viernes, 16 de mayo de 2014

ABCdario: Edgardo Cozarinsky: entrecruzamientos (F- G- H)



                                                           [F]

                                           Fantômes de Tanger (1997)

A medida que la película avanza decidimos dejarnos llevar por la imaginación del personaje. Así como al principio cuando el visitante está en el barco mira hacia la costa donde la bruma no deja ver nada todavía, y aparecen imágenes de Casablanca, de una película policial francesa...La idea es que ése era el bagaje con el que él llega. Después pasamos al documental: hay una toma en que él sale al balcón del hotel, con la toalla, y ve todavía una toma sacada de esa película francesa de los años 50. Después hay algunas en que está la voz sola. Decidimos que para la parte de Jane Bowles íbamos a hacer una cosa casi totalmente en off: está la voz, la mano de una mujer artrítica, está la bruja esa y luego una toma de ésta que se va en un burro por el desierto. Para el burdel de los muchachos, ahí ya hay una puesta en escena con un actor como el visitante que, después de subir las escaleras, está sin aliento. Es un español que vive en Tánger, muy ágil, y al que fue muy difícil convencer de que subiera como si arriba lo esperara el infarto, víctima del deseo. Pero la instrucción era el infarto; si no lo esperaba en la cama, lo iba a esperar cuando golpeara la puerta. Y dijimos, bueno, busquemos algo más armado para hacer un contraste con esa casa de baños sórdida, sucia, venida abajo: un interior que es el de la casa de una familia rica, de una mujer que nunca se enteró que la casa figuraba en el filme como un prostíbulo. Cuando llegamos para filmar, una mañana filmamos a la gente que está abajo, y a la tarde a todos los muchachos que están arriba...Ella nos preguntó “pero ¿qué hacen todos esos muchachos ahí arriba? - “Son los sirvientes que están mirando la fiesta.” - “Pero están muy mal vestidos; acá cuando hacemos fiestas tienen uniforme.” - “Bueno, están espiando antes de ponerse el uniforme.” En fin. Tuvimos que tener mucho cuidado con el eje de las miradas porque los chicos miran un poco así en el aire, pero el español mira sólo al muchacho con el que después va al cuarto. Lo hicimos con mucho cuidado para que en el montaje se cruzaran bien las miradas, pero era complicado...Era una casa muy linda, con ese patio andaluz...la parte de arriba era de la misma casa. Había unidad de lugar, pero, como diría Emma Zunz, sólo eran falsas algunas horas, algunas fechas y algunos nombres propios.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.) 


                                                        Ficción

Gustavo Pablos: Antes de irse de la Argentina su imagen estaba asociada al ensayo, ¿qué fue lo que estimuló la ficción?

Edgardo Cozarinsky: Lo que motivó la ficción fue el hecho de irme de la Argentina, de abandonar la persona (en el sentido clásico de la palabra), tímida, auto censurada, desconfiada de sus propias capacidades, que yo fui en mi juventud y que hizo que comenzara escribiendo y publicando cosas relativamente cautas, donde no tomaba grandes riesgos. Otro aspecto fue el descubrimiento de que estando afuera, solo, en situaciones distintas, sentía la escritura como una especie de desafío donde se concentraba un poco toda esa experiencia. La literatura considerada como una tauromaquia, como decía Michel Leiris. Y de alguna manera, aún cuando la principal actividad mía en el exterior fue hacer cine, entre los años de Vudú urbano y los dos libros recientes estuve sin publicar pero no sin escribir. Escribía cosas que no llegaban a su fin, en parte por culpa mía, en parte por las circunstancias en que me encontraba y no me daban tiempo, o tal vez me faltaba distancia o claridad interior para abocarme del todo al trabajo.

(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el diario de Córdoba (Argentina) La Voz del Interior, el 12 de mayo de 2001. Cuando Cozarinsky dice “los dos libros recientes” se refiere a La novia de Odessa (Buenos Aires, Emecé, 2001) y El pase del testigo (Buenos Aires, Sudamericana, 2001). 

