viernes, 30 de mayo de 2014

Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky. Emecé, 2002.




An Argentine in Paris.



“Los libros sólo pueden conducir, como infalibles celestinas, al deseo que precedió su lectura.” (‘Shangai Blues’)

El narrador de ‘Babylone Blues’, esa Babilonia que siempre se sigue revisitando desde Scott Fitzgerald, observa el encendido de las luces en la Avenue de l’Observatoire “(...)envuelto en la afectuosa tibieza del mes de mayo(...)”. El de ‘Shangai Blues’ –¿es el mismo?– dirigiéndose a un interlocutor silencioso y quizás lejano, recuerda que en Buenos Aires “(...)los atardeceres de noviembre podían ser hipnóticos”. Las primaveras de diferentes hemisferios tienden a confundirse en la escritura, así como en «El viaje sentimental», el relato que abre el libro, aparece la duda de si al protagonista “¿Lo dejará Parque Patricios varado en medio del Parc Monceau?”.

Compuesto por una narración cuyo título, ya nombrado, cita a una obra de un novelista de nacionalidad inglesa del siglo XVIII, y trece “tarjetas postales” con sus títulos en idioma inglés –“(...)estos textos quieren fabricar imágenes públicas y comunes, un déja vu donde diluir lo que puede haber de demasiado subjetivo en una experiencia y una sensibilidad individuales”, advierte sobre estas últimas la nota final–, articuladas a través de citas que a veces los unen pero otras los separan, el libro podría deber su nombre a una observación del narrador de ‘Painted Backdrops’, otra de las “tarjetas”, cuando afirma que las palmeras de Buenos Aires “(...)como los habitantes de la ciudad, con su industriosidad de zombies, pertenecen a una tierra de nadie poblada por identidades desplazadas, a un reino de vudú urbano.”


Celosamente fechados, los textos no se suceden, cronológicamente, por el momento de su escritura sino siguiendo una elaborada disposición. Si «El viaje...», narrado en tercera persona, realiza un regreso alucinatorio a un Buenos Aires posterior a la estratégica farsa del mundial de fútbol, pero todavía bajo declarado gobierno militar, la última “tarjeta” –‘One for the road’–, cuyo nombre dialoga con el de un inmarcesible film de Stanley Donen, se abre y se cierra con la misma frase: “Hoy tengo ganas de escribir de Buenos Aires”, pero despliega un itinerario que la ignora: del puente Alexandre III, en París, a los particulares placeres de la lectura de “la perversa literatura del comercio”, atravesando puertos varios: Manaos, Trieste, Alejandría, y una capital: Roma. Como si con el correr de las páginas Buenos Aires fuera adelgazando su presencia hasta no poder ya escribir sobre ella, diseminada por el lento, aunque infatigable, trabajo del exilio. (¿No podría pensarse Vudú urbano como una perversión de la “novela de aprendizaje”, con ‘Shoplifting Casualties’, ese divertidísimo inventario de latrocinios, como uno de sus momentos más reveladores?) Cuán lejos estamos de ‘Early Nothing’, primera de las “tarjetas”, donde, en una rotunda primera persona del plural, está escrito: “Nacimos en una ciudad llamada Buenos Aires y allí vivimos muchos años. La ciudad es, según la ley, un distrito federal y la capital de la Argentina, una república en el extremo sur de América del Sur, cuya tendencia endémica parece ser la de vivir por debajo de sus medios, así como la de su capital es vivir por encima de los suyos.”

