viernes, 16 de mayo de 2014

ABCdario: Edgardo Cozarinsky: entrecruzamientos (M- N- P)



                                                          [M]

                                                       Maestros

(...) así como mis gustos literarios, mi gusto por la literatura inglesa y norteamericana, una cantidad de actitudes individualistas y asociales, digamos, con respecto a los gustos, se lo debo a Tabbia. El hecho de escribir descubriendo ciertas reglas de escribir me lo revelaron esos primeros encuentros con Bianco en la redacción de Sur.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.) 


                                                Mi Silvina (Ocampo)

Silvina, solía repetir Beatriz Guido, era “un ser mágico”. Aplicada a ella, la palabra puede ser entendida en un sentido nada banal; por eso estoy seguro de que Silvina debe de haberse enterado, de algún modo que no puedo imaginar, de la protección póstuma que me brindó.

Un mediodía de diciembre de 1993, Tabbia me llamó desde Buenos Aires para anunciarme su muerte. Recuerdo que abrí una botella de vodka y bebiéndola pasé la tarde en casa, releyendo cuentos y poemas suyos. A eso de las siete la botella se había vaciado y yo me dispuse a acudir a la cita que tenía con una relación, llamémosla sentimental, que se arrastraba, de mi parte, en la vana espera de una ocasión de herir como yo había sido herido. Apenas nos encontramos, ayudado por el vodka, empecé a ventilar resentimientos, agravios impagos, desprecio llano; en algún momento sentí que iba a vomitar y aproveché para interrumpir la escena, que percibía vagamente como lamentable. Al día siguiente me desperté con un borroso dolor de cabeza pero también con un sentimiento inédito de alivio, incluso antes de recibir por correo la convencional nota de ruptura. Silvina, comprendí, me había sido fiel.

Estas visiones fugitivas, y muchas otras, intransferibles, son parte del bagaje con que los años nos van cargando. La memoria las recorta y ordena según leyes no demasiado diferentes de las del montaje cinematográfico, hasta convertirlas en una especie de literatura vivida. Por suerte también están los libros, que son propiedad común, que nuevos lectores no cesan de hacer vivir, y en ellos viven.

(Fragmento final del texto Mi Silvina, publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12, el 20 de julio de 2003.)

                                                     Montaje

(...) así como a Pepe Bianco le debo, ya que lo mencionaste, el hecho de montar lo que escribo. Cuano yo estaba en la Facultad de Filosofía y Letras, lo conocí a Pepe Bianco en la librería Letras que estaba al lado de la facultad. Te hablo de la época en que la facultad estaba en la calle Viamonte; la librería Letras estaba en la misma vereda de la facultad, Verbum era la librería que estaba enfrente. A la librería Letras iba todo el mundo: Borges estaba ahí muy a menudo, me acostumbré a verlo y a escuchar qué comentaba...Sur estaba en la esquina...Bianco también aparecía ahí a menudo. Yo tenía diecinueve años, hablaba mucho en la librería con las chicas que atendían...Un día discutimos un poco con Bianco sobre ya no me acuerdo qué cosa y me dijo que pasar a verlo por Sur y me encargó una nota que salió en el año 59. Cuando me pidió esa primera nota me dijo que pasara la semana siguiente; cuando pasé me dijo:”Mirá, ¿el libro te gustó?”. -“Sí, evidentemente.” -“No, evidentemente no, porque no lo decís.” Abrió un cajón, sacó las páginas llenas de flechas, círculos de lápiz rojo, y me dijo: “Mirá, vamos a ver acá. Acá empezás diciendo esto...Una reseña de libro, me dijo, es como una novela: tenés que narrarla. Tenés que narrarla significa guiar el interés del lector. Acá exponés una idea muy interesante al principio y después la explicás. Y realmente es muy pesado, porque la idea que parecía interesarme en el primer párrafo cuando la explicás se convierte en un lugar común”. Me dice: “ Por qué no empezás con una especie de disparo y después narrás otra cosa, y recuperás eso, de manera de crear suspenso, y al final, en el penúltimo párrafo, le das al lector la impresión de que llegás a una conclusión, aunque vos no tengas ninguna”. Me explicó una cuestión de líneas narrativas válidas para la novela, el cine, lo que fuera...Crear un pequeño suspenso, impresionar al principio, dejar algo reservado para cerca del final, hacer que las ligazones entre una parte y otra estén claras, pero que al mismo tiempo no parezcan obvias, porque todo lo que resulta demasiado evidente pierde interés. Y no sé, de pronto, con esas marcas en colorado, me di cuenta de que hay un montaje en lo que uno escribe que no es muy diferente al montaje cinematográfico, cosa que Pepe no habría llamado nunca así porque era un hombre de letras, puramente literario. Pero me di cuenta de que había un arte que no era el de exponer con palabras lo más claras posible, sino el de construir un texto con algunas reglas del relato, de lo que se podría llamar narrativa.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.) 

