En la primera
aparición de esta sección, en el número 5 de Otrocampo, me proponía
rescatar tres películas por entrega, pensando que el escribir sobre ellas era
una de las maneras de instalar, en los lectores si los hubiera, el deseo de
verlas y, por lo tanto, contribuir a que no fueran olvidadas. (Sí, ya lo sé: es
una idea romántica). Algunas lecturas y algunas constataciones realizadas en la
penumbra, que no en la oscuridad como antes, de las estrechas salas
cinematográficas arrojaron un manto de sospechas sobre la posibilidad de que,
aunque el encuentro entre el espectador y el film efectivamente suceda, sea
fructífero. Me temo que la manera masiva en que el público contemporáneo goza
del cine ya no pasa, salvo excepciones minoritarias, por la reflexión personal
sobre lo visto y oído sino, y en vía única, por las sensaciones que sea capaz
de despertar, si más fuertes, mejor.
De cualquier
manera, quizá más escéptico, acá están las tres prometidas. ¿Qué las une más
allá de la zona de penumbra, cercana al olvido, donde parecen encontrarse en la
consideración de los variados grupos de persona que ven cine? En primer término
puede escribirse que el asumir conscientemente ciertos gestos (los del cinéma
verité en el film de Chávarri, los del horror film en el de Harvey,
los del melodrama en el de Truffaut) y, sin embargo, trascenderlos. Porque, en
segundo término, aunque no todos sean obra de autor (la posterior carrera de
Chávarri impide considerarlo como tal, con una sola película en su haber no
puede decirse que Harvey lo sea) todos llevan marcas personales, señales que
sus directores quisieron imprimirles para aproximarlas a nuestra sensibilidad.
El desencanto, Jaime Chávarri, 1975.
Si La maman et
la putain (Jean Eustache, 1972) es, entre otras muchas cosas, un
documento invalorable sobre la vida de cierto sector de la juventud francesa
pasada la efervescencia de Mayo 68, El desencanto aparece como un
testimonio único de los estertores finales del franquismo observados a través
de la historia de la desmembración de una familia de educación y apariencias
burguesas cuyo terrible padre ausente –el poeta Leopoldo Panero Torbado
(1909-1962)- perteneció al círculo aúreo del régimen y dijo, en 1953: “En pocos
países del mundo se puede escribir poesía con tan absoluta y desinteresada
libertad como desde España”. Comenzada a pensar como proyecto, por Chávarri, su
productor: Elías Querejeta y José Moisés Panero (“Michi”) el 4 enero de 1974:
quince días después de que la ETA hiciera volar por los aires al almirante
Carrero Blanco, marino de guerra y vicepresidente del gobierno, se termina de
montar el 18 de noviembre de 1975, cuando faltaban dos días para que un largo
proceso tromboflebítico acabara con la existencia del generalísimo Francisco
Franco. Es decir que los personajes escudriñados –los muy magnéticos Felicidad
Blanc (1913-1990), viuda de Panero Torbado, y sus tres hijos vivos: Juan Luis,
Leopoldo María Francisco Quirino, ambos asimismo poetas, y el ya nombrado
“Michi”– pero también quienes estaban detrás de la cámara y frente a la
moviola, trabajaron con su imaginario y su cuerpo atravesados por la inevitable
descomposición, tensa y mortuoria, de un gobierno que durante treinta y seis
años había sojuzgado y matado para sostener una cierta manera de entender el
mundo, que no era otra que la que, vista desde afuera, representaba la familia
Panero. Entonces si por un lado en los testimonios recogidos las palabras dan
sobrada cuenta de ese momento final, en las imágenes, admirablemente
iluminadas, flota un aire lúgubre, como el que puede sospecharse en un
invernadero clausurado donde las plantas ya han entrado en el tiempo de la
putrefacción. La idea de la que se partió era la de rodar, con la presencia y
el consentimiento de casi todo su grupo familiar, un cortometraje sobre el
poeta muerto, a propósito de la inauguración en Astorga (Asturias), su lugar de
nacimiento, de un monumento conmemorativo en piedra, el 28 de agosto de 1974.
Pero la cantidad de material recogido y el inesperado asentimiento de Leopoldo
María, que por entonces vivía en París y vuelve a Madrid para integrarse al
equipo, extienden la duración y dan lugar, en el momento del montaje, a una
significativa estructura: en la primera mitad la madre y dos de sus hijos pasan
revista a la historia familiar centrándola en torno al padre muerto, pero en
cuanto aparece el otro hijo, con su voz ronca y gangosa se adueña del film. De
Leopoldo se pasa a Leopoldo María como eje y en el tiempo que va entre las
palabras que evocan la gloria pública del escritor oficial a las del escritor
marginado que dice haber regresado para desmantelar la historia épica de la
familia, se delinea la curva de un régimen que como la residencia veraniega de
Castrillo, otrora escenario de momentos felices, ya no disimula sus grietas.
