Edgar: ¿Quería decir algo?
Berthe: ¿Cuándo se disolvió la mirada?
Edgar: ¿10 años atrás? ¿15 años? Quizás 50. Antes de la televisión. Quién sabe.
Berthe: Sea más preciso.
Edgar: Antes que la televisión adquiriera prioridad.
Berthe: ¿Prioridad sobre qué? ¿Sobre los hechos cotidianos?
Edgar: Sobre la vida.
Berthe: Sí. Siento que la mirada se ha convertido en parte de una programación controlada, subvencionada... La imagen, señor. La única capaz de rechazar la nada, es, además, la mirada de la nada en nosotros.
(Un diálogo de Éloge de l’amour)
“Película
de cinematógrafo donde la expresión se obtiene merced a las relaciones de imágenes
y sonidos, y no de una mímica, de gestos y entonaciones de voz (de actores o no
actores). Que no analiza ni explica. Que recompone.”
(En Notes sur le cinématographe,
de Robert Bresson, libro citado tres veces en Éloge de l’amour).
I
Los
dos primeros tercios de Éloge...
fueron filmados en 35 mm y en un
blanco y negro que esplende:
transcurren en París, observada con una pasión tan fuerte como la que Godard demostró
tener hacia ella muchos años atrás. El tercio final fue grabado en vídeo
digital con colores
saturados e intensos: sucede en algún punto de la Bretaña francesa. La primera
parte transcurre dos años después que la segunda. Desde esta elección,
arrojadamente, se puede escribir que Godard nos está sugiriendo que el presente
debe ser filmado y el pasado reconstruido
utilizando la cinta magnética (numerosas veces la palabra “archivo” aparece como
didascálico en el segmento que trascurre en la costa) Pero si además la textura
visual de la parte citadina evoca a los films franceses de los primeros ’60,
¿qué se está insinuando? Recuerdo a Eliot: Time
present is time past.
Decíamos que hay dos años, hacia atrás, de diferencia, entre los sucesos fílmicos parisinos y aquellos que ocurren entre los bretones. ¿O más? ¿Cuánto tiempo transcurre, en esa primera parte ya mencionada, entre el rodaje en el hospicio y el encuentro del protagonista, con Philippe, que supo ser su ayudante, y una joven que conoce una frase, ella dice haberla inventado, que alguna vez dijo Edgar a Berthe en una conversación telefónica?. El relato, como tantas otras veces, se permite no aclararlo: es otra de esas deliberadas dificultades, como espinas disimuladas por el esplendor de la rosa florecida, que Godard siembra en el camino de sus espectadores incitándolos a pensar. Hay muchas más. Veamos otra. ¿Por qué, en la segunda parte, el historiador Jean Lacouteur, que se interpreta a sí mismo aunque rara vez aparece en la imagen: es su voz la que está presente, tiene el mismo nombre que el abuelo de Berthe, un viejo héroe de la Resistencia que vive a su lado, lo que produce un particular extrañamiento al tratar de determinar a cuál de los dos alude una frase dicha durante una cena? Es cierto que la mayor parte de estos obstáculos resultan de operaciones que practica el discurso : la elección de encuadres que segmentan las figuras humanas; la ausencia del contracampo cuando dos personajes hablan entre sí (lo que ya estaba, no parece ocioso recordarlo, en A bout de souffle: los diálogos de Michel y Patricia en el auto, por ejemplo); el desacuerdo entre lo que el plano muestra y las palabras que se oyen -a veces superpuestas-, o la dificultad para articular ambas bandas; la abundancia de pláticas que, en principio, nada tienen que ver con la historia, como esa que gira en torno a si alguien conoció, o no, a Langlois, o esa otra disquisición sobre los lazos entre Bretaña y Gran Bretaña.
