[I]
Inglés
Gustavo Pablos: En su prólogo a Vudú urbano, Susan Sontag dice que “es un libro desplazado”,
por el hecho de que carece de idioma original. ¿Porqué escribir esos textos primero
en inglés y luego pasarlos al castellano?
Edgardo Cozarinsky: Tenía muchos miedos, muchos problemas con el
hecho de lanzarme a escribir textos sin protección: sin la protección de un
género, sin la protección de una disciplina (no eran artículos periodísticos ni
tampoco una tesis universitaria), eran cosas que tenían un estatus ambiguo,
imaginario pero también reflexivo, con elementos de ensayo y también de pura
invención. De alguna manera la fuerza para largarme la encontré escribiéndolos
en inglés, porque me permitió poner cierta distancia. El inglés es el idioma en
que empecé a leer ficción cuando era chico, ya que los textos que nos daban en
la escuela no me interesaron nunca, al estilo de Platero y yo, La primera revelación fue con Treasure’s island, que leí en su idioma original. Digamos que
atrás, en el fondo, tal vez en un desván de mi cabeza, el inglés quedó asociado
con el idioma de lo imaginario. En ese momento en que vacilaba, en que no me
sentía fuerte para largarme a escribir estas cosas que no tenían una pertenencia,
una cédula de identidad propia, necesité esa muleta, apoyarme en otro idioma. Y
lo escribí en un inglés que dista de ser perfecto, en un inglés de extranjero,
como digo yo, pero eso me dio el empuje.
(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en
ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el
diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)
La Barraca. Lorca sur
les routes de l’Espagne (1994)
Descubrí un pequeño fragmento de película que parecía venido de un
mundo desaparecido: las giras que, a comienzos de los años 30, hizo La Barraca,
la compañía de teatro que Lorca formara con estudiantes. Las preguntas que
hacían continúan siendo urgentes y sin respuesta.
¿Por qué hacer teatro? ¿Para quién hacer teatro. Con Marisa
Paredes y Lluis Pasqual intenté reencontrar, a partir de textos de Lorca, un
mundo cuyos valores e ilusiones están excluidos del mundo de hoy. ¿El mundo de
la utopía? Dedico esta película a José Val del Omar, que registraba con su
cámara mudas las giras de La Barraca.
(De un texto escrito para el Museo de Arte Latinoamericano de
Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra en 2002.)
La guerre d’un seul homme (1981) (I)
(...) al leer los Diarios de Jünger, en el año 78
ó 79, me estremecí, porque sentí que parecido -justo o injusto es otra cosa-
hay entre la visión que tiene Jünger de la vida en París durante la Ocupación,
y las noticias que yo tenía en ese momento de la Argentina durante el Proceso.
Esa vida llena de teatros, de cines, del Mundial de fútbol, de
actividades donde toda la sociedad está animada, palpitando, y con una
normalidad de superficie muy visible. Ese fue el núcleo que me llevó a hacer La guerre d’un seul
homme, el punto de vista tan
frío, tan distante de Jünger, donde no hay un solo adjetivo de indignación, de
espanto. Pero no me hubiera impresionado tanto cuando leí los Diarios en el 78,
y no se me hubiera ocurrido hacer esa película, si no hubiera estado presente
la experiencia argentina que a la distancia yo percibía con esos mismos códigos
de ‘normalidad’ a la que aludo.
(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de
2001, por Teresa Orecchia. Fue publicado en su totalidad en el número 621,
correspondiente a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos.)
La
guerre d’un seul homme (1981) (II)
El comentario más interesante que se hizo de la película es el de
Pascal Bonitzer en Cahiers du Cinéma: decía que la película parecía invertir el
proceso tradicional del documental, y que las imágenes comentaban el
texto. Son cosas que a veces lo iluminan a uno. Me dije: caramba, está dicho con mucha concisión y en el fondo
es eso. Porque yo me guiaba por una selección de textos mucho más
larga que la que lleva la película, pero durante el montaje iba buscando momentos, historias, anécdotas, pedazos de
documentales que no me parecieran ilustraciones. No quería ilustrar, sino al contrario hacer
entrar el texto y la imagen en contradicción, o en una relación más dialéctica.
