viernes, 16 de mayo de 2014

ABCdario: Edgardo Cozarinsky: entrecruzamientos (A- B)



Para Mauricio Alonso –que un día ya lejano me acercó “Citizen Langlois”- , Florencia Castagnani y Julia Jonte, que, como yo, aman el cine y la literatura de Edgardo Cozarinsky. 

“¿Quieres ser princesa en mi país? No es muy rico, pero es bonito. No hay
acero ni carbón, pero sí corderos, tabaco y rosas.” (El príncipe a Niní en
French cancan, Jean Renoir, 1954)

 
En la cita de un diálogo de la película de Renoir, colocada como epígrafe, se juntan, se entremezclan en el sucederse de una enumeración, sustantivos que rara vez van juntos, particularmente “corderos”, “tabaco” y “rosas”, colocados para proponer, imaginariamente, una curiosa imagen del país en donde vive el príncipe oriental. Este entrecruzar aquello que habitualmente no se acerca -utilizando imágenes, sonidos y palabras- es una de las estrategias narrativas a la que recurre, con asiduidad, Edgardo Cozarinsky en su cine y en su literatura: un mismo plano de BoulevardS du crépuscule enlaza la Rue Buenos-Ayres y la Tour Eiffel, mostrando así la oscilación del narrador; el título de un relato: Días de 1937, convoca al mismo tiempo a la poesía de Konstantino Kavafis y al último tramo de los años que se sucedieron “entre deux guerres”.

Procedimiento obstinado que lo lleva a ‘poner en conversación’, expresión tan transitada con relación a su obra, hombres, historias, espacios y vocablos que sólo él parece poder convocar. ¿Quién otro es capaz de colocar en el mismo filme a la Falconetti, Robert Le Vigan, Gloria Alcorta, Zita Szelecsky, Adolfo Bioy Casares y él mismo, entre muchos otros (en la ya nombrada BoulevardS...)? ¿Quién otro puede tejer una trama, siempre al borde de evanescer, donde caben, entre tantos, figuras tan legendarias como Paul Bowles o Jean Genet o Roland Barthes, al lado de un casi adolescente marroquí, de Rachel Mouyal, la apacible encargada de la librería Colonnes, convertida en leyenda y de Mercedes Guitta, una argentina que regentea un restaurante en Tánger, todos arrullados, ocasionalmente, por la voz sibilina de Noel Coward (en Fantomes de Tanger)? Procedimiento consecuente que en una buena parte de su producción lo lleva a aniquilar los antiguos, y nunca certificados límites, que establece la perezosa distinción entre “ficción” y “documental”, ubicándose así, a su manera, junto a gente tan disímil entre sí como Abbas Kiarostami o el Nanni Moretti anterior a La stanza del figlio, en una de las vertientes más ricas del cine que se está haciendo.


Entre dos países –Argentina y Francia- viene transcurriendo la vida y la obra de Edgardo Cozarinsky, nacido en Buenos Aires un 14 de enero de 1939. Viajero infatigable que filma, entre otras razones, para poder desplazarse siempre habitado por un entusiasmo juvenil, es sin embargo sólo en París y en Buenos Aires donde tiene residencias fijas desde las que despliega una actividad incesante. Cineasta y escritor, que también frecuentó la crítica de cine durante los ’60 y primeros años de los ’70 enseñando a pensar el cine a una generación, como la mía, tan extraviada por la audición de los cantos de sirena de la crítica cinematográfica italiana, ha desarrollado una obra cinematográfica y literaria, carente de parangones, asaz personal y casi secreta: aquellas de sus películas que él quiere que se vean, pueden verse en muy pocos países.

