Un
escritor octogenario y jujeño, miembro de la Academia Argentina
de Letras y de la
Real Academia Española , se reúne durante varios días con un
cineasta de poco más de cuarenta años, de la provincia de Buenos Aires, para
hablar de su próxima muerte. Tal como él lo preveía pronto se despide de la
vida -el 4 de noviembre de 2002-, pero el encuentro, registrado por una cámara,
arroja un resultado estremecedor: un filme en vídeo de treinta minutos: El
paisaje invisible que en agosto próximo será estrenado, con una semana de
diferencia, en San Salvador de Jujuy y en el MALBA de la Capital Federal. Esta
nota pretende dar cuenta de algunas particularidades, y también de algunas
excelencias, del trabajo y de sus hacedores. Vamos por partes.
Los
personajes.
La
muerte, ese paso inaugural a una disolución de la que no se retorna –salvo en
el mundo diegético propuesto por Ordet (Carl-Theodor Dreyer, 1954)-, a
la que el escritor entrevistado en El paisaje invisible, que padece una
enfermedad terminal, reta, con su voz trabajada por la enfermedad, diciendo:
“Como un animal voraz/ la muerte me anda siguiendo./ Voy a entregarle mi
cuerpo/ y voy a seguir viviendo.” Ocurrida súbitamente, o asimismo mostrando
sus preliminares, ha sido registrada infinidad de veces por el discurso
audiovisual: hay géneros cinematográficos como el western, el melodrama o el
policial, y uno de sus sub-géneros el film-noir, donde su ausencia, como
en la vida, no tiene lugar. Si tuviera que elegir una película que muestre el
avance de la muerte sobre una criatura de ficción, me inclinaría por Nostalghia
(Andrei Tarkovski, 1983): el intento del escritor ruso en atravesar las
aguas de un baño termal italiano sin que se apague la llama de la vela que
lleva en su mano es una imagen luminosa de nuestra inútil resistencia a ser
tragados por la
oscuridad. Aunque tampoco puedo olvidar la manera en que se
anuncia en el rostro apergaminado de Paul Bowles, inmóvil en su lecho, en Fantasmas
de Tánger (Edgardo Cozarinsky, 1997).
El
poeta es Jorge Calvetti, nacido el 4 de agosto de 1916 en San Salvador de Jujuy
y “renacido” durante su infancia, gracias a “los sacerdotes de una religión
misteriosa” según cuenta en el filme, en Maimará, un pueblo de la Quebrada de
Humahuaca que aún hoy resiste, casi indemne, los cantos de sirena de la
tecnología, y aquello que la acompaña. Traducido
al francés, inglés, alemán y griego, su esencial, austera obra lírica se
despliega en nueve libros: desde el inicial Fundación en el cielo (1944)
a Antología poética (1997). Asimismo aventuró su talento por el cuento y
el ensayo, el periodismo, en el diario La Prensa, e, inesperadamente,
participó como actor, interpretándose a sí mismo, en una de las películas más
bellas, y más olvidadas, de todo el cine argentino: Gombrowicz, o la
seducción (Representado por sus discípulos) (Alberto Fischerman, 1986),
donde se evoca la estancia del gran escritor polaco en el sur de Latinoamérica.
Carezco
de información certera acerca del equipamiento técnico utilizado para el
registro por el equipo de Fontán. Pero sí sé que la cámara monocular, de
cinematógrafo o de vídeo, tal como fue escrito en un diario francés después de
la primera exhibición paga de la “atracción” de los hermanos Lumiére, ha
vencido a la muerte. Si
en los filmes de ficción la representación de ésta, no es más que un momento en
la vida de los actores, el registro audiovisual de un actor hace que, después
de su muerte, su cuerpo y su movilidad sigan circulando, a través de decenas de
copias, en otra suerte de apariencia de vida que para nada se parece a la muerte, en las imágenes que sólo requieren
de la presencia, la mirada deseante, de un espectador para volver a vivir. En
este sentido el cine estaría llevando a cabo la acción de “pasar el testigo”.
(1)
El
cineasta es Gustavo Fontán, nacido en Banfield, el 24 de diciembre de 1960.
