viernes, 30 de mayo de 2014

Michelangelo Antonioni: Para mí, hacer una película es vivir. Paidós Ibérica, 2002.




Ni sociólogo, ni moralista, ni político: cineasta.
 



“Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad; y debajo de ésta, hay otra; y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad.”
Michelangelo Antonioni en el prefacio a Sei film. Le amiche, Il grido, L’avventura, La notte, L’eclisse, Deserto rosso, Einaudi, Torino, 1964.
“El actor de cine no ha de comprender, ha de ser. Se me objetará que para ser necesita comprender. No. Si así fuera, el actor inteligente sería el mejor. La realidad nos demuestra a menudo lo contrario.”
Michelangelo Antonioni en «L’Europa cinematográfica», suplemento de L’Europa letteraria, n° 9-10, julio-agosto de 1961.



Advertencia sobre la edición española.


La edición original, en italiano y con el mismo título, es de 1994, forma parte del catálogo de Marsilio Editori, de Venecia, y reúne parte de los textos publicados en el cuarto y quinto volumen, que vieron la luz en 1991 y 1992 respectivamente, es decir antes de la desdichada experiencia conjunta acometida por el cineasta italiano junto a Wim Wenders llamada Al di là delle nuvole (1995), de L’Oeuvre de Michelangelo Antonioni, un emprendimiento en francés aunque editado en Italia (?) dirigido por Carlo Di Carlo y con el patrocinio, en primer término, del Ente Autonomo di Gestione per il Cinema y, después, de Cinecittá International, que comenzó en 1987. El responsable de la edición en castellano, certeramente lanzada al mercado el año en que Antonioni cumple sus 90 años, el catalán Josep Torrel, advierte en su nota sobre la edición (pp. 397-398), acerca de lo que falta con respecto al libro italiano. Dice Torrel: “Desaparecen, ante todo, muchas repeticiones. Se omiten los textos en que Antonioni insiste en algunos temas ya tratados en otras ocasiones. Por ejemplo, sus criterios sobre la dirección de actores, las dificultades de todo tipo que hubo de afrontar durante el rodaje de La aventura, sus dificultades para encontrar productores, su proyecto de hacer dos versiones diferentes de El eclipse, su negativa a aceptar ciertas etiquetas, su inquietud por el tratamiento del color, su concepción de la improvisación, su interés por la ciencia en general y por las nuevas tecnologías de la imagen en particular, asuntos todos ellos claramente documentados en otros escritos, como el lector ha tenido oportunidad de comprobar. Faltan también, más raramente, algunas declaraciones de poética.” Esto se debe, advierte, a “un intento de acomodar el libro a las exigencias de extensión de la colección en que se publica”, pero también señala que, en el caso de las declaraciones ausentes sobre poética, “se ha tratado de citar en el prólogo aquellos fragmentos cuya supresión hubiera empobrecido el libro”. Resta advertir al lector que el prólogo (pp. 13-31), fechado en Barcelona en julio de 2001, y muy interesante por cierto, es del mismo Torrel, quien, en su tarea como traductor, también se toma algunas libertades. Por ejemplo al traducir «Profesión: contra» (pp. 277-287), una entrevista de Luigi Vaccari aparecida en Il Messaggero el 31 de agosto de 1983, señala: “El original italiano parece ser la transcripción literal de una grabación, con frases inacabadas, cortes, repeticiones, y todo tipo de incongruencias sintácticas. Al traducir se ha procedido a efectuar una corrección que dé prioridad a la comprensión de las declaraciones de Antonioni, en vez de a la forma en que fueron expresadas.” Es que, como advierte en la citada «Nota sobre esta edición», los responsables del libro italiano “se han regido más por criterios de documentación que de lectura”. En definitiva, todo indica que volvemos a tropezarnos con una de esas estrategias editoriales que suelen disimularse tras la apariencia de una “operación natural”, semejante a esas “adaptaciones” de películas europeas para su explotación en el mercado estadounidense, como también ocurre en La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, de Roland Barthes, de la misma casa editora.


