lunes, 2 de junio de 2014

Ana y los otros, de Celina Murga.

La provincia y la incertidumbre.


No es frecuente encontrar en el cine argentino –de cualquier época– una cita bien hecha: es decir, pertinente y enriquecedora, capaz de abrir nuevas resonancias en el discurso. Quizás haya que remontarse a la magnífica Silvia Prieto, con algún que otro plano que remitía a Deux ou trois choses que je sais d’elle y a Prénom Carmen, para hallar un antecedente a la manera en que practica la cita la debutante, en el largometraje, Celina Murga. Veamos. Ana, una entrerriana residente en Buenos Aires, y Daniel, un ex condiscípulo de la escuela media que estuvo enamorado de ella y probablemente lo siga estando, se vuelven a ver. Dialogan, apartándose del bullicio de una fiesta de estudiantes reencontrados en Paraná, y él le comenta que vio una película francesa donde un muchacho se iba a la guerra y al volver encontraba a su novia casada con otro hombre. La referencia es clara, se trata de la admirable Les Parapluies de Cherbourg. Pero ocurre que, además del golpe emotivo que puede deparar esta mención, Ana y los otros cuenta, esencialmente, la historia de Ana Torres, que regresa y busca a quien fue su amor en sus años estudiantiles, Mariano Garrido. Y lo hace después de que sus padres han muerto, dato apenas insinuado pero que se me ocurre de singular importancia. (Después de todo, Geneviève regresa a Cherburgo una vez que, en el último otoño, su madre ha muerto.)


Pero, ya lo sabemos, ni una, ni muchas citas consiguen un film válido, aunque sí, quizás, nos obliguen a dirigir en un principio nuestra atención hacia él, para después descubrirnos decepcionados. Ana y los otros, afortunadamente, ofrece otros muchos motivos de interés para una mirada dispuesta a verlos. En primer término está la manera en que logra capturar, en su representación, cómo el tiempo se desvanece en aquellas ciudades argentinas de provincia que no intentan imitar a la Capital Federal. Ese primer paseo de Ana por la playa, que trae a la memoria La Collectioneuse, ni bien llegada a la ciudad de la que se alejó durante cinco años, es un buen ejemplo de lo dicho. (En ese sentido no parece inútil una confrontación con la propuesta, sobre el mismo asunto, de Ilusión de movimiento.) Después está la manera en que describe ambientes, gestos, costumbres de la clase media provinciana alejándose tanto de la ironía fácil como de la complacencia: nada indica que esa ciudad y esa gente estén cerca del paraíso. Inscribiendo las acciones en el tiempo, Murga parece acercarse, como ya se ha dicho, al cine de Rohmer: situaciones largamente conversadas y registradas, morosamente, como cotidianas, atendiendo sobre todo al costado sensible del mundo. Pero mientras los diálogos del cineasta francés colocan al espectador en una permanente incertidumbre –¿cuánto hay que creer de aquello que se dice?–, los que ha escrito Murga jamás provocan duda. No hay acá una intención de ver cómo unos perciben a los otros, y cómo, quienes miran a todos. La intención, creo entender, es otra; la incertidumbre se ha desplazado. Y aquella se descubre, me parece, observando cómo se articulan las dos partes en que claramente se divide la película.

Si en la primera parte, desarrollada en Paraná como ya se dijo, Ana investiga, como si no fuera importante para ella, adónde vive Mariano Garrido, en la segunda, en la que la acción se traslada a Victoria –antes de que al fin lo encuentre, porque Mariano se ha trasladado a Gualeguaychú por unas horas–, entra en acción un personaje nuevo, para Ana y para el espectador: Matías, un niño. (En este sentido, la presencia de un niño y las resonancias que esto introduce en la historia, es, nuevamente, interesante la comparación con el film de Héctor Molina.) Mientras el día transcurre lentamente, y Mariano no vuelve, crece una entrañable relación entre ambos. Matías dice estar enamorado de una niña, cuyo nombre desconoce aunque se refiere a ella como Jose y, cuando la ve, se esconde. Que es asimismo lo que hace Ana con Mariano una vez que éste regresa a Victoria y ella se limita a seguirlo, intentando pasar inadvertida. Entonces, cuando Ana, en un juego de improvisación y actuando como Jose, le enseña a Matías cómo aproximarse a una niña, cabe pensar que está elaborando un modo posible de enfrentarse a Mariano. Así, el relato se va revelando como el retrato de una mujer joven que, probablemente por un cierto tipo de educación, tiene problemas para enfrentarse a una situación amorosa. Y que, consciente de ello, intenta que un niño aprenda a no caer en su incertidumbre.

El final, tan justo y desafiante, por eso bello, se resuelve en un plano lejano: Ana toca el timbre de la casa de Mariano, éste abre la puerta y la invita a entrar y ella lo hace. Nada sabremos de lo que ocurrirá adentro. Antes que contar una historia, Celina Murga prefiere indagar en los miedos de su personaje antes que en la finalización de los mismos, si es que efectivamente terminan. La apuesta al futuro está lanzada a través del personaje de Matías; Ana permanece como un enigma. Uno de los más cálidos e inquietantes que haya propuesto el cine argentino, entre paréntesis, y en el que, de modo inesperado, puede reencontrarse vigente aquello del enmascaramiento de la realidad sobre lo que discurría Bazin.

Ficha técnica:

Ana y los otros
Argentina, 2003.
Castellano, color, 80m.
Dirección: Celina Murga
Intérpretes: Camila Toker (Ana Torres), Ignacio Uslenghi (Diego), Natacha Massera (Natalia), Juan Cruz Díaz La Barba (Matías).
Guión: Celina Murga.
Fotografía: Marcelo Lavintman y José María “Pigu” Gómez.
Montaje: Martín Mainoli.
Sonido: Federico Billordo.
Cámara: Marcelo Lavintman y José María “Pigu” Gómez.
Dirección de arte: Sebastián Corujo.
Asistente de dirección: Camila Brigante.
Jefes de producción: Sofía Alurralde y Romina Guillén.
Producción ejecutiva: Carolina Konstantinovsky.
Producción: Celina Murga.
Exhibida en el 5° Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, abril de 2003. Sección oficial en Competencia.

EMILIO TOIBERO.

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