viernes, 30 de mayo de 2014

La novia de Odessa, de Edgardo Cozarinsky. Emecé, 2001.




Entrecruzamientos

“(...) James, que en todos sus escritos sobre el arte de la ficción se defiende de lo que, muy generalmente, llama ideas (de las opiniones, de toda elaboración intelectual adquirida que pretenda guiar la tarea del novelista), no habría aceptado no ya un dogma sino cualquier concepción previa que no pudiera someterse al primer mandamiento de su arte de narrar: todo debe ser presentado, nada puede ser declarado.” (Edgardo Cozarinsky en «El espectador en el laberinto», primero de los dos ensayos sobre Henry James, que integran El laberinto de la apariencia, Editorial Losada, Buenos Aires, 1964.)

En el relato que abre el libro, parcialmente fechado en 1890 –también titulado «La novia de Odessa»– una joven rusa ortodoxa (“cuyo nombre nunca sabremos” advierte el narrador) se hará pasar por la reciente esposa de Daniel Aisenson, para, escapando así a las privaciones, emigrar junto a él a la Argentina, entonces una esperanza. En el relato que lo cierra, una nouvelle titulada «Hotel de emigrantes», es probable que Theo Felder, un judío alemán, haya cedido su nombre, y su pasaporte a su amigo Franz Mühle, para que emigre desde Lisboa a Estados Unidos, país más inclinado a conceder asilo a las probables víctimas del racismo.


Estas simétricas sustituciones de identidad enmarcan otras que mutan, quizás más por el paso del tiempo que por un tenaz ejercicio de la voluntad, como el que sí realiza el moribundo argentino en Ginebra que se pregunta, en «Vista del amanecer sobre un lago»: “¿Y quién era yo hace veinticinco años?” Tarea esta ajena al hombre de letras austríaco exiliado en Buenos Aires, y a Carlitos, el joven norteño, su ocasional amante, en «Navidad del 54»; o a Hugo Acuña, que custodia celosamente su secreto en los fondos de la parte trasera de una derruida casa campestre en Gualeguay, Entre Ríos, en «Bienes raíces»; o a Natalia Safna Dolgoruki, una rusa blanca, con una sensibilidad atenta a las letras, emigrada a Buenos Aires, en «Literatura».

Si estos personajes, que se resisten a ser fijados en algún instante de su vida de ficción y que se obstinan en permanecer bullendo en el recuerdo del lector, como todos los que, entre diversas capitales europeas y la Argentina, se suceden en los nueve relatos que conforman La novia de Odessa –el octavo, «Oscuros amores», construido con tres más breves: ‘Place Saint-Sulpice’, ‘Conyugal’ y ‘La segunda vez’– es por la forma en que los va desplegando, en un orden disimulado, para nada evidente y que puede parecer inasible, la escritura de Edgardo Cozarinsky.

Volvamos al primer relato. La joven que viajará con una identidad ajena manifiesta su alegría girando “(...)sobre sí misma, con los brazos extendidos, como un derviche de Anatolia”. Y entonces el narrador la abandona, mientras ella no deja de girar, y el lector cree que pasa, porque no ha cambiado la tercera persona, en una elipsis imprevisible, al año 2000, ciento diez años después. Lo que sigue, dentro del mismo relato, es una explicación –donde la escritura convierte a cualquier categoría que pueda aplicarse al estatuto de verdad de la misma en indiscernible– acerca de por qué fue escrito, lo que abre la historia a una suerte de laberinto de palabras, y por lo tanto de apariencias, donde toda conjetura es posible. El narrador afirma que el bisnieto de la pareja rusa, enfermo en un espacio que el discurso no designa, es el que va a comenzar a contar la historia de sus ancestros, en forma de cuento, dos días más tarde, cuando “(...)sabrá cuál puede ser su expectativa de vida(...)”. Así se perfila la discreta coexistencia de dos narradores diferentes, aunque igualmente anónimos, en un mismo texto. (Y la idea de la elipsis, apuntada más arriba, se deshace para dejar paso a una “puesta en conversación” de dos textos con narradores diferentes, estrategia ampliamente utilizada tanto en la literatura como en el cine de Cozarinsky.) También dice, este segundo narrador, que el que lo precede “(...)no conoce a los lejanos hijos de tantos primos dispersos por distintos países, llevados por nuevos vientos de rigor o de miedo”. Afirmación que abre paso a una pregunta: Ariel Verefkin («Bienes raíces»), David Lerman («Budapest»), y el hijo de padre judío, igualmente anónimo, que busca las tenues, lábiles huellas de sus antepasados alemanes y estadounidenses en Lisboa («Hotel de emigrantes»), todos argentinos y transeúntes, ¿no podrían ser los hijos desconocidos de esos primos dispersos o, quizás, incluso, los mismos primos? Como escritor o como cineasta Cozarinsky se complace en urdir relatos que, cuanto más se los frecuenta, más complejos se revelan en su construcción, sin que esa complicación haga olvidar el inmenso placer que deparan su primera visión o su primera lectura. Tal como ocurre, pese a las obvias diferencias de inspiración y estilo, con ciertas películas de algunos cineastas clásicos (Renoir, Hitchcock, Hawks), con la mayor parte de las novelas de Mary MacCarthy, y con The Sheltering Sky de Paul Bowles, por sugerir ejemplos.

