martes, 13 de mayo de 2014

El progresivo desvanecimiento de la ciudad (en el temprano Skolimowski polaco)



“Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares./La ciudad te ha de seguir. Darás vueltas/por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo/ y en estas mismas casas habrás de encanecer./Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar –no esperes/ no hay barco para ti, no hay camino./Así como tu vida la arruinaste aquí/ en este rincón pequeño, en toda la tierra la destruiste.” Fragmento final de “La ciudad” (1894-1910), poema de Constantino Kavafis. 

Prólogo


Inesperado visitante en la última edición del Festival de Mar del Plata, donde su presencia, más allá de la entrega de una plaqueta recordatoria por las autoridades de la muestra, parece haber pasado inadvertida: a juzgar por el espacio que le dedicaron tanto los diarios como las publicaciones especializadas, este cineasta polaco, nacido en Lodz el 5 de mayo de 1938, a sus sesenta y cinco años parece haber abandonado el cine, su última aparición fue como actor en la vergonzante Before Night Falls, para dedicarse de lleno, en Los Angeles, a otra de sus pasiones tempranas: la pintura. (También se dice que fue poeta, además de boxeador amateur en sus años jóvenes).

Conocido de este lado de la “cortina de hierro” –expresión que hoy suena como referida a un remotísimo ayer- gracias al apoyo crítico de aquel Cahiers du Cinéma que comandaba Rivette a mediados de los ’60, sus escasos largometrajes polacos rodados bajo la administración comunista: en realidad tres  Rysopis (su tesis para la legendaria Academia de Cinematografía de su ciudad natal, filmada a lo largo de más de tres años mientras estudiaba), Walkower y Bariera  y dos terceras partes de otro: Rece do góry- dejan lugar, a partir de 1967, a un errático exilio, europeo del Oeste, esencialmente Londres, y estadounidense, y a los trabajos hechos en esa misteriosa condición: ese “alto oficio” si  creemos en las palabras que dice el arquitecto protagonizado por Hugo Santiago en Les trottoirs de Saturne.


Cierto es que alejado de su patria ejecuta, por lo menos eso pienso en el momento en que estoy escribiendo, sus mejores films: el admirable Deep end, al que  estaría tentado de adjetivar como “obra maestra” si no fuera porque carece de descendencia,  y Moonlighting. Pero asimismo desaparece  la coherencia, la autoría, que exhala su temprana obra polaca en películas irremediablemente olvidables, como The Adventures of Gerard; King, Queen, Knave o Success Is the Best Revenge; un esforzado, y académico, ejercicio de estilo como Acque di primavera o films que no están a la altura de sus muchas ambiciones, como The Shout o Lightship,. (Para mi sorpresa cuando consulto la filmografía que establece Internet Movie Data Base, constato que sólo no he visto dos de sus largometrajes, señalados por sus admiradores como de los mejores: Le départ,  rodada en Bélgica con Jean-Pierre Léaud como protagonista, de la que un encendido Jean Narboni afirma que es “l’ un plus beaux films jamais réalisés sur l’idée de jeunesse” (1) y su transposición, hasta ahora su último filme que asimismo marcó su regreso como cineasta a su patria, de una extraordinaria novela de Witold Gombrowicz que también discurre sobre la idea de la juventud: Ferdydurke.)

Skolimowski ha declarado que muchos de ellos los ha realizado para alimentar a su familia: “Tuve que realizar distintos trabajos para poder mantenerme” afirma, interpretándose a sí mismo en la primera parte de Rece do góry. Puede entenderse, aunque su disculpa nada tenga que ver con cuestiones estéticas, que son las que deberían importar cuando se habla de cine, y aunque la producción de, por ejemplo otro exiliado, Edgardo Cozarinsky revele hasta que punto trabajos de encargo pueden transmutarse en variaciones de su autobiografía. O bien, la escasa filmografía de esos grandes cineastas españoles que son Víctor Erice y José Luis Guerín, maestro el uno del otro, nos avive el recuerdo de que siempre hay un espacio para decir que no.

Fuera del circuito de la exhibición –a no ser por la oportuna programación de la señal de cable Europa-Europa- y asimismo alejado de la preocupación de los que escriben sobre cine en castellano en los últimos diez años –salvo una luminosa crítica de Bariera perpetrada por Mauricio Alonso y publicada en Otrocampo-, el cine de Skolimowski, considerado en la Europa occidental sesentista como uno de los modelos de aquellos nuevos cines nacionales y autónomos que tan bien conceptualizara Daney, aparece como un terreno excitante para un nuevo acercamiento. Sesgadamente, y sólo considerando la parte inicial, y polaca, de su producción, es lo que intento, partiendo de la premisa de atender cómo esos films representan a la ciudad o más bien como la van borrando gradualmente de sus universos diegéticos. 

