viernes, 23 de mayo de 2014

Films al borde del olvido IV


Otros registros de Roma.
¿Cómo registraron la ciudad de Roma, en una serie de tres películas realizadas en un lapso de diez años a mediados del siglo XX, los cineastas más importantes por sus aportes a las formas de la expresión cinematográfica que a mi entender haya dado el cine italiano: Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini y Michelangelo Antonioni? Tal la pregunta que intentará responder, vaya a saber con qué fortuna, la cuarta edición de esta serie de reseñas anacrónicas de films sobre los que pende la amenaza del olvido. Rossellini, Pasolini y Antonioni, más allá de su nacionalidad común, en una época en que existían industrias cinematográficas nacionales, y del hecho de haber concretado una parte de sus filmografías durante los mismos años, se replantearon desde sus poéticas, claramente diversas, una misma pregunta que late en los orígenes del cine: ¿cómo filmar la realidad?

Claro está que cualquiera de las películas acá elegidas –secretamente entrelazadas por el hecho de que una misma actriz habite la primera y la tercera, y otra, protagonista de la última, preste su voz a un personaje de la segunda– exige de su espectador una mirada dispuesta a estallar en experiencias estéticas que, como se sabe, no es la que hoy se pone en juego en el momento de aproximarse a las obras. Quizá porque la continua información que circula acerca de ellas, bajo la forma de múltiples variantes, algunas torpemente disimuladas, de la gacetilla publicitaria, bloquea cualquier posibilidad de intentar una lectura propia, perversa o no, que ponga en duda aquella que impone el mercado.

Recordando una atractiva novela de ciencia ficción de Richard Matheson filmada más de una vez –I Am Legend– quizá haya llegado el momento de formular una pregunta con resonancias apocalípticas: ¿quedan aún espectadores que se atrevan a colocar cera en sus oídos para escapar a los cantos de sirena del mercado?


Europa ‘51, de Roberto Rossellini (1952).


En una buena parte de la numerosa bibliografía que circula por algunas ciudades argentinas acerca de la producción de Rossellini, una situación de la historia que narra esta película se enuncia equivocadamente. Michel Girard, el hijo del matrimonio protagónico conformado por Irene y George, se arroja, desde la balaustrada de un piso superior, al hall de entrada del edificio en que vive. Llevado a un hospital se le diagnostica fractura de cadera y ya de regreso en su hogar muere por un problema circulatorio, según dirá después su madre. Un primo del padre, André, le dice a Irene que el médico que lo atendió, por lo que le oyó decir a Michel cuando estaba inconsciente, piensa que puede haber sido un intento de suicidio, lo que el espectador puede asociar, si así lo quiere, con un plano anterior muy breve donde Michel, frente a un espejo del tocador de su madre, hace, para sí mismo, la pantomima de ahorcarse. Pero el discurso se niega a afirmar su muerte como un suicidio –el acto de quitarse la vida voluntariamente, recordemos, que Rossellini ya había mostrado a través de su realización por otro niño: el Edmund Koeler de Germania, anno zero–, por algo entre el accidente y la muerte existe en la diégesis un espacio de tiempo que no puede estimarse. Una cosa es que Irene acepte la hipótesis del suicidio y otra muy distinta que la narración la confirme. Pese a eso, Ángel Quintana no titubea, en su sinopsis del film, en afirmar: “Su existencia se verá trastocada por el suicidio de su hijo primogénito(...)” [1] y reitera, en otro libro, “(...) es una burguesa acomodada que vive en su torre de marfil y que, a partir del suicidio de su hijo (...)” [2]. Más cercano a la película, Alain Bergala escribe: “(...) la muerte de su hijo va a desencadenar en Irene un período de soledad moral y de sufrimiento (...) [3]
.