Los títulos de crédito, iniciales, están escritos sobre una foto de familia de la que el padre, que aún vivía, está ausente como, nos enteramos después, siempre lo estuvo más allá de su presencia física. A continuación un lento travelling de retroceso nos aleja del monumento, aún no inaugurado, cubierto por una tela, tal como se lo ve, asimismo, en el último plano filmado en un crepúsculo. De un padre ausente vamos, por corte directo a una imagen suya tapada que no nos dejan ver, arribando al final sin que se nos conceda alguna otra, sutil manera de decirnos que Panero no es sólo Panero sino también aquello que representó, lo que se esconde tras la tela que, movida por el viento, parece albergar alguna forma monstruosa. Pocas veces en el cine, quizá ninguna, una familia real, a la que en cierto modo el discurso ficcionaliza aunque paradójicamente adopte gestos del cinéma verité, ha exhibido sus intimidades, los lazos que suelen silenciarse pero que son los que verdaderamente apuntalan a la institución, con la descarnada crueldad y el impiadoso humor con que lo hace El desencanto: la inefable Felicidad llega a insinuar que la verdadera pareja de su marido no fue ella sino otro poeta, premio Nacional de Literatura Miguel de Unamuno y premio Cervantes, que sí aparece en las imágenes diciendo un pomposo discurso a mayor gloria del muerto: Luis Rosales (1910-1992).
Este segundo largometraje de Chávarri carga sobre sí, además, el hecho de ser la última película mutilada por la censura cinematográfica española, reemplazada ahora por la mucho más temible que ejerce el mercado. En el jardín del Liceo Italiano de Madrid, donde estudiaron los hermanos Panero, dialogan Felicidad, “Michi” y Leopoldo. El último está hablando de su internación, una de las tantas, en el Psiquiátrico de Barcelona. La madre le pregunta qué edad tenía entonces y él le responde: “Pues diecinueve años, que es la edad que se tiene para no sé, tener amores, amantes, etcétera y no para...”. Ella vuelve a inquirir: “¿Y porqué no los tuviste?” El hijo responde súbitamente, como si las palabras brotaran tan rápidamente que no pudieran contenerse: “Pues porque en un manicomio es muy difícil. Bueno, te puedo decir que tuve algunos porque en un manicomio, en el de Reus, me la chupaban los subnormales por un paquete de tabaco. Y esos son los que tuve ¿no?”. Las once palabras subrayadas no se oyeron en septiembre de 1976, cuando el estreno del film en España, pero seguían sin oírse, por ejemplo, en la emisión de la película que realizó TVE 2 el 23 de marzo de 1998. (Fue estrenada en salas comerciales argentinas, pasando casi desapercibida para la mayoría de crítica y público, a fines de la década del 70 por Aries, compañía que realizó más tarde una edición en vídeo, hoy inencontrable. Se la pudo volver a ver en el último BAFICI, formando parte de la sección “Cine Español Maldito”, programada por Juan Ferrer y Antonio Llorens. Leopoldo María Panero, que vive como interno en el Hospital Psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria, es hoy, a sus 53 años, una de las voces vivas más altas, sino la más, de la poesía escrita en castellano. Durante 2001 publicó dos nuevos libros de poemas y su Obra Completa).
Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962.
Trabajando un tema, la vida después de la muerte, que recorre el corpus
entero de la literatura fantástica y que el cine ha frecuentado casi desde sus
orígenes, el realizador Herk Harvey (1924-1996) concretó en ésta, su única
película, un exponente insólito del horror film, aquel que se define por
su intención de provocar miedo. Hay dos hallazgos que saltan en una primera
visión. Por un lado, la ausencia de pistas falsas destinadas a generar
expectativas que después aparecen sin fundamento, y, por el otro, el uso de la
focalización interna, restringiendo todo el relato a lo que puede saber su
personaje central, en toda la narración: lo que obliga al espectador a
identificarse, en una operación convengamos que incómoda cuando se vuelve
consciente, con una muerta que sigue viviendo manteniendo su apariencia
cotidiana. Todo esto, sin embargo, no basta para dar cuenta de los méritos del
film que quizá, es una suposición paradójica, se sustentan en una producción
muy magra: se rodó en tres semanas en Jefferson, Kansas y en Salt Lake City,
Utah, con un equipo de cinco técnicos, incluido el director, una sola actriz
profesional, o mejor que quería serlo, que hacía su debut en el cine y un
presupuesto que no llegaba a los treinta mil dólares. Estos condicionamientos
materiales confieren a Carnival of Souls una textura y un tono muy
particular. Para explicarlo puede escribirse que el resultado aparece como si
John Cassavetes, genuino representante del cine independiente antes de que
fuera llamado indie, se hubiera decido internar, sin atisbo de ironía,
en uno de los géneros mas rigurosamente codificados.