Bienvenido sea un libro que, en castellano, intenta ofrecer un panorama del pensamiento del autor de Blow-up, pero que el alborozo por su aparición no nos exima de señalar el criterio con que está editado, que incluye la presencia de un bellísimo material fotográfico y de una filmografía (pp. 391-393) que debería ser más abundante en información.

¿Cómo está Antonioni?

Todos los años, los cables de las agencias internacionales de noticias que llegan a estas latitudes anuncian el inmediato comienzo de un nuevo rodaje de Michelangelo Antonioni. Curiosamente, nunca se confirma la realización de alguno, lo que podría pensarse como otros tantos nuevos capítulos de la oscura lucha (el “martirologio” al que hacía referencia Deleuze en sus escritos sobre cine) entre el cineasta y los representantes de la industria. Como oportunamente nos recordara Luciano Monteagudo, en su nota escrita en el fragor de la última Mostra veneciana, publicada en Página/12 el último 12 de septiembre y titulada 'Venecia homenajeará hoy al más grande de los realizadores vivos', Antonioni “(...) tiene serios problemas de habla y movilidad luego del ataque cardíaco que sufrió en 1985”. Pese a ello, de acuerdo a la misma fuente, está dando los toques finales a «Il filo pericoloso delle cose», un mediometraje que integraría un largo a llamarse Eros, que asimismo incluiría trabajos de Wong Kar-wai y Pedro Almodóvar, y acerca de cuyo rodaje no se conoce información. ¿Cuál es el estado real de salud de Antonioni? Nada de eso se dice en Para mí... donde los materiales que registran la palabra del director nacido en Ferrara son anteriores al accidente cardiovascular (que ni siquiera se menciona). En el libro que escribió Wim Wenders sobre el complicado rodaje de la película en común, la descripción del estado físico del co-director, como no podía ser de otro modo tratándose de Wenders, abundaba en detalles que daban muy poco lugar a la esperanza. En ciertos corrillos italianos –vaya a saber qué crédito puede dárseles– se sostiene que las posibilidades que tiene, hoy en día, Antonioni de tomar decisiones por su cuenta, son muy escasas. Y atribuyen a su actual pareja (Enrica Antonioni, de poco feliz aparición en el último episodio de la ya nombrada Al di là delle nuvole, en la que también aparece nombrada como executive consultant en los títulos de crédito) la responsabilidad de muchas de ellas. Creería que un libro de tan legítimas ambiciones como el que estoy reseñando debería aportar algo de luz sobre el tema, tan espinoso como habitualmente escamoteado.

Los materiales propuestos

Dividido en nueve secciones –«Prólogo a la edición castellana», de Josep Torrel; «Mi cine»; «Mis películas»; «Conversaciones»; «Entrevistas sobre las películas»; «La mirada y el relato», por Giorgio Tinazzi; «Filmografía»; «Nota sobre esta edición», por Josep Torrel y «Bibliografía básica», por Josep Torrel– el libro amalgama materiales diversos: artículos y conferencias del autor, entrevistas, escritos de otros (luminoso el que lleva la firma de Tinazzi), y es en las partes segunda, tercera, cuarta y quinta donde Antonioni explicita su poética, es decir la fundamentación nocional de su cine, siempre en mutación: “Nunca he tenido un método de trabajo. Cambio según las circunstancias: no empleo una técnica o un estilo particular. Hago las películas instintivamente, más con el estómago que con el cerebro” (p. 213), advierte en un larga entrevista concedida a Play Boy y publicada en el número correspondiente a noviembre de 1967. Su lugar de enunciación está declarado desde el vamos, en el primero de los artículos recopilados: “La experiencia más importante que ha contribuido, pienso yo, a hacer de mí el cineasta que soy –bueno o malo, es algo que no soy yo quien ha de decirlo– es el ambiente en el que he crecido, vale decir el ambiente burgués, porque soy hijo de burgueses, crecido en un mundo burgués. Este mundo ha sido el que ha contribuido a indicarme una predilección hacia ciertos temas, ciertos personajes, ciertos problemas y ciertos conflictos de sentimientos y psicologías” (p. 35), afirmó en un coloquio mantenido el 31 de marzo de 1958, después de haber finalizado Il Grido (1956/1957), con los alumnos del CSC (Centro Sperimentale di Cinematografia).