(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de
2001, por Teresa Orecchia. Fue publicado en su totalidad en el número 621, correspondiente
a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos. En otro momento del mismo, Cozarinsky aclara que La guerre d’un seul homme “es una película basada totalmente sobre material hallado.”)
La guerre d’un seul homme (1981) (III)
Hacer una película a partir de citas... citas que, al encontrarse
dirían más de lo que dicen, un más que significaría otra cosa. Rehuso usar la
voz de la historia (esto era la verdad). Prefiero poner en movimiento la
ambigüedad de las mentiras a fin de restituir lo vivido en un momento
histórico, sin renunciar por esto a la perspectiva que el paso del tiempo nos
dio sobre ese momento. Darme un gusto: detener la imagen en algunos momentos
desconocidos para hacer visible el gesto de un testigo sin voz, de una víctima
sin gloria.
(De un texto escrito para el Museo de Arte Latinoamericano de
Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra en 2002.)
La
novia de Odessa (2001) (I)
Alejo Schapire: Todos los personajes de los cuentos de La novia de Odessa tienen algo en común: están en tránsito.
Parecería que le interesan menos las razones de la emigración o la experiencia
del exilio que ese instante de suspenso en medio del viaje.
Edgardo Cozarinsky: Sí, creo que es exactamente así. No se me
había ocurrido pensarlo, pero en general creo que la gente que me interesa es
la gente desarraigada. Pienso que todos somos, en distinta medida, en el mundo
de hoy, desarraigados. No es necesario ser un exiliado en el sentido técnico de
las Naciones Unidas, creo que todos somos desarraigados, aun cuando estemos
viviendo en el país donde nacimos, porque de alguna manera el país donde nacimos
nunca es el país donde vivimos. Creo que yo era tan desarraigado cuando vivía
en la Argentina con respecto a mi vida imaginaria como lo puedo ser ahora. Tal
vez lo era más en aquel entonces porque no había hecho la experiencia de
instalarme en otro lado. Además me gusta la idea de, como decía el cineasta
Joseph Losey, “feeling at home in not been at home”: “Sentirme en casa en el
hecho de no estar en casa.”
(De un reportaje realizado en febrero de 2001 por Alejo Schapire
en París. Publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12.)
La
novia de Odessa (2001) (II)
Lo empecé a escribir hace dos años en el hospital, con un problema
de salud bastante grave, y creo que esa gravedad hizo la urgencia con que me
largué a escribirlos. Fueron escritos, de alguna manera, en línea recta uno
detrás de otro. La novia de Odessa es un libro de relatos que se podrían
imbricar unos con otros de forma diferente y constituir capítulos de una
novela. Pero me pareció más interesante dejarlos separados, que el lector
sospeche que a lo mejor el protagonista de un relato es el nieto de una pareja
de la que se habla en el primero y que, más adelante, en el último, el muchacho
norteamericano tal vez sea uno de los primos lejanos (porque se mencionan
primos dispersos por el mundo). Es como una especie de calidoscopio. Me pareció
más interesante, desde el punto de vista narrativo, dejarlo en una serie de
relatos y no tratar artificialmente de imbricarlos en una novela, aunque todos
subterráneamente estén relacionados.
(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el
libro La voz del interior (Córdoba, Argentina), el 12 de mayo de 2001.)
Le
Cinéma des Cahiers (2001)
El Amante: Con la película sobre los Cahiers lograste que se
enojaran todos: los partidarios de la revista y sus enemigos.