I



El joven, veinticuatro años, Andrzej Leszczyc camina por la calle después de haber dejado a su perro, presumible víctima de una epidemia de rabia, en las manos de un veterinario, que quizá sea también médico,  para que lo extermine. La cámara, detrás de él, lo sigue en un plano medio pecho, mientras en la banda sonora, poderosamente, se sigue oyendo el raspar de la lima sobre la ampolla que, inyectada, acabará con la vida del can: sonido que, obviamente, remite a una situación anterior en la diégesis. Si por un lado puede pensarse que el fatídico raspar sigue resonando en la memoria de Andrzej expresando así su angustia, de la cual el desprendimiento y  la muerte de la mascota no son más que un motivo secundario, también puede pensarse que Skolimowski está señalando con ese recurso la condición de constructo que pretende para su opera prima, Rysopis, y para el resto de su temprana filmografía polaca. De la misma manera que las personas que se amontonan en la antesala del veterinario permiten sospechar que  éste también ejerce las funciones de médico, las articulaciones entre los planos, de una manera donde se percibe la influencia de Godard, deniegan la posibilidad de asignar un sentido unívoco a cada uno de ellos, ostensiblemente inscriptos en un tejido del que dependen los sentidos, siempre mutantes, a atribuirle.

Hay una idea ferozmente romántica, muy en consonancia con lo que la doxa atribuye al ethos polaco, en la historia que Rysopis encarna. Como aquella inolvidable Cleo, la de Varda, que debía aguardar de 5 a 7 para conocer un diagnóstico sobre su estado de salud, Andrzej transita sus últimas horas antes de enrolarse en el ejército. Alistamiento que, como ya lo hizo antes, podría haber evitado, pero que, de alguna manera, elige asumiéndolo como destructiva vía de escape. Mientras aguarda el momento de subirse al tren que lo conducirá a su destino, erra por una ciudad en movimiento que el discurso fragmenta evitando presentarla como una unidad orgánica. (2)

La pareja de Andrzej, Theresa, decoradora de tiendas, le dice que desde su lugar de trabajo al lugar de estudio de él, ella cree que él sigue siendo estudiante universitario, sólo los separa el aserradero. Más adelante, con otra mujer que acaba de conocer, Barbara –interpretada por la misma actriz, pareja en ese entonces del cineasta, que asimismo presta su cuerpo a la tercera mujer importante de la historia- recorrerá ese camino a la inversa: de la Universidad al aserradero, atravesando el cual llega a una calle en una de cuyas tiendas cree que trabaja Theresa. Ese trayecto, donde se pasa de un escenario a otro sin que los límites espaciales de cada uno queden claramente determinados, como cuando alzamos nuestra mirada a un cielo estrellado y nos cuesta distinguir los espacios entre astro y astro,  resultado del procedimiento elegido para articular planos muy largos temporalmente, basta como ejemplo  del tratamiento que se depara a los otros escenarios del filme.

¿Es la ciudad que se muestra Warszawa? Vaya uno a saberlo, ningún indicio lo confirma ¿Podría reconocerla alguien que haya vivido allí por los años del rodaje? Lo dudo. Esta ciudad, marcada por lo viejo y lo roto, imposible de armar en la memoria de quién ve el filme –contrariamente a lo que ocurría, por ejemplo por citar otra película polaca, en Popiól i diament, seis años anterior- parece más bien la proyección de la insatisfacción, individual y social,  que corroe a su protagonista, un eco de su caos interior mucho más bullente, aunque también más ambigüo, que el de los jóvenes que supo interpretar Cybulski, remarcado en el uso de la cámara subjetiva en por lo menos dos secuencias: la de la revisación médica y la visita al departamento de la amiga de Raymond. Si los jóvenes cineasta franceses de finales de los ’50 y principios de los ’60 , llámense Godard o Rivette, Truffaut o Rohmer, se preocupaban en sus debuts en el largometraje por dejar en claro en qué ciudad rodaban sus planos, a través de su elección como escenario de lugares arquetípicos y a través de nombrarla en el diálogo, Skolimowski, que parece haberlos visto bien, hace exactamente lo contrario. Puede conjeturarse una intención de universalizar el conflicto narrado, pero también su opuesto: éste es tan evidente para sus connacionales que no es necesario abundar en detalles, de la misma manera en que se elide precisar fechas (de paso, así, se huye de cierto verosímil realista). Lo que sí es claro es que entre Andrzej y el espacio urbano que recorre hay una permanente fricción: un rozamiento producto de la desinteligencia que en cada paso de su itinerario lo propone como un exiliado en su patria. Esa falta de armonía transmitida a todos  los escenarios, más allá de quien los recorra o los habite,  por sí sola constituye cinematográficamente una crítica, sesgada, a la vida polaca bajo el régimen comunista aunque no falten invectivas más directas, entre muchas otras que seguramente no puedo leer por la lejanía geográfica y temporal, como el permanente señalamiento de las diferencias entre las clases sociales en una sociedad cuyos discursos oficiales, de un tono optimista que el film ahuyenta, decían haberlas abolido. 