Nada hay de lo que, en apariencia, éste requiere. La protagonista, que sólo volvió a filmar otro largometraje hasta hoy, construye a su Mary Henry apelando al célebre Método de Strasberg, rodeada por amigos y conocidos del equipo, muchos de ellos reclutados directamente en la calle en el día del rodaje, originando así una tensión que, sin embargo, redunda en beneficio del aislamiento que sufre el personaje en la diégesis: ¿índice más allá de ésta de la soledad de la mujer estadounidense que se apartaba, por los años de la filmación, del “deber ser” social? El montaje deja la sensación, en la mayoría de las articulaciones, que los planos duran un segundo más del tiempo que la industria considera conveniente para la mirada domesticada del público, lo que junto a la filmación en escenarios naturales provoca un fuerte efecto de realidad que suele estar ausente en esta clase de discursos cinematográficos. La banda sonora, exceptuando la sórdida escena del bar: uno de los retratos descarnados de los ritos de la América profunda que la película muestra al pasar, mezcla una chirriante música original interpretada sólo en órgano con todo tipo de sonidos inquietantes e inarmónicos cuya fuente no está en la imagen. La fotografía, por su parte, se solaza en quemar gran parte de los exteriores diurnos donde, a contrapelo de la norma, transcurren los momentos más tensos.
En estos tiempos cinematográficos en que la industria se enriquece proponiendo productos, que como éste, hace coexistir el mundo de los vivos y el de los muertos, esta obra, tan distinta a ellos puede asegurar escalofríos reales. Asimismo, recorriéndola, se pueden advertir los múltiples paralelismos, entre ellos las sutiles referencias a Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), que la enlazan con un Chabrol atípico e inhallable: Alice ou la derniere fugue (1976), estrenado entre nosotros con el pintoresco título de Más allá del amor.
En uno de los planos finales, un médico y un ministro, la Ciencia y la Religión, observan desorientados, como si sus discursos oficiales no pudieran dar cuenta del hecho, un pabellón abandonado sin entender cómo ha desaparecido Mary. Se me ocurre que son una buena imagen del desconcierto que puede aparecer en la academia de la crítica al tratar de dar cuenta, sobre todo, de una secuencia de este trabajo de Harvey que se obstina en permanecer en la memoria con ecos del cine que llaman expresionista: el lento, hipnótico vals que danzan los muertos entre los restos del salón de baile que una vez fue sala de baños. (En su país de origen fue estrenada en autocines sin que nadie reparara en ella. Más tarde, tras varias exhibiciones televisivas, fue repuesta en la versión director’s cut, que es la que utilicé para este trabajo, consiguiendo la aprobación, ni más ni menos, de los imposibles Leonard Maltin y Siskel y Ebert. ¿Habrá sido presentada alguna vez en salas de cine argentinas? Hace ya un lustro, el sello editor de video Época lanzó una copia, en muy mal estado, al mercado: todavía se puede conseguir. Varios años atrás podía verse, no demasiado regularmente, en la televisión argentina desde la cual cosechó secretos adeptos).
Les deux anglaises et le continent, Francois Truffaut, 1971.
Los títulos de crédito iniciales están escritos sobre una edición del libro homónimo de Henri-Pierre Roché que la película transpone: un tomo, dos, varios y después algunas de sus páginas con anotaciones hechas a mano ¿por el director? , al tiempo que la voz del narrador en tercera persona (el mismo realizador) dice: “Hoy he revivido nuestra historia, algún día la convertiré en un libro. Muriel piensa que contar lo que nos pasó podría servir a otros”. Son palabras de la novela vampirizadas por quién cuenta, con imágenes y sonidos, faltando a su promesa escritural, y realizando un film entrañable donde Roché y Truffaut entremezclan sus voces hasta volverla una: el primero volviendo a capturar unos episodios de su juventud, el segundo recordando en clave su relación con dos hermanas, estrellas cinematográficas francesas: ¿a quién recuerda el perfil de la actriz que interpreta a Muriel? ¿por qué Ann no muere en el texto literario y sí en el fílmico?