La interpretación de Quintana coagula el sentido, no respeta la ambigüedad que Rossellini hace circular generosamente, en esta situación pero también en otras, a lo largo del metraje. Ambigüedad constitutiva del discurso que no está ausente de la manera en que elige registrar Roma. En principio la película debía rodarse en París, con Gerard Philippe encarnando al esposo del personaje que interpreta Bergman, pero problemas con los productores galos obligaron al cineasta a filmar en Italia, con capitales suministrados por los entonces jóvenes Dino de Laurentiis y Carlo Ponti. En trabajos anteriores –Roma, cittá aperta y el tercer episodio de Paisà– Rossellini ya había probado su capacidad para insertar a sus personajes en distintos espacios de su ciudad natal, haciendo dialogar sus cuerpos, de una evidente carnalidad, con el entorno. Casi nada de eso ocurre acá. Más aún, en realidad imagino que de haberse concretado la producción francesa el resultado hubiera sido muy parecido, pese a los probables cambios argumentales, porque, como el título lo está señalando ya como intención, la ciudad en la que transcurre la acción es un síntoma de Europa en la posguerra: el guión en algún momento de sus devenires se llamó, por un tiempo, Hoy, y Rossellini quería agregarle al título definitivo un subtítulo: La tragedia del conformismo.

Una plaza antigua donde André e Irene mantienen un diálogo nocturno, los monoblocks cercados por hogares precarios, una fábrica en actividad donde a través de los encuadres Rossellini deja bien expuesto su desagrado hacia esa forma de organización del trabajo, una calle de noche, una iglesia católica y el acceso a una institución de salud mental que ocupa una villa son los escenarios naturales elegidos; los interiores fueron construidos en el Studio Ponti-De Laurentiis. Todos los exteriores, sin excepción, han sido registrados en su cotidianeidad más banal, aunque también opresiva, sin borrar los rasgos inequívocamente italianos que por allí aparecen, pero como queriendo difuminarlos, quitarles relieve. (Es decir en sentido contrario a la ciudad turística muy cercana, en el tiempo, a ésta que nos ocupa, de Three Coins in the Fountain, o a la ciudad encantada, seductora de provincianos, que construye La dolce vita.) No parece un dato irrelevante el hecho de que en su copiosa producción posterior Rossellini no haya vuelto a registrar la Roma contemporánea, que lo había conducido al reconocimiento internacional, sino en la inmediata Dov’è la libertà?, terminada por Mario Monicelli y en unos pocos planos de Anima nera, concluida por Gillo Pontecorvo, dos films de los que siempre habló mal. Como si el desagrado por los resultados del “milagro económico” en la vida ciudadana que exuda Europa ’51, hubiera permanecido y sólo hubiera podido disolverse, por un tiempo, en esa trilogía radical que constituyen L’India vista da Rossellini, J’ai fait un bon voyage e India, Matri Bhumi. (En el mercado argentino circula una edición, del sello Yesterday Video Cine, doblada al inglés con diálogos escritos por Donald Odgen Stewart. En la banda sonora hay una sorda descarga, casi permanente, que no está en el original. Tampoco incluye una secuencia, posterior al día de trabajo de Irene en la fábrica, donde ésta va al cine y ve un documental industrial sobre el éxito de la industria eléctrica en Italia. De acuerdo a los datos que manejo, dicha secuencia sólo se vio en el Festival de Venecia de 1953, donde compitió el film; después fue censurada.)


Accattone, de Pier Paolo Pasolini (1961).


Noi valemo giusto se ci avemo mille lire in saccoccia, se no nun semo niente.”
(Línea de diálogo dicha por el protagonista, Accattone)

La Roma del primer largometraje de Pier Paolo Pasolini es fundante porque la hace existir para siempre en el cine: no había sido registrada antes con tanto detalle y conocimiento y se opone frontalmente a la mirada edulcorada que volcara sobre un espacio similar, seis años antes, Vittorio de Sica en Il tetto. Es la Roma suburbana, que hoy ya no existe, habitada por el subproletariado italiano, quizás ahora reemplazado por el que conforman los inmigrantes de países europeos del Este o de las naciones africanas. Es un espacio construido como un mundo cerrado donde apenas algunos sonidos –las insistentes bocinas de los autos en tránsito cuando los interrogatorios en la comisaría a raíz de los golpes que ha recibido Maddalena, el estallido del tañido de campanas de iglesia en el momento en que Accattone espera a Ascenza a la salida del trabajo– y muy pocas imágenes –la insistente irrupción del joven rubio al volante de su moto en la secuencia final– sugieren que forma parte de una ciudad más amplia, esa que aparecía rotundamente en el cierre de la siguiente película de Pasolini: Mamma Roma. Pero a diferencia del mundo que circunda a esos monoblocks, construidos por el fascismo para encerrar en un ghetto a los pobres, que mostraba, con deliberada opacidad, Rossellini en Europa ’51 –más evidentes por lo que provocan en el rostro del personaje que maravillosamente interpreta la Bergman que por su presencia– acá Pasolini observa a su suburbio romano, en el que vivió cuatro años a principios de los ‘50, con amorosa –¿nostálgica?– delectación. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, ese recorte en la pared (puede ser el hueco dejado por una ventana que ya no existe, pero es mucho más que eso) por el que Accattone observa las partidas de su mujer y su hermano al trabajo? ¿O esa iglesia pobre frente a la que pasan el protagonista y Stella con su vestido y sus zapatos nuevos? Sí, la tan particular Roma que se construye en Accattone tiene algo de santuario, o de retablo de altar, de lugar que conserva para el asombrado espectador el recuerdo de unos hombres y mujeres arrasados por el neo-capitalismo, dolorosamente inocentes pese a llevar unas vidas que dialogan constantemente con lo que las instituciones nombran como delito.