II



Si Rysopis  comienza con una lámpara de velador que enciende la mano del protagonista, Walkower, sólo un año posterior, lo hace con una joven desconocida que mira fijamente a cámara y luego se suicida arrojándose bajo un tren. Del iluminar la pantalla en negro, anunciando entre otras cosas, de alguna manera, que el autor se incorpora oficialmente al universo de la llamada “tercera generación” de cineastas polacos que propone otro cine que no  quiere ampararse bajo las estrategias realistas –donde también estuvieron el francés Polanski (para quien, cuando todavía era estudiante, Skolimowski escribió el guión de Noz w Wodzie) y un autor hoy totalmente olvidado que supo conocer su momento de esplendor: Walerian Borowczyk- saltamos a un brusco, e inesperado acto nacido de la  impotencia, quizá anticipado en aquel accidente callejero del film anterior al que Andrzej Leszczyc parecía no conceder importancia y proseguido, en éste, por otro que tampoco llama la atención del héroe, antihéroe más bien si se lo mira desde los cánones del realismo socialista.

Andrzej Leszczyc se llama asimismo el protagonista de Walkower. ¿Son la misma persona más allá de que ambos sean interpretados por el mismo Skolimowski? En principio, aunque como en Rysopis la diégesis no aparezca fechada, los pocos datos que el discurso concede llevarían a pensar que no. Si el primero tiene veinticuatro años y cumple veinticinco al día siguiente, éste duda, al declarar su edad ante la policía, entre veintinueve y treinta, que cumplirá en horas; ambos han abortado carreras universitarias, pero distintas: uno en Ictiología y el otro en Ingeniería; el segundo lleva tras sí una historia, sospechable como larga, de boxeador amateur que el primero no permite inferir. Esa insistencia en repetir de película en película el nombre del protagonista –que volverá a manifestarse en el veterinario-médico de Rece do góry, al menos si uno cree en las fichas técnicas porque en el subtitulado en castellano del film nunca aparece el nombre del personaje- podría deberse al intento de trazar un parentesco generacional, la pertenencia de los tres a un mismo sector, y a una misma rebeldía, la de la juventud polaca universitaria de los años sesenta. Pero si atendemos a que otro fugitivo de la Academia, el protagonista de Bariera actuado por Jan Nowicki, tercer film de los cuatro en orden cronológico, pese a detentar similares características carece de nombre, deberemos buscar la causa en otra zona. Si el protagonista se llama sólo Andrzej cuando lo interpreta Skolimowski, habrá que preguntarse que resonancias tienen los sonidos de ese nombre para él. Y puede arriesgarse, sin ninguna pretensión de exhaustividad, que un Andrzej que marcó su vida es Wajda, cineasta ubicado en la llamada “segunda generación” del cine polaco: sombra terrible para los más jóvenes y cineasta errático -¿acomodaticio?-, y adocenadamente internacional en los últimos quince años, visto desde hoy. Cuando Jerzy ya se había graduado en Etnología, Literatura e Historia en la Universidad de Warszawa, Wajda lo empujó hacia la formación académica de la escuela de Lodz donde era profesor –esa de la que nunca pudo desprenderse Polanski como lo testimonian sus frecuentes invectivas contra el joven cine francés de los ’60-,  después de que escribiera para él el guión de Niewinni czarodzieje, donde el joven intentó demostrarle que la juventud polaca no era como creía el maestro, todavía marcado a fuego por una concepción, comprensible dada su edad,  de su país y del cine –denunciada en el buscador de botellas de Rysopis o en los veteranos juerguistas de Bariera- que no podía olvidar las atrocidades que se abatieron sobre Polonia en la Segunda Guerra. Cuando Skolimowski presta su cuerpo a los personajes llamados Andrzej cabe conjeturar, entonces, la necesidad de exorcizar una cierta manera de entender el mundo y el cine, buscando un nuevo lugar para mirar, a partir de las tribulaciones de “otro” Andrzej.

Pero...y la ciudad en Walkower ¿cómo se presenta?. En principio se afirma a través de una negación: no es Warszawa de la que los protagonistas dicen venir. Pero el recorrido por ella que la película propone, siempre detrás de los pasos de su personaje principal, la muestra radicalmente distinta a la de Rysopis: una urbe donde se construye febrilmente y donde asoman, como en el caso del restaurante, edificios de reciente factura. En aquello  que  recuerda a la otra es en su falta de organicidad, lo que sigue determinando encuentros accidentales y espacios que parecen no tener límites: cuando David sigue a Theresa, otro nombre que vuelve a reiterarse, en su recorrido por la fábrica, desemboca en un lugar -¿dentro de la misma fábrica?- que se destinará al encuentro de boxeo amateur; cuando por fin la reencuentra van caminando hacia otro  que parece corresponder al pasado de ella, carente del mismo de estatuto de realidad que los demás. Desorganizados los espacios y quebrados los tiempos, sólo queda en pie el incesante, infatigable deambular por un mundo que no termina por adquirir sentido; la errancia, que cabe imaginar sin conclusión, pero de la cual se eligen mostrar unas pocas horas.

