Para Emiliano Ovejero
“¡Muestra! ¡Muestra! ¡No
cuentes!” Línea de diálogo de King Lear, Jean-Luc Godard, 1987,
puesta en boca del Profesor Pluggy, interpretado por el mismo Godard.
“Cada lector es, cuando lee,
el propio lector de sí mismo. La obra es un instrumento óptico que el escritor
ofrece al lector a fin de permitirle algo que sin ese libro talvez no vería en
sí mismo.” Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.
Las voces, algunas over y
otras off, nos dicen que la acción transcurre en Calcuta. Pero, en
realidad, ¿dónde ocurre la ficción que despliega India song? Debe pasar
una parte del metraje para que aceptemos que esas construcciones corroídas por
el tiempo o esos parques descuidados, los escasos escenarios, pertenecen al
barrio blanco de la ciudad o, después, a las mansiones en las islas. Como si
los personajes y su contexto hubieran sido trasplantados de donde se afirma que
están a otro espacio que escapa a cualquier precisión.
También se oye, en la cena en el
hotel Prince of Wales, que los hechos ocurren en 1937: Japón avanza
sobre China, el fascismo ha desatado la Guerra Civil Española. Sin embargo,
ropas y objetos y música están atravesados por un aura de intemporalidad. Como
si en los hechos el año precisado careciera de cualquier determinación sobre
ese escenario donde son el calor, el monzón, la lluvia, la humedad, los olores
y los sonidos los que deciden sobre los personajes, más allá de cualquier
contexto histórico.
Esta ausencia de precisiones permite aventurar una hipótesis: India song ocurre en una “tierra de nadie”, más allá o más acá de la cotidianeidad: ¿el territorio de la memoria: y si así fuera de quién? ¿o el de la muerte? ¿o el de ambas?. Aunque asimismo bien cierto es que ese espacio es, esencialmente, el que está fuera del campo, aquel que los planos eligen no mostrar pero que empecinadamente sugiere la banda sonora: los gritos- anticipo y prolongación de los del vicecónsul- y la canción de Savannakhet proferidos por la mendiga, los pájaros, los sonidos de la música, la lluvia y las voces: las de los asistentes a la fiesta en la embajada de Francia y las otras, las que antes de la reunión y después de ella- entre estas últimas puede reconocerse la de Marguerite Duras- se interrogan sobre lo que ven, poniendo así brutalmente al espectador como parte activa en la película, e informan sobre lo que pasó desde un futuro indeterminable, donde Anne-Marie Stretter ya está muerta, y sobre lo que está sucediendo, en los planos o fuera de ellos.
India song erosiona,
insidiosamente, todas las certezas que pueda haber construido el espectador
cinematográfico a lo largo de su vida como tal. Esa sensación de carencia de
una tierra firme para situarse, que lo asalta, puede condensarse en aquella que
provoca la forma en que Duras resuelve las situaciones que transcurren en el salón
privado de Anne-Marie Stretter, mientras al lado, tan sólo separados por una
puerta, ocurre el baile en el salón de fiestas de la embajada que nos será
vedado en la imagen aunque se nos haga presente por el sonido. La cámara
siempre está fija, levemente sesgada en su registro de un gran espejo que nace
al ras del suelo, y que, por su tamaño y su posición frontal, dificulta saber
si lo que se ve está reflejado en él o
no. ¿Qué se está viendo? es la pregunta que se impone. ¿Un plano que muestra
una situación o uno que propone el
reflejo de ella en un espejo? Hay momentos en que la respuesta puede darse sin
titubeos, en otros, no: como en esos relatos de fantasmas donde ya no se sabe
quién es el que está vivo y quién el que ha muerto.
