sábado, 3 de mayo de 2014

CorrespondenciaS: La música en el camino hacia la muerte (Dos miradas y cuatro planos)





Ambos están entre los padres indiscutidos del “cine moderno”. Ambos fueron rotulados con la etiqueta de “cineastas católicos”, bastante más merecida en el caso del italiano que en el del francés, durante aquellos años en que la Iglesia parecía preocuparse en pensar al cinematógrafo entendido como un arte y no en contribuir enérgicamente al merchandising de una película de Mel Gibson sobre la agonía de Cristo. Salvo la última película de Robert Bresson (L’argent, 1983), tanto él como Roberto Rossellini, desarrollaron su obra en el mismo tiempo: de la década del ’40 hasta la del ’70, esta última incluida. Estos lazos ajenos a sus respectivas poéticas, tan disímiles entre sí, parecen los únicos que pueden tenderse entre ellos, ahora que sus vidas y sus filmografías ya están cerradas. Sin embargo, intentaremos construir otro, una enigmática correspondencia, más cercano a sus películas, o, mejor escrito, a una de cada uno separadas por treinta años: Germania, anno zero (1947) y Le diable probablement (1977).

 

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Germania..., sexto largometraje realizado, y concluido, por Roberto Rossellini y tercero concretado por él después de la caída del fascismo en Italia, es un filme fuera de época. De haber sido comenzado a rodar el 17 de enero de 1945, como Roma, citta aperta, y no en septiembre de 1947, como efectivamente lo fue, otro hubiera sido su destino. (Claro está que no ignoramos que esta afirmación, útil para lo que queremos decir, adolece de una falla axial: Germania... nunca hubiera podido ser lo que es, si antes Rossellini no hubiera enfrentado la filmación de Roma... y, sobre todo, de Paisa.) Pero tuvo la desdicha de estrenarse, en Italia en 1948, cuando la guerra era ya un tema del pasado, inmediato pero pasado, y otras preocupaciones, políticas, agitaban la vida pública. Había demasiadas expectativas, sobre todo en la izquierda, depositadas en un futuro que se soñaba venturoso, para aceptar una película que sostiene que las heridas provocadas por los regímenes totalitarios y la guerra,  no se cauterizan fácilmente, si es que esto es posible. La falta de “personajes positivos” –como los reclamaba la crítica cinematográfica marxista de hondas raíces luckasianas-, el grito desesperanzado que implica su terrible final –uno de los más duros que se hayan filmado en el cinematógrafo-, más el hecho de no levantar un dedo acusador contra el pueblo alemán, sino de observarlo sin intentar un juicio, determinaron su inmediata incomprensión. Y, en algunos casos de célebre miopía crítica: a ambos lados del océano bien conviene aclarar, iniciaron la continua negación de todo lo que hiciera Rossellini desde allí hasta Il generale della Rovere. (Es decir, algunas de las películas más bellas que jamás se hayan hecho, me refiero a Stromboli, terra di Dio; Francesco, giullare di Dio; Europa’51; Ingrid Bergman; Viaggio in Italia; Angst e India, Matri Bhumi.)
 

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Duodécimo largometraje de Robert Bresson, y penúltimo de los tan sólo trece que le permitieron realizar a lo largo de cuarenta laboriosos años  (1943 – 1983), Le diable probablement conoció problemas de financiación – no le fue concedida la ayuda oficial por la comisión encargada de otorgar un adelanto sobre taquilla y tuvo que intervenir personalmente el Ministro de Cultura, Michel Guy, para que, finalmente, se la concedieran- y conflictos con la censura, que quiso prohibir su exhibición a los menores de dieciocho años. (Para poder dimensionar lo que implica en Francia el intento de adjudicarle esta calificación, piénsese que en 1972 Ultimo tango a Parigi  fue interdicta para  menores de dieciséis años.) El tiempo no había pasado en vano y el cineasta que con Un condamné a mort s’est échappé había logrado no sólo ser aclamado por crítica, sobre todos los Cahiers,  e iglesia –institución, ésta, ya seducida por Journal d’un curé de campagne- sino también tener un lugar destacado en la cultura oficial francesa de exportación para las elites del resto del mundo, había devenido un maestro en la penumbra, un realizador casi marginal, de inmenso prestigio entre sus pares más lúcidos, pero de muy escasa difusión: Bresson ni vu ni connu, llamó Francois Weyergans en 1965  a su admirable  entrevista filmada ,  que ahora puede verse con un fragmento añadido de 1994. (De hecho, tanto Le diable... como Lancelot du Lac y Quatre nuits d’un reveur, son filmes que, en América Latina al menos, no han conocido estreno comercial y son prácticamente inhallables, y por tanto invisibles.) Claro está que la película que nos ocupa tiene lo suyo, tan inquietante  que es más fácil negarlo, para justificar el escaso interés que parece despertar. Si ya en Mouchette  y en Une femme douce, Bresson había mostrado su interés por los personajes suicidas, habrá que esperar a Le diable para que esta decisión propia de los hombres sea afirmada como un camino posible, a lo mejor el único. Filme de pesimismo extremo, el más radical en ese sentido de toda la ejemplar filmografía bressoniana que no suele abundar en esperanza, tiene hoy más actualidad que nunca, lo que demuestra, como no podía ser de otra manera, que las advertencias que suelen prodigar los artistas son puntillosamente desoídas por el poder. No son éstos, los tiempos que transitamos, de aquellos que otorgan un carácter de vidente a los creadores.