Estos ámbitos que el film recorre, nunca estáticos, siempre armándose y desarmándose, están cargados de cotidianeidad: todo parece espontáneo en las calles que registra Skolimowski provocando la sensación, que vaya a saber si se corresponde con la realidad del rodaje, de estar filmados sin demasiada preparación. Sin embargo es su ensamblaje, dinamitando las relaciones causa-efecto, el que consigue un  hálito poderoso de irrealidad -¿un carácter onírico?-, como el que puede obtener un extranjero perplejo en el momento de encuadrar con su cámara una ciudad que acaba de pisar. Volviendo a trabajar motivos y situaciones que ya estaban en Rysopis, Skolimowski consigue en Walkover tratarlos de otra manera, quizá porque el entorno, de fuerte presencia, es ya otro,. Si el final de Rysopis  con la partida en tren y la mirada a la joven. en el andén y desdibujada por el humo de la locomotora, todavía tenía resonancias emotivas, el de Walkover, con ese golpe propinado fuera del ring al ganador en ausencia, es seco, amargo. Tan cortante como el suicidio del comienzo, pero decididamente más indeterminado en su sentido. 

III



Como sin duda lo es  ese plano fijo sobre el que está escrito el título de Bariera: representa dos manos atadas en la espalda de un hombre que no conocemos. ¿Imagen de la situación de Skolimowski en Polonia? Puede pensarse que sí. Cuando el congelamiento concluye la situación se vuelve aún más enigmática hasta que tras algunos minutos advertimos que estamos ante un juego que llevan a cabo un grupo de estudiantes de medicina, mientras en la banda sonora - la acción transcurre en unas pocas horas de dos días que, al contrario de lo que sucedía en las dos películas anteriores, están profusamente señalados: el Sábado Santo y el Domingo de Resurrección- se oye una suerte de rezo litúrgico que tras un tiempo de audición se revela como el recitado de un rosario profano, el que forman la dicción de los nombres latinos de los huesos del cuerpo humano. El juego, cuyo premio son las monedas acumuladas en una alcancía con forma de cerdo, es también la despedida de uno de ellos que decide no continuar adelante con sus avanzados estudios. Desde que el protagonista, ahora sin nombre: ¿porqué de alguna manera se lo propone como síntesis de cierto sector de la juventud polaca disconforme?, deja la residencia estudiantil se entregará a otra de esas errancias citadinas tan similar a las de los Andrzej anteriores, donde es vigilado por un cartel callejero desde el que una imagen masculina, con ademán imperativo, solicita la donación de sangre. Sin embargo los espacios atravesados son ya otros como se puede advertir en la primera parada del derrotero: el asilo donde vive el padre, un veterano de la primera guerra que le da como herencia su espada -¿cita a Lotna  ese desatado himno a la caballería polaca perpetrado por Wajda?-, que deberá arrastrar a lo largo de su periplo junto a una valija demasiado grande, probables signos de un pasado del que le cuesta desprenderse. Ninguna intención hay en que el espacio donde sobrevive el anciano resulte verosímil: apenas una pared blanca, otros gerontes que pasan y el transporte de un féretro, tal como indica Alonso en su trabajo ya mencionado. Como si en él, y en otros que le seguirán como el consultorio del oftalmólogo, se necesitara poner en evidencia, de manera tajante a diferencia de lo que ocurría en las películas anteriores, aquello que el discurso cinematográfico industrial trataba, en aquel entonces, que no se advirtiera: que el espacio encuadrado que tiene el espectador ante sí no es otra cosa que una representación del mismo.
 

Hay otro procedimiento que aparece trabajado de manera intensiva, el recurrente uso del plano fijo al que personajes que entran u objetos, quietos o en movimiento, van modificando: ese ventilador de techo cuyas aspas parecen moverse, gracias al encuadre, detrás de la cabeza de la empleada del hotel cuando comienza a cantar erguida una canción que tiene versos similares al poema que parecía sonar en la memoria del Andrzej de Walkower. Ambos procedimientos  -la desrealización de los espacios y su modificación dentro del mismo encuadre- provocan que el contexto se vaya esfumando. Algunas calles sin transeúntes a veces recorridas por autos en la noche, muchas vistas desde el tren que maneja la protagonista igualmente innominada, no alcanzar a transmitir la idea de que la acción ocurre en una ciudad, haciendo más bien pensar en un escenario simbólico que no refiere a lugar real alguno. O, también, puede conjeturarse  una intención deliberada  de mostrar como una violenta mirada personal los deforma hasta volverlos irreconocibles.