Había un desafío muy atrevido, y muy personal, para Truffaut en esta transposición ejemplar, quizá el más riesgoso de su filmografía: narrar una historia pasional, desarrollada en los tramos iniciales del siglo que pasó, con tres personajes, dos mujeres hermanas y un hombre, que, a lo largo de siete años, prioritariamente se comunican a través de cartas, algunas remitidas y otras no, y del envío de diarios íntimos y que, además, recurren al monólogo para expresar lo que les sucede, contada por una voice over, que corresponde a uno de ellos, imprecisos años después. En vez de simplificar el reto eliminando todo aquello que, por convención de la industria, no es filmable, Les deux anglaises et le continent se presenta como un film provocativamente literario donde, sin embargo, la expresión cinematográfica esplende. Si esencialmente es el narrador, pródigo en elipsis que nunca atentan contra la ubicación del espectador, quién hace avanzar la acción, son las imágenes bellamente iluminadas por Néstor Almendros, y la música esencial de Georges Delerue, las que comentan los hechos, las que lo encarnan: a veces con inusitada violencia como ocurre en la única noche de amor físico entre Muriel y Claude que culmina con la gigantesca, y por tanto inverosímil, mancha de sangre sobre la sábana de hilo blanca y con un fundido al rojo; otras, con inesperados detalles en las imágenes capaces de expresar los sentimientos, como los destellos oscilantes del agua sobre el casco del barco en el puerto de Calais.
Hay dos núcleos temáticos que el discurso marca fuertemente. El primero es uno de los ejes de sentido de una buena parte de la producción ‘truffautiana’: el amor, no así el sexo, mostrado como una construcción teórica que enferma, que hace mal, que impide vivir en plenitud: las criaturas de este film atraviesan años de incesantes cambios sólo atentos, en su interioridad, a la inevitable, y asfixiante, telaraña de sus sentimientos, como ocurre en todo melodrama que se precie, orgullosamente, de serlo, aunque de ese género cinematográfico esta película sólo conserva ciertas apariencias. El segundo puede formularse utilizando unas palabras que pronuncia Muriel durante una de sus crisis: “La vida es un montón de piezas que jamás se juntan”. Y que, agrego, sólo el cine puede unir como reparación, imaginaria, al dolor que procura vivir.
En uno de los textos que integran Ciné Journal (1986), Serge Daney sostiene que “(...) Hay dos Truffaut. Dos autores para una obra doble. Un Truffaut-Jeckyll y un Truffaut-Hyde, que desde hace más de veinte años, pretenden ignorarse. Uno es respetable y el otro es oscuro, uno serio y el otro perturbador”. La idea es justa, aunque se puede disentir con la selección de películas para cada uno de los casilleros. En mi elección, Les deux anglaises et le continent, junto con La peau douce (1964), La sirene du Mississippi (1969), L’histoire d’ Adele H. (1975) y La chambre verte (1978) , que son sus películas que prefiero, se ubican en el costado Hyde. ( Estrenada en Argentina en los últimos meses de 1973 en la copia mutilada, en más de quince minutos, por el mismo Truffaut ante la mala acogida dispensada por el público francés en ocasión de su presentación parisina, recién a fines del año que pasó el sello editor Epoca lanzó una edición en video que, esperemos, le haga justicia. Así se cumpliría el deseo de su director que, poco antes de morir, devolvió al film su duración original de 132 minutos y expresó el deseo de que se vuelva a exhibir completa, lo que ocurrió en casi toda Europa y en Estados Unidos, pero no entre nosotros. Que yo sepa, nunca fue emitida por la televisión argentina y es la película de su autor que menos se cita por estas latitudes, probablemente junto a Une belle fille comme moi (1972). Quizá también sea la más secreta al lado de la ya mencionada La chambre verte).
España, 1975.
Castellano, B/N, 95 min.
Dirección: Jaime Chavarri.
Con la participación de: Felicidad Blanc, Juan Luis Panero, Leopoldo María Panero, José Moisés Panero (“Michi”) y Luis Rosales.
Fotografía: Teodoro Escamilla y Juan Ruiz-Anchía.
Montaje: José Salcedo.
Música: Sonata para piano D 959 de Franz Schubert.
Diseño de sonido: Bernardo Mens.
Ayudante de dirección: Francisco J. Querejeta.
Jefe de producción: Primitivo Alvaro.
Producción: Elías Querejeta.
Carnival of Souls (en Argentina: Carnaval de almas).
EUA, 1962.
Inglés, B/N, 84m. (director’s cut).
Dirección: Herk Harvey.