En el n° 138 de Cinema Nuovo, el correspondiente al bimestre marzo-abril de 1959, es decir un año más tarde y mientras ya estaba preparando L’avventura, en un artículo que presta su nombre a este libro dice: “Hay momentos en los que ignorar algunos hechos sería deshonesto para un hombre inteligente, porque una inteligencia que en el momento oportuno dicte las dimisiones sería una contradicción en los términos. Pienso que los hombres de cine deben estar siempre ligados, como inspiración, a su tiempo, no sólo para expresarlo e interpretarlo en sus acontecimientos más crudos y más trágicos –también podemos reírnos de ellos, ¿por qué no?” (p. 47). En la misma circunstancia, también afirma: “es más que legítimo intentar hacer buenas películas con todas nuestras fuerzas. Por el contrario, muy a menudo, los productores miran con desconfianza al que hace afirmaciones de este tipo. Por ello, más allá de la dificultad en sí misma de realizar esas películas, se ve obligado a luchar contra esta desconfianza, que luego se traduce en obstáculos materiales. Un cineasta debe ser valiente también en esta lucha, si quiere que el éxito le favorezca. El oficio de cineasta consiste en aprender a vencer los obstáculos que encuentra al tratar de hacer bien su oficio” (p. 48).

La ligazón con su tiempo, atendiendo siempre minuciosamente a los cambios que van produciéndose –de la que abdicará, quizá sólo en el plano de la historia, en Il mistero di Oberwald (1980), un trabajo del que dice que está dirigido por él pero que no es un film de él– y los permanentes enfrentamientos con sus productores son marcas fuertes que sellan su filmografía.

Es en las «Entrevistas sobre las películas», cuatro, a cuyo resultado contribuyen la sagacidad de quienes preguntan, donde se encuentra lo más apasionante de la reflexión de Antonioni sobre su práctica. Por ejemplo, en «El método» (págs. 351-368), un reportaje de Serge Daney y Serge Toubiana, ocurrido después del estreno francés de Identificazione de una donna (1982) y publicado en el n° 342 de Cahiers du cinéma, correspondiente a diciembre de 1982. Ante una pregunta acerca de qué papel tiene el viaje, situación que se reitera en sus películas, en su percepción del mundo, Antonioni responde: “El viaje hace más fácil la creación, porque distrae. Me gustaría rodar una película en todos los lugares a los que voy. Por suerte no lo hago, no sería bueno para mí, pero siempre tengo esta tentación. Lo que me detiene es que al viajar raramente tienes la posibilidad de penetrar activamente en la realidad, no puedes tener una mirada de testigo, y esto no me gusta. Odio hacer el turista, no se logra comprender nada. Un día fui a Finlandia; pusieron un helicóptero a mi disposición para ir a una pequeña isla habitada por una docena de personas. Era una situación interesante, diez personas en una isla finlandesa en medio de la nieve. Pero cuando el helicóptero aterrizó, se precipitaron todos a mi alrededor. Se acabó, para mí ya no existía más realidad que no fuese aquella gente curiosa de verme. Lo mismo vale para cualquier fenómeno del microcosmos: en presencia del observador, el fenómeno cambia. Entonces, ¿dónde está la verdad? En cambio, cuando se trabaja en un país, se comprenden sus problemas, se está directamente en contacto con la realidad de la gente, se habla la misma lengua. Además, un viaje está siempre acompañado por cierta tristeza: apenas se empiezan a amar algunas cosas y ya es el momento de separarse de ellas. ¡Me río de los recuerdos! Me río de poder decir: ‘He visitado Afganistán’. Pero, ¿mientras estoy ahí, qué siento? Ver las cosas, los problemas y no poder tocarlos con la mano me deja una sensación de frustración. Si pudiera utilizar imágenes para hacer una película sería diferente, pero si no lo hago, aunque sea un conocimiento que ciertamente me ayuda, mi relación con Afganistán ya no existe. Acabada” (pp. 356-357).