Edgardo Cozarinsky: Tenés razón, aunque las cosas están muy
estabilizadas: no me parece que queden muchos enemigos ni partidarios de los Cahiers. Las reacciones de los enemigos vienen de
una polémica histórica muy antigua, de los 50 y los 60, de gente que sobrevivió
a la época y mantiene viejos rencores. No es una cosa muy actual, aunque recibí
cartas anónimas indignadas, llamados telefónicos, pedidos de rectificación. Los
de Cahiers fueron más sutiles y los enojados se dividen
en dos tipos. Por un lado, la gente a la que no le pedí testimonio y que quería
decir algo en la película. O gente a la que le grabé tres horas y su parte se
redujo a tres minutos que no eran los que más les importaban. Y después hubo un
gran vacío, deliberado de mi parte, sobre la gente que entró en los últimos
diez años a la revista. Algunos son interesantísimos, escriben muy bien, pero
esa gente todavía no hizo historia en los Cahiers, no dejaron una marca.
Yo no hice una película promocional, un institucional. Pero los redactores recientes
lo tomaron muy mal. Yo sabía que me metía en camisa de once varas y por otro
lado me divertía.
El Amante: Pero ellos aprobaron que vos hicieras la película…
Edgardo Cozarinsky: La película surgió a partir de Canal Plus y Cahiers la aprobó. Lo que les interesaba era que yo
no fuera francés aunque vivo en Francia hace 25 años, y que no hubiera tomado
parte en ninguna rencilla interna. Tampoco fui un director Cahiers. Hablaron bien de alguna película mía pero
nunca estuve en el panteón de la revista. Me pidieron que usara mi propia voz
para que quedara claro que había un acento, un tipo de afuera. Lo que no me imaginé
es que esos temas fueran hoy una llaga no cerrada y que provocaran reacciones violentas
o irónicas. Seguramente, en la Argentina se la puede ver con más tranquilidad.
(Fragmento de una entrevista realizada por la redacción de la
revista argentina El Amante, en agosto de 2001.)
Le violon de Rotschild (1996) (I)
El Amante: En Le violon de Rotschild
parece haber algo del
viejo placer por cierta tranquilidad cinematográfica pero por momentos se aleja
de ese clasicismo.
Edgardo Cozarinsky: Es clásica la manera en la que está filmada,
eso es cierto. Eso era lo que yo quería. Por otro lado no es clásica la
estructuración, mi idea de forma es el tríptico de altar. Hay un panel central
donde está la parte principal de la pintura y hay dos paneles laterales con
bisagras que ilustran un aspecto lateral de la historia central y que, como
antes se trasladaban, se pueden cerrar. Parte uno y parte tres, los dos
postigos se cierran y ocultan lo que está en la parte central. Si se abren te
la enmarcan. Esta es un poco la idea de forma, que no es muy clásica que
digamos para el cine narrativo. Con la ópera hay una idea de poner en conversación,
de hacer dialogar lo filmado y el material hallado. La película está montada en
fílmico.
El Amante: ¿No usaste el avid para nada?
Edgardo Cozarinsky: Lo usé para las realizaciones en video: el Calvino y el Zweig. Había tiempos de
montaje que eran cómodos pero había una avalancha de material. Le violon está todo hecho en película. Por ejemplo,
los archivos que yo elegí los hice pasar a VHS para tenerlos en casa y poder
verlos tranquilo. Tenía seis horas, después pasamos a cuatro y después hice
copiar en película para el montaje una hora veinte de archivo. En la película quedaron
22 minutos. A medida que los veíamos en VHS pasábamos a la sala de montaje, porque
no era tanto una cuestión de costos como una cuestión de manipulación. Si
teníamos copiadas seis horas iba a ser un horror y además no tenía sentido
copiar eso. Veíamos una secuencia en VHS tratando de ver cómo hacemos dialogar,
cómo metemos esto en correspondencia con un material. Veíamos incansablemente
las cosas. Desde el principio yo sabía qué quería: el viejo con el violín o
Stalin haciendo el gesto del acordeón. Otras cosas eran reemplazables.
El Amante: Y hay una decisión respecto del sonido. Como una película muda
sobre la cual se pone una ópera.