Conocemos –sus amigos rosarinos: Mauricio Alonso y yo- de su indeclinable humildad, de su habitual renuencia a dar juicios sobre su propia producción, reemplazados por jugosas anécdotas del proceso de su creación: también es un brillante narrador oral. No hace demasiado tiempo, protegidos del sol impiadoso del enero austral por un quincho donde nos regalábamos pacúes y bogas crocantes, nos narró una anécdota, anterior a su nacimiento, que se me ocurre plena de sentido. Contó que en 1920 su padre, tras su primer viaje como marino, volvió de visita a un pequeño pueblo en la provincia de Entre Ríos, a la que sus antepasados, en el siglo anterior, habían llegado provenientes de la Rusia de los Zares. El día del regreso una vecina se acercó al comisario recomendándole que tuviera cuidado porque esa noche había luna llena y el séptimo hijo varón de los Cozarinsky estaba en el pueblo. (Por aquellos años en que el mundo era otro, sobrevivían las leyendas populares en las que los hombres creían. Corría una, que es aquella a la que hace referencia la vecina, que decía que las noches de luna llena los séptimos hijos varones mutaban en lobos.). El guardián de la ley sonrió y la miró irónico, encaramado en su autoridad antes que en un posible saber científico. Por la noche, la familia que vivía en esa zona imprecisa donde terminaban las pocas casas y ya aparecía el campo, festejaba la llegada con los rituales propios de un asado. Un hermano del recién llegado observó como uno de los tantos perros abandonaba la alimenticia proximidad de la parrilla y se perdía en la noche, hacia el camino. Ese abandono le hizo pensar que estaba llegando alguien, con cautela se internó también en la oscuridad. A una respetable distancia, pudo ver que el comisario acariciaba con cautela la cabeza del perro mientras le decía: “Mire Cozarinsky, yo lo conozco desde que nació...”

Esa indecisión que presidió la conducta del comisario, que según Tzvetan Todorov estaría en el germen de la literatura fantástica, no me parece lejana a la que provoca la obra de Cozarinsky en el público y en la crítica. Más conocido por cierta aura legendaria que acompaña a su persona –algún rasgo de excentricidad, su formidable cultura, su afección a la errancia, el haber trabajado bajo la dirección de Borges y de Barthes-, que por haberlo leído o haber visto sus filmes, creo entender que todavía no ocupa el lugar que su creación le amerita. Claro está que él contribuye a que esto ocurra. Se obstina, con gesto admirable y voluntad orgullosa, en ubicarse, siempre, alejado del centro de la industria cultural, ajeno, como escribió en Meditaciones en torno a un póster a “...la pocilga de shoppings, narcotráfico, justicia manipulada y cirugía plástica que la televisión impone a los jóvenes argentinos como la imagen de la ‘realidad’ obscena en que viven...”. ‘Realidad’ que, arriesgo después de la frecuentación de su obra, no sólo reconoce en su país austral.

Este abecedario, como si fuera un iceberg que muestra a la mirada del marino una décima parte de su superficie fuera del agua, sólo intenta acercar, a sus posibles lectores si los tuviera, algunas sutilezas del pensamiento de Cozarinsky, verdaderas gemas de un espíritu independiente, enemigo pertinaz de las ortodoxias. Si logra su fin, quién lo lea deberá entregarse, solitariamente, al gozoso trabajo de recorrer su obra que disimula constantes maravillas. Como ese movimiento descendente de cámara –en la plaza, no elegida al azar, llamada “Cruces”- desde una cruz de hierro forjada colocada sobre una columna blanca trabajada por el tiempo hasta el rostro del pianista alemán Christian Zacharias que, sentado sobre unos escalones y apoyado contra unas rejas, está a punto de explicar el entrecruzamiento de su vida con la música de Domenico Scarlatti en Scarlatti a Seville. Como ese irreverente e inolvidable, certero análisis del mundo entrando a la década del 80, que el narrador innominado desarrolla para un oyente asimismo innominado -¿el lector?-, antes de perderse junto a él en la noche de primavera en Madrid en Welcome to the 80s, una de las trece “tarjetas postales” que recopila Vudú urbano. Como ese inesperado plano, suerte de rúbrica personal, que en Chaplin aujour’d hui: Les feux de la rampe, mientras la voz de Didier Flamond va leyendo las principales acusaciones de la prensa estadounidense contra Charles Chaplin a fines de los 40 y principios de los 50, muestra las manos de Cozarinsky que van pasando los faxs donde constan, para luego romperlos y arrojarlos a las aguas de un río italiano mientras el narrador nos recuerda que Chaplin cuando se negó a adoptar la ciudadanía norteamericana dijo: “Yo soy internacionalista. No soy nacionalista porque el nacionalismo provoca guerras.” Curiosamente, esas palabras también podría decirlas Edgardo Cozarinsky.

