[F]
Fantômes
de Tanger (1997)
A medida que la película avanza decidimos dejarnos llevar por la
imaginación del personaje. Así como al principio cuando el visitante está en el
barco mira hacia la costa donde la bruma no deja ver nada todavía, y aparecen
imágenes de Casablanca, de una película policial francesa...La
idea es que ése era el bagaje con el que él llega. Después pasamos al
documental: hay una toma en que él sale al balcón del hotel, con la toalla, y
ve todavía una toma sacada de esa película francesa de los años 50. Después hay
algunas en que está la voz sola. Decidimos que para la parte de Jane Bowles
íbamos a hacer una cosa casi totalmente en off: está la voz, la mano
de una mujer artrítica, está la bruja esa y luego una toma de ésta que se va en
un burro por el desierto. Para el burdel de los muchachos, ahí ya hay una
puesta en escena con un actor como el visitante que, después de subir las
escaleras, está sin aliento. Es un español que vive en Tánger, muy ágil, y al
que fue muy difícil convencer de que subiera como si arriba lo esperara el
infarto, víctima del deseo. Pero la instrucción era el infarto; si no lo
esperaba en la cama, lo iba a esperar cuando golpeara la puerta. Y dijimos,
bueno, busquemos algo más armado para hacer un contraste con esa casa de baños
sórdida, sucia, venida abajo: un interior que es el de la casa de una familia
rica, de una mujer que nunca se enteró que la casa figuraba en el filme como un
prostíbulo. Cuando llegamos para filmar, una mañana filmamos a la gente que
está abajo, y a la tarde a todos los muchachos que están arriba...Ella nos
preguntó “pero ¿qué hacen todos esos muchachos ahí arriba? - “Son los sirvientes
que están mirando la fiesta.” - “Pero están muy mal vestidos; acá cuando
hacemos fiestas tienen uniforme.” - “Bueno, están espiando antes de ponerse el
uniforme.” En fin. Tuvimos que tener mucho cuidado con el eje de las miradas
porque los chicos miran un poco así en el aire, pero el español mira sólo al
muchacho con el que después va al cuarto. Lo hicimos con mucho cuidado para que
en el montaje se cruzaran bien las miradas, pero era complicado...Era una casa
muy linda, con ese patio andaluz...la parte de arriba era de la misma casa.
Había unidad de lugar, pero, como diría Emma Zunz, sólo eran falsas algunas horas,
algunas fechas y algunos nombres propios.
(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano
Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)
Gustavo Pablos: Antes de irse de la Argentina su imagen
estaba asociada al ensayo, ¿qué fue lo que estimuló la ficción?
Edgardo Cozarinsky: Lo que motivó la ficción fue el hecho de irme de la Argentina, de abandonar la persona (en el sentido clásico de la palabra), tímida, auto censurada, desconfiada de sus propias capacidades, que yo fui en mi juventud y que hizo que comenzara escribiendo y publicando cosas relativamente cautas, donde no tomaba grandes riesgos. Otro aspecto fue el descubrimiento de que estando afuera, solo, en situaciones distintas, sentía la escritura como una especie de desafío donde se concentraba un poco toda esa experiencia. La literatura considerada como una tauromaquia, como decía Michel Leiris. Y de alguna manera, aún cuando la principal actividad mía en el exterior fue hacer cine, entre los años de Vudú urbano y los dos libros recientes estuve sin publicar pero no sin escribir. Escribía cosas que no llegaban a su fin, en parte por culpa mía, en parte por las circunstancias en que me encontraba y no me daban tiempo, o tal vez me faltaba distancia o claridad interior para abocarme del todo al trabajo.
(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el
diario de Córdoba (Argentina) La Voz del Interior, el 12 de mayo de 2001. Cuando Cozarinsky dice “los dos libros
recientes” se refiere a La novia de Odessa (Buenos Aires, Emecé, 2001) y El pase del testigo (Buenos Aires,
Sudamericana, 2001).
