viernes, 23 de mayo de 2014

Films al borde del olvido III

La crisis, no sólo económica, que nos corroe ha provocado, entre otros males obviamente mayores, una oferta cinematográfica raquítica, al menos en las salas comerciales. Esta situación, que por supuesto se agrava en el interior del país, puede mirarse, sin embargo, desde otro lugar. En cualquier momento de vacas flacas siempre existe la posibilidad de acercarse a las gordas. Es decir, de revisar, a través de las ediciones en video, pero también de los ciclos que organizan las instituciones culturales con el apoyo de las embajadas. Entonces esta sección, que se publica en Otrocampo desde el número 5, puede ser no sólo una invitación a ver determinadas películas hundidas en una zona de penumbra en el territorio del consumo, sino también una necesidad.

Esta tercera entrega de 'Films al borde del olvido' reúne tres obras que difícilmente podrían aproximarse en otro espacio y que únicamente pueden mostrar alguna afinidad si se considera que las tres podrían entrar en la difusa categoría de “cine de autor”. Soffici es uno de los pocos cineastas argentinos que ascendieron a la categoría de autores; Rossellini es un autor olvidado, al menos entre nosotros –buena prueba de ello es que el 29 de agosto próximo pasado, cuando los diarios recordaron el vigésimo aniversario de la muerte de la que fue su esposa, Ingrid Bergman, algunos ni lo mencionaron como director de cinco de sus trabajos– y Renoir es un maestro tan citado como no visto, al que muchos incluso confunden con Rene Clair.

Vayan pues estas tres reseñas anacrónicas escritas bajo el acicate de una fantasía: la de que alguien, después de leerlas, tenga interés en ver las películas que las originaron.


El extraño caso del hombre y la bestia, de Mario Soffici (1951).
Los escenarios proclaman, por lo menos, tres filiaciones contradictorias: evocan la representación cinematográfica de ciertas ciudades centroeuropeas; en alguna calle o en algún interior remiten al cine francés de entre deux guerres, pero, imprevistamente, no falta un despacho de bebidas emblemáticamente porteño. El plan de iluminación proviene del cine alemán posterior a la primera guerra. La planificación y el montaje son los del cine clásico estadounidense tal como se practicaba en los ’30. Sólo las voces de los actores, que entonan de maneras disímiles el castellano, delatan, sin dejar lugar a dudas, el origen argentino del film. Tan peculiar amalgama de procedimientos se corresponde con el cartel que abre la narración, después de los títulos de crédito:






“Esta extraña historia nació de un sueño misterioso y alucinante del gran escritor ROBERTO LUIS STEVENSON. Su ámbito inmortal no se fija en ningún lugar en el tiempo o en el espacio. Puede suceder en CUALQUIER CIUDAD O ÉPOCA porque materializa ante nuestros ojos el combate perpetuo entre el ángel y la bestia cuyo campo de batalla es la estremecida y doliente alma humana”. (Las mayúsculas corresponden al original.)

Es evidente –¿o será fruto de los usos y costumbres de los grandes estudios?– que para que las imágenes den testimonio de que esta historia puede suceder en cualquier lugar o año, se ha pergeñado este insólito espacio donde los personajes salen de un bar paradigmático de San Telmo para continuar su conversación en una calle empedrada que puede hacer pensar en Praga y concluirla en una casa señorial que podría estar ubicada en algún distrito parisino. Así el universo diegético propuesto, donde el maquillaje de “la bestia” no hace otra cosa que evocar al vampiro de Nosferatu, aparece como un universo autosuficiente y cerrado, desafiantemente ficcional, construido para apuntalar un único sentido preexistente al rodaje.

Si el cine argentino ya había transpuesto, entre otros muchos autores extranjeros de menor predicamento, a Honoré de Balzac (La piel de zapa, Luis Bayón Herrera, 1943); a Henrik Ibsen (Casa de muñecas, Ernesto Arancibia, 1943) en una atrevidísima versión donde Nora abjuraba de sus deseos de independencia, optando por la umbría calma del hogar, y a Gustave Flaubert (Madame Bovary, Carlos Schlieper, 1947), cabe conjeturar que los productores de El extraño caso del hombre y la bestia se habrán preguntado por qué no continuar por la senda de la literatura europea del siglo XIX y adaptar a Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894). Algo que, por otra parte, es una costumbre de todas las industrias cinematográficas de Occidente: desde 1908 hasta 1995, la nouvelle El extraño caso del Dr. Jeckyll y mister Hyde (1886) ha sufrido, por lo menos, veinticinco transposiciones, unas más declaradas que otras, para cine y televisión –desde la no atribuida Dr. Jeckyll and Mr. Hyde (EEUU, 1908) hasta Dr. Jeckyll and Ms. Hyde (David Price, Reino Unido/EEUU, 1995)– entre las que se cuenta una de las tantas películas esenciales de Jean Renoir, Le Testament du docteur Cordelier (Francia, 1959).