Otra instancia en el salón
privado, al terminar el baile. Anne-Marie Stretter y cuatro hombres –Michael
Richardson, Georges Crown, el agregado a
la embajada de Austria en la India y el joven invitado (que era nombrado como
Peter Morgan en Le vice consul)- descansan, inmóviles, como si no
estuvieran allí y prestaran sus cuerpos para una instantánea, en ese amanecer
atravesado por la luz sin matices de los meses del monzón. Las voces sin cuerpo
van dando cuenta de la partida del edificio de la embajada hacia las islas en
el Lancia negro, de la mentira dicha por el agregado al vicecónsul de Lahore,
de la llegada a destino, mientras suena la 14ª. Variación, de Beethoven
sobre un tema de Diabelli. Las luces -como ya ha ocurrido antes: cuando
Anne-Marie Stretter, Richardson y el agregado descansan sobre el suelo
alfombrado espiados por el vicecónsul- se apagan y se encienden bruscamente dos
veces, como en un escenario teatral. La inmovilidad de los cuerpos se
contrapone así al movimiento hacia las islas del que van dando cuenta las
palabras musicalmente; al sonido del piano que obliga a trasladarse a un tiempo
anterior en la esposa del embajador cuando era, en Venecia, Anna-Maria Guardi y
al decrecer y crecer de las luces que nos indican el artificio de la
construcción de la escena, induciéndonos a un más allá de lo que se nos muestra
de ella. Todos estos desplazamientos que no están ante nuestros ojos aunque
asaltan nuestros oídos, que deben, necesariamente, producirse en nuestro
interior ¿nos reenvían a una mise-en-scene propia del teatro?. No, es el
cine la forma artística en la que la dialéctica campo-fuera de campo es
esencial y constitutiva.
Si la palabra sincronizada, en
principio, obligó al cine a volverse verosímil, Duras ataca esa apariencia de
verosimilitud dando autonomía a los planos visuales de los planos sonoros, y
viceversa. Los primeros se suceden, articulados siempre a través del corte
directo que a veces es brusco, como una serie de imágenes de un álbum de
familia, cuyo sentido debe ser precisado por quién lo mira y alcanza a tender
el lazo que une a una mirada dirigida a la izquierda en una foto, con una
sonrisa insinuada, en otra. Debe realizar, en fin, el trabajo que hacía Thomas,
en Blow-up, con las ampliaciones
fotográficas pegadas en la pared de su estudio; o el que el narrador de Tren
de sombras efectúa con los restos de
viejas películas caseras. Pero si el fotógrafo londinense termina
oyendo, en su imaginación, el sonido de los árboles de la plaza, movidos por el
viento; por el contrario, el espectador de India song está
permanentemente asediado por una multiplicidad de sonidos, algunos inteligibles
y otros no, que permanentemente lo obligan a releer los planos que ve,
liberados -¡al fin!- de la pesada obligación de narrar y dedicados, como el
cinematógrafo en sus comienzos, a mostrar el mundo. Hay ejemplos maravillosos
de esa vocación de contemplar, de volver sabiamente a los orígenes de un arte
secuestrándolo así de los modos industriales, que pone en juego Duras: las
entradas al hotel Prince of Wales en las islas o la partida de Anne-Marie Stretter hacia su
muerte, tan deliberadamente difuso y difícil de escudriñar como plano, por ejemplo.
* * *
Con los planos, los sonidos y, sobre todo, sus
articulaciones: las respectivas y las entre sí, la expresión cinematográfica
descubre y dice algo sobre aquello que registra, que tan sólo ella puede hacer.
No es esto ninguna novedad, lo han dicho ya pensadores tan esenciales para el
cine como André Bazin, Gilles Deleuze y Serge Daney. La pregunta, inevitable,
es ¿aquello que descubre y dice puede traducirse al lenguaje verbal? ¿Lo que
descubre y dice India song cómo se expresa? Porque a diferencia, por
ejemplo, de cualquier película de Bertrand Tavernier, no puede contarse. ¿Es
que no hay historia? Sí, la hay, son dos días de la vida en la India de un
grupo de blancos, entre dos de los
cuales estalla un intenso amor que nada
tiene que ver con las historias románticas. Pero está disimulada, corrida de
ese primer plano adonde la colocan aquellos que todavía creen, y cada día son
más, que el cine debe expresar algo sobre algo, girar en torno a un tema
importante para decir, al final, aquello que ya se sabe y que no le es propio.
Está, por así decirlo, desvalorizada, mientras adquiere importancia aquello
otro -¿el tercer sentido barthesiano?- que se cuela por ella. La emoción que
puede suscitar alguna de las maravillosas melodías escritas por el argentino
Carlos d’Alessio oída al tiempo que se ve como se desplaza Anne-Marie Stretter
o cómo clava su mirada el vicecónsul
sobre el cuerpo de ella, mientras también se oye un grito de la mendiga. Esa
fusión, esa confusión, suscita una cierta intensidad que, siempre que se la
pueda percibir, recorre, de una manera propia, el cuerpo de quien la advierte:
deja una marca.