Ficción
y documental (I)
Nunca supe muy bien qué era el documental o la ficción en estado
puro, como etiquetas que se ponen a posteriori. En Francia, por ejemplo son
etiquetas que maneja la autoridad del Centro Nacional del Cine porque hay fuentes distintas de
subvención para el documental y la ficción. Un proyecto como Tánger lo presentamos a las dos fuentes y con
títulos distintos, a ver en cuál salía: salió en el de ficción. Quiero decirte,
era exactamente el mismo guión con la primera página cambiada; uno se llamaba Fantasmas de Tánger y el otro Viaje a una ciudad muerta.
(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont
y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)
Ficción y Documental (II)
Alejo Schapire: ¿Cree que es su escepticismo lo que lo lleva
a mezclar géneros, como lo hace con el documental y la ficción?
Edgardo Cozarinsky: No sé. Pienso que es una manera de ver las
cosas. Cuando veo viejas películas de ficción me impresiona el aspecto
documental que adquieren con los años: la manera de comportarse, de hablar, de
vestirse de la gente; cómo tratan ciertos temas incluso históricos, cómo un
hecho histórico es visto en una película de 1930 y en una de 1960. Por otro
lado, cuando veo noticiosos viejos, que es una cosa que me fascina, es para mí
como un trampolín hacia la ficción: qué estaba haciendo la gente, qué pensaba
en ese momento, por qué estaba en ese lugar. En ese sentido, el documental que
tiene la ambición de registrar una realidad es una propuesta que no me
interesa. Me atrae el documental que es un noticioso, como en la época en que
había noticiosos cinematográficos, no los de la televisión, que son otra cosa.
Se consideraban que eran un mero registro de la actualidad, pero estaban hechos
en 35 milímetros y por cameramen que estaban adiestrados para las películas de
ficción. Te debo decir que una de las películas recientes que más me
impresionó, por la mezcla de documentos y ficción que contiene, es la película
argentina que realizó Lucrecia Martel, no La ciénaga, que no he visto, sino la que hizo sobre
Silvina Ocampo, que se llama Las dependencias. Es un film extraordinario por la mezcla de lo que podríamos
llamar documental con lo que podríamos llamar ficción. Hay un diálogo constante
en esa película entre los documentos hallados: una vieja película de
aficionados, grabaciones de hace mucho tiempo, lo que hoy recuerda la gente que
estuvo cerca del personaje y, por otro lado, la manera en que todo eso se
combina para crear un enigma sobre la vida, el carácter o la sensibilidad de la
persona alrededor de la cual han girado todos esos materiales. Es decir, es una
película que, basándose en materiales que podían ser considerados documentales,
despega totalmente, toma vuelo hacia la ficción.
(De un reportaje realizado en febrero de 2001 por Alejo Schapire
en París. Publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12)
Filme-ensayo
Luciano Monteagudo: En tu obra hay algunos filmes que son claramente
de ficción, como Les apprentis
sorcieres, Haute mer, Guerreros y cautivas; y otros que están en una frontera más indiscernible, entre el
documental y la ficción como La guerre d’un seul homme, o ahora BoulevardS du
crepuscule. ¿Son estos últimos los
que vos considerás que se ajustan a tu idea del ‘filme-ensayo?