Claro está que el film, antes aún de ser rodado, desde un hipotético guión que puede construirse a partir de su visión, estaba forzado a obedecer a un claro propósito moralizante que el discurso machaca sin conceder respiro al espectador. Ignoro cómo puede haber sido vista tanta insistencia en el momento de su estreno, pero al día de hoy es su vehemencia por afirmar cierto orden de valores lo que le otorga un carácter asfixiante, no tanto las peripecias narradas. Dejando a un lado los poco felices chascarrillos contra el existencialismo en boca de un abogado propuesto como suma de virtudes (que dejan al descubierto el momento de la filmación), la forzosa inclusión de personajes que no existen en el original, como el hijo, sólo se justifica en aras de una ardiente, y paradójicamente monótona, defensa de la institución familiar y de todo lo que ella implica. Pero la más elaborada vuelta de tuerca está dada por el hecho de que las mutaciones del hombre en bestia son atribuidas a un pecado de juventud. En un relato en el que la única persona joven que aparece, salvo el niño comodín, es una drogadicta que, además, se dedica a la prostitución, se aclara que dicho error no es otro que haber explorado los límites del conocimiento científico. Es decir que El extraño caso del hombre y la bestia aconseja a su espectador el conformarse con aquello que se tiene: “De casa al trabajo y del trabajo a casa” (donde puede esperarlo una bolsa de agua caliente), “Alpargatas sí, libros no”, etc.

Resta recordar que aquellas obras, que por supuesto convendría revisar, de Mario Soffici, que el canon del cine argentino señala como hitos –Kilómetro 111 (1938), Prisioneros de la tierra (1939), Tres hombres del río (1943) o Rosaura a las diez (1958)– se filmaron bajo otros gobiernos que ésta sobre la que discurrimos. ¿Por qué echar luz sobre esta película hoy olvidada? Porque sospecho que representa a muchas otras de sus contemporáneas. Por ejemplo, son innegables las estrechas afinidades que la unen a La bestia humana (Daniel Tinayre, 1954), transposición de la novela homónima de Émile Zola.

(El extraño caso del hombre y la bestia no ha conocido edición en video. De vez en cuando solía aparecer en algunos ciclos televisivos alimentados por la nostalgia de un cine argentino industrial que fue.)

Stromboli, terra di Dio, de Roberto Rossellini (1949).
Puede coincidirse con Serge Daney cuando afirma que el cine moderno comienza a revelarse en la escena de la tortura de Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945). Pero, arriesgo, no llega a estallar de manera flagrante hasta cuatro años más tarde, hasta la aparición de Stromboli, terra di Dio, donde, decididamente, se le pide al espectador que entable otro tipo de relación con la película que está viendo, distinta a la que practicaba en su rutina por las salas oscuras donde podían diferenciarse sin esfuerzo las imágenes ficcionales de las que no lo eran.
Primero de los cinco films que el cineasta italiano realizó con Ingrid Bergman como intérprete –los otros son: Europa 51 (1952), “Ingrid Bergman” (1953, episodio de Siammo donne), Viaggio in italia (1953), Giovanna d’Arco al rogo (1954) y La paura (1954)–, inserta una historia, inventada, que transcurre en la segunda posguerra y se desarrolla a la manera de una crónica en un medio real, la isla volcánica de la Italia meridional que da su nombre a la película; se trata de una historia presentada con recursos que parecían en ese entonces patrimonio exclusivo del llamado cine documental. Ese proceso de encarnar una ficción y confrontarla con la realidad, que se corresponde con el choque extra-diegético entre la estrella de Hollywood y algunas circunstancias de la vida cotidiana en un país vencido, provee al discurso de una tensión insólita para los años de su rodaje, una tensión que todavía produce perplejidad.