16 de agosto de 2003 

                                                      [A]

                                               Academicismo

En la época de los Cahiers amarillos había un academicismo vetusto, el mismo que había en las películas argentinas de Mugica o de otros. Alberto Tabbia me hizo notar que el cine argentino de los cuarenta es como el francés de la época. La manera de iluminar, la impresión de que cada cosa nació con una capa de polvo, la ropa que parece heredada de otra película aunque haya sido hecha especialmente. Es un cine vetusto que no tiene la fuerza del cine americano. ¿Cuál es la diferencia entre la Madame Bovary de Schlieper y la de Minnelli? No es tanto que Minnelli sea un cineasta más interesante, sino que Jennifer Jones te da la impresión de que puede hacer enloquecer a los hombres, mientras que Mecha Ortiz es Mecha Ortiz haciendo de Mecha Ortiz para el público de Mecha Ortiz. Aunque sea una actriz interesante, todo tiene menos ímpetu, menos chispa. El cine francés era así. Se explica perfectamente que Godard y Truffaut solo fueran a ver películas americanas. Hoy ha intervenido la televisión y para mí el academicismo fue a parar allí. El cine narrativo convencional, esa manera de contar, de exponer bien para que se reconozca a los personajes, los nudos de interés en la trama, la continuidad, eso que enseñan en las escuelas de guión. El cine tradicional es el telefilm. La gente va a al cine a ver otra cosa, aunque no hay una separación tan nítida. Hay telefilms europeos que son cinematográficos y no todo el cine de hoy es renovador o antiacadémico. Pero, por ejemplo, The usual suspects es una película que está cerca de Hollywood, se distribuyó en todo el mundo y tuvo mucho éxito. Pero tiene una propuesta narrativa en la relación de lo ficticio con el espectador que hace solo quince o veinte años hubiera sido considerada de vanguardia, emparentada con lo que hacía Raúl Ruiz y otra gente. Les destineés sentimentales tiene una ligereza y una sensibilidad que son de autor, con un material que podría ser de un telefilm. Los movimientos de cámara y la manera de presentar a los personajes es muy tangencial respecto de ese material. Hoy la crítica tiene que avanzar en la oscuridad y eso es lo más interesante, tratar de elaborar conceptos a partir de esos choques y no llegar con los conceptos predigeridos. Eso sería lo académico. 

(Fragmento de una entrevista realizada por la redacción de la revista argentina El Amante, en agosto de 2001. Mujica y Schlieper son Francisco Mujica (1907-1985) y Carlos Schlieper (1902-1957), dos cineastas de exitosa trayectoria en el cine argentino de los ’40 y los ’50. La versión de Schlieper de Madame Bovary es de 1947. En cuanto a Mecha Ortiz (1905-1987) es, probablemente, la más grande de las divas que florecieron en las dos primeras décadas del cine sonoro en Argentina.) 

                                                    Alberto Tabbia

‘Cada individuo que muere es una biblioteca que arde.’ Había leído la frase muchas veces, atribuida a autores siempre distintos, cuando no anónimos, pero nunca pensé que expresaría con tanta fuerza un sentimiento personal. Sí, podía entender que con toda vida que se extingue, se pierde un acopio de experiencias intransferibles, famosas u oscuras; lo que no sospechaba es que la cita, tantas veces recordada, fuera a golpearme en medio de una biblioteca, de los libros que, lejos de quemarse, han sobrevivido a la muerte de mi mejor amigo.