En un viaje aéreo dentro de las fronteras de Italia, el que realiza Vittoria, la protagonista de L’eclisse (1962), desde Roma a Verona, más concretamente a su club de aviación, acompañando a un piloto que debe probar un avión, y a su esposa, amiga de ella, puede visualizarse, casi en un sentido literal porque el diálogo es muy escaso, esta idea del desconocimiento de la realidad que se recorre, implicado en todo viaje de placer. Vittoria cierra la secuencia haciéndole saber a su amiga lo bien que se siente en el aeroclub, lo paradójico está en que esa sensación es el resultado de que no puede asignar ningún significado personal a lo que ve –una nube, un hombre de color negro, la estela que derrama un avión que hace piruetas en el aire– o a lo que oye –los sonidos triviales de un pequeño bar de aspecto provisorio y apenas poblado–.

«El cineasta y la electrónica: creedme, es nuestro futuro» (pp. 345-349), otra entrevista incluida en la misma sección, firmada por Anna Maria Mori y publicada en La Repubblica, el 15 de noviembre de 1983, da cuenta de esa búsqueda permanente, en sintonía con el tiempo que atraviesa, que, lo reitero, es una característica de la producción del cineasta italiano. La Mori le pregunta si no teme que la máquina tome la delantera sobre el hombre, Antonioni le contesta: “No creo, pienso que no. Pienso que los problemas eventualmente serán otros. Pienso que la llegada de la electrónica al cine puede colocarnos ante una situación análoga a la que se creó en el mundo de la pintura con la llegada del arte abstracto, cuando miles, decenas de miles de personas, siempre en virtud de su necesidad de expresarse, comenzaron a garabatear con los colores, convencidos de poder ser artistas aunque sólo fuera dibujando círculos y líneas. Solamente ahora, a distancia de años, sabemos que quienes han significado algo para este tipo de arte son sólo aquellos cinco o diez que conocemos todos: sólo se han salvado aquellos que de su medio consiguieron hacer realmente su auténtico medio de expresión. Sucederá lo mismo con la electrónica: veremos películas hechas por el hombre de la calle, el barrendero rodará las bolsas de la basura y sacará su película. Pero como ocurrió con el arte abstracto, con la electrónica, que sólo en apariencia simplifica el oficio de autor de cine y lo abrirá prácticamente a todos, ocurrirá que los que habrán hecho auténtico cine –también, y por qué no, sobre las bolsas de la basura– al final serán pocos o muy pocos” (p. 345).

Habida cuenta, por ejemplo, de los resultados obtenidos, hasta ahora, por el Dogma danés, las palabras transcriptas se cargan de un carácter profético. Después de todo, y a manera de otro ejemplo, los materiales necesarios para la escritura estuvieron, en el siglo que ya pasó, al alcance de una buena porción de la humanidad sin que ello implicara la existencia de muchos escritores de la estatura de un Joyce, una Woolf o un Proust. La democratización de los medios para abordar una construcción artística jamás ha implicado mayor cantidad de obras de arte.

Una constatación que esplende

Uno de los hallazgos más felices del pensamiento de Antonioni, mucho más si se toma en cuenta el año de su formulación, fue leído por él en la conferencia de prensa posterior a la abucheada exhibición, en concurso, de L’avventura, en el Festival de Cannes de 1960. El texto fue vuelto a leer, asimismo por él, como respuesta a una pregunta en un coloquio realizado en el Centro Sperimentale di Cinematografia el 16 de marzo de 1961, coordinado por Leonardo Fioravanti, su director, tras la proyección para los alumnos y profesores de toda la obra, hasta ese momento, de Antonioni. También ha sido publicado en Bianco y Nero, n° 2 y 3, febrero-marzo de 1961 y se incluye, en el libro que estamos reseñando, dentro de «La enfermedad de los sentimientos», la transcripción del coloquio citado (págs. 55-84). Dice así:  