Edgardo Cozarinsky: Me interesa mucho el ensayo como forma
libre, lo que es el ensayo en la literatura. En cine lo que tradicionalmente se
llama documental está cada vez más muerto y la gente que en este campo hace
algo interesante produce un cine que quizás antes no hubiese sido considerado
documental. Digo un antes impreciso, la época en que se hacían esas películas
aburridísimas sobre el cultivo de la yerba mate en Misiones. Pienso que el tema
que se documenta hoy más claramente es el hombre, y el hombre está hecho no
sólo de actividad y utilidad social sino de vida imaginaria, de capricho, de
irracionalidad y de pulsiones puramente emotivas. Y eso que antes era
territorio exclusivo de la ficción ha sido rescatado por un tipo de cine que es
cada vez más fuerte y que se ha alejado totalmente de lo que antes se llamaba
documental. Yo digo que lo que hago es ‘ensayo’, pero pienso ‘ensayo’ un poco como
alguna obra escrita de ficción, como una reflexión libre, como lo que hace
Borges en Otras inquisiciones. Hay textos de Otras inquisiciones que podrían tranquilamente estar ubicados en
El Aleph y pasar por cuentos, así como hay textos de El Aleph que podrían pasar a Otras inquisiciones y ser considerados ensayos. Creo entonces en
el ensayo como una forma muy libre, una reflexión personal que se ejerce a
partir de hechos históricos, de personajes que realmente existieron, o de
personajes de ficción, o de unos versos de un poema. Y es esa libertad de
manejar las cosas y ponerlas en relación lo que siempre he tratado de lograr en
este tipo de películas. Como dije una vez (y la fórmula tuvo bastante éxito en
Francia): poner en conversación en vez de poner en escena. El espacio no es el
escenario como en el teatro sino que el espacio es la conversación en sí. Dejar
que las cosas hablen. Cada cosa parece decir algo pero puesta en relación con
otra lo que parecía querer decir por sí sola empieza a funcionar con respecto a
la otra. Hay una alquimia que hace que todo se modifique y eso es lo que a mí
me interesa. (...) Para poner un poco de orden y hacer este material más
elocuente, necesito trabajar con una organización que no es a priori sino a
posteriori. Por eso generalmente tengo períodos de montaje muy largos.
(Extractado de un reportaje realizado por Luciano Monteagudo,
publicado en el n° 2 de la revista argentina Film, correspondiente a
junio/julio de 1993.)
[G]
Griffith
“Hijo de un coronel de la Confederación, Griffith conoció en su
infancia la ruina de la única sociedad que en los Estados Unidos del siglo XIX
-cuando el vigor puritano de la Nueva Inglaterra ya había menguado- supo crear
formas de vida y realizar un ideal de civilización; igual que esa sociedad
desaparecida, a la que permanecía sentimentalmente unido, Griffith aceptó como
decreto de la naturaleza -con la honestidad de quien no ha recibido las ideas
del siglo XVIII- la inferioridad de la raza negra y su consiguiente posición
social subalterna. Por ello no es paradójico que, como la verdadera
aristocracia sureña, haya sabido sentir por cualquier negro un sentimiento
individual, moldeado por las cualidades de la persona que lo inspiraba y por la
convivencia cotidiana, en vez de esa aprendida solidaridad con la especie que
declamaban los abolicionistas yanquis, cuando en realidad sólo vislumbraban el
caudal de votos que podían incorporar a su partido. “Esta hipocresía de quienes
se declaraban redentores (y destruyeron, saquearon y humillaron a la última
cultura agraria que había resistido la expansión industrial del Norte) fue perfectamente
entendida por Griffith, quien encarnó en la figura del senador Stoneman a Thaddeus
Stevens, líder del ala radical del Partido Republicano, quien para proteger la supremacía
de su partido impidió que los blancos del Sur estuvieran representados en el Congreso, y participó en la preparación del rencoroso Programa de
Reconstrucción posterior a la Guerra Civil, instrumento del sometimiento de los
estados sureños a los intereses económicos del Norte.
“Griffith no pudo comprender la ola nacional de protestas que
siguió al estreno del film, los intentos de prohibirlo, los insultos
periodísticos; declaró de buena fe que nada tenía contra la raza negra, y era
cierto: el racismo estaba tan incorporado a su punto de vista que no podía discernir
la diferencia entre dar su simpatía al negro que había permanecido fiel a los
antiguos amos y presentar como canallas a los que habían esperado hallar alguna
dignidad civil sumiéndose en la politiquería yanqui. La sinceridad de Griffith
es tan refrescante, por contraste con el blando
liberalismo-de-clase-media-ilustrada que Hollywood ha dispensado al tratamiento
de la cuestión negra desde la segunda guerra mundial, que suscita admiración
por la pasión no retaceada que lo anima. Para defender su derecho a exponer por
medio del cine su interpretación de la historia nacional, Griffith publicó un
panfleto (The Rise and Fall of
Free Speech in America); para responder a las injurias recibidas,
transformó el film que entonces realizaba -The Mother and the Law- en base del episodio contemporáneo de Intolerance, cuyo irreprochable tono liberal mereció el
aplauso de quienes habían impugnado The Birth of a Nation. Pero aunque no hubo en el nuevo film
hipocresía, tampoco hubo esa emoción indisimulable con que en el anterior
Griffith había pintado el dilapidado mundo de su infancia. La contradicción
entre ambos es sólo aparente: para Griffith también The Birth of a Nation atacaba la
intolerancia, pero la del Norte triunfante hacia el Sur vencido”.
