miércoles, 21 de mayo de 2014

Historias de la Revolución, de Tomás Gutiérrez Alea


La sombra del maestro.

La sombra de un gigantesco hipotexto se cierne, ominosa, sobre todo el film: es la de Paisà (Roberto Rossellini, 1946). Ambas películas están estructuradas en episodios que se articulan entre sí sólo porque dan cuenta de un proceso histórico (el avance de las fuerzas militares de EEUU en Italia mientras el fascismo agoniza y diversas instancias de la lucha contra la dictadura de Batista en Cuba) y del comportamiento de diversas clases sociales frente a los hechos. Asimismo ambas recorren un camino que va desde situaciones con bien definidos protagonistas centrales a crónicas, palabra esencial para acceder al neo-realismo, donde priva un accionar colectivo que subsume al drama individual, reconstruyendo –desde el año de la Revolución Agraria, según informa un cartel final– hechos sucedidos poco tiempo antes de su filmación. Además, lo que implica toda una aceptación de filiación, el fotógrafo de los dos primeros episodios de Historias..., Otello Martelli, es el mismo no sólo de la ya nombrada película del cineasta italiano, sino también de otras obras mayores que le pertenecen, como Stromboli (1949), Francesco, giullare di Dio (1950) o el episodio “Ingrid Bergman” de Siamo donne (1953).


Sin embargo, esta opera prima de Tomás Gutiérrez Alea logra sostenerse, más allá del ineludible recuerdo que suscitan sus imágenes, por trabajar creativamente la incandescente enseñanza del maestro, releyéndola desde el marxismo, particularmente en el tramo final. En el primer episodio, “El herido”, desarrollado en una La Habana vaciada por el terror, un rebelde lesionado tras una fracasada toma del Palacio Presidencial es llevado por una compañera a la casa de una amiga, ajena, al menos en su accionar, a las fuerzas subversivas. La pareja de la dueña de casa se va, sosteniendo que albergarlo es peligroso. Y la historia lo sigue, en lugar de permanecer junto a los que quedan encerrados, por un solitario deambular nocturno, situación que marca a muchas películas de comienzos de los ‘60, como, por ejemplo dentro de las argentinas, Prisioneros de una noche (David José Kohon, 1962). Este ir tras sus pasos aparece como una elección poco previsible en la instancia histórica del rodaje. El final le asestará una lección –alguien lo salva de morir– que abre la posibilidad, quizá, de otro recorrido en su vida.

“Rebeldes”, el segundo episodio, despliega una situación vista hasta el hartazgo en las series televisivas bélicas estadounidenses. Tras un enfrentamiento con el ejército, una bomba arrojada desde un avión hiere a un integrante de un grupo de rebeldes de sexo masculino. Mientras las fuerzas oficiales avanzan hacia ellos, éstos tienen que decidir si abandonan al herido, dado que su estado no autoriza a llevarlo con ellos. (Dejo a la activa suspicacia del lector imaginar qué actitud adoptan.) Por último, en “Santa Clara” la posibilidad de un reencuentro amoroso es truncada por la muerte y aparece apenas como el pretexto para reconstruir un triunfo decisivo en la épica revolucionaria y su posterior festejo. La alegría, empañada por la previsible –y sobria– nota de dolor, invade las calles, y los encuadres. (Colorín, colorado... la Revolución ha ganado y el tirano se ha esfumado.)

Estos materiales, que posibilitaban el más lacrimógeno de los panfletos a la manera de tanto deleznable cine soviético de raíces stalinistas (recuerdo a Grigori Chujrai o a Mijail Kalatazov por citar sólo a dos de sus más esforzados cultores), son mirados desde una perspectiva que los rescata. Ninguna explicación se ocupa de aclararnos cuál de los bandos en dura pugna enarbola la razón: en el contexto de recepción de la película, en el momento de su estreno, la respuesta a esa duda estaba saldada. Ningún montaje analítico nos exige que nos identifiquemos con este o aquel personaje. Ninguna situación es dramatizada para generar tensión, lo que se evidencia con claridad en el segundo fragmento. El film termina imponiéndose como una serie de bloques puestos los unos sobre los otros, como escribió André Bazin de Paisà: que deben verse desde lejos para apreciar la figura que componen.

Austero film de ficción que utiliza estrategias que parecían pertenecer al coto vedado del llamado “documental”, Historias..., pese a su poco convincente dirección de actores y a su grandilocuente utilización de la música (problema que también está en Rossellini), aparece como claro ejemplo de una de las posibilidades que, en los ’60, se abrían para el cine de Latinoamérica: elaborar sus ficciones a partir de la relectura del mejor cine italiano de posguerra, como entre nosotros, entre otros, intentaron Fernando Birri (Los inundados, 1961, su único largometraje a considerar dentro de una ya dilatada filmografía), Dino Minitti (El encuentro, 1964) o el primer Nicolás Sarquís (Palo y hueso, 1967).
EMILIO TOIBERO.

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