                                               Ficción y documental (I)

Nunca supe muy bien qué era el documental o la ficción en estado puro, como etiquetas que se ponen a posteriori. En Francia, por ejemplo son etiquetas que maneja la autoridad del Centro Nacional del Cine porque hay fuentes distintas de subvención para el documental y la ficción. Un proyecto como Tánger lo presentamos a las dos fuentes y con títulos distintos, a ver en cuál salía: salió en el de ficción. Quiero decirte, era exactamente el mismo guión con la primera página cambiada; uno se llamaba Fantasmas de Tánger y el otro Viaje a una ciudad muerta.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)

                                                Ficción y Documental (II)

Alejo Schapire: ¿Cree que es su escepticismo lo que lo lleva a mezclar géneros, como lo hace con el documental y la ficción?

Edgardo Cozarinsky: No sé. Pienso que es una manera de ver las cosas. Cuando veo viejas películas de ficción me impresiona el aspecto documental que adquieren con los años: la manera de comportarse, de hablar, de vestirse de la gente; cómo tratan ciertos temas incluso históricos, cómo un hecho histórico es visto en una película de 1930 y en una de 1960. Por otro lado, cuando veo noticiosos viejos, que es una cosa que me fascina, es para mí como un trampolín hacia la ficción: qué estaba haciendo la gente, qué pensaba en ese momento, por qué estaba en ese lugar. En ese sentido, el documental que tiene la ambición de registrar una realidad es una propuesta que no me interesa. Me atrae el documental que es un noticioso, como en la época en que había noticiosos cinematográficos, no los de la televisión, que son otra cosa. Se consideraban que eran un mero registro de la actualidad, pero estaban hechos en 35 milímetros y por cameramen que estaban adiestrados para las películas de ficción. Te debo decir que una de las películas recientes que más me impresionó, por la mezcla de documentos y ficción que contiene, es la película argentina que realizó Lucrecia Martel, no La ciénaga, que no he visto, sino la que hizo sobre Silvina Ocampo, que se llama Las dependencias. Es un film extraordinario por la mezcla de lo que podríamos llamar documental con lo que podríamos llamar ficción. Hay un diálogo constante en esa película entre los documentos hallados: una vieja película de aficionados, grabaciones de hace mucho tiempo, lo que hoy recuerda la gente que estuvo cerca del personaje y, por otro lado, la manera en que todo eso se combina para crear un enigma sobre la vida, el carácter o la sensibilidad de la persona alrededor de la cual han girado todos esos materiales. Es decir, es una película que, basándose en materiales que podían ser considerados documentales, despega totalmente, toma vuelo hacia la ficción.

(De un reportaje realizado en febrero de 2001 por Alejo Schapire en París. Publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12) 

                                                    Filme-ensayo

Luciano Monteagudo: En tu obra hay algunos filmes que son claramente de ficción, como Les apprentis sorcieres, Haute mer, Guerreros y cautivas; y otros que están en una frontera más indiscernible, entre el documental y la ficción como La guerre d’un seul homme, o ahora BoulevardS du crepuscule. ¿Son estos últimos los que vos considerás que se ajustan a tu idea del ‘filme-ensayo?

