La ciudad es
solo otra prisión.
En ésta, la
sexta película y el tercer largometraje de Fassbinder, está ya presente la sombra
del protagonista de Berlín Alexanderplatz,
inmersa aquí en un mundo diegético que recuerda a las atmósferas umbrías
propias del film noir, cabaret y
garito clandestino incluidos. Como en la transposición de la novela de Döblin,
tras haber purgado una condena por actividades delictivas que nunca serán
aclaradas, la acción comienza con la salida de la prisión de Franz, cuyo
apellido es Walsch, que es el nombre con que a menudo se disimula -¿se
disimula?- el cineasta alemán en sus films y, al mismo tiempo, un tributo al
director estadounidense Raoul Walsh. Pero cuando el empleado de un hotel le
pregunta su nombre, responde que es Franz Biberkopf. Y Los dioses de la peste cuenta los días posteriores al abandono de
la cárcel, sin las infinitas implicancias que desarrolla la miniserie nombrada,
pero con un inesperado, y muy seductor, ramalazo de lirismo que uno estaría
tentado a atribuir a la temprana edad, veinticuatro años, de su autor en el
momento del rodaje.
Permanentemente el discurso elige detenerse en ciertas situaciones, dilatándolas y prestando escasa importancia a la articulación entre ellas, como si se eligiera producir el desvanecimiento de la historia, donde algunos puntos no terminan de explicarse, en beneficio de una adición de intensidades. Esta estrategia, que puede ser pensada como una marca epocal, seguirá sin embargo desplegándose a lo largo de la filmografía de Fassbinder, que nunca concedió demasiada importancia (evidentemente no le interesaba) al engarce de una secuencia con otra: los datos que permiten pasar de una a otra siempre están dispuestos, cuando lo están, apresuradamente; por ejemplo en ésta nunca queda claro cuál fue el vínculo que unió a Franz con Margarethe antes de su reencuentro a través del intercambio de miradas en el restaurante. Antes que pretender contar una historia, que es como hoy desdichadamente se entiende masivamente la función del cine reducido a una suerte de opio despenalizado, al autor de Querelle le preocupó sumergir a su espectador en momentos de muy alta intensidad para que luego, lo que es ineludible tras presenciar alguno de sus trabajos, los piense y, a continuación, quiera verlos nuevamente para confirmar su lectura.
Esta tarea
de suministrar la información necesaria para trazar el recorrido de una
historia es dejada, mayoritariamente, en Los
dioses de la peste –título enigmático cuyo sentido no alcanzo a precisar- a
un personaje. Se trata de una joven que sobrevive gracias a la venta de revistas
pornográficas en las calles de Münich, cuyo nombre, Carla Aulaulu, es aquel con
el que Carla Egerer, la actriz que interpreta el papel, aparece mencionada en
los créditos. Suerte de intersección en la vida de las otras criaturas de ficción,
y hasta del propio Fassbinder que aparece comprándole una de las publicaciones
que ofrece, Carla va respondiendo a las preguntas de todos tejiendo así una red
que los acaba asfixiando para, en el final, asumir un sorpresivo protagonismo
antes del cual canta, casi íntegro, como si se estuviera alistando para su gran
momento, el leit-motiv de Calma, dulce Carlota (1964), aquel
segundo grand guignol que Robert
Aldrich construyera para mayor gloria de Bette Davis y Olivia de Havilland como
dos primas que, a la manera de Franz y Reinhold en Berlín…, no podían sino arruinarse mutuamente sus vidas. (Las citas
cinéfilas, apasionadas, parecen ser innumerables; entre las que pude registrar
hay un cabaret que se llama “Lola Montes”; un personaje femenino y otro
masculino que se apellidan Fuller y Schlöndorff, respectivamente; la manera en
que corre “El Gorila” herido de muerte remite a la carrera final de Michel
Poiccard; un cierto tempo y una
manera de encuadrar evocan a la nouvelle
vague…)
Fassbinder,
como lo demuestran sus obras, nunca fue afecto a los planos registrados con una
cámara ubicada en un aparato en vuelo. Las dos, largas, que presenta Los dioses de la peste, sorprenden, pero
no tan sólo por su carácter inusual, sino también porque enmarcan, como
encerrándola, una infrecuente explosión lírica. Franz, Margarethe y “El Gorila”
van a visitar a su amigo Joe que vive en el campo. El encuadre está hecho desde
la parte de afuera del auto siguiendo la conversación a través del parabrisas,
como ocurre en más de un momento de Bande
à part (Jean-Luc Godard, 1964). Los hombres hablan de sus relaciones
comunes. Franz pregunta al otro si estuvo con Johanna, una cantante que sigue
siendo su amante, mientras él no estuvo. “El Gorila” le dice que sí, a lo que
Franz responde “Te quiero”. Por corte directo vemos desde el aire, y desde muy
arriba, el camino que recorren los visitantes hasta llegar a la casa de Joe,
acompañado por una de esas únicas
construcciones musicales que supo escribir Peer raben, como si una confesión
tan íntima sólo pudiera seguirla una distancia extrema capaz de sugerir cómo el
sentimiento se expande por el mundo.
Después de
la visita, vuelve a repetirse el plano aéreo para mostrar el comienzo del
camino de regreso, dejando así como territorio separado, dentro de la diégesis,
esas pocas horas en el campo, signadas por los juegos y los afectos.
Franz,
Margarethe y “El Gorila”, que llegan a conformar un trío amoroso sin espacio
para los celos, quieren irse de Münich, no sólo hostigados por la falta de
dinero. Sueñan con refugiarse en las playas griegas pero nunca podrán escapar
de la ciudad en la que viven como si fuera una continuación de la prisión. (Cuando
Johanna le pregunta a Franz cómo la pasó adentro, éste afirma que igual que
afuera). En la descripción de algunas instancias, cuidadosamente seleccionadas,
de la vida de estos marginales a los que ama, Fassbinder discurre acerca de la
(su) insatisfacción con respecto a Alemania, estado que continuará explorando
en muchos de los treinta y nueve largometrajes que haría entre éste y su muerte.
Con pensamientos más violentos, más radicales, con estrategias narrativas más
atrevidas que los que despliega en Los dioses de la peste, pero quizás sin su
dulce, fascinante espontaneidad que se derrama sobre el espectador a la manera
en que las ondas provocadas por una piedra se expanden sobre la superficie de
un lago.
EMILIO TOIBERO.
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