(Del artículo Permanencia de
Griffith, publicado en el
número 18/19, correspondiente a marzo de 1965, de la revista argentina Tiempo de Cine.)
Guerreros
y cautivas (1989) (I)
A mí me interesa todo aquello que sea posible poner en relación;
no me interesa nunca una cosa pura. Incluso cuando he realizado películas de
ficción he tratado de establecer esa relación. Si mirás desde ese punto de
vista Guerreros y cautivas, es la historia de unos pobres destinos
individuales inmersos en una serie de Hechos con mayúsculas: Conquista del Desierto,
Reparto de Tierras, Inmigración...Todas grandes cuestiones. Y allí hay una
cantidad de gente que está perdida en medio de eso, que cree ideológicamente en
que los blancos son superiores y que traen la civilización. Y los pobres no se
dan cuenta de qué fuerzas los manejan, ni siquiera de que ellos también son
víctimas. No se dan cuenta de qué papel están jugando: tanto los ‘buenos’ como
los ‘malos’ son todos como juguetes.
(Extractado de un reportaje realizado por Luciano Monteagudo y
publicado en el n° 2 de la revista argentina Film, correspondiente a
junio/julio de 1993.)
Guerreros
y cautivas (1989) (II)
A menudo cuando me portaba mal me decían se le salió el indio,
esto a pesar de ser como la mayoría de los habitantes de Buenos Aires nieto de
inmigrantes. Nunca dejó de intrigarme esta parte prohibida, reprimida,
designada como un indio mítico, dormida en cada uno de nosotros. Al hacer este
cuadro romántico y novelesco, este filme coral sobre 1880 en que la Argentina se abría a la inmigración embriagada por la ilusión de
ser un país europeo, también imaginé una escena anterior a mi historia
familiar: el momento en que el indio es expulsado de la vida pública y
condenado a entrar en la trastienda de la historia.
(Texto escrito para el programa del Museo de Arte Latinoamericano
de Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra
cinematográfica en 2002)
[H]
Henry James
La obra de Henry James es una epopeya de la conciencia. Como
sucede con todo artista que ha alcanzado el dominio de sus medios expresivos,
la experiencia que esa obra elabora y los métodos literarios con que lo hace se
implican mutuamente. Si de las múltiples y variadas ficciones que James urdió
se desprende un tema que, simplificado con cierta bastedad, sería el del
desarrollo del sentido moral por el enfrentamiento de la conciencia con una
experiencia difícil de asimilar, el instrumento más fino para este tema son
aquellos procedimientos narrativos que el mismo James expuso en sus prefacios y
en sus ensayos críticos: la dramatización de un hecho mediante su reflejo en la
conciencia de un personaje, la búsqueda de puntos de vista cuyos privilegios y
limitaciones darán forma a la narración.
Estos recursos desplazan el interés de lo que ocurre a su
conocimiento, a su percepción, o más oblicuamente, a su desconocimiento, a su
comprensión equivocada o parcial. La evolución de la obra de James sólo subraya
la identificación de los temas con sus formas narrativas, evidente ya en sus
primeros relatos: a medida que los problemas de apreciación moral se hacen más
complejos e intrincados para la conciencia de los personajes (y por lo tanto
del lector, que los percibe a través de ellos) su presentación se afirma para
recoger las múltiples ambigüedades con que se manifiestan, hasta llegar, por
una suerte de lujo de la inteligencia, a reflejar la ambigüedad más
inextricable con la relación aparentemente más límpida y objetiva.