Edgardo Cozarinsky: Me interesa mucho el ensayo como forma libre, lo que es el ensayo en la literatura. En cine lo que tradicionalmente se llama documental está cada vez más muerto y la gente que en este campo hace algo interesante produce un cine que quizás antes no hubiese sido considerado documental. Digo un antes impreciso, la época en que se hacían esas películas aburridísimas sobre el cultivo de la yerba mate en Misiones. Pienso que el tema que se documenta hoy más claramente es el hombre, y el hombre está hecho no sólo de actividad y utilidad social sino de vida imaginaria, de capricho, de irracionalidad y de pulsiones puramente emotivas. Y eso que antes era territorio exclusivo de la ficción ha sido rescatado por un tipo de cine que es cada vez más fuerte y que se ha alejado totalmente de lo que antes se llamaba documental. Yo digo que lo que hago es ‘ensayo’, pero pienso ‘ensayo’ un poco como alguna obra escrita de ficción, como una reflexión libre, como lo que hace Borges en Otras inquisiciones. Hay textos de Otras inquisiciones que podrían tranquilamente estar ubicados en El Aleph y pasar por cuentos, así como hay textos de El Aleph que podrían pasar a Otras inquisiciones y ser considerados ensayos. Creo entonces en el ensayo como una forma muy libre, una reflexión personal que se ejerce a partir de hechos históricos, de personajes que realmente existieron, o de personajes de ficción, o de unos versos de un poema. Y es esa libertad de manejar las cosas y ponerlas en relación lo que siempre he tratado de lograr en este tipo de películas. Como dije una vez (y la fórmula tuvo bastante éxito en Francia): poner en conversación en vez de poner en escena. El espacio no es el escenario como en el teatro sino que el espacio es la conversación en sí. Dejar que las cosas hablen. Cada cosa parece decir algo pero puesta en relación con otra lo que parecía querer decir por sí sola empieza a funcionar con respecto a la otra. Hay una alquimia que hace que todo se modifique y eso es lo que a mí me interesa. (...) Para poner un poco de orden y hacer este material más elocuente, necesito trabajar con una organización que no es a priori sino a posteriori. Por eso generalmente tengo períodos de montaje muy largos.

(Extractado de un reportaje realizado por Luciano Monteagudo, publicado en el n° 2 de la revista argentina Film, correspondiente a junio/julio de 1993.)

                                                          [G] 

                                                        Griffith

“Hijo de un coronel de la Confederación, Griffith conoció en su infancia la ruina de la única sociedad que en los Estados Unidos del siglo XIX -cuando el vigor puritano de la Nueva Inglaterra ya había menguado- supo crear formas de vida y realizar un ideal de civilización; igual que esa sociedad desaparecida, a la que permanecía sentimentalmente unido, Griffith aceptó como decreto de la naturaleza -con la honestidad de quien no ha recibido las ideas del siglo XVIII- la inferioridad de la raza negra y su consiguiente posición social subalterna. Por ello no es paradójico que, como la verdadera aristocracia sureña, haya sabido sentir por cualquier negro un sentimiento individual, moldeado por las cualidades de la persona que lo inspiraba y por la convivencia cotidiana, en vez de esa aprendida solidaridad con la especie que declamaban los abolicionistas yanquis, cuando en realidad sólo vislumbraban el caudal de votos que podían incorporar a su partido. “Esta hipocresía de quienes se declaraban redentores (y destruyeron, saquearon y humillaron a la última cultura agraria que había resistido la expansión industrial del Norte) fue perfectamente entendida por Griffith, quien encarnó en la figura del senador Stoneman a Thaddeus Stevens, líder del ala radical del Partido Republicano, quien para proteger la supremacía de su partido impidió que los blancos del Sur estuvieran representados en el Congreso, y participó en la preparación del rencoroso Programa de Reconstrucción posterior a la Guerra Civil, instrumento del sometimiento de los estados sureños a los intereses económicos del Norte.

“Griffith no pudo comprender la ola nacional de protestas que siguió al estreno del film, los intentos de prohibirlo, los insultos periodísticos; declaró de buena fe que nada tenía contra la raza negra, y era cierto: el racismo estaba tan incorporado a su punto de vista que no podía discernir la diferencia entre dar su simpatía al negro que había permanecido fiel a los antiguos amos y presentar como canallas a los que habían esperado hallar alguna dignidad civil sumiéndose en la politiquería yanqui. La sinceridad de Griffith es tan refrescante, por contraste con el blando liberalismo-de-clase-media-ilustrada que Hollywood ha dispensado al tratamiento de la cuestión negra desde la segunda guerra mundial, que suscita admiración por la pasión no retaceada que lo anima. Para defender su derecho a exponer por medio del cine su interpretación de la historia nacional, Griffith publicó un panfleto (The Rise and Fall of Free Speech in America); para responder a las injurias recibidas, transformó el film que entonces realizaba -The Mother and the Law- en base del episodio contemporáneo de Intolerance, cuyo irreprochable tono liberal mereció el aplauso de quienes habían impugnado The Birth of a Nation. Pero aunque no hubo en el nuevo film hipocresía, tampoco hubo esa emoción indisimulable con que en el anterior Griffith había pintado el dilapidado mundo de su infancia. La contradicción entre ambos es sólo aparente: para Griffith también The Birth of a Nation atacaba la intolerancia, pero la del Norte triunfante hacia el Sur vencido”.