Edgardo Cozarinsky: Exactamente, del mismo modo que había música
de acompañamiento en las salas, que podía ser un pianito, un cuarteto o una
orquesta. Para mí la parte ópera de El violín es como cine mudo. Yo quería que fuera muy
primitiva. No está filmada de manera muy primitiva porque hay muchos
travellings y muchas modificaciones de encuadre que no se hacían en el mudo,
pero hay una idea de mostrar una cosa naïve, y la manera de
hacerlo eran los colores. Cuando hablaba con el director de arte húngaro le
pedía que buscara la estética de un libro de ilustraciones para colorear, donde
no se cubre la superficie de forma homogénea y se nota el trazo. Con las casas
el problema era que la pintura tenía la tendencia a dejar una superficie plana
que yo no quería. Así que hubo que utilizar una pintura muy diluida para que se
notara la superficie derruida y que la pintura aplicada fuera absorbida en algunos
lugares y en otros no. La casa azul, la casa rosada, la casa naranja fueron
pintadas después de varios ensayos para que no quedaran demasiado bien,
demasiado parejas. Volviendo al sonido: el sonido directo está muy bien pero
para las escenas dramáticas. La veneración por el sonido directo en los años
sesenta, de parte de Godard y otra gente, es para mí una cosa totalmente
absurda. Creo que era una reacción contra un cine internacional que hacía esas
películas de aventuras donde todo el mundo iba a ser doblado en inglés.
El Amante: La superproducción europea...
Edgardo Cozarinsky: Exactamente, una cosa absurda. Hay cineastas
que yo admiro enormemente como Fellini o Bresson, que son el día y la noche, a
quienes no les interesaba el sonido directo. Incluso Bresson ha cambiado voces
porque le parecían demasiado expresivas. Cuando había algo que le parecía
sentimiento o interpretación, lo cambiaba inmediatamente.
El Amante: Se produce algo muy disonante cuando uno ve gente tocando música y
la música que hay es otra.
Edgardo Cozarinsky: La razón de llevar en las últimas tomas la
acción a hoy es sugerir una continuidad. Me interesaba la imagen de
Shostakovich, el personaje, porque para mí todo es ficción. Con Citizen Langlois, me han criticado porque no digo ciertas
cosas acerca del personaje que no me interesa decirlas porque me llevan por un
lado que no es el del personaje que quiero inventar. En Le violon me interesaba hablar sobre ese tipo que se
caga en la política y que lo que quiere es seguir tranquilo componiendo su
música y ayudando a los demás a componer su música. Quería que durara hasta
hoy, quiero que sea una conducta que dure hasta hoy. Al final se aleja en el
año 48 por una callecita de noche y reaparece de mañana en el San Petersburgo
de hoy, con toda la publicidad, con el mismo sobretodo, perdiéndose en medio de
la multitud. La música del final de la ópera El violín de Rotschild empieza cuando él toca el libro en la librería. Son seis minutos.
Quería que funcionara como música de cine, pero señalada como música de cine.
En el montaje decidimos que la música siga hasta el chico que toca el violín,
quien evidentemente no puede estar produciendo esa música. De pronto, cuando
estamos cerca de él, se termina la música, se escuchan los ruidos del tránsito
y no sale ninguna música del violín. Después empieza la canción de cuna que
está en los títulos del final. El sonido es algo que la mayoría de la gente no
percibe en cuanto sonido: percibe lo que está en la imagen y el sonido es algo
que lo acompaña, por donde pasan una cantidad de sentidos. Por eso el viejo
papel de la voz en off en el documental es una cosa que siempre me ha repugnado
por ser la voz de Dios, la que da premios y castigos, la que dice esto es lo
bueno y esto es lo malo. En La guerre d’un seule homme, traté de trastornar eso y crear una voz en off que creara
problemas, y hacer que voz o música se perciban como un texto que te obligue a relacionarlas.
Volviendo al principio, Tom Luddy me dijo que yo era un autor de ensayos en cine.
Así como hay ensayos en literatura, yo los hago en cine. Lo dijo cuando
presentó Le violon de Rotschild. Me impresionó porque nunca lo había hablado con él pero tiene la
misma idea que yo tengo, que el ensayo es una forma muy libre, porque podés
contar una anécdota, podés contar una historia y sacás una reflexión de ellas. Te podés
permitir una cantidad de libertades.