Claro
que ¿hay una sola historia? No. Hay muchas que se entrecruzan. ¿Existe alguna
más relevante
que las otras? En la primera parte podría haber un asunto más fuerte que los
otros: la
preparación para el rodaje de un film; en la segunda, aquello que prevalecería
es la venta, a Hollywood, de las historias de vida de una pareja de ancianos
resistentes. Y repitiéndose en ambas un hombre, Edgar, y una mujer, Berthe,
cuya lábil relación, tejida, esencialmente, a través de dos intercambios
verbales que suceden en cada una de las partes, podría conjeturarse
como el centro, aunque también como el pre-texto, desde el cual se disparan los
distintos temas, que en el momento de la escritura se me ocurren infinitos, que
atraviesan el filme. Lo que aparece como claro es que Godard, como ya apuntó
Susan Sontag refiriéndose a la parte temprana de su filmografía, quiere borrar
sus contornos y entremezclarlas, dejando a quién ve el film, si así le place,
la opción de separarlas: tarea enervante porque puede que no haya figura en el
centro del tapiz. En todo caso puede recomendarse, y esto está sugerido por la
disposición de los sonidos, que la manera ideal de acercarse a Éloge es verla, en primer término, dos veces seguidas. Como si
fuese una cinta de Moebius fílmica, las palabras primeras y últimas, que se
oyen, son idénticas y están dichas, en ambos casos, por Edgar desde un impreciso
espacio off.
II
El
desacuerdo entre Godard y la industria cinematográfica estadounidense es ya, a
estas alturas,
tan viejo como legendario. Pero no está de más preguntarse ¿en qué momento se vuelve
la guerra de un solo hombre atrincherado, desde hace años, en su solitario
refugio suizo
de Rolle, sobre el lago Lehman? Quizá, y no es más que una conjetura, desde ese
salto al vacío, concretado durante el fragor del mayo francés, que implicó la
formación del Grupo “Dziga Vertov” y el rodaje de algunas películas militantes,
hoy muy difíciles de hallar. Aunque después Godard haya vuelto a circular,
relativamente, por las salas de cine nunca abdicó de su ataque, como lo
evidencian su obra y sus declaraciones. En ese sentido Éloge... no ahorra invectivas ni nombres propios: Spielberg,
Julia Roberts, Juliette Binoche -¿qué ha ocurrido con la otrora pareja de Leos
Carax que intervenía, interpretándose a sí misma y citando palabras de Emily
Brönte, en L’Monnaie de l’Absolu, capítulo 3a de Histoire(s)
du Cinéma?: ha ganado el Oscar-. Hay una
frase definitiva al respecto: “Están diciendo que el cine es la vanguardia del
comercio”, explica Berthe a su Abuela traduciendo las palabras del hombre que
representa a Spielberg: ¿venido directamente de EUA o, como afirman algunos,
nada menos que el embajador estadounidense en París?
Sin
embargo, y se me ocurre que esto debería entenderse, el encono godardiano se
dirige a las maneras de organización fascistas que ha adoptado, sin ningún
pudor, esta industria a la que también puede adjetivarse como bélica, y, por
supuesto, a sus uniformes resultados, durante la asfixiante danza evolutiva del
capitalismo tardío. “Cuando los hechos se convierten en leyenda, imprimen la
leyenda “, dice Edgar, hablando de la Liberación, al Abuelo con una línea de
diálogo extraída de la elegíaca The
man who shot Liberty Valance,
de John Ford. Este homenaje, que no es el único, demuestra, por si hiciera
falta, que la admiración de Godard por el cine clásico estadounidense sigue en
pie, como en aquellas primeros críticas escritas con palabras.
Frente
al cine industrial contemporáneo que ha perdido, acatando órdenes, la capacidad
de mirar
(releer el diálogo ubicado en el epígrafe y recordar, en el filme, la reflexión
de Edgar, citando
a Rossellini, observando a los que duermen en la calle: “Los hechos están justo
frente a nosotros ¿para qué inventarlos?”) Godard enarbola orgullosamente
durante todo el metraje la figura y la obra de Robert Bresson. (No está de más
recordar que en el año del estreno mundial de Éloge..., 2001, se cumplieron los cien años del nacimiento del
cineasta francés, casi no advertidos en el mundo y decididamente ignorados,
salvo alguna excepción, por estas latitudes latinoamericanas.) Si por un lado,
el del discurso, la segmentación de los cuerpos de los actores y la dificultad
para ensamblar lo que se ve y lo que se oye remiten claramente a la poética
bressoniana, en el nivel de la historia las referencias también son fuertes.