(Del artículo Permanencia de Griffith, publicado en el número 18/19, correspondiente a marzo de 1965, de la revista argentina Tiempo de Cine.)

                                          Guerreros y cautivas (1989) (I)

A mí me interesa todo aquello que sea posible poner en relación; no me interesa nunca una cosa pura. Incluso cuando he realizado películas de ficción he tratado de establecer esa relación. Si mirás desde ese punto de vista Guerreros y cautivas, es la historia de unos pobres destinos individuales inmersos en una serie de Hechos con mayúsculas: Conquista del Desierto, Reparto de Tierras, Inmigración...Todas grandes cuestiones. Y allí hay una cantidad de gente que está perdida en medio de eso, que cree ideológicamente en que los blancos son superiores y que traen la civilización. Y los pobres no se dan cuenta de qué fuerzas los manejan, ni siquiera de que ellos también son víctimas. No se dan cuenta de qué papel están jugando: tanto los ‘buenos’ como los ‘malos’ son todos como juguetes.

(Extractado de un reportaje realizado por Luciano Monteagudo y publicado en el n° 2 de la revista argentina Film, correspondiente a junio/julio de 1993.)

                                            Guerreros y cautivas (1989) (II)

A menudo cuando me portaba mal me decían se le salió el indio, esto a pesar de ser como la mayoría de los habitantes de Buenos Aires nieto de inmigrantes. Nunca dejó de intrigarme esta parte prohibida, reprimida, designada como un indio mítico, dormida en cada uno de nosotros. Al hacer este cuadro romántico y novelesco, este filme coral sobre 1880 en que la Argentina se abría a la inmigración embriagada por la ilusión de ser un país europeo, también imaginé una escena anterior a mi historia familiar: el momento en que el indio es expulsado de la vida pública y condenado a entrar en la trastienda de la historia.

(Texto escrito para el programa del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra cinematográfica en 2002)

                                                                 [H] 

                                                          Henry James

La obra de Henry James es una epopeya de la conciencia. Como sucede con todo artista que ha alcanzado el dominio de sus medios expresivos, la experiencia que esa obra elabora y los métodos literarios con que lo hace se implican mutuamente. Si de las múltiples y variadas ficciones que James urdió se desprende un tema que, simplificado con cierta bastedad, sería el del desarrollo del sentido moral por el enfrentamiento de la conciencia con una experiencia difícil de asimilar, el instrumento más fino para este tema son aquellos procedimientos narrativos que el mismo James expuso en sus prefacios y en sus ensayos críticos: la dramatización de un hecho mediante su reflejo en la conciencia de un personaje, la búsqueda de puntos de vista cuyos privilegios y limitaciones darán forma a la narración.

Estos recursos desplazan el interés de lo que ocurre a su conocimiento, a su percepción, o más oblicuamente, a su desconocimiento, a su comprensión equivocada o parcial. La evolución de la obra de James sólo subraya la identificación de los temas con sus formas narrativas, evidente ya en sus primeros relatos: a medida que los problemas de apreciación moral se hacen más complejos e intrincados para la conciencia de los personajes (y por lo tanto del lector, que los percibe a través de ellos) su presentación se afirma para recoger las múltiples ambigüedades con que se manifiestan, hasta llegar, por una suerte de lujo de la inteligencia, a reflejar la ambigüedad más inextricable con la relación aparentemente más límpida y objetiva.