(De un reportaje realizado, en noviembre de 1997, por Quintín y
Flavia de la Fuente, publicado en El Amante.com.)
Le
violon de Rotschild (1996) (II)
Se trata de mi filme más objetivo, puesto que se basa en hechos, y
también el más íntimo, pues en él todo es hipótesis personal. Prefiero no
hablar de esta película y citar a Shostakovich: ‘Tanta gente fue matada en
nuestro país y nadie sabe dónde están enterrados.
¿Quién podrá erigir un monumento a su memoria? Sólo la música
puede hacerlo.’
(De un texto escrito para el Museo de Arte Latinoamericano de
Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra realizada en
2002.)
Leopoldo Marechal y Elbia
Rosbaco
Los recuerdo, alguna noche de estreno en el Instituto Di Tella.
Parecían felices, algo desubicados pero no incómodos. Ella (poeta cuyo nombre
había sugerido a Girri la tan citada frase “mezcla rara de rosa y de sobaco”)
lucía su habitual maquillaje intrépido; él, bajo la no menos generosa biaba de
La Carmela, le había pedido prestada alguna asistencia cosmética. Avanzaban,
sonrientes, apenas vacilantes, entre la horda de jóvenes reales o fingidos refugiados
en el inmenso hall donde siempre se esperaba que no llegara la policía de
Emilia Green de Onganía (que había hecho prohibir Bomarzo, ¡de Manucho!, en el Colón), lista para detectar
el perfume de la cannabis sativa o una cabellera demasiado hirsuta, cuando no
alguna forma de subversión vestimentaria.
Tras años de ostracismo político y estético, Marechal había
asistido encantado pero lúcido, a los esfuerzos asociados de Primera Plana y la editorial Sudamericana para lanzar El banquete de Severo Arcángelo como una obra maestra de la familia de Rayuela. Todo conspiraba para otorgar al olvidado
poeta de Días como flechas el efímero prestigio de lo postergado y redescubierto:
la mala leche de la reseña de Adán Buenosayres que González Lanuza había publicado dos décadas antes en Sur y el contemporáneo aprecio del incipiente
Julio Cortázar. Más cerca: la visita ritual a Cuba y la prohibición de la
crónica resultante. Su mismo peronismo lo hacía objeto de curiosidad, en un
momento en que el movimiento, aun no declinado en Montoneros e Isabel
Martínez-López Rega, aparecía como algo pretérito y no se podía sospechar que
iba a dirimir su “interna” en guerra civil.
Lo recuerdo esa noche junto a su indisociable Musa. Había en ellos
algo conmovedor pero no patético. Eran, si se quiere, such darling dodos, pero estaban tan contentos de estar allí,
entre ese público tanto más joven, reconocidos por muchos, saludados por
algunos. ¿Qué noche era?
(Fragmento inicial de un artículo sin nombre aparecido en la
sección Sidra en el Tortoni de Radar Libros, suplemento del diario
argentino Página 12, el 2 de febrero de 2003.)
Lectura
(...) es algo de toda la vida, todo lo que uno lee va quedando y
yo he vivido mucho a través de la lectura. Leo desde chico y la lectura ha sido
una parte importante de mi experiencia vital. Todo eso forma una especie de
tierra fértil, de humus, donde van agregándose distintos detritus que terminan
formando una especie de suelo del cual uno después saca elementos para
escribir. No sabría reconocer cómo ocurre el proceso, pero creo que hay cosas
que no son conscientes, que van actuando por su cuenta. A veces uno tiene ganas
de escribir algo que le parece que surge de lo más profundo de lo vivido, y
resulta que mientras lo está escribiendo se da cuenta de que es una
reminiscencia literaria, que viene de alguna lectura. Eso es algo que a mí me
ha pasado, pero creo que le ha pasado a mucha otra gente, incluso a quienes reivindican
nociones como la de espontaneidad o cierto primitivismo. Creo que uno no escribe
si no ha leído antes, como uno no pinta si no ha visto pintura, y uno no hace
música si no ha escuchado mucha música. Las actividades creativas vienen
estimuladas por el contacto con la creación, y no existe creación a partir de
la nada.