Lo que resulta inesperado en este temprano Skolimowski es el cierre. El mundo parece  carecer de sentido en derredor de la mujer y el hombre jóvenes en un universo diegético donde prima la nieve, pero el reencuentro con que se cierra el film da pie a pensar en la esperanza que, se dice, nace con la posibilidad de una pareja. Claro está que es el día de Pascuas donde los creyentes actualizan el rito para que vuelva a ocurrir la resurrección. Y, por supuesto, ésta sucede, dentro del film, encarnado en una serie de planos campo-contracampo, procedimiento poco usado en el discurso, donde ni los hombres ni el régimen parecen tener cabida. En su camino a la abstracción de alguna manera Skolimowski está comenzando a trazar el camino del exilio: ¿lo consideraba mientras rodaba Bariera? O, más simplemente, estaba afirmando que sólo se podía pensar en la alegría en un espacio, fílmico, donde no asomaran rastros de  su patria? 

IV



Rece do góry presenta a sus espectadores una variedad de problemas paratextuales que problematizan su consideración. Vamos a tratar de explicarlos, por lo menos. Después de Bariera, Skolimowski filma en Bélgica Le départ, como resultado de su creciente fama en Europa Occidental sin conocer el idioma que se utiliza en el rodaje: el francés. ¿Qué marcas habrá dejado esa experiencia, por la que mereció el Oso de Oro en el Festival de Berlín, en un hombre de veintisiete, o veintiocho, años? Cuando regresa a su país acomete Rece do góry. Un último llamado de quienes ejercían la censura estatal da lugar a una entrevista donde se le informa que su película ha sido prohibida, que no competirá en el Festival de Venecia para el que había sido seleccionada y que debe introducir cambios en ella si quiere que se exhiba. Aupado en su reciente repercusión internacional, Skolimowski amenaza, si se mantiene la interdicción, con no rodar más en Polonia y exilarse. Se cuenta que uno de los censores le dijo “bon voyage” y, entonces, el cineasta cumplió con su promesa. Catorce años más tarde, a principios de 1981 las autoridades polacas avisan a Skolimowski en Londres que se habia autorizado la emisión del film por televisión: en buena medida el país era ya otro gracias a los heroicos obreros de los astilleros y a la presión internacional alentada por la triple W: es decir, Wojtyla, el religioso; Walesa, el sindicalista y Wajda, el cineasta. La organización Solidarnosc, a su vez, propone a Skolimowski que filme un prólogo explicando lo que había pasado con su obra. Éste acepta y lo hace. Así, sorpresivamente, el film inicial devenido  díptico se exhibe con gran repercusión en la edición ’81 de Cannes e inicia una recorrida triunfal por algunas capitales europeas. Paradójicamente en Polonia se mostró sólo una vez, en diciembre de 1981.

Ahora bien,  la copia exhibida en la señal de cable ya mencionada tiene setenta y cinco minutos, contra los noventa que suelen adjudicarle a la película fuentes no siempre confiables. Los primeros veintitrés, después de los títulos de crédito iniciales, corresponden a lo que fue agregado en 1981 y los restantes cincuenta pertenecen a lo rodado en 1967. Hay una duda primera que se impone: ¿en qué difiere el montaje original de la segunda parte con el realizado catorce años más tarde? (Cabe sospechar por su duración, que no llega a ser la de un largometraje, que Skolimowski suprimió material.) ¿Cuándo fue realizado el virado monocromo, cambiando el color en cada secuencia, de la segunda parte? Enigmáticamente las primeras palabras que se oyen en la banda sonora acicatean la duda, son: “Esta película esperó varios años para ser mostrada. El tiempo ya efectuó sus manipulaciones. Llegó nuestro turno.”  Esta cuestión esencial,  no aclarada al menos por la magra bibliografía a mi disposición, podría haber sido resuelta en alguna entrevista durante la reciente estadía  argentina de Skolimowski. Desdichadamente no la hubo.