James, al hablar sobre Turgueniev, defendió el derecho a buscar en la obra de todo autor llegado a la madurez una visión del mundo, una figura gradualmente, parcialmente construida durante los muchos años en que la observación y recreación de ese mundo ocupó al novelista. La simple formulación de este propósito supone que esa visión no está declarada sino implícita en la obra; James, que en todos sus escritos sobre el arte de la ficción se defiende de lo que, muy generalmente, llama ideas (de las opiniones, de toda elaboración intelectual adquirida que pretenda guiar la tarea del novelista), no habría aceptado no ya un dogma sino cualquier concepción previa que prescindiera de la observación y el análisis, que no pudiera someterse al primer mandamiento de su arte de narrar: todo debe ser presentado, nada puede ser declarado. No es casual que en este contexto se imponga la consideración de sus métodos narrativos, pues es en éstos donde su propia visión del mundo está implícita.
(Comienzo de El espectador en el
laberinto, primero de los dos
ensayos sobre aspectos de la literatura de Henry James -originados en un
trabajo realizado bajo la dirección de Jorge Luis Borges, para la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires- que integran el volumen El laberinto de la apariencia, Buenos Aires, Losada,
1964.)
Hermanas
Kagan: Lili Brik, Elsa Triolet
La correspondencia que estas hermanas lejanas mantuvieron durante
casi medio siglo no es sólo un testimonio de esa vida cotidiana ("petite histoire") que la Historia con mayúscula necesita
desterrar para hacerse, y cuyas huellas solían ser relegadas hasta no hace
mucho bajo la etiqueta, que se quería infamante, de lo anecdótico.
Afortunadamente, los compiladores del volumen no han suprimido repeticiones y
minucias sobre las cuales el lector, si lo desea, podrá pasar de largo. (Podrá
medir, en cambio, entre tantas otras cosas, la importancia que tenía para Lili
recibir libros y revistas, medicamentos y golosinas, redecillas para el pelo y cosméticos
de Schiaparelli, tal vez valorizados por el mero hecho de ser inaccesibles en
la Unión Soviética, y que retribuía con puntuales latas de caviar.)
Es elocuente que las cartas intercambiadas entre 1921 y 1929
ocupen apenas quince páginas de este volumen, es decir una centésima parte de
su extensión, mientras la correspondencia posterior a la Segunda Guerra Mundial
ocupa casi nueve décimos: a medida que las hermanas envejecen, aumenta el
tiempo de la reflexión y disminuye el derroche vital. Se afirman, también, los
lazos de la tribu: "Sabes que en realidad no existe el tiempo ni el
espacio, que poco importa dónde nos encontremos es como si no nos hubiésemos
separado; queremos y detestamos a la misma gente y las mismas cosas, y
retomamos la conversación empezada en nuestro cuarto cuando éramos
chicas..." (Elsa a Lili, el 1° de mayo de 1949).
Esa conversación es la que perdura en estas cartas. Embajadoras
autodesignadas, puente entre dos culturas, dentro de límites estrictos las
hermanas acaso hicieran por éstas más que cualquier diplomático. En una época
que no preveía la existencia de Internet, ni siquiera la del fax, en que las
comunicaciones telefónicas eran difíciles y costosas, y podían ser censuradas
como las cartas, los envíos de libros con viajeros de confianza, la
recomendación de nombres nuevos en las letras y las artes, jugando a veces con
la ortodoxia partidaria en el caso de Elsa, y dentro de un entorno que no
incluía disidentes en el caso de Lili, fue un ejercicio al que se entregaron
con entusiasmo.