“Hoy el mundo está acechado por una descompensación gravísima entre una ciencia totalmente proyectada conscientemente hacia el futuro, dispuesta a renegar diariamente de sí misma con tal de conquistar una fracción de este futuro, y un mundo moral rígido y esquemático, que todos advertimos como tal, y que sin embargo todos contribuimos a mantener en pie por vileza o por pereza. ¿Dónde se ve más fácilmente esta descompensación? ¿Cuál es su zona que está más al descubierto, que es más sensible, más doliente, podríamos decir incluso? Pensad en un hombre del Renacimiento, en su alegría, en su plenitud, en sus múltiples actividades. Son hombres grandes, hombres técnicos, y además realizadores, que sienten su dignidad, la importancia de ser hombres, la plenitud tolemaica del hombre. Luego el hombre se despertó copernicano, recién proyectado en los confines de un universo desconocido.

“Hoy nace un hombre nuevo, con todos los miedos, los terrores y los balbuceos de una gestación. Y lo que es aún más grave, este hombre se encuentra de inmediato cargando sobre los hombres un pesado bagaje de sentimientos que ni siquiera es exacto definir como viejos y superados: son más bien inadecuados, condicionan sin ayudar, estorban sin sugerir una conclusión, una solución. Y, sin embargo, parece que el hombre no consigue desembarazarse de este bagaje. Actúa, ama, odia, sufre bajo el impulso de fuerzas y mitos morales que –hoy, en vísperas de llegar a la Luna– no deberían ser los de los tiempos de Homero; y, sin embargo, lo son. El hombre está dispuesto a desembarazarse pronto de sus cogniciones técnicas o científicas erróneas. Nunca como ahora la ciencia ha sido verdaderamente tan humilde, tan poco apodíctica. En los sentimientos, en cambio, reina el esquematismo más absoluto. En estos últimos años, hemos profundizado en ellos, los hemos viviseccionado, analizado hasta el agotamiento. Hemos sido capaces de hacer todo esto, pero no somos capaces de encontrar otros nuevos, ni de hallar una solución a esta descompensación cada vez más grave y acentuada entre hombre moral y hombre científico.

“Naturalmente, ni quiero ni pienso resolverlo: sería un moralista; mi película no es ni una denuncia ni una predicación: es un relato por medio de imágenes con el que espero que sea posible captar no el nacimiento de un sentimiento equivocado, sino el modo en que hoy se equivocan los sentimientos. Porque, repito, hay una moral vieja, viejos mitos, viejas convenciones. Todos sabemos que son viejos y superados, y a pesar de todo los respetamos. ¿Por qué? La conclusión a la que llegan mis personajes no es la anarquía sentimental. En todo caso, llegan a una forma de piedad recíproca. Que también es vieja, me diréis. Pero ¿qué podemos hacer si no conseguimos ser diferentes? ¿Qué creéis que es el erotismo hoy imperante en la literatura y el espectáculo? Es un síntoma, tal vez el más fácil, el más asible, de la enfermedad de los sentimientos. Pero no seríamos eróticos, es decir, enfermos de Eros, si Eros fuese sano, y por sano entiendo justo, adecuado a la medida y a la condición del hombre. Hay una incomodidad, en cambio, y como en todas las incomodidades, el hombre reacciona, pero reacciona mal, sólo bajo el impulso erótico, y es infeliz. La catástrofe de La aventura es un impulso erótico de este género: infeliz, mezquino e inútil. Saber críticamente, como lo sabe el protagonista de La aventura, que el impulso erótico que subyace es vulgar e inútil no basta o no sirve. Es el hundimiento de un mito: que saber, conocerse críticamente, analizarse en las ramificaciones y en las complicaciones sea suficiente. En realidad, una operación de este género no basta. Es solamente preliminar.

“Se vive una aventura todos los días. Lo es todo encuentro, sea sentimental, moral o dialógico. Porque, aun sabiendo que las viejas tablas de la ley ya sólo rigen escrituras demasiado descifradas, nos obstinamos con terquedad –que quisiera definir irónicamente como conmovedora– en serles fieles. Así el hombre moral que no tiene miedo de lo científicamente desconocido, hoy tiene miedo de lo moralmente desconocido. Partiendo del miedo y de las frustraciones, su aventura sólo puede resolverse con un fracaso” (pp. 69, 70 y 71).