Quizá la primera observación pertinente para hacer frente a Rece do góry  es que ambas partes no pretenden funcionar como una unidad. Muy pocas cosas tienen en común salvo la fuerte presencia actoral de Skolimowski, un clima al que, nuevamente, podría adjetivarse como onírico y la recurrencia a la palabra como transmisora de ideas que fija un sentido posible de lectura, aunque otros sigan existiendo (lo que rara vez ocurría en las tres películas anteriores más abiertamente polisémicas). La primera parte, a diferencia de la segunda, pone muy en claro que las acciones ocurren en Londres, Beirut y hasta Warszawa, después del indeterminable espacio inicial que podría ser una continuación, en colores y con más dinero detrás,  de algún escenario modernoso de Bariera. De la manera caótica en que suelen escribirse los diarios personales entremezcla reflexiones y observaciones sobre las relaciones entre la verdad y el cine –sugeridas por situaciones sucedidas durante el rodaje de Die Falschüng, de Schlöndorff, donde actuó Skolimowski- y la pintura, el conflicto entre católicos y palestinos en El Líbano,  los cambios en Polonia, otras películas del autor (The shout principalmente, me parece) y algunos de sus recurrentes sueños por ese entonces, encarnándolas en un discurso deliberadamente caótico: recursos propios del video-clip están al lado de registros cercanos a aquello que suele nombrarse como “documental”, mientras la banda sonora obsequia con un auténtico pasticcio donde sobresale, por su sonoridad pero tambien por su gratuidad con relación a las imágenes a las que acompaña, algunos fragmentos musicales de Kosmogonii perteneciente a otro  polaco célebre: Krzystofa Pendereckiego.

Como introducción a lo que sigue, esta primera parte del filme no resulta satisfactoria. Sí, quizás, como probable diagnóstico, algo hermético hay que convenir, de la interioridad  de Skolimowski en el momento de volver a confrontarse con lo rodado catorce años antes. El cineasta, que por supuesto consigue algunas imágenes eficaces, se propone a sí mismo como un pensador, tan lejano del Andrzej que fue, y se rodea de algunas celebridades a los que el tiempo no ha tratado con demasiado respeto: el ya mencionado Volker Schlöndorff, Fred Zinnemann, Alan Bates e, inexplicablemente, a no ser que en 1981 todavía haya compartido el tálamo nupcial con el director alemán dos veces ya nombrado, la robusta Margarethe von Trotta, entre otros.

Pero este pensador seguro de sí mismo en su afirmación de la inseguridad, que le dice al censor que probablemente ya nunca más verá: “(...) la lección que me dieron me cambió la vida. Porque me han privado de la seguridad en sí mismo.”, quizá ya esté asomando, de manera infinitamente más modesta, en el nuevo montaje de los dos tercios restantes de Rece do góry, sin duda, si de manera perversa se los considera una unidad independiente, su film más declaradamente irreverente del primer período polaco, pero seguramente no el más interesante en el estado que tiene ahora.

Aquella tendencia, que ya asomaba en algunos fragmentos de Bariera, a asimilar el espacio del encuadre con la escena teatral, se intensifica aquí desarrollando toda la acción, salvo el muy breve final, en un único lugar que va mutando: de salón de fiestas a tren en movimiento, mediante supresiones e incorporaciones en el decorado y en la banda sonora. En los primeros planos del comienzo un hombre, el mismo Skolimowski, va sacándose las vendas que cubren su rostro  cuando una fiesta ya se está extinguiendo. Ese rostro cubierto que va revelándose progresivamente mientras habla está transmitiendo una idea clara, quizá en demasía. Desde allí, cinco excondiscípulos universitarios, ya diplomados y nuevamente reunidos después de varios años, inician una suerte de ceremonia –que trae a mi memoria ciertas puestas teatrales inspiradas en la teoría y la práctica de otro polaco asimismo llamado Jerzy, también famoso por aquellos años: Grotowski- donde se van parodiando los compromisos pasados y presentes, un ritual funerario, el socorrido juego de la verdad y un viaje en un vagón de tren, que exhibe reminiscencias explícitas de otros fatales recorridos durante la resistencia al invasor nacional-socialista, mientras algunos flash-backs van informando de un episodio grotesco, relacionado con Josef Stalin, el dictador al que el poeta chileno Pablo Neruda trataba como “grande y amado”(3), sucedido en los años en que todavía estudiaban Los cinco personajes que se entregan a esta suerte de danza de espectros, mientras sus cuerpos se modifican incesantemente por el polvo y por las luces, se llaman a sí mismos por el nombre de los autos que cada uno de ellos posee y que dan cuenta del lugar social que ocupan. Se nombran como Zastawa, Alfa, Opel Record, Romeo, Wartburg mientras no termina de aclararse, al menos para mí, lo que conduce a retroceder hasta la ya señalada sala de espera de Rysopis, la causa por la cual el único disconforme entre ellos, no casualmente interpretado por Skolimowski, ejerce, no de médico como los demás sino de veterinario, acto en el que parece estar depositada buena parte de su rebeldía.