“’-¡Hasta la vista!- dijo el Barón, con el tono de quien hace una cita particularmente apropiada.’” La línea pertenece a Mr. Norris Changes Train, de Christopher Isherwood, y antecede a ‘(Welcome to the 80s)’, una “tarjeta” donde el narrador, por única y primera vez fuera de sus espacios de enunciación habituales, confiesa a un interlocutor cercano: “Me siento cómodo en Madrid, casi feliz descubriendo que existe un rock andaluz y postergando día a día el regreso a París.” Su voz piensa la manera en que los hombres han entrado en una nueva época –“no con una explosión sino con un quejido” como dice el mismo Cozarinsky, recordando a T.S. Eliot –en «A.T.», incluido en un libro posterior,
El pase del testigo– para concluir “(...)¿acaso no veías que para los ganadores de la Historia nunca hubo equívoco, que hoy como siempre, pero ahora sin pudor, el único diálogo posible es entre dinero y dinero, entre fuerza y fuerza, entre poder y poder?”. Las tres frases finales, sin embargo, establecen una distensión, dada por la presencia del otro no identificado: “Nuestras miradas se cruzan y nos echamos a reír. Ya ha empezado a refrescar. Dentro de una hora o dos podremos salir a la noche.” Ese tono moderadamente esperanzado y lejano de cualquier melancolía, tan insólito dentro del libro todo como lo es la ciudad de Madrid, parece enlazar con la irónica cita de Isherwood. Pero aquella otra cita de la próxima hoja –“Considerar que muchas cosas son insignificantes y que todo significa...”, Karl Kraus, Dichos y contradichos– retrotrae al lector, nuevamente, a las señales, insignificantes en su mayoría, que anunciaban el fin de una época. Así las sucesivas citas entablan un diálogo ambiguo con los textos, permitiendo que, en definitiva, y esto es una apuesta a la perdurabilidad, cada uno (y no hay otra posibilidad) deba construir su propio texto, como ocurre en la literatura que merece ese nombre.

En «Beatriz Guido: mentira y ficción», también parte del ya citado El pase..., Cozarinsky nos cuenta que, con el correr de los años y las desventuras, la escritora rosarina había convertido el “ay, patria mía” “en su muletilla más gozosa”. Las palabras, atribuidas por la leyenda a un prócer argentino antes de morir, resuenan también en Vudú urbano. Como en ese plano admirable, ubicado a los veinticuatro minutos de su película Boulevards del crepúsculo, donde la cámara va desde la entrada de una estación de subte llamada Argentina a un boulevard que permite distinguir el Arco de Triunfo al fondo, hay acá un pensar el lugar de nacimiento desde su recuerdo, siempre al acecho como “(...)el llavero que en el fondo de un cajón guarda la posibilidad de abrir puertas que ya no son las de tu casa ni las de tus amigos, en una ciudad que ya no existe”, tal como escribe el narrador de ‘Babylone Blues’. “Un país donde la Historia, lejos de ser reescrita, es prestamente escamoteada, sellada, momificada, puede terminar como un país sin historia alguna. Donde se evita la resolución, se le impide al pasado respirar el aire de la vida histórica. Sus conflictos y personajes se demoran, pululan desganadamente, como zombies amistosos, y el cuco de unos, el redentor de otros, vive eternamente. Cien años después de su muerte, el nombre de Rosas sigue siendo reinvindicado e insultado en ubicuos graffitis. Cien años después de su muerte, el nombre de Perón insistirá desde las inimaginables paredes de una arquitectura futura”, se dice en ‘Early Nothing’.

Publicado por vez primera en España, en 1985, esta oportunísima primera edición argentina de Vudú urbano, libro que Cozarinsky dedica a sus padres, permite conocer –o reencontrarse con– un texto que no ha perdido nada de su vigencia (como quizás sí se haya debilitado el impacto inicial de los sonados prólogos de Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante –ese gran novelista y rutinario crítico cinematográfico– que lo anuncian). Leerlo depara un placer poco frecuente porque logra convocar al mismo tiempo, y esto es mérito mayor de su escritura, a la inteligencia y a los sentidos irradiando una energía a la que el lector no puede escapar, que recorre todas sus páginas, aunque muy especialmente brilla en ‘Fascist Lullaby’ –un viaje en el tiempo que se detiene en una eyaculación que debe ser desviada para no ultrajar un vestido nuevo–, y en ‘Cheap Thrills’ –el recuerdo de una popular sala cinematográfica de Buenos Aires suscitado por una atrevida visita a un cine parisino marginal–. Podría pensarse, aunque no afirmarse, que esta fuerza proviene de su escritura pervertida –las “tarjetas” fueron escritas en inglés y vertidas al castellano por el propio autor–. Y sin embargo, aquella también se hace presente en «El viaje sentimental» –inicialmente escrito en castellano–, particularmente en la feroz disección de Laura, una acomodada ex militante trotskista dedicada a hacer dinero a partir del Mundial, y de Guillermo, autor de una sola película que paseó por festivales europeos e inmerso en la publicidad. Estas criaturas de ficción se empeñan en hacer lo que su creador no hace: olvidar.
EMILIO TOIBERO.

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