                                                         Muerte

Para algunas mitologías la muerte no es un acontecimiento súbito, el tránsito abrupto de un instante en que aún hay vida a otro en que ya no la hay. La representa más bien un viaje, simbólico, que puede entenderse como un despojamiento y un aprendizaje.

Es posible imaginar que durante ese tránsito subsisten, islas a la deriva en un mar nocturno, fragmentos de conciencia, recuerdos, voces e imágenes de la existencia que se apaga, transitorio bagaje al que el viajero se aferra por un tiempo breve, impreciso, que nuestros instrumentos no saben medir.

Nada sugiere que en esas islas perduren los momentos que el viajero hubiese considerado decisivos en su vida: tal vez sólo se adhiera a ellas la resaca de un naufragio. De esas ruinas que se dispersan en el momento mismo de nombrarlas sería vano esperar el retrato de un individuo que desaparece. Tal vez sea su condición de añicos, de desechos lo que cautivaría la atención del improbable espectador que a ellos pudiese asomarse: fragmentos de un relato mutilado, piezas aisladas de un rompecabezas que ya nunca podrá completarse.

(Fragmento final de Días de 1937, relato incluido en La novia de Odessa, Buenos Aires, Emecé, 2001. El texto ha conocido, en el 2003, una feliz traslación en la televisión argentina, con el nombre de La prisa, dirigido por Verónica Chen.) 

                                                               [N]

                                                           Nostalgia

Como dije muchas veces, no soy un nostálgico. El pasado me interesa como algo de lo que yo me alimento, no sé si por una cuestión de edad, de educación o de temperamento, para trabajar me interesa más el pasado que el presente. El pasado es para mí una gran reserva ecológica, una reserva inagotable. Pero no me gustaría vivir en otra época, no extraño otras épocas que conocí y menos las épocas que no conocí. Es típico de la nostalgia que esas épocas no vividas sean idealizadas a través de lo que uno conoció por el cine o la literatura. En todo caso, la nostalgia es de los personajes, aunque no una nostalgia mórbida. Es la de quienes vivieron la aventura de los Cahiers durante diez años y después salieron para hacer otra actividad. Fue una época que los marcó en la relación con el mundo y con otras personas. Pero eso tiene que ver con la juventud. La juventud es algo que, cuando se pierde, adiós. Hay poetas que lo han cantado mucho mejor que yo con estas palabras, pero uno no se da cuenta de que el tiempo que se vive es valioso hasta que se pierde. Es un sentimiento al alcance de toda persona viva en este mundo. En el fondo, la nostalgia no es de las cosas, sino del tiempo que pasa.

(Fragmento de una entrevista realizada por la redacción de la revista argentina El Amante, en agosto de 2001. Al hablar de “la aventura de los Cahiers”, Cozarinsky se refiere a Le Cinéma des Cahiers, filme que vino a presentar a Argentina por el tiempo del reportaje.)