Intérpretes: Candace Hilligoss (Mary Henry), Sidney Berger (John Linden), Frances Feist (Mrs. Thomas), Art Ellison (ministro), Stan Levitt (Dr. Samuels), Tom McGinnis (patrón de la fábrica de órganos), Forbes Caldwell (obrero de la fábrica de órganos), Dan Palmquist (el hombre que atiende la estación de servicio), Bill de Jarnette (mecánico), Steve Boozer (hombre en la gramola), Larry Sneegas (apostador de la carrera de autos), Cary Conboy (zombie del lago), Sharon Scoville (amiga de Mary), Mary Ann Harris (amiga de Mary), Peter Scnitzler (cadáver que camina), Bill Sollner (zombie del lago), Reza Badiyi (cliente en la ventanilla de la estación de ómnibus), Herk Harvey (El hombre en la tienda), Pamela Ballard (empleada de tienda), Karen Pyles (clienta de tienda) y T.C.Adams (encargado del jardín de la parroquia).
Guión: John Clifford.
Fotografía: Maurice Prather.
Montaje: Dan Palmquist, Bill de Jarnette.
Música originakl: Gene Moore.
Sonido: Ed Down, Don Jessup.
Diseño de títulos: Dan Fitzgerald.
Peinados: George Corn.
Director asistente: Reza Badiyi.
Producción: Herk Harvey.
Compañías productoras: Harcourt Productions/Herts, Lion.
Les deux anglaises et le continent (en Argentina: Las dos inglesas).
Francia, 1971,
Francés e inglés, eastmancolor, 132m.
Dirección: Francois Truffaut.
Intérpretes: Jean-Pierre Léaud (Claude Roc), Kika Markham (Ann Brown), Stacey Tendeter (Muriel Brown), Sylvia Marrito (Mrs. Brown), Marie Mansart (Madame Roc), Philippe Léotard (Diurka), Irene Tunc (Ruta), Mark Peterson (Mr. Flint), Francois Truffaut (voz del narrador), Georges Delerue (agente de negocios de Claude), Marie Irakane (mucama de Madame Roc), Marcel Berbert (marchand), Jane Lobre (portera), David Markham (quiromántico), Jean-Claude Dolbert (policía inglés), Sophie Baker (amiga de Ann en el café), René Gaillard (chofer de taxi), Anne Levaslot (Muriel niña), Annie Miller (Monique de Monferrand), Christine Pelle (secretaria de Claude), Jeanne Sophie (Clarisse), Guillaume Schiffman, Mathieu Schiffman y Laura Truffaut (niños).
Guión: Francois Truffaut, Jean Gruault según la novela homónima de Henri-Pierre Roché.
Fotografía: Néstor Almendros.
Montaje: Martine Barraqué, Yann Dedet.
Música: Georges Delerue.
Sonido: René Levert.
Cámara: Jean-Claude Riviere.
Diseño de producción: Michel De Broin.
Dirección artística: Jean-Claude Dolbert.
Asistente del director: Suzanne Schiffman.
Vestuario: Gitt Magrini.
Peinadora: Simone Knapp.
Producción: Marcel Berbert, Claude Miller.
Compañías productoras: Les Films Du Carrosse-Cinetel/Valoria.
El desencanto, Jaime Chávarri, 1975.
Los títulos de crédito, iniciales, están escritos sobre una foto de familia de la que el padre, que aún vivía, está ausente como, nos enteramos después, siempre lo estuvo más allá de su presencia física. A continuación un lento travelling de retroceso nos aleja del monumento, aún no inaugurado, cubierto por una tela, tal como se lo ve, asimismo, en el último plano filmado en un crepúsculo. De un padre ausente vamos, por corte directo a una imagen suya tapada que no nos dejan ver, arribando al final sin que se nos conceda alguna otra, sutil manera de decirnos que Panero no es sólo Panero sino también aquello que representó, lo que se esconde tras la tela que, movida por el viento, parece albergar alguna forma monstruosa. Pocas veces en el cine, quizá ninguna, una familia real, a la que en cierto modo el discurso ficcionaliza aunque paradójicamente adopte gestos del cinéma verité, ha exhibido sus intimidades, los lazos que suelen silenciarse pero que son los que verdaderamente apuntalan a la institución, con la descarnada crueldad y el impiadoso humor con que lo hace El desencanto: la inefable Felicidad llega a insinuar que la verdadera pareja de su marido no fue ella sino otro poeta, premio Nacional de Literatura Miguel de Unamuno y premio Cervantes, que sí aparece en las imágenes diciendo un pomposo discurso a mayor gloria del muerto: Luis Rosales (1910-1992).