Interrogado por Jean-André Fieschi en un valioso documental [4], Pasolini confiesa que en el momento de comenzar a rodar Accatone ignoraba casi todo de la técnica cinematográfica; que, por ejemplo, no sabía lo que era una panorámica. Pero puntualiza también que como sólo puede ver la realidad como una aparición sacra, le era fácil registrarla, utilizando, y esto ya corre por mi cuenta, sus amplios conocimientos pictóricos. Esta sencillez que esplende, capaz de trasmutar a un basural, por citar sólo un caso, en una evidencia de la belleza del mundo sin por eso velar su condición de tal, no fue bien recibida en casi ninguna parte en su momento [5]. La ausencia de conclusiones moralizantes o de personajes “positivos”, en la línea del desdichado realismo socialista, no fue aceptada. Sin embargo hay un hecho que las reseñas de la época, aún las que respetan el film, parecen elidir, a lo mejor porque las lecturas, inevitablemente epocales y jamás definitivas, no podían verlo. En pocas películas que narren una historia ficcional –por no decir en ninguna, lo que siempre es correr un riesgo innecesario–, se pueden apreciar los efectos del hambre sobre los personajes como en Accatone. No se trata de la reiterada exhibición de cuerpos estragados, sino de algo más difícil, y mucho más arriesgado, como el lograr que los actores, no profesionales que eran los únicos capaces de encarnar a estas criaturas orgullosas de ser habitantes de Roma, al hablar del tema, que se habla bastante, lo dejen entrever a través de la modulación de ciertas palabras –como ‘apetito’ dicha por Accattone a Stella bajo la abrasadora luz cenital de un mediodía de verano– o de algunos imprevisibles visajes en sus rostros, habitualmente pétreos para afrontar las tribulaciones cotidianas. O de saber disponer dentro del encuadre una olla bullente donde se cocinan unos fideos deseados desde la falta de alimentos.

La minuciosidad con que en Accattone se describe una Roma clausurada y recorrida por el hambre, obtiene, por una estrategia diametralmente opuesta a la que pone en juego Rossellini en Europa ’51, un efecto semejante. Ambos films transcurren en la misma ciudad, pero en ambos Roma aparece como un signo de otro espacio que la absorbe: la Europa de la posguerra en la primera y un mundo arcaico y primitivo, donde vuelve a repetirse el trayecto cristológico, en la segunda. ¿Que esto ocurre en cualquier film? La Roma de Fellini, o la ciudad que registran –¿es en ambos casos Roma?–, por citar películas italianas, Una vita difficile o Un borghese piccolo piccolo, prueban lo contrario. (La edición argentina en video, de Blackman, intenta una atípica experiencia con el subtitulado. Traduce los dialectos romano y napolitano hablados en la diégesis a un inequívoco lunfardo porteño. El resultado provoca un fascinante efecto de extrañamiento –oír el sobrenombre ‘Accattone’ y verlo traducida como “manguero”, por ejemplo– que nada tiene que ver con la poética de este primer momento de la producción cinematográfica pasoliniana.)


L’eclisse, de Michelangelo Antonioni (1962).