Cuarenta y dos años después del momento en que fueron dichas estas palabras, el problema allí expuesto lejos de haber encontrado una vía de solución, se ha agravado, incluso dentro de los universos diegéticos que proponen las películas contemporáneas, hasta límites difícilmente reconocibles. (Quizá porque hemos renunciado al trabajo de reconocerlos.) Cada vez estamos más lejos de Thomas, el fotógrafo ingles protagonista de Blow-up (1966), capaz de aceptar, en el cierre del film, que la realidad es más vasta que lo que sus esquemas mentales determinan.

Final

Antonioni quizá haya sido el primer cineasta neorrealista, en este libro él mismo lo sugiere más de una vez, tal como parece haberse demostrado en la retrospectiva de su obra, curada por Carlo di Carlo, exhibida en el último festival veneciano, donde pudo verse, en una copia restaurada que cabe que jamás veamos, Gente del Po (1943-1947), un cortometraje sobre la vida miserable de los habitantes de las riberas del Po, que debió ser largo, pero que no lo fue porque el material rodado, fue llevado, en su huída hacia el norte italiano, por los Repubblichini, los fascistas que tras la caída, en 1943, del gobierno de Mussolini fundaron la República de Salò. “Al terminar la guerra –cuenta Antonioni–, cuando fui a recogerlo, lo encontré en un almacén, medio destruido por la humedad” (pág. 250). Es muy cierto que en el mismo año, y en la ribera opuesta del río, Luchino Visconti filmaba Ossessione, considerada un antecedente del neorrealismo, pero también es cierto que, en palabras del director de Zabriskie Point, “Visconti, aunque fuese con un temperamento artístico fuera de lo común, ilustraba novelas. Excepción hecha de La terra trema que es, repito, una obra de auténtico cine” (p. 266).

Como nos recuerda Giorgio Tizzani, públicamente Antonioni ha dicho: “No tengo facilidad de palabra, quiero decir que más bien tengo facilidad de imagen” (p. 372). Esta dificultad hace que, en cierta medida, sobre todo si se tienen extraordinarias expectativas sobre él, el libro pueda decepcionar, se escurra tan velozmente como arena entre los dedos de sus lectores cuando éstos intenten releerlo, salvo, claro está, cuando Tizzani escribe sobre él o lo entrevistan Jean-Luc Godard o los ya nombrados Daney y Toubiana. Pero sin duda ofrece muy buena información y, esto es lo más importante, incita a revisar la ejemplar producción del cineasta.

Porque quizá el libro pueda dejar un sentimiento parecido a la insatisfacción –¿será así en la más amplia edición original en italiano?– pero quién puede detenerse en ella cuando su lectura, permanentemente, lo obliga a confrontarse con la obra. Y allí están, Giuliana con su hijo vagando por una Ravena industrial; Vittoria entrando dos veces a la Bolsa de Roma; los pasajeros de un crucero de placer recorriendo la isla Lisca Bianca como alucinados; Lidia errando por los suburbios de Milán; Paola y Guido, atravesados por un amor imposible, citándose en un puente suburbano; Aldo paseando su desolación por las orillas del Po; David Locke tendiéndose a esperar la muerte en un pequeño hotel del Sur de España, y Mark y Daria reinventando el amor, como nuevos Rimbaud en el desierto de California.

Hace unos años, cuando Alain Robbe-Grillet visitó el Festival de Gramado, Brasil, dijo, entre otros muy altos elogios a Antonioni, que era el único cineasta capaz de filmar el viento. Mucho tiempo me interrogué acerca de esa afirmación. Días atrás, reviendo L’avventura, debido a la provocación de este libro, pude ver por qué. Es tal la ablación, la extirpación de todo lo innecesario, a la que Antonioni somete a sus planos que, entonces, comienzan a verse en ellos lo que los demás cineastas suelen colocar como accesorio, por ejemplo el viento. Esto indica que Antonioni cumple con la primera, e irrevocable, tarea de un director de cine: enseñarnos a ver para, por eso que aprehendemos, transformarnos.

 
EMILIO TOIBERO.

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