martes, 13 de mayo de 2014

Los dioses de la peste, de Rainer Werner Fassbinder


La ciudad es solo otra prisión.


En ésta, la sexta película y el tercer largometraje de Fassbinder, está ya presente la sombra del protagonista de Berlín Alexanderplatz, inmersa aquí en un mundo diegético que recuerda a las atmósferas umbrías propias del film noir, cabaret y garito clandestino incluidos. Como en la transposición de la novela de Döblin, tras haber purgado una condena por actividades delictivas que nunca serán aclaradas, la acción comienza con la salida de la prisión de Franz, cuyo apellido es Walsch, que es el nombre con que a menudo se disimula -¿se disimula?- el cineasta alemán en sus films y, al mismo tiempo, un tributo al director estadounidense Raoul Walsh. Pero cuando el empleado de un hotel le pregunta su nombre, responde que es Franz Biberkopf. Y Los dioses de la peste cuenta los días posteriores al abandono de la cárcel, sin las infinitas implicancias que desarrolla la miniserie nombrada, pero con un inesperado, y muy seductor, ramalazo de lirismo que uno estaría tentado a atribuir a la temprana edad, veinticuatro años, de su autor en el momento del rodaje.


Permanentemente el discurso elige detenerse en ciertas situaciones, dilatándolas y prestando escasa importancia a la articulación entre ellas, como si se eligiera producir el desvanecimiento de la historia, donde algunos puntos no terminan de explicarse, en beneficio de una adición de intensidades. Esta estrategia, que puede ser pensada como una marca epocal, seguirá sin embargo desplegándose a lo largo de la filmografía de Fassbinder, que nunca concedió demasiada importancia (evidentemente no le interesaba) al engarce de una secuencia con otra: los datos que permiten pasar de una a otra siempre están dispuestos, cuando lo están, apresuradamente; por ejemplo en ésta nunca queda claro cuál fue el vínculo que unió a Franz con Margarethe antes de su reencuentro a través del intercambio de miradas en el restaurante. Antes que pretender contar una historia, que es como hoy desdichadamente se entiende masivamente la función del cine reducido a una suerte de opio despenalizado, al autor de Querelle le preocupó sumergir a su espectador en momentos de muy alta intensidad para que luego, lo que es ineludible tras presenciar alguno de sus trabajos, los piense y, a continuación, quiera verlos nuevamente para confirmar su lectura.

Esta tarea de suministrar la información necesaria para trazar el recorrido de una historia es dejada, mayoritariamente, en Los dioses de la peste –título enigmático cuyo sentido no alcanzo a precisar- a un personaje. Se trata de una joven que sobrevive gracias a la venta de revistas pornográficas en las calles de Münich, cuyo nombre, Carla Aulaulu, es aquel con el que Carla Egerer, la actriz que interpreta el papel, aparece mencionada en los créditos. Suerte de intersección en la vida de las otras criaturas de ficción, y hasta del propio Fassbinder que aparece comprándole una de las publicaciones que ofrece, Carla va respondiendo a las preguntas de todos tejiendo así una red que los acaba asfixiando para, en el final, asumir un sorpresivo protagonismo antes del cual canta, casi íntegro, como si se estuviera alistando para su gran momento, el leit-motiv de Calma, dulce Carlota (1964), aquel segundo grand guignol que Robert Aldrich construyera para mayor gloria de Bette Davis y Olivia de Havilland como dos primas que, a la manera de Franz y Reinhold en Berlín…, no podían sino arruinarse mutuamente sus vidas. (Las citas cinéfilas, apasionadas, parecen ser innumerables; entre las que pude registrar hay un cabaret que se llama “Lola Montes”; un personaje femenino y otro masculino que se apellidan Fuller y Schlöndorff, respectivamente; la manera en que corre “El Gorila” herido de muerte remite a la carrera final de Michel Poiccard; un cierto tempo y una manera de encuadrar evocan a la nouvelle vague…)

Fassbinder, como lo demuestran sus obras, nunca fue afecto a los planos registrados con una cámara ubicada en un aparato en vuelo. Las dos, largas, que presenta Los dioses de la peste, sorprenden, pero no tan sólo por su carácter inusual, sino también porque enmarcan, como encerrándola, una infrecuente explosión lírica. Franz, Margarethe y “El Gorila” van a visitar a su amigo Joe que vive en el campo. El encuadre está hecho desde la parte de afuera del auto siguiendo la conversación a través del parabrisas, como ocurre en más de un momento de Bande à part (Jean-Luc Godard, 1964). Los hombres hablan de sus relaciones comunes. Franz pregunta al otro si estuvo con Johanna, una cantante que sigue siendo su amante, mientras él no estuvo. “El Gorila” le dice que sí, a lo que Franz responde “Te quiero”. Por corte directo vemos desde el aire, y desde muy arriba, el camino que recorren los visitantes hasta llegar a la casa de Joe, acompañado por una de   esas únicas construcciones musicales que supo escribir Peer raben, como si una confesión tan íntima sólo pudiera seguirla una distancia extrema capaz de sugerir cómo el sentimiento se expande por el mundo.

Después de la visita, vuelve a repetirse el plano aéreo para mostrar el comienzo del camino de regreso, dejando así como territorio separado, dentro de la diégesis, esas pocas horas en el campo, signadas por los juegos y los afectos.

Franz, Margarethe y “El Gorila”, que llegan a conformar un trío amoroso sin espacio para los celos, quieren irse de Münich, no sólo hostigados por la falta de dinero. Sueñan con refugiarse en las playas griegas pero nunca podrán escapar de la ciudad en la que viven como si fuera una continuación de la prisión. (Cuando Johanna le pregunta a Franz cómo la pasó adentro, éste afirma que igual que afuera). En la descripción de algunas instancias, cuidadosamente seleccionadas, de la vida de estos marginales a los que ama, Fassbinder discurre acerca de la (su) insatisfacción con respecto a Alemania, estado que continuará explorando en muchos de los treinta y nueve largometrajes que haría entre éste y su muerte. Con pensamientos más violentos, más radicales, con estrategias narrativas más atrevidas que los que despliega en Los dioses de la peste, pero quizás sin su dulce, fascinante espontaneidad que se derrama sobre el espectador a la manera en que las ondas provocadas por una piedra se expanden sobre la superficie de un lago.

EMILIO TOIBERO.

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