Alberto Tabbia murió, bruscamente, el 15 de mayo de 1997. Más de cuarenta años antes, había empezado a prestarme los libros que yo, adolescente, no podía comprar. A lo largo de los años los libros siguieron siendo el vínculo central que nos unía, más fuerte que ocasionales disensiones o la mera distancia.

(Fragmento inicial de A.T., texto fechado en 1997 e incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Tanto este libro como La novia de Odessa están dedicados a Tabbia.)

                                                      Argentina

Alejo Schapire: Luego de doce años de ausencia, decidió visitar con más frecuencia la Argentina. ¿Le parece que hoy lo seduce la idea de regresar porque cambió usted o porque cambió el país?

 Edgardo Cozarinsky: Creo que yo cambié más de lo que cambió la Argentina. No quita a hacerme demasiadas ilusiones, creo que la Argentina ha cambiado muy poco. Pienso que ha cambiado en el mejor sentido, porque después del último régimen militar hay una especie de escepticismo total con respecto al poder, no solamente a la clase política sino también a los golpes de Estado, a todo “cambio” entre comillas, ya sea revolucionario, autoritario o incluso democrático. Yo creo que hay una gran desconfianza, un granescepticismo y que eso tiene su lado negativo para una concepción tradicionalmente progresista de la vida cívica, que no es la mía. Yo veo las cosas muy negras para todo el mundo, no sólo para la Argentina, y no creo que haya ninguna salida positiva ni optimista para la situación mundial actual. Creo que ese escepticismo de la Argentina, que nunca fue tan vivo y que puede ser muy negativo, es una forma de protegerse. Pero no es un escepticismo puramente negativo, no es pesimista. Va al lado de una especie de vitalidad casi animal muy extraordinaria. Es como que finalmente la gente ha logrado el equilibrio entre Discépolo y Sarmiento.

(De un reportaje realizado en febrero de 2001 por Alejo Schapire en París. Publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12)

                                   Autoportrait d’un inconnu: Jean Cocteau (1983)

Paraná Sendrós: Usted hizo un bello documental sobre Jean Cocteau.

Edgardo Cozarinsky: La hija de una gran amiga suya quería hacer algo para recordarlo en un aniversario, y yo le propuse una especie de autorretrato, porque era un hombre que se pasó los últimos veinte años de su vida hablando de sí mismo. De modo que trabajamos con variadas grabaciones de su voz. La versión completa, la que traje, dura 65', pero a la versión televisiva que se ve por Films & Arts le faltan diez, justo los del comienzo. Esa fue una decisión del coproductor alemán, inapelable. En Francia el derecho de autor está defendido como en pocas partes, pero en el mundo anglosajón el productor es el dueño. El autor, por otra parte, está mucho mejor pagado.

(De un reportaje realizado por el crítico cinematográfico argentino Paraná Sendrós, publicado en el diario Ámbito Financiero, en noviembre de 1999. Cuando Cozarinsky se refiere a la versión que trajo, alude a la retrospectiva sobre su obra que se realizó en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires.)

                                                            [B] 

                                                    Beatriz Guido

A Beatriz Guido le gustaba decir que había empezado a ser novelista con su primera mentira. La palabra mentira, con sus connotaciones delictuosas, con su aura melodramática, respondía al gusto de Beatriz. Otros dirían (más objetivamente pero menos cerca del personaje) que la escritora era incapaz no ya de relatar sino de percibir los sucesos de la vida cotidiana sin alterarlos, recomponerlos, exagerarlos, para que obedecieran a las reglas de su estrategia narrativa, para que hallaran un lugar en su propio repertorio de caracteres y situaciones, donde se invocaba la vida llamada ‘real’ sólo para someterla a los reflejos cóncavos, convexos, a las perspectivas huidizas de su narración.