Autor de un largometraje en fílmico a estrenarse este año, que mientras escribo
esta nota obtiene el Premio del Público en el Festival de Cine Iberoamericano
de Lleida, España, y compite en el
Festival de Toulouse, Francia: Donde cae el sol (2002). Docente en
distintos aspectos de su oficio en el Centro de Estudios Cinematográficos de
Cataluña (Barcelona) y, en su país, en el C.I.E.V.Y.C. (Centro de Investigación
en Video y Cine) y en la
Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo, desde
1994 viene realizando personales entrecruzamientos entre el cine y la
literatura: Canto del cisne (1994, sobre Jacobo Fijman), Ritos de paso
(1997, sobre Macedonio Fernández) y Marechal o la batalla de los ángeles
(2001, estrenada el año pasado, sobre el autor de Adán Buenosayres).
II
(Comienzo de un poema que Calvetti recita en el filme, escrito una vez en que, equivocadamente, le fue diagnosticada una enfermedad terminal).
Esa pudorosa mirada de Calvetti, que, por no dirigirse a
parte alguna deslizándose de los objetos a imprecisos vacíos, parece ovillarse
en sí misma, se corresponde con la que el filme arroja sobre él, protagonista
excluyente cercado en la diégesis, y en su memoria imagino, por fantasmales
escenarios y rostros cobrizos de la geografía jujeña. Ningún subrayado, ningún
golpe de efecto, ninguna apelación a la emoción fácil en una situación que
tanto se prestaba a ello. Sólo una rica abundancia de sobrios primeros planos,
algunos didascálicos, prolongados fundidos al negro y una banda sonora generosa
en sonidos, musicales y no, de montaña. Esta ascesis, que en ciertos momentos
como aquel del recuerdo de la muerte de la madre, puede llevar a evocar a
Bresson, consigue que el espectador deba internarse en un tiempo sin tiempo: el
de la memoria donde todo se acumula en capas de orden incierto. Memoria del pasado personal, que se vuelve el de la
especie: esa imagen de las puertas abiertas al viento y a la tierra en lo que
aún permanece de la casa de la familia Calvetti
en Maimará, precisamente señalada como “nave del tiempo” por el poeta.
Una
anécdota que el escritor narra en el film, con sagaz administración de datos y
gracia inimitable, puede funcionar, creo entender, como clave de lectura de
éste. Recuerda una cena de hombre solos en San Salvador de Jujuy. Allí se
comenta que un tal Gregorio Prieto ha hecho tratos con el diablo: tiene su
campo de arvejas florecido en pleno junio. Un médico sanitario, al borde de
viajar becado a EUA, dice que es imposible y que si llega a comprobarlo paga
una cena para todos los allí presentes. El profesional y Calvetti emprenden el
viaje para certificar la anomalía, cuando sólo les queda traspasar un cerro el
incrédulo se dirige al poeta y dice que prefiere no verlo. Si es verdad, le
refiere, deberá cambiar toda su estructura de pensamiento y, en ese momento de
su vida, ya no puede hacerlo. “Yo no puedo ver lo que Ud. me quiere mostrar”,
le dice.
Esa
negativa a ver de parte del científico es aquella a la que se enfrenta El
paisaje invisible desde su título. “Se ahonda un poco en la realidad y
enseguida se aprende a ver el misterio”, sentencia Calvetti y Fontán hace suya
la apuesta e intenta, lográndolo, aproximarse al misterio de lo no visible, de
aquello que se cuela en la articulación de dos planos, en los recovecos de la
geografía de un rostro, en los ecos que pueden avivar las palabras, en las
figuras que el viento traza con el polvo milenario vistas desde la “nave del
tiempo”.
El paisaje invisible
Argentina/España, 2003.
Castellano,
color, 30 min.Dirección: Gustavo Fontán.
Intérprete: Jorge Calvetti.
Guión: Gustavo Fontán.
Dirección de fotografía y cámara: Diego Poleri.
Montaje: Álex Herrero, Gustavo Hennekens.
Sonido directo: Néstor Frenkel.
Post producción de sonido: Álex Herrero.
Asistente de dirección: Luciana Piantanida.
Producción: Gustavo Fontán.
Compañías productoras: Grup Cinema Art (Barcelona), Fundación Leopoldo Marechal (Argentina), con la colaboración del Fondo Nacional de las Artes (Argentina).
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