La crónica de estos intercambios confirma, una vez más, hasta qué
punto tanto Lili como Elsa y su "Aragosha" vivían, como tantos comunistas
de su tiempo, en un mundo aristocratizante, donde sólo contaba un puñado de
intelectuales y artistas, casi siempre en diálogo con el poder, muy lejos de
esas masas anónimas cuyo protagonismo histórico, a menudo invocado, solía
mantenerse a distancia en la experiencia cotidiana. Dominique Desanti, biógrafa
de Elsa, recuerda el shock que le produjo a ésta hallarse en un taxi
inmovilizado en medio de los manifestantes que en 1968 protestaban en París por
la intervención soviética en Praga, y que ninguno de esos jóvenes estudiantes
la reconociera, aun para agredirla.
Esta distancia, aquellas frecuentaciones, no son intrínsecamente
diferentes de las que practicaban Voltaire, Diderot o Rousseau en su comercio
con Federico de Prusia, Catalina de Rusia o Madame de Staël. Se trata, es
necesario subrayarlo, de un parentesco de índole, no de calidad. Los personajes
del siglo XX actuaron, sin duda, ante un público multitudinario, pero la
comedia que representaron fue más bien subalterna... Estas cartas, a menudo conmovedoras,
a veces irritantes, recuerdan una vez más que nadie suele verse, en el contexto
de su tiempo, como será visto pocas décadas más tarde. Pueden ser, en este
sentido, una lección de humildad.
(Fragmento de De la vida literaria
(apuntes para una comedia patética), texto escrito a
partir de la publicación en Francia de la correspondencia intercambiada, entre
1921 y 1970, por las hermanas Kagan: Lili Brik y Elsa Triolet, esposas de los
poetas Vladimir Maiacovsky y Louis Aragon, respectivamente. Fue publicado en
enero de 2003 por Letras Libres.com)
Herminia y Dorita
Como de los frescos de la Capilla Sixtina, o del glaciar Perito
Moreno, oí hablar de Herminia y Dorita mucho antes de verlas. Sabía que eran
las concierges del edificio de la rue de Lille donde una amiga mía alquilaba el
primer píso. Que fueran argentinas, y posiblemente una pareja, no habría
bastado para despertar mi curiosidad; me intrigó, en cambio, el tono agreste, cerril,
con que -según mi amiga- enfrentaban a inquilinos y propietarios de esa
distinguida calle, sin dejar de cumplir irreprochablemente con sus tareas. Tras
un momento inicial de desconcierto, aun de perplejidad, mi amiga había decidido
defenderlas ante vecinos sorprendidos por la indolencia con que esas
formidables criaturas prescindían en el diálogo del “s’il vous plait” y del “je vous en prie”, por la vehemencia con que abordaban un ocasional trabajo de
plomería, por la familiaridad con que palmeaban al anticuario que, a modo de ofrenda
propiciatoria ante dioses inescrutables, les regaló un domingo una charlotte aux poires de Dalloyeau.
Debo aclarar que mi amiga de la rue de Lille es inglesa,
nacida en Skopje y criada en Bogotá. Aunque periodista, hay en ella algo de un
personaje de Rose Macaulay, un atisbo de Freya Stark. En algún momento pude
sospechar que su mirada tangencial adornaba con el prestigio de lo exótico a
dos inmigrantes que no dominaban los códigos de la cortesía francesa. Una anécdota,
sin embargo, me impresionó como veraz, creíble más allá de todo enriquecimiento
por la narración indirecta. Un director de cine checo había pasado unas semanas
en el departamento; al partir hacia Los Angeles dejó allí cantidad de ropa que
no necesitaba inmediatamente; en una carta posterior anunció que ya no volvería
a usarla. Antes de llamar al Ejército de Salvación, mi amiga preguntó a
Herminia y Dorita si alguna de esas prendas podría serles útil. Para su
sorpresa, no fueron tantoo camisas y sweaters los que merecieron el interés de
las concierges sino dos trajes, bastante usados, cuyas
chaquetas cruzadas -pensó mi amiga- tal vez autorizaran la conversión en
blazers. Dos domingos más tarde, vio salir de misa en la iglesia de
Saint-Germain-des-Prés a Herminia y Dorita, vestidas con los trajes de su amigo,
mínimamente alterados para acomodar la no prevista abundancia de pecho y muslo.