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Edmund, el personaje de once años protagonista de Germania, anno zero, erra por las calles de un Berlín derruido, casi convertido en escenario involuntario para algún filme alemán de la década del veinte, como resultado de la guerra. Ha envenenado a su padre en un misterioso acto de piedad, recordando lo que aprendió en la escuela nacional socialista: que los débiles no son aptos para vivir. Rechazado por unos niños que juegan fútbol entre las ruinas, sigue su marcha. Ahora detendremos nuestra atención en cuatro planos sucesivos. En el primero, el niño camina cuando oye una música religiosa de imprevista aparición. La cámara gira hasta colocarse detrás de él y mostrar como alza la cabeza mirando hacia una iglesia, milagrosamente entera. Un brusco corte directo nos lleva a su interior donde vemos a un sacerdote tocando el órgano. Volvemos a la calle, una panorámica zigzagueante descubre a otras personas, no demasiadas, que han alzado sus ojos y escuchan la melodía, pero Edmund no permanece, se aleja dando la espalda. Un cuarto plano, similar al primero, lo vuelve a mostrar caminando mientras la música se desvanece, antes por una operación del discurso que como resultado de la distancia recorrida. Después, ya lo sabemos, sin que su rostro nunca exprese nada y ese es uno de los costados más inquietantes del filme, elegirá suicidarse mientras juega en un edificio que ya es sólo su esqueleto.

En un discurso que opta, durante la mayor parte del metraje, por un registro que apuesta, hasta donde se puede, a la neutralidad, estos cuatro planos dicen y mucho. La iglesia intacta, la música que viene desde arriba y se derrama sobre los transeúntes, ese otro espacio –ajeno a la cotidianeidad- desde donde el eclesiástico interpreta en el órgano hablan de una suerte de mensaje que parece encontrar algunos oyentes en el mundo diegético, entre los cuales no está Edmund que, literalmente,  le da la espalda. ¿No lo puede o no lo quiere advertir? ¿De haberlo recibido se hubiera arrojado al vacío unos planos más tarde? Por ahora, lo que nos importa es señalar que esta posibilidad desoída Rossellini la coloca en la música, y no en cualquiera elegida al azar, sino en una que remite a una tradición cuyos orígenes se pierden en la historia hasta parecer intemporales.
 

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Algo semejante le ocurre a  Charles, el joven protagonista de Le diable probablement. Nuevamente repararemos en unos pocos planos, otra vez cuatro. Rumbo al Pere Lachaise, escenario elegido para su muerte por Charles, éste camina junto a Valentín, el joven que mediante un pago de dinero lo matará. En el primer plano caminan juntos por una calle, Valentin se adelanta hasta desaparecer del encuadre, una música interpretada en  piano –Mozart probablemente- se cuela a través de una ventana semi abierta,  Charles se detiene y mira hacia adentro, la melodía viene de un televisor prendido cuya imagen entrevemos pero, tanto por su brevedad como por el punto de cámara elegido,  no alcanzamos a definir. En el segundo plano advertimos que Valentin, que ha seguido caminando solo, se da vuelta y lo mira, como llamándolo. Charles aparta su vista del lugar de donde proviene la música y se aleja, desapareciendo del encuadre en el tercero de los planos que nos ocupan. En el cuarto vuelven a caminar juntos, mientras, ahora sí por el espacio recorrido, la música desaparece de la banda sonora y el sonido de los pasos sobre la vereda sigue asemejándose, como antes, al de los martillazos que van hundiendo los clavos en un ataúd de madera.