                                                “Nuevo cine argentino”

Edgardo Cozarinsky: Entre las películas de los nuevos directores, vi cuatro que me interesaron mucho. No digo que sean las mejores, porque no vi todas. Pero las cuatro corresponden a ideas del cine diferentes. La ciénaga es una película independiente pero con un canon industrial en el buen sentido, con una terminación acabada. Vagón fumador es lo contrario, una película pirata, hecha con toda la furia, terminada a los ponchazos. La libertad hace rendir como nunca el precepto de menos es más. Mundo grúa es una sorpresa, a priori es lo contrario de lo que me gusta, pero funciona por un principio extraordinario, más allá de que está hecha con mucha sensibilidad. Utiliza el star quality, la presencia de una estrella como el Rulo que llena la pantalla y todo lo que hace es interesante: la simpatía, la comunicación, los gestos. Son tipos diferentes de producción y pertenecen a mundos diferentes. Si eso pasa en un solo país, proyectado a escala mundial, la variedad es muy grande. Creo que una tarea de la crítica sería tratar de encontrar lazos entre cosas que ocurren en Irán con La libertad, o lo que ocurre en Hong Kong con Vagón fumador, no porque hayan estado influidas, sino porque hay una comunicación global donde la gente tiene encuentros, coincidencias con lo que pasa en otro lado, aunque manteniendo su acento nacional. Eso me gustaría encontrarlo en la crítica.

El Amante: Muy poca gente fue a ver La libertad.

Edgardo Cozarinsky: Sí, me di cuenta cuando la vi en el Festival de Cine Independiente. Aunque venga a Buenos Aires cada vez más seguido y me sienta cada vez más ligado a la Argentina, puedo ver el cine argentino con una experiencia europea. Por eso pude entender inmediatamente cuando vi La libertad que la película era extraordinaria y que iba a producir un gran impacto. Y que yo estaba más ligado a ella que muchos argentinos que viven en la Argentina, que me decían que se trataba de un hachero, que no pasaba nada. Pero la fuerza de las imágenes, sobre todo la falta de comentarios, se les escapaba a muchos, pero yo lo podía apreciar, sobre todo porque como cine es algo muy diferente de lo que yo hago y por eso mismo me fascina.

(Fragmento de una entrevista realizada por la redacción de la revista argentina El Amante, en agosto de 2001. En él Cozarinsky se refiere a cuatro películas que han sido rotuladas como pertenecientes al “nuevo cine argentino”: La ciénaga (Lucrecia Martel, 2000), Vagón fumador (Verónica Chen, 2000), Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999) y La libertad (Lisandro Alonso, 2001). ) 

                                                         [P]

                                                        París

París tiene una gran ventaja: es una ciudad llena de extranjeros, una ciudad donde el hecho de ser extranjero, si tenés algo que ver con la cultura, no es negativo. En Europa, en esa época y creo que hoy también, es bastante difícil encontrar ese espacio en una ciudad donde hay, como en Londres o en Roma, un espinazo nacional muy fuerte. París tiene esa gran ventaja. Ha sido siempre un centro de extranjeros que han trabajado ahí: Picasso, Chagall, Stravinsky. Hay un superego francés, que está totalmente injustificado hoy pero que te ayuda mucho a vivir. Eso de que "París es el centro mundial de la cultura y de las artes, ¿cómo toda esta gente no va a venir a París si es aquí donde se hacen las cosas?" Ya no es cierto, pudo haberlo sido hasta los años diez y veinte, pero sigue en la mente francesa y te ayuda a que nadie te pregunte por qué estás ahí. Desde luego, si sos un plomero, un deshollinador, la situación es mucho más grave: entrás dentro del gran catálogo de los trabajadores inmigrantes. Pero si sos un escritor, un pintor o un músico, a nadie se le va a ocurrir preguntarte "¿por qué estás acá?", porque eso resulta obvio. "Está acá porque acá está mejor que en cualquier otro lado". Entonces es preferible que los franceses no se despierten porque es algo que ayuda a que tu vida cotidiana sea más fluida. Fue así desde siempre: si bien la París de posguerra, a la que llegó Cortázar, era otro mundo, allí tampoco nadie te preguntaba nada.