Aquí, en cambio, todo es un gran fastidio, incluso el amor.”
(Línea de diálogo de la protagonista, Vittoria)

Pierre Sorlin [6] supo elaborar una interpretación valiosa y atrevida, aunque excluyente y por eso empobrecedora, del film. Escribe que el eclipse que la película muestra no es otro que el de la ciudad de Roma que comienza a desplegarse más allá de sus muros históricos: a descentralizarse, por recurrir a un término que serviría para describir el proceso desde el urbanismo. (Cambio que, de manera sesgada, está insinuado tanto en Europa ’51 como en Accattone, pero que, quizá, pueda haber pasado desapercibido para aquellos que habitaban, por aquellos años, en la zona céntrica –como lo son Piero o la madre de la protagonista en L’eclisse.)

Cuando a poco de comenzar el film, Vittoria se aleja del departamento de Ricardo tras una noche de disputas que el espectador debe imaginar porque la película se inicia en el alba posterior, camina, primero sola y después junto a su ex amante, por un espacio de calles vacías (tan sólo un niño las cruza), árboles, unos pocos curiosos edificios y torres de departamentos al fondo, apenas recortadas por las primeras luces. Es –Sorlin lo adivina rápidamente– el distrito que Benito Mussolini eligió para que en él se levantara la Exposición Universal de Roma, que nunca llegó a organizarse, donde se están asentando, contemporáneamente al rodaje, las nuevas urbanizaciones que el relato detalla en varias de sus secuencias y a las que le dedica el audacísimo final, aun si se lo contempla desde este nuevo siglo, donde reaparecen, casi vaciados de presencias humanas, como escenarios abstractos dignos de una película fantástica, muchos de los lugares que fueron testigos del acercamiento entre Vittoria y Piero.


Esos nuevos espacios que ocupa nada parecen decirle a la clase media, ni por lo tanto provocar a sus habitantes. Vittoria sigue encadenada a sus relaciones en el centro: visita el departamento de su madre, una de cuyas ventanas da al Vaticano, o el de los padres de Piero, tan semejante a un museo, o la Bolsa de Roma y sus afiebradas adyacencias, o la oficina de corredor de bolsa de su actual relación, cuya escalera de acceso amenaza con derrumbarse. En su lugar, algunas serenas fotos tomadas en una Kenia que bullía (se independizaría de la corona británica el 12 de diciembre de 1963), que ella ve en la vivienda de una ocasional amiga, disparan su imaginación, excitándola más allá de su sufrida indiferencia. Se extasía frente a las imágenes: naturaleza y animales salvajes, se disfraza de nativa y baila al compás de una música tribal, ebria de un país al que puede recrear porque no conoce. En una habitación donde nada recuerda a Roma –en un momento hasta desaparece el idioma italiano de la banda sonora– puede ser otra. Esta secuencia maravillosamente construida por Antonioni y tan semejante a la del revelado de las fotos en Blow Up, describe satisfactoriamente la honda insatisfacción de Vittoria, su necesidad de escapar de una organización del mundo que no le ofrece respuestas a sus necesidades de mujer independiente. Un mundo en que lo viejo parece no servir y en que lo nuevo no termina de diseñarse claramente, recordando a Gramsci.

Si la mirada, implacable, sobre quienes frecuentan la Bolsa de Roma desatentos a la belleza del edificio, desestima toda esperanza, lo que todavía está en construcción tampoco permite alentarla. Son algunos deslizamientos donde el peso de lo cotidiano parece quebrarse –esas fotos africanas mencionadas, el viaje aéreo de prueba donde pueden verse cercanamente las nubes, el apartado aeroclub de Verona– los que permiten una suerte de momentáneo respiro a una Roma que ahoga: en deriva hacia no se sabe dónde. La mirada de Antonioni, al contrario que la de Rossellini al menos en su etapa bergmaniana, no busca respuestas, sólo escruta. Pero, tanto el rodaje de Europa ’51 como el de L’eclisse provocaron en sus autores similares reacciones. Ya nos referimos más arriba al alejamiento cinematográfico de su ciudad natal del cineasta de Viaggio in Italia; en cuanto a Antonioni, pasarían veinte años antes de que, con Identificazione di una donna, volviera a ambientar un largometraje en Roma.

