martes, 13 de mayo de 2014

Una temporada en nuestro infierno (Salò, de Pasolini)



En un reportaje concedido el 24 de agosto de 1975 al crítico cinematográfico italiano Gian Luigi Rondi, Pier Paolo Pasolini, 66 días antes de su asesinato, habla de éste, el que sería su último largometraje y, entre otras cosas, dice: "Este es el film de la adaptación. He terminado olvidando cómo era Italia hasta hace una década o menos y, como no tengo otra alternativa que el exilio o el suicidio, he terminado aceptando a Italia tal cual es ahora. Un inmenso pozo de serpientes donde, salvo alguna excepción y algunas míseras élites, todo es serpientes, estúpidas y feroces, indiferenciables, ambiguas, desagradables (...)". Puesto a explicar las modificaciones producidas en el seno de la vida italiana, las atribuye a una misma matriz: "(...) el cambio de naturaleza del poder económico". Es decir aquello que nosotros hoy llamamos capitalismo tardío o global, una de cuyas manifestaciones es la sangrienta guerra que hoy nos atraviesa.


Ahora bien, más allá de la muy respetuosa transposición de Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje, novela de Sade que transcurre hacia 1710, en los últimos tramos del reinado de Luis XIV en Francia, a la Italia septentrional de fines del gobierno fascista, 1944-1945, con su denuncia de la anarquía del poder y de aquello a lo que éste puede llegar, cabría pensar que éste es, como lo advierte el mismo autor, el aspecto lógico del mensaje, su ideología. Pero ¿qué podemos pensar del aspecto alógico, el sentido, aquel que, de acuerdo a las palabras de Pasolini, "(...)es inefable: no puede ser librado sino al silencio y al texto" ? Tratando de arrancarlo del silencio podríamos escribir nuestro interrogante, más allá de las razones lógicas si el cineasta ha olvidado como era su país, de acuerdo a sus palabras, ¿qué lo lleva a situar la acción, a diferencia de cualquier otra de sus obras: o bien situadas en el presente o bien en una antigüedad remota y por lo tanto imaginable, en un pasado cercano del que quedan tantos testimonios, pero que él dice no recordar? Si se recuerdan las estrategias que utilizó en Edipo rey (1967), o en Medea (1969), donde recurrió a textos de Sófocles y Eurípides para discurrir sobre su propia vida, en la primera, o sobre las relaciones entre el Primer y el Tercer Mundo, en la segunda, podría arriesgarse que acá recurrió a Sade en la República de Salò para desarrollar su propia mirada sobre la Italia que lo cercaba, ese inmenso pozo de serpientes.

Así, la literalidad con la que lee a Sade y la puntillosa reconstrucción de ropas y objetos del primer lustro de los ´40 funcionarían a la manera de máscaras que velan y al mismo tiempo hacen ver mejor el ataque frontal, de un odio incontenible que surge a borbotones, a sus contemporáneos, ya embarcados en la feroz danza sin fin del consumismo voraz que degrada, en primer término, sus cuerpos.

Comparándola con el resto de la producción pasoliniana, Salò... presenta una ausencia significativa. Salvo en la Antesala del infierno, el primer tramo de los cuatro en que se divide el discurso -donde está ese impar y malicioso plano de apertura: una panorámica que va de un lago a una villa florecida, resumiendo, irónicamente, todo lo que la burguesía entiende por "bello"- la naturaleza está ausente en el largo encierro orgiástico, con sus tres círculos que evocan la construcción dantesca: el de las obsesiones, el de la mierda y el de la sangre. Dentro del sistema de pensamiento del director, esta falta implica la desacralización de la realidad: recordar la larga clase del Centauro a Jasón en el comienzo de Medea donde afirmaba "nada hay de natural en la naturaleza", es decir la aparición de una mirada laica y pragmática que provoca una nueva civilización donde las horas se suceden uniformemente, sin importar si es de día o de noche. Como efectivamente sucede en el interior de la casa que alberga las ininterrumpidas orgías donde el único ritmo está marcado por la aparición del deseo, que hay que incrementar como el rendimiento de un empleado, y su satisfacción que nunca debe ser completa, tal como ocurre en la estructura de los programas de televisión. (La inesperada similitud, en gestos y movimientos, entre la Sra. Vaccari, una de las meretrices que deben estimular a través de sus relatos verbales la excitación sexual, con una animadora electrónica nativa, es fruto del azar pero igualmente rotunda.)

Voluntariamente Pasolini construyó una película molesta, sobre todo como relato, que a veinticinco años de su rodaje sigue perturbando, probablemente más aún que en su momento. Pero esa perturbación, que es una de las condiciones esenciales de la expresión artística (lo que hoy está olvidado), no nace únicamente de la glacial minuciosidad, atravesada por ráfagas de humor negro que esplenden, como ocurre en la escena en que los comensales cantan melancólicamente un himno fascista mientras a sus espaldas se producen ruidosas copulaciones, con que describe los organizados rituales sadomasoquistas, sino que se afirma en el ambiguo papel que se le reserva al espectador dentro de la obra. Si éste puede reconocerse en la misteriosa pianista sin nombre que acompaña con sus tranquilizadoras melodías todo el trajinar sin tomar parte en él, pero observando, lo que es ya de por sí incómodo y ocasiona su suicidio, es muy probable que se sienta provocado cuando es obligado a mirar, por el encuadre elegido, torturas varias que se suceden en un patio, desde el interior de la casa, como si fuera, sucesivamente, cada uno de los libertinos (un obispo, un juez, un hombre de negocios y un presidente) organizadores y partícipes de
la reclusión.

En
una nota aparecida en Le Monde, en 1976 en ocasión del estreno francés de la película, Roland Barthes -estudioso de Sade, entre otras muchas cosas- va presentando diversos reparos a la obra, pero termina concluyendo: "Por eso me pregunto si, al final de una larga cadena de errores, el Salò de Pasolini no es en resumidas cuentas un objeto propiamente sadiano: absolutamente irrecuperable: en efecto, al parecer, nadie puede recuperarlo". Quizá porque nos propone un espejo en cuya imagen no queremos mirarnos porque nos obliga a admitir lo más oscuro, lo que nos resistimos a aceptar, de cada uno de nosotros.

Seis horas antes de morir, en su último reportaje, Pasolini dijo: "La tragedia es que no hay más seres humanos, sólo extrañas máquinas que se abaten unas contra las otras". Esta observación realizada en 1975 es la definición más acabada de los personajes que la película sitúa en 1944-45.

EMILIO TOIBERO.

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