‘Soy una mentira que dice siempre la verdad’: la frase de Cocteau ilumina esa relación con la mentira, descarada, exhibida por Beatriz, que divertía a sus amigos tanto como a ella misma. A través de la variación, de la digresión libre, Beatriz tocaba zonas de la realidad menos evidentes que lo meramente verosímil, que esa coincidencia superficial entre referente y expresión que pasa por verdad. 

(Comienzo de Beatriz Guido: mentira y ficción, texto fechado en 1998, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001)

                                                          Borges (I)
 
No es casual que un ensayo temprano de Borges asocie desde el título “arte narrativo” y “magia”. Sus primeras ficciones ejercen una forma de espejismo: ese post hoc, ergo propter hoc, error lógico cuyo cultivo sistemático es, para Barthes, la operación narrativa por excelencia, “la lengua del Destino”.(También Valery estimaba que la asociación del universo novelesco, aun el fantástico, con la realidad era de la misma índole que la del trompe l’oeil con los objetos tangibles entre los que el espectador discurre.) ¿Y qué es esa “lengua del Destino” sino una idea de “montaje”, cinematográfico o verbal, que en el caótico archivo de los actos del hombre propone o desentraña un sentido mediante la ordenación de esos “momentos culminantes” y “escenas capitales” donde Stevenson veía la prueba y el efecto de la ficción más noble? (...)Su nombre es, sencillamente, narración. 

(Fragmento final de Magias parciales del relato, ensayo incluido en Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.)

                                                        Borges (II)

Hace dos años, cuando se cumplió el centenario de Borges, escribí un texto sobre algo que a mí siempre me impresionó mucho: cómo Borges sobrevivió a toda la gente que podríamos llamar de una manera muy aproximativa la generación de Contorno, algo que era en realidad mucho más amplio que la revista Contorno, una generación que lo puso en cuestión en los años 50. Estaba tan avanzado en su camino que eso no podía ser letal para él; de todos modos, salió indemne. Pero es curioso cómo todas esas censuras a las que fue sometido se fueron disgregando con el tiempo, y mucha de la gente que lo censuró en esa época se convirtió después a una forma de borgesianismo. Si lo quisiéramos ver de una manera fantástica, es como si el guerrero que se acerca a la Medusa quedara medusado; hay algo ahí que me fascinó. Escribí el texto de una conferencia que di en Buenos Aires para el aniversario, que salió en forma más corta en La Nación, y después en forma cada vez más ampliada en otros lugares. La versión más completa salió editada en esa colección de plaquetas que se llama Papeles de Recienvenido, que dirige Jorge Schwarz en la Universidad de San Pablo. Me impresionó ese proceso, porque en el momento en que yo me acercaba a la Facultad de Filosofía y Letras Contorno era la doxa, y a mí todo eso me provocaba rechazo. La parte política influía mucho, pero también yo pensaba: caramba, cómo puedo aceptar que Sartre y Simone de Beauvoir sean grandes escritores; yo estoy leyendo a Borges, a Henry James. Mi idea de la literatura estaba compuesta de otro tipo de experiencias. Además, era gente cuya mayor pulsión intelectual venía de la filosofía. En la literatura buscaban un soporte de tesis, de ideas o la formulación de ciertos conceptos filosóficos de una manera vivencial, pero no había el puro placer de la escritura, que era una cosa totalmente ajena. Y después, con los años, la gente más interesante que pudo estar cerca de ellos fue hacia otra cosa, y la gente que se quedó más en eso no dio a mi juicio demasiado; es cierta crítica sociológica de la literatura que puede tener un valor, pero a mí personalmente no me interesa. 