James, al hablar sobre Turgueniev, defendió el derecho a buscar en la obra de todo autor llegado a la madurez una visión del mundo, una figura gradualmente, parcialmente construida durante los muchos años en que la observación y recreación de ese mundo ocupó al novelista. La simple formulación de este propósito supone que esa visión no está declarada sino implícita en la obra; James, que en todos sus escritos sobre el arte de la ficción se defiende de lo que, muy generalmente, llama ideas (de las opiniones, de toda elaboración intelectual adquirida que pretenda guiar la tarea del novelista), no habría aceptado no ya un dogma sino cualquier concepción previa que prescindiera de la observación y el análisis, que no pudiera someterse al primer mandamiento de su arte de narrar: todo debe ser presentado, nada puede ser declarado. No es casual que en este contexto se imponga la consideración de sus métodos narrativos, pues es en éstos donde su propia visión del mundo está implícita.

(Comienzo de El espectador en el laberinto, primero de los dos ensayos sobre aspectos de la literatura de Henry James -originados en un trabajo realizado bajo la dirección de Jorge Luis Borges, para la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires- que integran el volumen El laberinto de la apariencia, Buenos Aires, Losada, 1964.) 

                                  Hermanas Kagan: Lili Brik, Elsa Triolet

La correspondencia que estas hermanas lejanas mantuvieron durante casi medio siglo no es sólo un testimonio de esa vida cotidiana ("petite histoire") que la Historia con mayúscula necesita desterrar para hacerse, y cuyas huellas solían ser relegadas hasta no hace mucho bajo la etiqueta, que se quería infamante, de lo anecdótico. Afortunadamente, los compiladores del volumen no han suprimido repeticiones y minucias sobre las cuales el lector, si lo desea, podrá pasar de largo. (Podrá medir, en cambio, entre tantas otras cosas, la importancia que tenía para Lili recibir libros y revistas, medicamentos y golosinas, redecillas para el pelo y cosméticos de Schiaparelli, tal vez valorizados por el mero hecho de ser inaccesibles en la Unión Soviética, y que retribuía con puntuales latas de caviar.)

Es elocuente que las cartas intercambiadas entre 1921 y 1929 ocupen apenas quince páginas de este volumen, es decir una centésima parte de su extensión, mientras la correspondencia posterior a la Segunda Guerra Mundial ocupa casi nueve décimos: a medida que las hermanas envejecen, aumenta el tiempo de la reflexión y disminuye el derroche vital. Se afirman, también, los lazos de la tribu: "Sabes que en realidad no existe el tiempo ni el espacio, que poco importa dónde nos encontremos es como si no nos hubiésemos separado; queremos y detestamos a la misma gente y las mismas cosas, y retomamos la conversación empezada en nuestro cuarto cuando éramos chicas..." (Elsa a Lili, el 1° de mayo de 1949). 

Esa conversación es la que perdura en estas cartas. Embajadoras autodesignadas, puente entre dos culturas, dentro de límites estrictos las hermanas acaso hicieran por éstas más que cualquier diplomático. En una época que no preveía la existencia de Internet, ni siquiera la del fax, en que las comunicaciones telefónicas eran difíciles y costosas, y podían ser censuradas como las cartas, los envíos de libros con viajeros de confianza, la recomendación de nombres nuevos en las letras y las artes, jugando a veces con la ortodoxia partidaria en el caso de Elsa, y dentro de un entorno que no incluía disidentes en el caso de Lili, fue un ejercicio al que se entregaron con entusiasmo.