Cuando al fin pueden desprenderse de la simulación de un viaje interminable, se lavan bajo un gigantesco chorro de agua y se pierden en un irregular estacionamiento de autos, ¿buscando el que a cada uno le pertenece?, mientras el encuadre elegido no permite ver lo que hay más allá, otra idea clara y subrayada, en un final rabiosamente nihilista. ¿Es que en ese más allá podría estar la ciudad ya sistemáticamente negada? Los dos tercios finales, rodados en Polonia carecen de contexto espacial, ese  que tanta presencia tenía, en forma de ciudad, en Rysopis y Walkower. Ese espacio urbano que, en el exilio, vuelve a reaparecer con fuerza en el primer tercio de Rece do góry que, como el resto de la película aunque utilizando otros procedimientos para nada intenta parecer “realista”. Este desencuentro de Skolimowski con la ciudad polaca –que a lo mejor concluyó en Ferdydurke- está diciendo mucho acerca de sus elecciones estéticas, pero también habla de su desprendimiento, sin duda forzado pero asimismo aceptado,  que como experiencia vital está informando a estos films.

Epílogo


En aquellos grandes films inscriptos como pertenecientes al “cine clásico”, la ciudad solía tener una función englobante de las acciones. Aún cuando estuviese representada de manera artificiosa o somera, como ocurre en Der letzte mann o en Le crime de Monsieur Lange, respectivamente. En el corto período, de 1960 a 1975 aproximadamente, en que el llamado “cine moderno” conoció una cierta, y efímera, institucionalización, el espacio urbano dejó de funcionar como ámbito de contención y pasó a dialogar con los personajes en un marco de igualdad. Ya no los determinaba, o al menos no de forma tan evidente, sino que, de plano en plano, los podía albergar para expulsarlos después del corte, como si fueran dos individualidades que no pueden fundirse(4). Pienso en la relación de Michel Poiccard con París en A bout de souffle o, cruzando la “cortina” y buscando un caso donde el personaje protagónico también muera asesinado, la de Isabela con Belgrado en Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., como ejemplos. Skolimowski, compañero generacional de irrupción en el cine de Godard y Makavejev, comienza, en sus cuatro primeros films polacos,  asemejándose, en este aspecto, a ellos para después intentar un camino más solitario y despojado con trabajos, como, sobre todo, los dos tercios finales de Rece do góry, donde se respira un ambiente enrarecido, fuertemente influenciado por la literatura del absurdo, como el que puede hallarse en los dos primeros largometrajes europeos de su temprano camarada generacional Roman Polanski: Repulsion  y Cul-de-sac , pero de una desesperanza aún mayor: sólo autos hay al final del viaje para estos profesionales a los que, sistemáticamente, cada encuadre les niega un más allá de los límites que muestra. Casi como en una nueva puesta a punto del Huis-clos sartriano, deben aceptar que están sólo ellos y sus fantasmas.

Rysopis, Walkower, Bariera y las dos terceras partes finales de Rece do góry  podrían pensarse como un solo film que, por las atmósferas que desarrollan, puede asemejarse, y tengo conciencia de que estoy orillando el lugar común, a un largo sueño, a veces de humor negrísimo y otras cercano a la pesadilla, donde se cuenta un descenso hacia la infelicidad más terminante, sólo parcialmente atemperado en el final de la tercera de las películas nombradas. Infelicidad que nace del desajuste con el contexto, como éste aparezca, pero que también deja la sensación de hundir sus raíces en cuestiones propias de los hombres, a los que cabe suponer rebeldes a cualquier orden impuesto, más allá de la organización social que les toque padecer. Ahí podría encontrarse la  contemporaneidad de estos bellos trabajos. Y también en el heroico ejemplo, tan polaco y asaz estimulante, que entregan acerca de cómo filmar con escasos medios y el poder en contra.

Pero las preguntas se resisten a desaparecer. ¿Dónde quedaron los amigos, las parejas, los obsesivos y molestos veteranos de guerra, la naturaleza, los encuentros inesperados, sobre todo, que pueden hacer destellar un momentáneo alivio? Skolimowski los fue borrando, de film en film, como un mago que hace desaparecer los objetos del escenario, junto con la ciudad: ese espacio que sin duda podía aparecer como opresivo pero que siempre escondía una posibilidad de cambio resultante de alguna fricción entre los muchos seres humanos que la habitan. Lo decididamente inquietante es que a  catorce años de partir de Polonia, Skolimowski remonte un film cuyo original nunca sabremos cómo era y el resultado sea de un pesimismo absoluto. ¿Es que el exilio no le concedió la libertad de la que carecía en su patria? ¿Es que la libertad, como afirmaba Don Luis Buñuel, es un fantasma? ¿Es que puede ser cierta la afirmación de Kavafis, siempre que no se lo lea literalmente, en el fragmento del poema que abre este texto como epígrafe?
 