Dividido en dieciséis partes, el citado por tercera vez «Hotel de emigrantes» –título que dialoga con el nombre de un legendario hotel de Buenos Aires a comienzos del siglo que recién termina– alterna distintos narradores, desde aquel en tercera persona que abre la nouvelle contando la partida de la nave Nea Hellas, desde Lisboa y con rumbo a los EEUU, en el anochecer del 3 de octubre de 1940, entremezclando textos de algunos de sus célebres pasajeros: Alfred Döblin, Heinrich Mann, Hertha Pauli. Después se sucederán, en primera persona, el protagonista sin nombre, una carta de su abuela estadounidense, dos de L’Anonimo Berlinese (pseudónimo que probablemente esconda al amigo que cedió su identidad y su pasaporte) y, en el undécimo fragmento, que se me impone como esencial, la coexistencia de un enigmático texto encontrado, a lo mejor la obertura de una novela de alguien que nunca sabremos quién es, con las reflexiones del personaje principal sobre el autor del hallazgo. Además de aquellas criaturas –Don Antonio Carvalho, que en los cuarenta trabajó en el hotel Palácio de Estoril; la directora de los Archivos Históricos Municipales de Cascais; el viejo Campos, librero de Sintra a cuyo negocio fueron a parar muchas bibliotecas de exiliados–, que como aquellos otros –a veces ellos mismos, a veces interpretados por actores– en la ciudad del norte de África de Fantômes de Tanger, tienen la función de suministrar información. Como si Cozarinsky hiciera suyos aquellos procedimientos narrativos que encontrara en Henry James: “(...)la dramatización de un hecho mediante su reflejo en la conciencia de un personaje, la búsqueda de puntos de vista cuyos privilegios y limitaciones darán forma a la narración.” Interrogando un hecho histórico, el hacerse a la mar del Nea Hellas atiborrado de emigrantes famosos, construye una ficción sigilosa, entretejida con múltiples accesos, que recupera unos años de una ciudad que a fuerza de esplender se obstinaba en negar la guerra.

Dice el narrador (al que Cozarinsky presta su voz y su cuerpo) de Boulevards du crépuscule, a los cincuenta y tres minutos de metraje: “Veo una vez más que una vida se compone de un cruce de otras vidas.” En «Hotel de emigrantes», el narrador dice: “Detrás de todas estas ficciones ociosas, reconozco una vez más mi afecto por los personajes oscuros. ‘Como en el cine, también en la vida hay estrellas y actores secundarios’ ‘Toda vida está hecha del entrecruzamiento de otras vidas’. Estas citas ajenas(...)” Un narrador, el de la película mencionada, es citado por otro, el de un texto literario posterior. Este entrecruzamiento aparece como una marca del discurso, literario y cinematográfico, de Cozarinsky, ya no sólo de un trabajo a otro sino incluso dentro de un mismo texto. Esta pasión por entrecruzar no parece otra que la que se pone en juego en el trabajo de alumbrar sentidos, de extraer de la experiencia aquellos que ayuden a vivir o a morir. Como la iluminación que tiene en «Budapest» David Lerman al cruzarse en la ciudad con “(...)una palabra cuyas letras rojas se encendían y apagaban rítmicamente: Bailongo”, o como la que, en el final del tantas veces mencionado «Hotel de emigrantes», se produce en el narrador cuando advierte que “(...)uno de los ancianos jugadores de ajedrez me saludó con una muda inclinación de cabeza”, en un cierre que duplica la resolución de la estada tangerina del escritor francés en Fantômes...
EMILIO TOIBERO.

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