Karin, la protagonista, es alguien animada por una fuerte voluntad de construir su vida pese a los inconvenientes con que se encuentra en su camino, responsables de su cinismo frente al mundo. Brevemente, a través de escuetas líneas de diálogo o de alguna breve situación, el espectador se entera de que Karin es lituana, que se casó con un arquitecto checoslovaco muerto durante la invasión nacional-socialista, y que pasó de allí a Alemania y por último a Italia, a raíz de su relación con un militar. Terminada la guerra, temporalmente instalada en un “campo para refugiados”, quiere venir a vivir a la Argentina, pero sus antecedentes, se sugiere, se lo impiden. La salida posible es el casamiento, calculadamente consentido, con un pescador meridional que la lleva a su pueblo, casi deshabitado a causa de las migraciones. Desde allí el discurso nos mostrará la imposibilidad de un entendimiento –en el que la barrera idiomática juega notablemente un papel menor– entre ella y los habitantes, hasta atreverse a un final de audacia extrema. Karin, embarazada, se decide a huir. La única posibilidad es llegar a un pueblo en el otro extremo de la isla, adonde arriba una lancha que podría conducirla al continente. Para llegar allí debe rodear a pie el volcán, siempre humeante y al borde de la erupción. Parte de ese camino es lo que muestran los últimos diez minutos, en que sólo aparecen Karin y la naturaleza salvaje en constante transformación. Las pocas palabras de ella –cuatro veces nombra a Dios con diferentes intenciones en cada caso– van generando diversos fuera de campo: el pueblo que quedó atrás, el útero con la criatura en gestación, el lugar de ese ser superior en el que ella parece creer, contrapuestos a la literalidad, al grado cero, de lo que muestra la imagen. El film se detiene en un momento de esa marcha, in media res, eludiendo cualquier precisión acerca de lo que ocurrirá con Karin. ¿Muere? ¿Regresa? ¿Llega al otro lado de la isla? Esta secuencia es de las que no admiten un logro parcial. Es de las que o bien se logran o bien se hunden arrastrando consigo a todo el film. A 53 años de su rodaje podemos seguir afirmando que constituye uno de esos no habituales momentos de iluminación –en el sentido en que utiliza Rimbaud la palabra: “impulso insensato e infinito hacia los esplendores invisibles...”– que recuerdo de mi experiencia como espectador, un momento digno de ubicarse al lado del registro de los paseos en bote por el río de Une Partie de campagne de Renoir, de la Roma casi vacía de presencias humanas en el final de L’Eclisse de Antonioni, de la aparición de la montajista ciega en JLG/JLG, o de la reaparición del héroe dado por perdido en Lancelot du Lac de Bresson, tal es el orden en que acuden a mi memoria mientras escribo.

Me arriesgaría a decir que Rossellini busca intencionalmente provocar en sus espectadores esa iluminación (que también asaltó a Rohmer, si uno ha de guiarse al menos por su nota sobre la película). Ya desde la elección del epígrafe que coloca al finalizar los títulos de crédito iniciales: “Fui hallado de los que no me buscaban, /Me manifesté a los que no preguntaban por mí”, palabras de la paulina Epístola a los Romanos, 10, 20, que citan a su vez al Libro de Isaías. Encabezamiento que resuena dentro del mundo diegético en la última invocación, dicha como enfrentándolo, de Karin a Dios, donde pide: “Dame la fuerza, la comprensión y el coraje.”

(Stromboli, terra di Dio tiene en la Argentina una muy aceptable edición en video, que respeta su duración original. Muchos años atrás solía verse por televisión la copia estadounidense con 24 minutos menos y una voz over que asegura al final el retorno de Karin a su hogar. La obra de Rossellini, muy parcialmente conocida en nuestro país, y desestimada por la empecinada miopía de cierto sector de la crítica vernácula, pide una urgente revisión: tiene todavía muchas enseñanzas para darnos.)


French cancan, de Jean Renoir (1954).

Después de quince años sin rodar en su país, desde La Règle du jeu, Renoir retorna para realizar un film –una “comedia musical” advierten los títulos iniciales de crédito– sobre el trabajo necesario para concretar un doble acontecimiento: la inauguración de un nuevo local de diversión, el Moulin Rouge, y el montaje del espectáculo de apertura. La idea no parece lejana de la de un film que había sido realizado el año anterior: The Band Wagon (Vincente Minnelli, EEUU, 1953). Sin embargo, las diferencias son mucho más abismales que las que cabría suponer, pese a una común manera de estilizar la acción a través del tratamiento del color (parcialmente en la película del cineasta ítalo-estadounidense). Porque Renoir, y esto el discurso lo vuelve evidente, cree en aquello que cuenta, con ciertos lugares comunes que circulan en torno al tema, y, en una vuelta de tuerca inesperada los utiliza para reflexionar, muy irónicamente, acerca de su trabajo, y de su posición, siempre inestable, en la industria del cine. El relato hace hincapié en dos aspectos: los problemas económicos siempre a punto de hundir los proyectos del personaje central –Danglard, un infatigable y veterano empresario– y las complicaciones amorosas que genera su apego a distintas mujeres que selecciona y construye para sus shows. Como se desea, todo termina de la mejor manera posible –el local se inaugura y el espectáculo es un éxito– en medio de una orgía de colores, música y ardorosa exaltación del cuerpo femenino que tiene muy pocos parangones, si es que los hay, en toda la historia del cine.