Entonces, con el tiempo, Borges no solamente había sobrevivido, sino que había encontrado a otros lectores que curiosamente venían de horizontes lejanos, que para mí son gente como Sebald, o Danilo Kis, gente que viene tal vez de la cultura centroeuropea, o está ligada con ella. Y me parecía que eso era algo propio de quien escribió El escritor argentino y la tradición, el que fuera reconocido (bueno, lo ha sido también por todo el mundo, desgraciadamente para él, absorbido, convertido en otra cosa) por gente que venía de literaturas y culturas marginales, o periféricas, por individualidades. Además, en el caso de Sebald, como es de lengua alemana, tampoco se puede decir que sea de una cultura periférica, pero es un marginal dentro de las tendencias de la literatura alemana. También pienso que en este momento aquello de ‘el mundo será Borges’ está tan presente en tantas cosas, que prácticamente se ha diluido. Su lección ha sido digerida, y las oposiciones, olvidadas. De lo que habría que defenderse hoy es de un cierto culto de Borges del lado folklórico, del autor de letras para milongas, del lado folklore de Palermo, el pedacito de la calle Serrano al que se le puso su nombre. Pero hasta El hacedor, es una obra que ha sacudido realmente, que además del placer de la lectura ha obligado a replantearse muchas cosas en la Argentina. Sólo con el tiempo se ha visto lo que ha hecho, y esa metamorfosis de los críticos, en la historia de una época, me parece algo secundario pero revelador.

(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de 2001, por Teresa Orecchia. Fue publico en su totalidad en el número 621, correspondiente a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos.)

                                Borges en Rivette: Paris nous appartient (1960)

(…) es el caso de Paris nous appartient, cuya asociación con Borges ha conocido una genealogía incalculable. Sobre la mesa de la heroína del filme, en una de las primeras escenas, aparece un ejemplar de Enquetes. (...)

El primero en publicar su hallazgo fue Paul-Louis Thirard, en una nota crítica muy anterior al demorado estreno del filme (Positif, París, julio-agosto 1960). Se trata de un texto casi desdeñoso, que procura disculpar a Rivette, y a su filme, de su vinculación con el grupo rival de Cahiers du Cinéma; al margen de esta frivolidad, no carece de interés. A partir del visible ejemplar de Enquetes, Thirard pasa a Fictions; luego aplica a Rivette una apreciación que Herbert Quain hace de su propia obra; a continuación, ya en pleno borgismo. Transcribe un párrafo apócrifo de Benjamín Fondane, que declara publicado en Europe, sobre una novela -L’approche du caché- que es, reconociblemente, El acercamiento a Almostasim, y en ella reconoce el mismo mecanismo que opera en Paris nous appartient.

El desarrollo más importante de una vinculación entre la ficción de Rivette y la de Borges lo hizo Claude Ollier: por primera vez en ocasión del estreno del filme (“Finesse et geometrie”, Nouvelle Revue Francaise, 110, París, febrero de 1962), en una nota donde supone que la investigación de la heroína está influida seriamente por sus lecturas preferidas. Ese texto sería la semilla de otro, menos ocasional y sumamente brillante: “Theme du texte et de complot”, incluido en el volumen Navette (París, Gallimard, 1967).

En el “Tema del traidor y del héroe”, Ollier vislumbra un paradigma del funcionamiento de todo relato, investigación y ”appropiation de l’Histoire par la Littérature”. (Hay que señalar que Ollier presta atención especial al personaje de Nolan, quien “d’enqueteur se fait ordonnateur d’une vaste cérémonie”; ese nombre reaparece en su novela L’échec de Nolan, 1967, donde el mecanismo de una intriga policial actúa como metáfora de toda empresa narrativa.) Vislumbra, también, un posible desarrollo del esquema de Nolan en un filme. Sin mencionar el título, describe Paris nous appartient a modo de paráfrasis del “Tema del traidor y del héroe”, ilustrando de ese modo su propuesta inicial sobre la variable circulación del relato en la Historia.

