueden despegarse de ella. El llamado telefónico de Víctor a su madre, ya en el aeropuerto listo a partir, para darle el número de su teléfono celular, lo demuestra. El amigo francés es el nombre del proyecto que Katz tiene ahora entre sus manos.

 
Tan de repente ( Argentina, 2002), Diego Lerman

 

Desde el sorprendente y casi inicial “¿Querés coger?” que Mao, una chica dura, de pelo corto y apariencia masculina, espeta a Marcia, una chica entrada en carnes que trabaja en una lencería, todo sucede “tan de repente” como el título lo indica. Quizá lo más sorprendente sea, cerca del final, la muerte de Blanca, la tía de Lenin, la otra chica dura protagonista. Pero en un camino que ha ido de Buenos Aires al mar para detenerse, en un alto reparador, en Rosario, han abundado los hechos inesperados: el encuentro con una mujer que ha debido viajar para registrar el nacimiento de una orca –la maravillosa Susana Pampín que también aparece en Silvia Prieto y en Nadar solo-, la aparición de un paracaidista muerto en la ruta -¿guiño cinéfilo a Lynch?-, la voracidad de un perro que aprovecha el sueño de su dueña para darse un atracón de huevos y la inolvidable fonomímica de la letra de un bolero hecha por Blanca. La historia que propone la película avanza así, eludiendo cualquier relación de causa-efecto, y proponiendo, por lo tanto, otro camino para contar una historia donde las acciones abundan. Y donde los momentos en que el tiempo parece detenerse –la llegada de Lenin, Mao y Marcia al mar; la ingesta del licor en la casa de la amiga de Blanca y el paseo en bote sobre el río Paraná- adquieren una densidad -¿un lirismo?- infrecuente.

Ignoro cuál es la relación de Lerman, como espectador, con la nouvelle vague, pero cierta manera de filmar la calle y los personajes transitándola, la inspirada fotografía en blanco y negro, la breve y punzante descripción de la soledad de Marcia antes de encontrar a Lenin y a Mao, recuerdan algunos de los filmes de ciertos jóvenes, por ese entonces, cineastas franceses en los que podía respirarse el mismo aire de libertad controlada y placer por filmar. Siguiendo el imprevisible camino de sus tres jóvenes insatisfechas, Lerman se atreve a cuestionar la idea opresiva de una identidad sexual estable y también cuenta como el afecto permite la construcción, por supuesto que azarosa, de una familia paralela que, rápidamente se disuelve, quizá el destino ya escrito de cualquier grupo familiar. El proyecto actual del cineasta, hasta donde se ha podido saber, se llama Mientras tanto, expresión adverbial que señala el efecto que produce el montaje alternado, tan usado en Tan de repente para interrelacionar a sus diferentes personajes. Esperemos que en ella, a filmarse en coproducción con Francia a partir de mayo de 2004 y escrita parcialmente gracias a una beca de la Cinéfondation, continúe su exploración del universo femenino iniciada acá, a través de un discurso que, al contrario de lo que suele ocurrir con otros cineasta jóvenes argentinos, se despega de la realidad para enfrentarse a lo Real: camino solitario, si los hubiese.

 

Los rubios (Argentina, 2003), Albertina Carri

 

En cierta medida, Los rubios continúa  una senda abierta por Un muro de silencio-único largometraje, hasta el momento, dirigido por Lita Stantic, la productora que más ha hecho por el cine argentino joven-. Entre toneladas de celuloide malgastado, a veces con fines oscuros como ocurre con La noche de los lápices, en dramatizar episodios varios sucedidos, o supuestamente sucedidos, durante la última, hasta ahora, dictadura militar, Stantic indagaba desde el presente las marcas dejadas en la subjetividad de los argentinos por el horror. Carri vuelve a hacerlo desde ella misma –es la hija menor de un matrimonio “desaparecido” por esos años-, utilizando una primera persona infrecuente y desdoblándose: está ella y está la actriz que la interpreta, y lo declara al espectador, como hacía la voz de Godard con el personaje interpretado por Marina Vlady en Deux ou trois choses que je sais d’elle.

Después de una opera prima muy sólida e injustamente maltratada: No quiero volver a casa, Carri, como tantos de sus pares generacionales, demuestra, en su segundo largometraje, que el cine es una cuestión de forma no de correción política. Y destruyendo, con recursos múltiples, la división industrial entre “ficción” y “documental” –la reconstrucción del secuestro con muñequitos es un hallazgo mayor- indaga, sin fiarse demasiado de ella, en su memoria y se pregunta por su identidad. Así su historia individual adquiere resonancias colectivas, nos concierne, y nos compromete, a todos.

Es ya un lugar común, seguramente verdadero y sostenido por tantos, decir que el cine piensa la realidad a través de las estrategias con que elige representarla. No son demasiados los filmes, como Los rubios, donde la aseveración se vuelve tan evidente. Carri está trabajado en la producción de Géminis, que rodará en 2004.

 

Nadar solo (Argentina, 2003), Ezequiel Acuña

 

El mar, también el río en este caso, es filmado de muchas maneras por los jóvenes cineastas argentinos. Como una idea (El fondo del mar), como un adversario (La cruz del sur) o como una extensión de los personajes, como en esta opera prima. Martín, el protagonista, un joven que cursa el último año de la escuela media, pasa largas horas, solo o con su único amigo, Guillermo, mirando el río, como si estuviera a la espera de una respuesta que no llega. En otra ciudad, buscando a su hermano Pablo que un día se fue, observará al mar, acompañado por una chica que acaba de conocer, de igual manera. Como si en él pudiera encontrar  algún destello de solución, para las inquietudes que lo atraviesan. Las mismas que imagina resolver si llega a encontrar a Pablo, que jamás aparecerá  pero cuya sombra es admirablemente sostenida a través de indicios visuales y verbales. Al contrario de lo que ocurriría en una novela de aprendizaje, el filme lo abandona antes, muy poco antes seguramente, de que tome conciencia de que está enamorado.

Construida con la pesada y asumida sombra en sus espaldas de Rapado –la opera prima de Martín Rejtman, concluida en 1991, estrenada en 1996 y devenida hoy casi imposible de ver, por propia decisión de su autor-, explícitamente citada en la breve aparición de su protagonista, Ezequiel Cavía, es, sin embargo, una película extremadamente personal y ajena a los clisés que el cine, por supuesto que también el argentino, suele prodigar al representar a alguien con la edad de Martín: no hay acá droga o  desesperación sexual o violencia explícita. Tampoco, y esto es una marca común en casi todo este grupo de películas, aparece ningún discurso moralizante ni ninguna tentación metafórica.  En un muy trabajado, y muy logrado, tono asordinado, que sin embargo jamás resulta monótono, Acuña narra un momento en el crecimiento de su personaje: un joven económicamente acomodado y urbano. Y, entre otras estrategias puestas en juego, mediante un sistemático uso de la elipsis –por ejemplo se omite el momento en que los padres se enteran de que su hijo ha sido expulsado del colegio y su reacción- consigue una bella película melancólica, de una dulce tristeza que, imprevistamente, permite conjeturar que las adolescencias, más allá de las épocas en que ocurran, suelen parecerse, sobre todo en aquello de intransferiblemente secreto que guardan.

Su estreno, este año, debió ser postergado ante la cantidad de salas invadidas por Matrix recargado. Cuando al fin se produjo, muy pocos espectadores acudieron a verla.

EMILIO TOIBERO.
11 de noviembre de 2004

No hay comentarios:

Publicar un comentario