(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en
ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el
diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)
Les
carabiniers, de Jean-Luc Godard
Les carabiniers es una película sobre la estupidez, tal como
se manifiesta en una actividad que le ofrece oportunidades inmejorables: la
guerra. Los conscriptos del film son el producto de esa zona de residuos
urbanos que puede hallarse en los aledaños de cualquier centro industrial. La
brutalidad de Miguel Ángel, la impostada seguridad de Ulises, son sólo excrecencias
se una esencial estolidez. La guerra se les ofrece como una suerte de festival
sin reglas: saquear supermercados, adueñarse de Alfa Romeos, violar mujeres,
patear ancianos, infinidad de actividades menores, más rebuscadamente
imbéciles. La tierra de nadie donde la obra ubica su ficción, es la tierra
toda. Allí también, la "civilización de la imagen" (que Godard recoge
en todos sus films, donde las revistas ilustradas y los avisos callejeros
iluminan críticamente la acción) propone sueños módicos para módicos
personajes. Y si el mundo sólo es intuido a través de imágenes impresas, no
debe extrañar que la recompensa por la lucha sean otras imágenes donde ese
mundo ha sido registrado. En un rapto admirable, que dura ocho minutos, los
conscriptos y sus mujeres inspeccionan, ordenan, bailan alrededor de esos manchados
cartones que serán su único botín.
La ausencia de énfasis, la atonalidad emotiva, la extrema
desdramatización que Godard vigila, son algo más que ejercicio teórico, y muy
heterodoxo de algunas ideas brechtianas (aunque quepa asociar con Schweik en la segunda
guerra mundial el esquema de mensajes
y recuerdos, fruto del pillaje organizado, que las mujeres reciben
puntualmente). El espectador de Les carabiniers debe asimilar su propia ajenidad, su hastío,
ante esa construcción de monotonía e inutilidad que el film le arroja. Allí
reside el aspecto didáctico de la fábula. Los textos manuscritos (aun los
fotogramas negros que interrumpen inopinadamente varias escenas), la ausencia
de articulaciones narrativas, la confianza en la simple exposición, sirven a un
mismo propósito: mostrar, pero sin comprometer al espectador en una vivencia
ajena; exponer, en cambio, el sinsentido que la anima.
Como siempre ocurre en la obra de Godard, es cuando el arte
reflexiona sobre sí mismo cuando descubre su filo más temible. Antes de la cita
de Borges que abre el film, en un brevísimo fragmento que falta de la copia
estrenada, se oía sobre un fotograma negro la voz del compositor Philippe
Arthuys mientras dirige la orquesta: "Marcha militar, primera": luego unos compases fallidos, y después la música, una de
las mejores partituras originales de la década. En otro momento, Miguel Ángel
va por primera vez al cine en una de las ciudades ocupadas; el descubrimiento
del cine es, de algún modo, su nacimiento para ese espectador virginal, y el
programa que Godard le ofrece incluye remakes de L’arrivée d’un train a
la Ciotat y Repas de bébé, dos primitivos (1895) de Lumiere, así como
de un primario intento de erotismo. El conscripto no sabe distinguir "la
ilusión cómica" de su propia experiencia, ficción de realidad, y se
precipita sobre esa tela blanca, que desmorona con caricias impacientes. Es, precisamente,
lo que Godard vigila que no le ocurra a su espectador. Para que Les carabiniers actúe sobre la conciencia, no debe ser
confundido con la realidad; debe asumir plenamente su carácter de artefacto, de
artificio, de arte, y para ello nada más eficaz que dirigir la atención hacia
su propio lenguaje. Porque, como supo verlo Roland Barthes, "para ser subversiva,
la crítica no necesita
juzgar; le basta hablar del lenguaje en lugar de servirse de él".