(De un reportaje realizado, en noviembre de 1997, por Quintín y Flavia de la Fuente, publicado en El Amante.com. Cuando Cozarinsky dice “En Europa, en esa época...” está aludiendo a 1974, el año en que fijó residencia en París.)

                                                      ‘Pasar el testigo’

Pienso no sólo en Chéjov, en Shostakovitch, en Fleischmann. Pienso también en el director de orquesta Guenadi Rodjestvenski, que tenía a su cargo la orquesta del Ministerio de la Cultura en los últimos años de la Unión Soviética y aprovechó el creciente descontrol de ese período para grabar El violín de Rotschild. El disco se agotó en pocas semanas. Ésa fue la versión que difundió, en un ciclo integral de la obra de Shostakovich, la radio francesa una mañana de 1990. Yo nunca había oído el nombre de Fleischmann ni había leído el cuento de Chéjov; grabé la ópera por mera curiosidad. Al escucharla, sentí esa intuición particular que nos anuncia menos el descubrimiento de una obra importante que el hecho de abrir una puerta hacia algo aún no vislumbrado. Esa mezcla de presentimiento y emoción me incitó a buscar -primero en los libros, después a través de personas que, lejos de darme respuestas, me abrían puertas hacia dominios cada vez más insospechados- todo lo posible sobre Fleischmann, sobre su ópera, sobre la intervención de Shostakovitch en ella.

En francés, la palabra ‘testigo’ (témoin) también designa al objeto cilíndrico, metálico, que se van pasando los corredores en esas competencias donde cada uno debe recorrer sólo parte del trayecto; en el límite, lo espera el corredor que para poder continuar recibe ese ‘testigo’ de manos de quien ya cumplió el tramo que le estaba asignado. De allí la expresión ‘pasar el testigo’ (passage du témoin).

En cierto momento creí entender que el tema central de mi busca eran los inciertos, a menudo invisibles caminos de la transmisión; que tal vez el maestro había recibido de su alumno muerto más aún de lo que le había dado. Fue entonces cuando supe que quería hacer un filme alrededor de la ópera y su historia, un filme que a través de lo sabido y lo documentado se acercara en puntas de pie a lo no dicho, a esa entraña, tácita o desconocida, lo único que importa en las relaciones humanas.

El 13 de agosto de 1996 vi ese filme en la enorme pantalla de la Piazza Grande de Locarno y lo escuché por los catorce altoparlantes que la rodeaban. Esa noche supe que había “pasado el testigo”. A quién no sé, tal vez a muchos, tal vez a una sola persona, pero en ningún momento he puesto en duda que la cadena no se ha interrumpido.

(Fragmento final del texto, fechado en 1996, El violín de Rotschild, incluido en El pase del testigo, Buenos Aies, Sudamericana, 2001. Las referencias aluden a Le violon de Rotschild, filme que Cozarinsky rodó ese año.) 

                                                       ‘Posguerra’ de Irak

La actualidad no es necesariamente la realidad, ni lo real es necesariamente verdad. En momentos de elecciones presidenciales en la Argentina -espejismo democrático- echemos una mirada a la “posguerra” de Irak, más bien al flamante estado de guerra permanente, ya no fría, sino latente, cuyas ocasionales erupciones, calculadas puestas en escena, seguirán dejando en el escenario muertos de veras.

Parece que después de todo Washington, a diferencia de Hollywood, no se equivocó de remake. Esta guerra de Irak, promovida por el marketing de Bush & Friends como un remake de la guerra (veloz, insignificante) del Golfo hace diez años, no resultó ser lo que sus primeros días prometieron: un remake de la derrota (interminable, patética) de Vietnam hace treinta años. El espectacular desastre americano no ha ocurrido.