Entonces, ¿habrá que coincidir con Sorlin cuando literalmente dice, reitero, que “la película nos narra un eclipse, el eclipse de Roma”? Sí, pero a condición de aceptar que no sólo indica esa desaparición. Insinúa, asimismo, que se ausenta una concepción del mundo, y por tanto del hombre, que al irse nos deja sus viejas, y ya poco confiables armas, para adentrarnos en el desierto, tan bellamente filmado, en años siguientes, por Pasolini en Teorema y en Porcile y por el mismo Antonioni en Professione: reporter. ¿Accederemos alguna vez a la versión original de esta última? (La edición en video argentina, otra vez de Yesterday, omite precisamente la secuencia descripta más arriba en que la Vitti se disfraza de africana. Cuando existía, el canal cultural Bravo solía pasar una versión más completa.)


Notas:

1.En Roberto Rossellini, Cátedra, Madrid, 1995.
2. En El cine italiano, 1942-1961. Del neorrealismo a la modernidad, Paidós, Barcelona, 1997.
3. En Le cinéma révelé, París, Cahiers du cinéma, 1984. (Hay traducción castellana: Roberto Rossellini. El cine revelado, Paidós, Barcelona, 2000.)
4. En Cinéma de notre temps: Pasolini, l’enragé (1966).
5. En mi artículo Pasolini, crítico cinematográfico, publicado en el n° 7 de Otrocampo, estudios sobre cine, aludí a cómo Agustín Mahieu, paradigma de la crítica cinematográfica argentina progresista durante la década del ’60, reseñó, casi obscenamente, Accatone en Tiempo de cine.
6. En European cinemas, european societies: 1939-1990, Routledge, Londres, 1985. (Hay traducción castellana: Cines europeos, sociedades europeas 1939-1990. Barcelona, Paidós, 1996.)


Fichas técnicas:
Europa ’51
Italia, 1952.
Italiano, b/n, 118m (versión original), 110m (versión censurada).
Dirección: Roberto Rossellini.
Intérpretes: Ingrid Bergman (Irene Gerard), Alexander Knox (George Gerard), Ettore Giannini (Andrea Casati), Giuletta Massina (“Passerotto”), Sandro Franchina (Michel Gerard), Teresa Pellati (Inés, la prostituta), Maria Zanoli (Sra. Galli), Marcella Rovena (Sra. Puglisi), Giancarlo Vigorelli (el juez), Bill Tubbs (profesor Alessandrini), Alfred Browne (el cura), Gianna Segala (la enfermera de Irene), Rossana Rory (invitada cuando Irene vuelve de la fábrica), Eleonora Baracco, Alfonso Di Stefano, Tina Perna, Silvana Veronese, Alberto Plebani, Mary Joham, Bernardo Tafuri, Francesca Uberti, Mariemma Bardi, Alessio Ruggeri, Gerda Forrer, Charles Moses, Giuseppe Chinnici, Vera Wicht, Gianna Damiani, Gipsy Kim, Marinella Marinelli, Graziella Polacco, Barbara Berg, Rodolfo Lodi, Eric Blyte, Jane Sprague, Elisabetta Cini, Dany Guy, Atilio Dottesio.
Argumento: Roberto Rossellini.
Guión (primera fase para ser rodada en París): Federico Fellini y Tullio Pinelli.
Guión (primera versión): Massimo Mida, Antonello Trombadori.
Guión: Sandro de Feo, Roberto Rossellini, Ivo Perilli, Brunello Rondi, Diego Fabbri (Mario Pannunzio y Antonio Pietrangeli trabajaron en la versión final)
Fotografía: Aldo Tonti.
Montaje: Jolanda Benvenuti.
Sonido: Piero Cavazzuti, Paolo Uccello.
Música compuesta y dirigida por Renzo Rossellini.
Cámara: Luciano Tonti.
Dirección artística: Virgilio Marchi.
Decorados: Ferdinanda Rufo.
Vestuario de Ingrid Bergman: Fernanda Gattinoni.
Director de producción: Nando Pisan.
Organización general: Bruno Todini.
Producción: Carlo Ponti, Dino de Laurentiis.
Compañía productora: Studio Ponti-De Laurentiis.
Premios obtenidos:
–Premio Internacional del Festival de Venecia, edición 1952, ex aequo con The Quiet Man, de John Ford y Saikachu ichidai onna (Vida de Oharu, mujer galante), de Kenji Mizoguchi.
–Nastro d’Argento, edición 1953, a la mejor actriz para Ingrid Bergman.