Este segundo largometraje de Chávarri carga sobre sí, además, el hecho de ser la última película mutilada por la censura cinematográfica española, reemplazada ahora por la mucho más temible que ejerce el mercado. En el jardín del Liceo Italiano de Madrid, donde estudiaron los hermanos Panero, dialogan Felicidad, “Michi” y Leopoldo. El último está hablando de su internación, una de las tantas, en el Psiquiátrico de Barcelona. La madre le pregunta qué edad tenía entonces y él le responde: “Pues diecinueve años, que es la edad que se tiene para no sé, tener amores, amantes, etcétera y no para...”. Ella vuelve a inquirir: “¿Y porqué no los tuviste?” El hijo responde súbitamente, como si las palabras brotaran tan rápidamente que no pudieran contenerse: “Pues porque en un manicomio es muy difícil. Bueno, te puedo decir que tuve algunos porque en un manicomio, en el de Reus, me la chupaban los subnormales por un paquete de tabaco. Y esos son los que tuve ¿no?”. Las once palabras subrayadas no se oyeron en septiembre de 1976, cuando el estreno del film en España, pero seguían sin oírse, por ejemplo, en la emisión de la película que realizó TVE 2 el 23 de marzo de 1998. (Fue estrenada en salas comerciales argentinas, pasando casi desapercibida para la mayoría de crítica y público, a fines de la década del 70 por Aries, compañía que realizó más tarde una edición en vídeo, hoy inencontrable. Se la pudo volver a ver en el último BAFICI, formando parte de la sección “Cine Español Maldito”, programada por Juan Ferrer y Antonio Llorens. Leopoldo María Panero, que vive como interno en el Hospital Psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria, es hoy, a sus 53 años, una de las voces vivas más altas, sino la más, de la poesía escrita en castellano. Durante 2001 publicó dos nuevos libros de poemas y su Obra Completa).
Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962.
Nada hay de lo que, en apariencia, éste requiere. La protagonista, que sólo volvió a filmar otro largometraje hasta hoy, construye a su Mary Henry apelando al célebre Método de Strasberg, rodeada por amigos y conocidos del equipo, muchos de ellos reclutados directamente en la calle en el día del rodaje, originando así una tensión que, sin embargo, redunda en beneficio del aislamiento que sufre el personaje en la diégesis: ¿índice más allá de ésta de la soledad de la mujer estadounidense que se apartaba, por los años de la filmación, del “deber ser” social? El montaje deja la sensación, en la mayoría de las articulaciones, que los planos duran un segundo más del tiempo que la industria considera conveniente para la mirada domesticada del público, lo que junto a la filmación en escenarios naturales provoca un fuerte efecto de realidad que suele estar ausente en esta clase de discursos cinematográficos. La banda sonora, exceptuando la sórdida escena del bar: uno de los retratos descarnados de los ritos de la América profunda que la película muestra al pasar, mezcla una chirriante música original interpretada sólo en órgano con todo tipo de sonidos inquietantes e inarmónicos cuya fuente no está en la imagen. La fotografía, por su parte, se solaza en quemar gran parte de los exteriores diurnos donde, a contrapelo de la norma, transcurren los momentos más tensos.
En estos tiempos cinematográficos en que la industria se enriquece proponiendo productos, que como éste, hace coexistir el mundo de los vivos y el de los muertos, esta obra, tan distinta a ellos puede asegurar escalofríos reales. Asimismo, recorriéndola, se pueden advertir los múltiples paralelismos, entre ellos las sutiles referencias a Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), que la enlazan con un Chabrol atípico e inhallable: Alice ou la derniere fugue (1976), estrenado entre nosotros con el pintoresco título de Más allá del amor.
En uno de los planos finales, un médico y un ministro, la Ciencia y la Religión, observan desorientados, como si sus discursos oficiales no pudieran dar cuenta del hecho, un pabellón abandonado sin entender cómo ha desaparecido Mary. Se me ocurre que son una buena imagen del desconcierto que puede aparecer en la academia de la crítica al tratar de dar cuenta, sobre todo, de una secuencia de este trabajo de Harvey que se obstina en permanecer en la memoria con ecos del cine que llaman expresionista: el lento, hipnótico vals que danzan los muertos entre los restos del salón de baile que una vez fue sala de baños. (En su país de origen fue estrenada en autocines sin que nadie reparara en ella. Más tarde, tras varias exhibiciones televisivas, fue repuesta en la versión director’s cut, que es la que utilicé para este trabajo, consiguiendo la aprobación, ni más ni menos, de los imposibles Leonard Maltin y Siskel y Ebert. ¿Habrá sido presentada alguna vez en salas de cine argentinas? Hace ya un lustro, el sello editor de video Época lanzó una copia, en muy mal estado, al mercado: todavía se puede conseguir. Varios años atrás podía verse, no demasiado regularmente, en la televisión argentina desde la cual cosechó secretos adeptos).