(Fragmento de Una cita para exégetas, ensayo incluido en Cine sobre Borges, tercera de las partes que conforman Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974)
 
                                    BoulevardS du crépuscule (1992) (I)

Ninguna investigación es inocente, el detective siempre acaba por descubrir algo sobre sí mismo. De regreso a la Argentina después de varios años en Francia, recorro los sitios de mi adolescencia cinéfila: cines de barrio que fueron demolidos o transformados en salas de juego, en discotecas. Descubro también que Falconetti (la Juana de Arco de Dreyer) y Le Vigan (el más genial actor secundario de los años 30) terminaron su vida en la Argentina. Buscando sus huellas, me hallé confrontado a mi propio camino: al hacer el trayecto inverso ¿no estaría yo viviendo el espejismo de volver a empezar? 

(Texto escrito para el programa del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra cinematográfica en 2002)

                                     BoulevardS du crépuscule (1992) (II)

(...) Falconetti era alguien que desde mis primeras visitas a cine-club yo había admirado en La Pasión de Juana de Arco de Dreyer, esas imágenes fabulosas, únicas en la historia del cine. Esa mujer había muerto en Buenos Aires en el año 46. Cuando me enteré de que había muerto en la Argentina, aparecieron cantidad de preguntas sin respuestas: qué estaba haciendo ahí, por qué, cómo murió. Por otra parte, sabía que Le Vigan había estado en la Argentina, pero pensaba que se había ido después de no lograr hacer una carrera cinematográfica. No sabía que se había quedado en Tandil y que había vivido escondido prácticamente hasta el fin, hasta el año 72; había muerto cuando yo ya era adulto. Sus películas francesas de los años 30 las pasaban los cine-clubes en Argentina, cantidad de películas de la época, que marcaron la imaginación de cualquier cinéfilo. Entonces, se me ocurrió ir en busca de las huellas.

Propuse la película como un proyecto al Instituto Nacional del Audiovisual y Claude Guisard, que en esa época era director de programas de creación en el Instituto, me dijo algo que me impresionó mucho, porque muestra hasta qué punto uno es ciego sobre sí mismo. Me dijo: ‘Pero usted tiene que hablar de usted, porque es el lazo entre esos dos personajes’. Sin entender, le expliqué que lo que quería era hacer una investigación, y él me contestó ‘¿Por qué quiere hacer una investigación? Porque usted es argentino, porque es un judío de la Argentina. Usted ahora vive en Francia, y entonces le interesa el destino de dos franceses que fueron a Argentina, así como usted vino a Francia ‘. Y de pronto empecé a ver lo que yo mismo había propuesto como proyecto, pero mirado desde afuera por alguien que lo veía con más profundidad. Digamos que yo me había quedado en la superficie, y todo lo que estaba en el inconsciente del proyecto, él lo había puesto afuera. Entonces empecé a trabajar y pensé: acá hay algo que tiene que ver con la experiencia del cinéfilo, alguien a quien le gusta el cine y para quien el cine es una realidad; aunque no es la vida real, es como la autentificación de la realidad. Porque esa gente para mí existió, con el aura que podían tener por mis primeras experiencias de cinéfilo, habiendo visto en cine-clubes películas que estaban fuera de circulación, en funciones tardías a la noche, con el prestigio de lo que es un poco marginal, de las catacumbas, no? Esta gente había estado a mi lado, por así decirlo, y yo no me había enterado porque no tenía ojos para la baja realidad que no estaba impresa. Además, este proyecto se me ocurre cuando yo empiezo a volver a la Argentina, y era como recuperar algo de una época muy anterior a la de mi adolescencia.