Hay películas que no aparecen en el tiempo que les hubiera
sido más propicio. Les bonnes femmes es una de ellas, India song
es otra. Estrenada en París el 4 de junio de 1975, en un momento en que el cine
moderno tocaba sus límites con osadía – Pasolini, Eustache, Syberberg,
Fassbinder y tantos otros- y, al mismo tiempo, iniciaba su disolución, ha
permanecido como un filme extraño, notable también para algunos, que no ha
abandonado ese mortal limbo de las curiosidades de valor, adonde se suele
confinar aquello que no se sabe muy bien cómo hay que tomar. Sin embargo, su
novedad en el campo de la expresión cinematográfica –único que debería
priorizar la crítica- es comparable, y
soy consciente de lo que afirmo, a la que por 1941 trajo Citizen Kane.
La cuestión es que, con resultados generalmente más magros que los deseables,
la película de Welles ha sido saqueada de mil maneras, por ejemplo en la
imprescindible filmografía de Leopoldo Torre Nilsson, en lo que realmente
importa: su forma. Mientras que India song carece de descendencia, está allí, sola,
esperando, lo que aparece como poco probable, que alguien, o algunos, intenten
continuar trabajando por el sendero que abrió. Sería una ingenuidad,
inadmisible en estos tiempos que corren, sospechar que esa marginación de un
filme que piensa a los marginados, se debe a su condición de filme abiertamente
político (todos, de manera más o menos evidente, lo son). Y, sin embargo, no
tengo dudas de que lo es. Pocas veces se ha demostrado, por oposición, de
manera tan clara que las formas agazapan, más allá de quién las construya, una
intencionalidad política.
Una voz, una de las tantas, dice
que Anne-Marie Stretter sufre de la lepra del corazón. Cercada por la otra, la
del cuerpo, ella se disuelve mientras ejecuta los rituales que le son propios
por su lugar social. De la misma manera que la mendiga laosiana, asimismo
rodeada por la lepra del cuerpo pero sin tenerla, ejecuta los suyos. Ambas,
quizá, lo hagan mecánicamente. Hay una acción que las une: Anne-Marie Stretter ha
dado órdenes de que los restos de la comida que se sirve en las fiestas sean acercados a quienes esperan,
hambrientos, tras las rejas que separan la mansión de las calles de Calcuta. Al
tiempo que canta y grita, la mendiga espera el alimento. Cuando la esposa del
embajador se traslada a las islas, ella la sigue. ¿Es solamente el deseo de la
comida el que provoca el desplazamiento? ¿O es que se nos sugiere que ambas,
tan lejanas en cierto sentido, están mucho más cerca de lo que cabría pensar?.
La que almacena en su memoria todo lo que ha vivido –Anne-Marie Stretter- y la
que ya no recuerda nada de sí –la mendiga- han consumado su deriva asiática
hasta encontrarse en Calcuta donde, como la actriz y la enfermera de Persona,
una expresa la desesperación que no siente y que pertenece a la otra.
Esa desesperación que también
grita el vicecónsul obligado a traspasar la reja, a seguir gritando en el
territorio que le pertenece a la mendiga. Los que pueden gritar, sobreviven; la
que no puede, acaba con su vida. Duras provoca múltiples lazos entre estos tres
personajes. Si el vicecónsul, mientras baila con ella, le dice a Anne-Marie
Stretter “No tenemos nada que decirnos. Somos lo mismo”, el discurso también
sugiere que son lo mismo que aquella otra que gira en torno a la embajada.
¿Qué es la lepra del corazón?.
Esa que, como la otra, la del cuerpo, se resuelve en un estallido indoloro.
Quizás la enfermedad que provoca la conciencia del absurdo de la vida, la que
late tras estas imágenes y estos sonidos. La que se apodera de nosotros, los
espectadores, cada vez que frecuentamos India song, una costumbre
dolorosa que punza nuestras zonas más secretas, aún para nosotros mismos que
sólo atinamos a sospecharlas.
8 de diciembre de 2003
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