(Fragmento de una crítica, presumiblemente contemporánea al
estreno del filme de Godard en Argentina, subida a la red sin indicar procedencia)
Limelight,
de Charles Chaplin
Como la mano en la cuna de Intolerancia, encontramos la fuerza del
cine clásico, una elocuencia perdida que se resiste al análisis y se impone con
una simplicidad convertida en inaccesible. Y sin embargo, volviendo a ver el
film, constato, asombrado, que justo al principio un primer letrero, al uso
habitual del cine mudo, lo anuncia: “The glamour of limelight, from wich age must pass as
youth enters.” He aquí algo fuera de
alcance para el cine mudo: el uso de la palabra escrita más allá de la
información, sin función de clave narrativa. Y, a continuación, un segundo
letrero, aún más provocador, aún más al desuso: “A story of a ballerina and a clown...”
No se necesitaba más para navegar lejos de 1952, fecha de la
salida del film, época en la que el cine americano digería con dificultad, si
no lo rechazaba, la herencia wellesiana, todavía no reconocida como tal; o,
tirado entre los miedos políticos de la guerra fría y aquellos industriales de
la invasión televisiva, estaba listo a zozobrar en la aventura del CinemaScope.
Y, de golpe, todavía un último letrero: “London, a late afternoon in the summer of 1914...” Esta es, sin duda, la fecha del inicio de
Chaplin en el cine, llegado a los Estados Unidos el año anterior; pero es
también aquella del fín del mundo, “el mundo de ayer” que diría Stefan Zweig en
1940... Bien que la guerra del 14 se dibuja como telón de fondo en la segunda
parte de Limelight, es el mundo liquidado por esta guerra del
que habla la película. “Late afternoon”: aquella que precede al crepúsculo, esa “elegant melancholy of
twilight” mencionada en dos tomas
a lo largo del film por el personaje de Calvero.
A pesar de que Chaplin no conocerá la persecución judicial
emprendida hacia su persona por la justicia americana hasta su llegada a
Londres para el extreno del film, la inminencia del exilio palpita a lo largo
de Limelight. Pero este exilio es en verdad el regreso a
los orígenes. El Londres difunto que el film recrea en los estudios americanos,
lejos de las majors, está próximo a la Francia sintética
bosquejada en Monsieur Verdoux por algunas referencias visuales aproximativas.
Es, ciertamente, el país de su infancia: el mundo del music hall que sobreviviría
penosamente hasta los años 40, los músicos callejeros, todo un mantillo en el
que el joven comediante de la compañía Karno se serviría para construir sus
personaje.
(Fragmento del ensayo La mort de Calvero que integra el voluminoso volumen editado por la Cineteca Bologna
sobre Limelight de Chaplin, con motivo de su restauración que la institución
proyectó en el verano de 2002 en la Piazza Grande de Bologna (Italia). Parte de
la velada fue filmada por Cozarinsky e incluida en su filme Chaplin aujour’d hui: Les feux de la rampe.)
Literatura
Mi intención no era hacer un ensayo histórico o político, ni
tampoco opinar como todo el mundo lo hace sobre la realidad nacional. Mucha
gente se dedica a esa cuestión de distribuir premios y castigos. En mi caso,
creo que de lo que se trató es de que me hice una pregunta que tiene que ver,
básicamente, con qué es lo que a mí me había formado. Entonces ahí me largué,
además de con las lecturas, a mirar un poco alrededor mío, a volver sobre mi
pasado, sobre aquello que había vivido durante una buena parte de mi vida. Y
traté de pensar sin refugiarme en ninguna utopía consoladora, ni nacionalista
ni marxista, en ningún pensamiento consolador que ofrezca una solución ya hecha
para entender el mundo y sus conflictos. Por eso muchos ven que es un
pensamiento fresco, libre de esas soluciones. En ese sentido, lo no sistemático
es una manera de reivindicar lo literario. Para mí, como para mucha gente hasta
no hace mucho tiempo, la literatura tenía que ver con una manera no sistemática
de abordar la realidad, sin dejar a un lado lo imaginario.
(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en
ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el
diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)
EMILIO TOIBERO.
EMILIO TOIBERO.
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