Historia
Gustavo Pablos: Sus relatos, en cierto modo, postulan la
preocupación por el trabajo en los márgenes, en lo más secreto, a contrapelo de
la historia con mayúscula...
Edgardo Cozarinsky: La idea de dialogar con la Historia con
mayúscula no se me ocurre como un proyecto. Pero pienso, como mucha otra gente
que no se ha interesado particularmente en la historia, que no han sido ni
políticos ni militantes, ni triunfadores ni víctimas, particularmente, que ha
sido muy difícil vivir estos últimos 50 años. Años que están marcados por
acontecimientos generales, públicos, que hacen lo que habitualmente se llama la
Historia. Creo que por una irritación, una intolerancia ante esa situación, lo
que a mí más me ha interesado siempre es fijar la atención, poner el foco, como
en una cámara fotográfica, en lo marginal, en la gente menor, en las
experiencias menores, en la gente desconocida. Y sentirlos en relación con esa
cosa mayor, amenazante, que va a hacer de ellos víctimas. Evidentemente, el
discurso de los triunfadores no me interesa para nada, tampoco la víctima como
víctima en sí. Me divierte mucho la gente que se las arregla para escabullirse,
para salvarse de situaciones que parecen insalvables cuando la Historia está
ahí, merodeando, rodeando, acechando. Por eso, los personajes y las situaciones
que me interesan son las que reflejan esos recovecos en los cuales se salvan o
no de la gran tormenta. Mi atención se dirige hacia esas pequeñas cavidades en
las que la gente continúa siendo ella misma y no se deja masacrar, o procesar,
por el curso de las ideas con mayúsculas.
(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el
diario La voz del interior (Córdoba, Argentina) el 12 de mayo de 2001.)
‘Hombre nuevo’
Enviado a hacer la revolución bajo otros cielos, de modo que su
aureola no ensombreciera la real-politik de Castro, el profeta clamaba por ‘cien Vietnam, mil Vietnam’ que
se encendieran en América Latina para expulsar al imperialismo norteamericano y
reconquistar una edad de oro bajo signo marxista-leninista. Treinta años más
tarde, cuando el capitalismo domina el planeta y Cuba es apenas un museo al
aire libre del comunismo, que sólo atina a aferrarse al salvavidas del turismo,
ese llamado resuena con toda la patética soberbia de quienes deciden encarnar
‘el sentido de la historia’, ese voluble, amnésico ídolo hegeliano.
Detrás del slogan, alentándolo, latía el
espejismo más tenaz de la Edad Contemporánea (1789-1989): la creación de un ‘hombre nuevo’. Robespierre y Saint
Just lo vieron emerger, puro, como de una placenta nutritiva, del baño de
sangre en que el terror sumergiría a la sociedad. Pocos años más tarde, Mary
Shelley, mujer y socialista, imaginó un destino negativo para la criatura del
Dr. Frankenstein. La expresión iba a conocer una genealogía prolongada: Lenin,
Mussolini, Pétain y Pol-Pot le rindieron tributo. La fruición de decidir quién
merece vivir (quién vale la pena que viva) y quién debe desaparecer para
permitir la aurora de los tiempos nuevos no es ajena a la seducción del
concepto. Guillotina o paredón, meros esbozos de la hecatombe cambodiana,
demuestran la pulsión exterminadora de los intelectuales que se arriman al
poder. Ilustran, también, cierto señoritismo, redivivo bajo el ideal revolucionario,
propio de quienes sólo se conciben en el proscenio de la historia. Diría, adaptando
a un contexto argentino una observación de Pasolini sobre las Brigadas Rojas,
que entre el cabo de policía ‘cabecita negra’ baleado al pasar por un grupo
armado, y el militante cuya familia obtiene su liberación de la ESMA y le paga
el pasaje de ida a Madrid, no dudo un instante a cuál dar mi simpatía.
(Fragmento de Meditaciones en torno a un póster, texto fechado en 1997, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Obviamente, quien fue “enviado a hacer la revolución bajo otros cielos” es Ernesto Guevara.)
EMILIO TOIBERO.
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