La alegría que transmite al espectador ese final, que quizás esconda algún nuevo desasosiego para un día subsiguiente que ya no conoceremos, puede, injustamente, opacar la permanente fiesta para los sentidos del espectador que derrocha todo el metraje y que permite sugerir que estamos frente a un film terapéutico. Con su puesta escena de una fluidez que hoy ya parece extremadamente rara –las secuencias se deslizan la una tras otra como los vagones de un tren veloz, en marcha sobre las vías– la película prodiga soluciones narrativas cuyos secretos quizás hayamos extraviado, como el de ciertos colores de la paleta renacentista. ¿Cómo concretar esos planos generales que albergan a muchísima gente sin hacer que ninguno pase inadvertido, como ocurre en la visita del ministro a la obra en construcción? ¿Cómo evocar permanentemente la pintura de principios del siglo pasado sin caer jamás en el congelado tableaux vivant de un cuadro, cuestión sobre la que Bazin tiene un ensayo memorable? ¿Cómo trabajar la declaración de amor del príncipe oriental a Niní, una situación propia de un mal folletín, para lograr que emocione? ¿Qué estrategias poner en juego para que la bellísima María Félix se ría de sí misma y del estereotipo al que prestó su cuerpo en una dilatada carrera cinematográfica?

Cuando Danglard explica a sus posibles socios su concepción sobre el Moulin Rouge, les dice que éste debe darle al pueblo la ilusión de participar en otra vida diferente a la que llevan. Y subraya que es ilusión lo que hay que darles. Hay en esas palabras una reflexión acerca de lo que French cancan quiere ser, o una posible línea de lectura de la obra: la recuperación sensual de un pasado clausurado, el de ciertos sectores sociales de la llamada Belle Epoque, entrevisto desde la dulzura del recuerdo y trazado como la afirmación de una escala de valores, que el espectador debe confrontar con los que van y vienen, los que están en danza en el momento de la visión del film.

Hay un excepcional documento fílmico firmado por Jacques Rivette, meritorio de dirección en la película que nos ocupa, llamado Jean Renoir, le patron (1966). El mismo término que el título utiliza para referirse al cineasta es el que usan los trabajadores de Danglard para dirigirse a él. En castellano, la palabra tiene muchos significados. Recortemos algunos: “santo bajo cuya invocación y protección se halla una iglesia, un pueblo, una congregación, etc.”; “amo, señor”, o también “el que manda y dirige un buque mercante”. Todos ellos dan cuenta del lugar que ocupa el autor de Une partie de campagne (1936) dentro del cine, francés y mundial, pero asimismo el papel que tiene Danglard dentro de la diégesis. ¿Es necesario afirmar que, al menos para mí, Danglard es el alter ego de Renoir?

(Hay dos copias, muy buenas, de French cancan: una en 16 y otra en 35mm en la Cinemateca de la Embajada de Francia en la Argentina. También hay una edición en video, editada hace un par de años, que parece aceptable a primera vista pero que no respeta los colores originales.)

Fichas técnicas:

El extraño caso del hombre y la bestia
Argentina, 1951.
Castellano, b/n, 80m.
Dirección: Mario Soffici.
Intérpretes: Mario Soffici (Dr. Jeckyll/Hyde), Ana María Campoy (Sara de Jeckyll), José Cibrián (Abogado amigo de Jeckyll), Federico Mansilla, Rafael Frontaura (él mismo), Gloria Ferrándiz,
“el niño” Panchito Lombard (hijo de Jeckyll), Diana de Córdoba, Arsenio Perdiguero, Jesús Pampín, Mercedes Perdiguero, Rafael Diserio, Julia Giusti, José Navarro “y por atención especial la estrella” Olga Zubarry (Dora).
Libro: Ulises Petit de Murat, versión libre de la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y M. Hyde, de Roberto Luis Stevenson.
Continuidad y encuadre: Mario Soffici.
Fotografía: Antonio Merayo.
Montaje: Jorge Gárate.
Sonido: Mario Fezia, Carlos Marín.
Música: Silvio Bernazza.
Cámara: Julio Dasso.
Vestuario: Eduardo Lerchundi.
Decorados: Gori Muñoz.
Director asistente: Orlando Zumpano.
Ayudante de dirección: José Lagreca.
Asistente general de producción: Carmelo Vecchione.
Compañía productora: Argentina Sono Film S.A.C.I.