El llamado -con optimismo excesivo- ‘mundo árabe’ no se precipitó a salvar el régimen de Saddam, como la difunta URSS había alimentado y armado a Vietnam del Norte. En vez de una humillación, los Estados Unidos están conociendo una ambigua forma de triunfo: comprueban que tantos opositores a su intervención han suavizado en un lapso de días la acritud de su censura a la vez que sus aliados ocasionales mitigan la solidaridad. Las amenazas contra Siria parecen bravuconadas disuasivas: Blair, aliado inconvincente, inconvencido, no parece dispuesto a secundar un nuevo show marcial del Imperio. En Israel crece el movimiento de soldados que rehúsan servir en los territorios ocupados. Hasta Sharon, ese Spielberg de la lucha por el ‘espacio vital’, anuncia ‘compromisos dolorosos’ hacia los palestinos. En Europa,.la política de Washington ha reavivado el antiguo, nunca del todo extinguido antisemitismo, impaciente por borronear distancias entre judíos y sionismo, por confundir víctimas palestinas y terrorismo islamista (no islámico). Más cerca de nosotros, hasta Saramago anuncia que toma distancia con el senil ‘caimancito barbudo’...

(Fragmento de un artículo sin nombre aparecido en la sección Sidra en el Tortoni de Radar Libros, suplemento del diario argentino Página 12, el 28 de abril de 2003.)

                                                       Póster del Che

Los autores británicos de operetas de éxito no se equivocaron al darle al Che un papel secundario en Evita; el suyo es un ‘cameo’ ideológico, que no transmite los límites aconsejados por un seguro instinto del show business. No en vano esos autores habían hecho fortuna con Jesús Christ Superstar: sabían que el personaje Evita posee star quality para las masas y el personaje Che sólo para esas minorías cuya estima adorna, pero no cuenta para mantener un espectáculo durante más de una década, hasta que su versión cinematográfica finalmente lo entierre.

Sin embargo, el póster ha reaparecido en todas sus manifestaciones. Según la sensibilidad de quién lo mire, allí está la sonrisa noble o ‘compradora’, el cigarro petulante o viril, los parches de barba recuperados por la moda, sobre todo la mirada siempre fija en el horizonte lejano de la utopía, más allá de las contradicciones pragmáticas, de las vidas de los individuos que deben realizarla. Y también, la imagen del líder muerto: la imagen crística, infalible puesta en escena de la CIA y sus acólitos bolivianos, satisfechos de la victoria de un día, acuñando un ícono para décadas...

Sí, el póster ha sobrevivido a los sacudones ideológicos y políticos que impugnaron todos los errores tácticos, estratégicos o meramente humanos del individuo. Impermeable a los hechos, como el místico o el autista, el póster se mantiene fiel a la fe en una redención siempre futura y no se deja intimidar por la realidad, por ejemplo, el hecho de que su modelo fuera entregado a sus verdugos por el mismo pueblo que pretendía redimir.

(Fragmento inicial de Meditaciones en torno a un póster, texto fechado en 1997 e incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001.)

                                                         Preguntas

Las preguntas para mí son muy importantes. Yo pienso que en las películas donde he escrito un comentario, generalmente son comentarios a base de preguntas. No me interesan las respuestas, o no creo que las respuestas den mucho.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su n+umero 1, correspondiente a noviembre de 2000.) 

                                                     Primera persona

Yo uso la primera persona, o referencias autobiográficas, no porque considere que es más importante, sino simplemente porque ésas son las cosas de las que puedo hablar. Yo no voy a decir el mundo es así; voy a decir en determinado momento el mundo me pareció de esta manera, o me golpeó de esta manera. Me perdí en el mundo de esta manera. De esto tengo autoridad para hablar, estoy hablando desde el llano de mi experiencia personal.

(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de 2001, por Teresa Orecchia. Fue público en su totalidad en el número 621, correspondiente a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos.)

EMILIO TOIBERO.

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