Les deux anglaises et le continent, Francois Truffaut, 1971.
Los títulos de crédito iniciales están escritos sobre una edición del libro homónimo de Henri-Pierre Roché que la película transpone: un tomo, dos, varios y después algunas de sus páginas con anotaciones hechas a mano ¿por el director? , al tiempo que la voz del narrador en tercera persona (el mismo realizador) dice: “Hoy he revivido nuestra historia, algún día la convertiré en un libro. Muriel piensa que contar lo que nos pasó podría servir a otros”. Son palabras de la novela vampirizadas por quién cuenta, con imágenes y sonidos, faltando a su promesa escritural, y realizando un film entrañable donde Roché y Truffaut entremezclan sus voces hasta volverla una: el primero volviendo a capturar unos episodios de su juventud, el segundo recordando en clave su relación con dos hermanas, estrellas cinematográficas francesas: ¿a quién recuerda el perfil de la actriz que interpreta a Muriel? ¿por qué Ann no muere en el texto literario y sí en el fílmico?
Había un desafío muy atrevido, y muy personal, para Truffaut en esta transposición ejemplar, quizá el más riesgoso de su filmografía: narrar una historia pasional, desarrollada en los tramos iniciales del siglo que pasó, con tres personajes, dos mujeres hermanas y un hombre, que, a lo largo de siete años, prioritariamente se comunican a través de cartas, algunas remitidas y otras no, y del envío de diarios íntimos y que, además, recurren al monólogo para expresar lo que les sucede, contada por una voice over, que corresponde a uno de ellos, imprecisos años después. En vez de simplificar el reto eliminando todo aquello que, por convención de la industria, no es filmable, Les deux anglaises et le continent se presenta como un film provocativamente literario donde, sin embargo, la expresión cinematográfica esplende. Si esencialmente es el narrador, pródigo en elipsis que nunca atentan contra la ubicación del espectador, quién hace avanzar la acción, son las imágenes bellamente iluminadas por Néstor Almendros, y la música esencial de Georges Delerue, las que comentan los hechos, las que lo encarnan: a veces con inusitada violencia como ocurre en la única noche de amor físico entre Muriel y Claude que culmina con la gigantesca, y por tanto inverosímil, mancha de sangre sobre la sábana de hilo blanca y con un fundido al rojo; otras, con inesperados detalles en las imágenes capaces de expresar los sentimientos, como los destellos oscilantes del agua sobre el casco del barco en el puerto de Calais.
Hay dos núcleos temáticos que el discurso marca fuertemente. El primero es uno de los ejes de sentido de una buena parte de la producción ‘truffautiana’: el amor, no así el sexo, mostrado como una construcción teórica que enferma, que hace mal, que impide vivir en plenitud: las criaturas de este film atraviesan años de incesantes cambios sólo atentos, en su interioridad, a la inevitable, y asfixiante, telaraña de sus sentimientos, como ocurre en todo melodrama que se precie, orgullosamente, de serlo, aunque de ese género cinematográfico esta película sólo conserva ciertas apariencias. El segundo puede formularse utilizando unas palabras que pronuncia Muriel durante una de sus crisis: “La vida es un montón de piezas que jamás se juntan”. Y que, agrego, sólo el cine puede unir como reparación, imaginaria, al dolor que procura vivir.
En uno de los textos que integran Ciné Journal (1986), Serge Daney sostiene que “(...) Hay dos Truffaut. Dos autores para una obra doble. Un Truffaut-Jeckyll y un Truffaut-Hyde, que desde hace más de veinte años, pretenden ignorarse. Uno es respetable y el otro es oscuro, uno serio y el otro perturbador”. La idea es justa, aunque se puede disentir con la selección de películas para cada uno de los casilleros. En mi elección, Les deux anglaises et le continent, junto con La peau douce (1964), La sirene du Mississippi (1969), L’histoire d’ Adele H. (1975) y La chambre verte (1978) , que son sus películas que prefiero, se ubican en el costado Hyde. ( Estrenada en Argentina en los últimos meses de 1973 en la copia mutilada, en más de quince minutos, por el mismo Truffaut ante la mala acogida dispensada por el público francés en ocasión de su presentación parisina, recién a fines del año que pasó el sello editor Epoca lanzó una edición en video que, esperemos, le haga justicia. Así se cumpliría el deseo de su director que, poco antes de morir, devolvió al film su duración original de 132 minutos y expresó el deseo de que se vuelva a exhibir completa, lo que ocurrió en casi toda Europa y en Estados Unidos, pero no entre nosotros. Que yo sepa, nunca fue emitida por la televisión argentina y es la película de su autor que menos se cita por estas latitudes, probablemente junto a Une belle fille comme moi (1972). Quizá también sea la más secreta al lado de la ya mencionada La chambre verte).