Notas

 
(1)   Lo afirma en Jerzy Skolimowski et la fuite imposible, texto escrito para el catálogo del Festival Internacional del Film de Belfort, donde se realizó una retrospectiva dedicada al cineasta polaco en la edición 2001, reproducido en Cinéma/03, número correspondiente a la primavera boreal del 2002.
(2)   La resolución opuesta sería, por ejemplo, la manera en que integra Antonioni los espacios de Milán a través de los recorridos de Lidia y Giovanni en La notte.
(3)   Lo que se puede corroborar visionando Le violon de Rotschild, de Edgardo Cozarinsky.
(4)   Es obvio que esta pobre esquematización está muy lejos de agotar el tema, empresa, por otra parte, improbable.

EMILIO TOIBERO. 

Fichas técnicas

Rysopis.

Polonia, 1964.
Polaco, b/n, 76 min.
Dirección: Jerzy Skolimowski.
Intérpretes: Jerzy Skolimowski (Andrzej Leszczyc), Elbieta Czyzewska (Theresa, Barbara, Mujer en el departamento), Tadeusz Mins (Mundzek), Andrzej Zarnecki (Raymond), Jacek Szczek.
Guión: Jerzy Skolimowski.
Fotografía: Witold Mickiewicz.
Montaje: Halina Gronek.
Música: Krzysztof Sadowski.
Compañías productoras: Film Polski Film Agency, Szkola Filmowa 

Walkower


Polonia, 1965.
Polaco, b/n, 76min.
Dirección: Jerzy Skolimowski.
Intérpretes: Jerzy Skolimowski (Andrzej Leszcyc), Alexandra Zawieruszanka (Theresa), Elzbieta Czyzewska (Chica en la estación de trenes), Joanna Jedlewska (Diseñadora), Teresa Belczynska (Secretaria del director), Krzysztof Litwin (Miecio), Krzysztof Chamiec (Director de la fábrica), Andrzej Herder (Pawlak), Henryk Kluba (Rogala), Tadeusz Kondrat (El Viejo), Franciszek Pieczka ( Trabajador Social), Stanislaw Tim (Activista), Stanislaw Zaczyk (“El cura”), B. Dec, Jacek Fedorowicz, S. Kaminska, Janusz Klosinki, Silvestre Przedwojewski, A. Turcewicz, Mieczyslaw Waskowski.
Guión: Jerzy Skolimowski.
Fotografía: Antoni Nurzynski.
Montaje: Barbara Kryczmonik.
Música: Andrzej Trzaskowski.
Dirección artística: Zdzislaw Kielanowski.
Compañía productora: Syrena 

Bariera.

Polonia, 1966.
Polaco, b/n, 77min.
Dirección: Jerzy Skolimowski.
Intérpretes: Jan Nowicki (Él), Joanna Szczerbic (Ella), Tadeusz Lomnicki, Zdislaw Maklakiewicz,  Ryszard Pietruski, Maria Malicka, Malgorzata Lorentowicz, Andrzej Herder, Zygmunt Malanowicz, Gabriel Nehrebecki, Bogdan Baer, Henryk Bak, Marta Dutkiewicz, Stefan Friedmann, Ryszarda Hanin, Zygmunt Nowicki, Stanislaw Tym, Zbigniew Zapasiewicz, Andrzek Zarnecki, Janusz Bukowski, Janusz Gajos, Anna Jaraczówna, Marian Kociniak, Teofila Koronkiéwicz, Zdzislaw Lesniak, Slawomir Lindner, Krzystof Litwin, Adam Pawlikowski, Adam Perzyk, Barabara Prowniewska, Jerzy Turek, Marian Wojtczak.
Guión: Jerzy Skolimowski.
Fotografía: Jan Laskowski.
Montaje: Halina Purgar-Ketling.
Sonido: Wieslawa Dembinska.
Música: Krzystof Komeda.
Diseño de producción: Roman Wolyniec.
Decorados: Leonard Mokicz.
Vestuario: Leonard Mokicz.
Jefes de producción: Ryszard Strarzewski, Stanislaw Zylewicz.
Compañías productoras: Film Polski Film Agency, W.F.D. Warszawa, ZRF “Kdr”, ZRF “Kamera”

Rece do góry

Polonia, Francia, 1977-1981.
Polaco e Inglés, color, 75min.
Dirección: Jerzy Skolimowski.
Intérpretes: Jerzy Skolimowski (Andrzej Leszczyc), Joanna Szczerbic ( Alfa), Tadeusz Lomnicki (Opel Record), Adam Hanuszkiewicz (Romeo), Bogumil Kobiela ( Wartburg), Alan Bates (Witko), Jane Asher (ella misma), David Essex, Bruno Ganz, Michael Sarne, Volker Schlöndorff, Margarethe von Trotta, Fred Zinnemann.
Fotografía: Andrzej Kostenko, Witold Sobocinski.
Música original: Josef Skerzek.
Música no original: Krzystof Komeda, Krzystofa Pendereckiego.
Dirección artística: Jerzy Skolimowski.
Compañías productoras: P R F “Zespol” Filmowy (Polonia), Syrena (Polonia), Arte France Cinema.

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