La crónica de estos intercambios confirma, una vez más, hasta qué punto tanto Lili como Elsa y su "Aragosha" vivían, como tantos comunistas de su tiempo, en un mundo aristocratizante, donde sólo contaba un puñado de intelectuales y artistas, casi siempre en diálogo con el poder, muy lejos de esas masas anónimas cuyo protagonismo histórico, a menudo invocado, solía mantenerse a distancia en la experiencia cotidiana. Dominique Desanti, biógrafa de Elsa, recuerda el shock que le produjo a ésta hallarse en un taxi inmovilizado en medio de los manifestantes que en 1968 protestaban en París por la intervención soviética en Praga, y que ninguno de esos jóvenes estudiantes la reconociera, aun para agredirla.

Esta distancia, aquellas frecuentaciones, no son intrínsecamente diferentes de las que practicaban Voltaire, Diderot o Rousseau en su comercio con Federico de Prusia, Catalina de Rusia o Madame de Staël. Se trata, es necesario subrayarlo, de un parentesco de índole, no de calidad. Los personajes del siglo XX actuaron, sin duda, ante un público multitudinario, pero la comedia que representaron fue más bien subalterna... Estas cartas, a menudo conmovedoras, a veces irritantes, recuerdan una vez más que nadie suele verse, en el contexto de su tiempo, como será visto pocas décadas más tarde. Pueden ser, en este sentido, una lección de humildad.

(Fragmento de De la vida literaria (apuntes para una comedia patética), texto escrito a partir de la publicación en Francia de la correspondencia intercambiada, entre 1921 y 1970, por las hermanas Kagan: Lili Brik y Elsa Triolet, esposas de los poetas Vladimir Maiacovsky y Louis Aragon, respectivamente. Fue publicado en enero de 2003 por Letras Libres.com) 

                                                 Herminia y Dorita

Como de los frescos de la Capilla Sixtina, o del glaciar Perito Moreno, oí hablar de Herminia y Dorita mucho antes de verlas. Sabía que eran las concierges del edificio de la rue de Lille donde una amiga mía alquilaba el primer píso. Que fueran argentinas, y posiblemente una pareja, no habría bastado para despertar mi curiosidad; me intrigó, en cambio, el tono agreste, cerril, con que -según mi amiga- enfrentaban a inquilinos y propietarios de esa distinguida calle, sin dejar de cumplir irreprochablemente con sus tareas. Tras un momento inicial de desconcierto, aun de perplejidad, mi amiga había decidido defenderlas ante vecinos sorprendidos por la indolencia con que esas formidables criaturas prescindían en el diálogo del “s’il vous plait” y del “je vous en prie”, por la vehemencia con que abordaban un ocasional trabajo de plomería, por la familiaridad con que palmeaban al anticuario que, a modo de ofrenda propiciatoria ante dioses inescrutables, les regaló un domingo una charlotte aux poires de Dalloyeau.

Debo aclarar que mi amiga de la rue de Lille es inglesa, nacida en Skopje y criada en Bogotá. Aunque periodista, hay en ella algo de un personaje de Rose Macaulay, un atisbo de Freya Stark. En algún momento pude sospechar que su mirada tangencial adornaba con el prestigio de lo exótico a dos inmigrantes que no dominaban los códigos de la cortesía francesa. Una anécdota, sin embargo, me impresionó como veraz, creíble más allá de todo enriquecimiento por la narración indirecta. Un director de cine checo había pasado unas semanas en el departamento; al partir hacia Los Angeles dejó allí cantidad de ropa que no necesitaba inmediatamente; en una carta posterior anunció que ya no volvería a usarla. Antes de llamar al Ejército de Salvación, mi amiga preguntó a Herminia y Dorita si alguna de esas prendas podría serles útil. Para su sorpresa, no fueron tantoo camisas y sweaters los que merecieron el interés de las concierges sino dos trajes, bastante usados, cuyas chaquetas cruzadas -pensó mi amiga- tal vez autorizaran la conversión en blazers. Dos domingos más tarde, vio salir de misa en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés a Herminia y Dorita, vestidas con los trajes de su amigo, mínimamente alterados para acomodar la no prevista abundancia de pecho y muslo.

 (Comienzo del texto, fechado en 1999, Las chicas de la rue de Lille, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001.)