Te cuento todo esto para que veas cómo esos dos personajes a quienes no conocí, pero que crucé seguramente en mi camino, de alguna manera definieron dos épocas, no sólo de mi vida y mi experiencia, sino con respecto a la Argentina. Falconetti, que llega en el 43, en el ocaso del poder conservador, confiada en hacer una carrera, seguramente gracias al público francophile que iba a ver espectáculos de teatro francés, porque en ese momento había seis o siete compañías en la Argentina. Pocos años más tarde, Le Vigan llega a su vez entre esas personas que en la posguerra europea tenían cuentas pendientes, y que durante el primer gobierno de Perón tenían libre desembarco, lo que les permitía refugiarse en el país sin que se les hicieran demasiadas preguntas. A pocos años de distancia, cada uno llegaba en una situación que me sugería algo sobre la sociedad argentina. Y esta película, que está hecha con medios mínimos y acá no ha tenido más que una difusión en Arte, sin embargo ha sido vista, ya sea en los Estados Unidos, en la Argentina, etc., como un ensayo de una gran originalidad. Yo creo -y no lo digo para alabar la película- que tiene la originalidad de la inconsciencia con la que fui trabajando, porque no tenía un proyecto estructurado cuando empecé. Es decir, siempre me gusta pensar que hay cierto tipo de cine que uno hace experimentalmente, pero no en el sentido de intentar crear experiencias como las de las artes plásticas con los medios del lenguaje cinematográfico. Digo experimental en el sentido de laboratorio, de ir poniendo una cosa al lado de otra, mezclar los líquidos y ver qué pasa, qué reacción se produce. A través del interés que suscitó esta pequeña película yo sentí que había algo que viene de ese lado experimental, de que he mezclado allí historia, geografía, autobiografía, y otras percepciones que no eran las más obvias.

(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de 2001, por Teresa Orecchia. Fue público en su totalidad en el número 621, correspondiente a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos.

                                                     Buenos Aires

Nacimos en una ciudad llamada Buenos Aires y allí vivimos muchos años. La ciudad es, según la ley, un distrito federal y la capital de la Argentina, una república en el extremo sur de América del Sur, cuya tendencia endémica parece ser la de vivir por debajo de sus medios, así como la de su capital es vivir por encima de los suyos. El crecimiento desmedido de ese puerto mercantil; su irritación ante los dispares territorios reunidos en un país, al que de todos modos no presta demasiada atención; su sensibilidad para las modas importadas y el prestigio de la simple distancia: todos estos rasgos de su carácter han sido reconocidos tanto por hombres de letras como por políticos tránsfugas. Ahora que ya no tenemos que soportar sus ataques de desvalimiento y arrogancia, cuando pensamos en la ciudad advertimos que, si ese divorcio realmente existe, entonces somos hijos de Buenos Aires y no de la Argentina. Porque es el gusto a cloro del agua de la canilla, el urbanismo salvaje y la locuacidad confianzuda de su gente lo que nos formó; no la vacía inmensidad de la pampa, ni los cristalinos lagos de montaña, ni las selvas lujuriosas. 

(Fragmento de Early Nothing, fechado en 1977, uno de los trece textos, agrupados bajo el nombre de El álbum de tarjetas postales del viaje, que junto al relato El viaje sentimental forman parte de Vudú urbano, dedicado a sus padres Sara y Miron, libro prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante que, por vez primera, apareció en edición española en 1985 y recién en el 2002 conoció un lanzamiento argentino a cargo de la Editorial Emecé, Buenos Aires. Cada una de las tarjetas postales está precedida y seguida por una cita. La que antecede a Early Nothing está extraída de The chill, una novela de Ross MacDonald, y dice así: “La ciudad donde nací y me crié, La ciudad donde todo ocurrió. Me escapé, pero no se puede huir del paisaje de nuestros sueños. Mis pesadillas todavía ocurren en las calles de...”. La que lo continúa está tomada de los Aforismos de Karl Krauss: “La civilización se acerca a su fin cuando los bárbaros escapan de ella.”)

EMILIO TOIBERO.

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