Poco antes, en una entrevista con un psicoanalista, Albert le ha dicho –las palabras están tomadas de los subtítulos, en castellano, que siempre implican una reducción del texto original dificultando su inteligibilidad-: “Al perder la vida, esto es lo que perdería...”, ha sacado de su bolsillo una suerte de arrugado folleto, que alisa y lee: “la planificación familiar, las vacaciones organizadas, culturales, deportivas, lingüísticas, la biblioteca del hombre culto, los deportes, adoptar hijos, la asociación de padres, la enseñanza, la educación de cero a siete años, de catorce a diecisiete, el matrimonio, el servicio militar, Europa, las condecoraciones, la mujer sola, la licencia por enfermedad con y sin salario, el hombre triunfador, protección de la vejez, impuestos, pagos, la televisión, el consumo, la ayuda a domicilio, los contratos, la TVA y los particulares...” Llegado allí, vuelve a hacer un bollo con el papel y lo arroja a una estufa apagada. Síntesis de lo que constituye la organización de la vida urbana contemporánea, resume acabadamente aquello que Charles no acepta para sí.

En ese contexto, del que Bresson logra, en un golpe de genio, hacernos participar a través de una elaboradísima banda sonora, ¿qué puede despertar la música de otro siglo? Al menos en Charles cierta forma de la sorpresa que lo lleva a mirar la fuente de la que surge, como si se olvidara, por un ínfimo lapso de tiempo, del destino final de su caminata por la noche. Pero eso no parece suficiente para detener su estrategia de autoaniquilación, una mirada su prójimo, de Valentin es suficiente para que la continúe.


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Si en Germania... la planificación que elige Rossellini –sobre todo en los planos segundo y tercero de los cuatro considerados, es decir el interior de la iglesia donde el religioso interpreta y el exterior que muestra a algunas personas mirando hacia arriba, atrapadas por el sonido de la música- no permite no hablar de un llamado, en el filme de Bresson el sentido es más borroso, más abierto. Alguien del nivel  cultural de Charles no puede menos que reparar en los sonidos que surgen del televisor –de la misma manera que a alguien como Valentin le resultan indiferentes-, pero más allá del reconocimiento de los mismos que implica su detención ¿tienen algún sentido más profundo para él? Tanto Rossellini como Bresson miran a sus personajes mirar, pero nos dejan afuera –es una pura cuestión de ética cinematográfica, tan devaluada hoy- de las miradas que éstos arrojan, devenidas genuinos enigmas. A los directores les llaman la atención esas apariciones sonoras, pensadas por ellos,  en contextos diegéticos que no les son favorables, los subrayan ¿y a sus personajes, Edmund y Charles, tan ajenos a cualquier emoción?. Si algo aparece con evidente claridad es que para estas criaturas de ficción, ese niño berlinés de la segunda postguerra y ese joven intelectual francés de los setenta, la expresión artística ya no les dice nada, es incapaz de promover un estremecimiento o de torcer algún camino. Y que para los cineastas sólo queda la tarea, árida por cierto, de dar cuenta de esa esterilidad, tan semejante en estos filmes separados por treinta años. No existe un pasado, en ambos casos evocado por la música, en el presente continuo en el que Edmund y Charles están inmersos. Quién ahí quiera leer cierta marca que, como aquella mancha voraz de un filme estadounidense de ciencia-ficción rodado en los cincuenta, puede llegar a ocupar todo el espacio que antes se decía que correspondía a lo humano, quizás no se equivoque. Como el pasajero del ómnibus parisino que nos muestra Bresson, podemos sospechar que esta organización del mundo, subrepticiamente comenzada a poner en juego al terminar la Segunda Guerra, es del Diablo, es decir es diabólica. Y que lo único que nos permite enfrentarla, si es que uno ha desechado  la siempre noble posibilidad del suicidio, es la búsqueda, inclaudicable,  en el pasado, reservorio de mil formas de resistencia. No está de más recordar que Roland Barthes en su Curso Inaugural en el College de France: Comment vivre ensamble. Simulation romanesques de quelques espaces quotidiens, comenzado a dictar el 12 de enero de 1977, año del estreno mundial del filme de Bresson, buscó sus modelos para la convivencia alrededor del siglo X.

 

EMILIO TOIBERO. 
Marzo de 2004

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