                                                          Historia

Gustavo Pablos: Sus relatos, en cierto modo, postulan la preocupación por el trabajo en los márgenes, en lo más secreto, a contrapelo de la historia con mayúscula...

Edgardo Cozarinsky: La idea de dialogar con la Historia con mayúscula no se me ocurre como un proyecto. Pero pienso, como mucha otra gente que no se ha interesado particularmente en la historia, que no han sido ni políticos ni militantes, ni triunfadores ni víctimas, particularmente, que ha sido muy difícil vivir estos últimos 50 años. Años que están marcados por acontecimientos generales, públicos, que hacen lo que habitualmente se llama la Historia. Creo que por una irritación, una intolerancia ante esa situación, lo que a mí más me ha interesado siempre es fijar la atención, poner el foco, como en una cámara fotográfica, en lo marginal, en la gente menor, en las experiencias menores, en la gente desconocida. Y sentirlos en relación con esa cosa mayor, amenazante, que va a hacer de ellos víctimas. Evidentemente, el discurso de los triunfadores no me interesa para nada, tampoco la víctima como víctima en sí. Me divierte mucho la gente que se las arregla para escabullirse, para salvarse de situaciones que parecen insalvables cuando la Historia está ahí, merodeando, rodeando, acechando. Por eso, los personajes y las situaciones que me interesan son las que reflejan esos recovecos en los cuales se salvan o no de la gran tormenta. Mi atención se dirige hacia esas pequeñas cavidades en las que la gente continúa siendo ella misma y no se deja masacrar, o procesar, por el curso de las ideas con mayúsculas.

(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el diario La voz del interior (Córdoba, Argentina) el 12 de mayo de 2001.)

                                                 ‘Hombre nuevo’

Enviado a hacer la revolución bajo otros cielos, de modo que su aureola no ensombreciera la real-politik de Castro, el profeta clamaba por ‘cien Vietnam, mil Vietnam’ que se encendieran en América Latina para expulsar al imperialismo norteamericano y reconquistar una edad de oro bajo signo marxista-leninista. Treinta años más tarde, cuando el capitalismo domina el planeta y Cuba es apenas un museo al aire libre del comunismo, que sólo atina a aferrarse al salvavidas del turismo, ese llamado resuena con toda la patética soberbia de quienes deciden encarnar ‘el sentido de la historia’, ese voluble, amnésico ídolo hegeliano. 

Detrás del slogan, alentándolo, latía el espejismo más tenaz de la Edad Contemporánea (1789-1989): la creación de un ‘hombre nuevo’. Robespierre y Saint Just lo vieron emerger, puro, como de una placenta nutritiva, del baño de sangre en que el terror sumergiría a la sociedad. Pocos años más tarde, Mary Shelley, mujer y socialista, imaginó un destino negativo para la criatura del Dr. Frankenstein. La expresión iba a conocer una genealogía prolongada: Lenin, Mussolini, Pétain y Pol-Pot le rindieron tributo. La fruición de decidir quién merece vivir (quién vale la pena que viva) y quién debe desaparecer para permitir la aurora de los tiempos nuevos no es ajena a la seducción del concepto. Guillotina o paredón, meros esbozos de la hecatombe cambodiana, demuestran la pulsión exterminadora de los intelectuales que se arriman al poder. Ilustran, también, cierto señoritismo, redivivo bajo el ideal revolucionario, propio de quienes sólo se conciben en el proscenio de la historia. Diría, adaptando a un contexto argentino una observación de Pasolini sobre las Brigadas Rojas, que entre el cabo de policía ‘cabecita negra’ baleado al pasar por un grupo armado, y el militante cuya familia obtiene su liberación de la ESMA y le paga el pasaje de ida a Madrid, no dudo un instante a cuál dar mi simpatía.

(Fragmento de Meditaciones en torno a un póster, texto fechado en 1997, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Obviamente, quien fue “enviado a hacer la revolución bajo otros cielos” es Ernesto Guevara.)

EMILIO TOIBERO.

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