Fichas técnicas:
El desencanto (en Argentina ídem).España, 1975.
Castellano, B/N, 95 min.
Dirección: Jaime Chavarri.
Con la participación de: Felicidad Blanc, Juan Luis Panero, Leopoldo María Panero, José Moisés Panero (“Michi”) y Luis Rosales.
Fotografía: Teodoro Escamilla y Juan Ruiz-Anchía.
Montaje: José Salcedo.
Música: Sonata para piano D 959 de Franz Schubert.
Diseño de sonido: Bernardo Mens.
Ayudante de dirección: Francisco J. Querejeta.
Jefe de producción: Primitivo Alvaro.
Producción: Elías Querejeta.
Carnival of Souls (en Argentina: Carnaval de almas).
EUA, 1962.
Inglés, B/N, 84m. (director’s cut).
Dirección: Herk Harvey.
Intérpretes: Candace Hilligoss (Mary Henry), Sidney Berger (John Linden), Frances Feist (Mrs. Thomas), Art Ellison (ministro), Stan Levitt (Dr. Samuels), Tom McGinnis (patrón de la fábrica de órganos), Forbes Caldwell (obrero de la fábrica de órganos), Dan Palmquist (el hombre que atiende la estación de servicio), Bill de Jarnette (mecánico), Steve Boozer (hombre en la gramola), Larry Sneegas (apostador de la carrera de autos), Cary Conboy (zombie del lago), Sharon Scoville (amiga de Mary), Mary Ann Harris (amiga de Mary), Peter Scnitzler (cadáver que camina), Bill Sollner (zombie del lago), Reza Badiyi (cliente en la ventanilla de la estación de ómnibus), Herk Harvey (El hombre en la tienda), Pamela Ballard (empleada de tienda), Karen Pyles (clienta de tienda) y T.C.Adams (encargado del jardín de la parroquia).
Guión: John Clifford.
Fotografía: Maurice Prather.
Montaje: Dan Palmquist, Bill de Jarnette.
Música originakl: Gene Moore.
Sonido: Ed Down, Don Jessup.
Diseño de títulos: Dan Fitzgerald.
Peinados: George Corn.
Director asistente: Reza Badiyi.
Producción: Herk Harvey.
Compañías productoras: Harcourt Productions/Herts, Lion.
Les deux anglaises et le continent (en Argentina: Las dos inglesas).
Francia, 1971,
Francés e inglés, eastmancolor, 132m.
Dirección: Francois Truffaut.
Intérpretes: Jean-Pierre Léaud (Claude Roc), Kika Markham (Ann Brown), Stacey Tendeter (Muriel Brown), Sylvia Marrito (Mrs. Brown), Marie Mansart (Madame Roc), Philippe Léotard (Diurka), Irene Tunc (Ruta), Mark Peterson (Mr. Flint), Francois Truffaut (voz del narrador), Georges Delerue (agente de negocios de Claude), Marie Irakane (mucama de Madame Roc), Marcel Berbert (marchand), Jane Lobre (portera), David Markham (quiromántico), Jean-Claude Dolbert (policía inglés), Sophie Baker (amiga de Ann en el café), René Gaillard (chofer de taxi), Anne Levaslot (Muriel niña), Annie Miller (Monique de Monferrand), Christine Pelle (secretaria de Claude), Jeanne Sophie (Clarisse), Guillaume Schiffman, Mathieu Schiffman y Laura Truffaut (niños).
Guión: Francois Truffaut, Jean Gruault según la novela homónima de Henri-Pierre Roché.
Fotografía: Néstor Almendros.
Montaje: Martine Barraqué, Yann Dedet.
Música: Georges Delerue.
Sonido: René Levert.
Cámara: Jean-Claude Riviere.
Diseño de producción: Michel De Broin.
Dirección artística: Jean-Claude Dolbert.
Asistente del director: Suzanne Schiffman.
Vestuario: Gitt Magrini.
Peinadora: Simone Knapp.
Producción: Marcel Berbert, Claude Miller.
Compañías productoras: Les Films Du Carrosse-Cinetel/Valoria.
EMILIO TOIBERO.
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