Accattone
Italia, 1961.
Italiano y dialectos romano y napolitano, b/n, 110m.
Dirección: Pier Paolo Pasolini.
Intérpretes: Franco Citti (Vittorio Cataldi, apodado Accattone), Franca Pasut (Stella), Silvana Corsini (Maddalena), Paola Guidi (Ascenza), Ariana Asti (Amore), Luciano Conti (Il Mohicano), Luciano Gonini (Pie D’Oro), Renato Capagna (Renato), Alfredo Leggi (Papo Hirmedo), Galeazzo Riccardi (Cipolla), Leonardo Muraglia (Mammoletto), Giuseppe Ristagno (Pepe), Roberto Giovannoni (Il Tedesco), Mario Cipriani (Balilla), Roberto Scaringella (Cartagine), Silvio Citti (Sabino), Giovanni Orgitano (Scucchia), Piero Morgia (Pio), Umberto Bevilacqua (Salvatore), Franco Bevilacqua (Franco), Amerigo Bevilacqua (Amerigo), Sergio Fioravanti (Gennarino), Adele Cambria (Nannina), Adriano Mazzelli (cliente de Amore), Mario Castiglione (Mario), Dino Frondi (Dino), Tomasso Nuovo (Tomasso), Romolo Orazi (padre de Ascenza), Massimo Cacciafeste (hermano de Ascenza), Mario Guerani (el comisario), Stefano d’Arrigo (el juez instructor), Enrico Fioravanti (agente), Nino Russo (agente), Emanuele Di Bari (Sor Pietro), Franco Manucci (amigo de Accattone), Carlo Sardoni (amigo de Accattone), Adriana Moneta (Margheritona), Polidor (Becchino), Danilo Alleva (Iaio, hijo de Accattone), Sergio Citti (Mozo), Elsa Morante (una prisionera), Gabriele Baldini (el hombre que vigila a Accattone), Paolo Ferraro (voz de Accattone), Monica Vitti (voz de Ascenza), Francesco Orazi, Edgardo Siroli y Renato Terra.
Guión: Pier Paolo Pasolini, con la colaboración de Sergio Citti en los diálogos.
Fotografía: Tonino Delli Colli.
Montaje: Nino Baragli.
Sonido: Luigi Puri.
Música original: Carlo Rustichelli.
Música no original: Johann Sebastián Bach, arreglada por Carlo Rustichelli.
Diseño de producción: Flavio Mogherini.
Decorados: Gino Lazzari.
Asistente del director: Leopoldo Savona.
Cámara: Franco Delli Colli.
Asistente de producción: Bernardo Bertolucci.
Producción: Alfredo Bini, Cino del Duca.
Compañías productoras: Arco Film S.R.L., Cino del Duca.
Menciones:
–BAFTA, edición 1961: mejor actor extranjero (Franco Citti).

L’eclisse
Italia/Francia, 1962.
Italiano, b/n, 118m (Italia), 125m (Hungría).
Dirección: Michelangelo Antonioni.
Intérpretes: Alain Delon (Piero), Monica Vitti (Vittoria), Francisco Rabal (Ricardo), Louis Seigner (Ercoli), Lilla Brignone (madre de Vittoria), Rosanna Rory (Anita), Mirella Ricciardi (Marta), Cyrus Elias (hombre borracho).
Guión: Michelangelo Antonioni y Tonino Guerra, con la colaboración de Elio Bartolini y Ottiero Ottieri.
Fotografía: Gianni Di Venanzo.
Montaje: Eraldo da Roma.
Sonido: Mario Bramonti, Renato Cadueri, Claudio Maielli.
Música: Giovanni Fusco.
Diseño de producción: Piero Poletto.
Dirección artística: Piero Poletto.
Vestuario: Brice Brichetto, Gitt Magrini.
Cámara: Pasqualino De Santis.
Asistentes del director: Gianni Arduini, Franco Indovina.
Productor asociado: Danilo Marciani.
Productores: Raymond y Robert Hakim.
Compañías productoras: Cineriz, Interopa Film, Paris Film.
Premios:
–Festival de Cannes, 1962: Premio Especial del Jurado, ex aequo con Procés de Jeanne d’Arc, Robert Bresson.

EMILIO TOIBERO.

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