Stromboli, terra di Dio
Italia/ EEUU, 1949.
Italiano e inglés, b/n, 105m (versión original), 81m (copia estadounidense).
Dirección: Roberto Rossellini.
Intérpretes: Ingrid Bergman (Karin Bjorsen), Mario Vitale (Antonio Mastrotefano, su marido), Renzo Cesana (el cura), Mario Sponza (el guardián del faro), Roberto Onorati (el niño) y habitantes de Stromboli.
Guión: Sergio Amidei, Gian Paolo Callegari, Renzo Cesana, Art Cohn, padre Félix Morlión según un argumento de Roberto Rossellini y Sergio Amidei.
Fotografía: Otello Martelli.
Montaje: Jolanda Benvenuti (copia original), Roland Gross (copia estadounidense).
Sonido: Terry Kellum, Eraldo Giordani (en parte sonido directo).
Música: Renzo Rossellini.
Camarógrafos: Luciano Trassati, Roberto Gerardi, Ajace Parolin.
Director de producción (para la RKO): Ed Kelley y, después, Harold Lewis.
Producción: Roberto Rossellini.
Compañías productoras: Berit Film (Bergman-Rossellini), RKO Prod. (Italia-EUA)
Rodada entre el 4 de abril y el 2 de agosto de 1949.


French cancan
Francia, 1954.
Francés, technicolor, 99m.
Dirección: Jean Renoir.
Intérpretes: Jean Gabin (Danglard), María Félix (Lola, la bella Abadesa), Francoise Arnoul (Niní), Jean-Roger Caussimon (barón Walter), Gianni Esposito (príncipe Alexandre), Philippe Clay (Casimir), Michel Piccoli (Valorguil), Jean Paredes (Coudrier), Lidia Jonson (Guibole), Max Dalban (el dueño de la Reine Blanche), Jacques Jouanneau (Bidon), Jean-Marc Tennberg (Savate), Hubert Deschamps (Isidoro, camarero del café), Franco Pastorino (Paulo, el panadero), Valentine Tessier (Mme. Olympe, madre de Niní), Albert Rémy (Barjolin), Annik Morice (Thérese), Dora Doll (La Ginesse), Anna Amendola (voz de Cora Vaucaire) (Esther Georges), Leo Campion (el comandante), Mme. Paquerette (Mami Prunelle), Sylvine Delannoy (Titine), Anne-Marie Mersem (Paquita), Michele Nadal (Bigoudi), Gaston Garaboche (Oscar, el pianista), Jaque Catelain (el ministro), Pierre Moncorbier (el conserje), Jean Mortier (el gerente del hotel), Numes Fils (el vecino), Robert Auboyneau (el ascensorista), Laurence Bataille (Pygmée), Pierre Olaf (Pierrot Silbador), Jacques Giron (primer lechuguino), Claude Arnay (segundo lechuguino), France Roche (Béatrix), Michele Philippe (Eleonor), R.J. Chauffard (el inspector de policía), Gaston Modot (el criado de Danglard), Jacques Helling (el cirujano), Patachou (Yvette Guilbert), André Claveau (Paul Delmet), Jean Raymond (Paulus), Edith Piaf (Eugene Buffet), Jedlinska (la Gigolette), Jean Sylvere (el botones), Palmyre Levasseur (planchadora), André Philip, Bruno Balp, Jacques Marin, H.R. Herce, René Pascal, Martine Alexis, Corinne Jansen, Maya Jusanova y la voz de Mario Juillard.
Guión: Jean Renoir basado en una idea de André-Paul Antoine.
Fotografía: Michel Kelbert.
Montaje: Boris Lewin.
Sonido: Antoine Petitjean.
Música: George Van Parys (y una serie de canciones de principios del siglo XX).
Coreografía: G. Grandjean.
Decorados: Max Doudy.
Vestuario: Roseline Delamare, realizado por Coquatrix y Karinska.
Ayudantes de dirección: Serge Vallin, Pierre Kast, Jacques Rivette (meritorio).
Director de producción: Louis Wipf.
Compañías productoras: Franco London Films, Jolly Films.
Rodaje: del 4 de octubre al 20 de diciembre de 1954 en los estudios St. Maurice Francoeur.
Estreno: 27 de abril de 1955 en París.

EMILIO TOIBERO.

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