Están los tres fragmentos de Notes
sur le cinématographe que
Berthe lee a la abuela; el afiche de Pickpocket
mostrado más de una vez pero, sobre
todo, esa conmovedora situación que se desarrolla cerca de él, en la cola de un
cine donde una pareja de ancianos dialogan sobre el recuerdo de uno de ellos de
una frase célebre de la película, aquella que la cierra , cuando Michel, tras
las rejas de una cárcel, dice a Jeanne “Para llegar hasta ti que extraño camino
he tenido que recorrer.” Estas palabras, también dichas en Éloge, resuenan en ella de maneras varias, con destinatarios
distintos. Quizás aludan al extraño camino que Edgar debe recorrer para llegar
a aceptar a Berthe, ya muerta (lo que podría sostenerse considerando el nombre del
libro que él elige, por petición de ella, entre los que dejó: Les voyages de Edgar). También podría pensarse en el largo recorrido de
Godard que filma la primera parte de esta película evocando visualmente a sus
obras primeras: muy particularmente Vivre
sa vie y Alphaville, entre ellas. Y, sin duda alguna, pueden también aludir
al erizado sendero que deben atravesar los espectadores para intentar, vaya a
saber con qué fortuna, construir o recuperar, si es que aún se puede, una
mirada prístina hoy colapsada, para acercarse al film, que siempre huye, con
velocidad de maratonista, de la retórica del cine que hoy se practica
mayoritariamente, como ya sabemos arrojado a los rentables brazos de la doxa.
III
Hoy,
23 de junio de 2003, frente a mi ordenador, se me ocurre que Éloge exuda una gravedad, una tristeza y una infinita
melancolía que se derraman en cada plano. Este tono puede haber sido anunciado
ya en Allemagne année 90 néuf zéro, JLG/JLG,
autoportrait de décembre,
en la ya citada Histoire(s) o en L’Origine
du XXIeme. Siecle, recordando aquellos filmes a los
que he podido acceder del Godard más reciente, pero sin alcanzar la intensidad
con que acá se manifiesta. Si ordenamos el film cronológicamente, en la última
secuencia -se me ocurre peligroso, y sobre todo impreciso usar esa palabra
refiriéndome a un trabajo perteneciente al último período de Godard, pero
sucede que no hallo otra- se dice dos veces la palabra “desilusionado”. La
utilizan Edgard para referirse a Berthe y el Abuelo para calificar a Edgard.
Podría
asimismo serle conferido a esta película crepuscular, de una sorprendente
belleza fúnebre
si se me permite, donde la recomposición del mundo, como decía Bresson tarea propia
del cinematógrafo, está hecha con una mirada aguda, severamente crítica y
sensible, sobre
todo hacia aquellos que nada tienen. (Esto de ninguna manera es una novedad en
la trayectoria
del cineasta francés). Pero también con una voluntad, tampoco reciente, de
enfrentarse
a los hábitos de los espectadores, desarticulando todo aquello que,
habitualmente, la narración presenta como una unidad, para así poder contar esa
otra historia. Durante el paseo parisino, dice Edgar a Berthe: “... nunca
cuentan esa otra historia. Nunca comienzan por ahí. Tal vez porque tiene que
ser contada de otra manera, y no tienen las agallas para hacerlo.”
Godard
es ya un hombre mayor, la manera amable con que la cámara se detiene sobre los rostros
arrugados de sus compañeros generacionales lo demuestra. Desde ese momento de
la vida que permite, tan sólo con el ejercicio de recordar, darse cuenta
visceralmente, con una amplitud abarcadora, de cómo la Historia nos atraviesa,
constata algunos de los horrores de nuestra civilización durante el siglo
pasado. Se pregunta por ellos afirmando la necesidad de que no se desvanezca la
Memoria, y señalando a la Creación como posibilidad para que esto no ocurra.
Podrá argüirse que cualquier bienpensante, “políticamente correcto” además, coincidiría
en estos conceptos. Pero, ya lo sabemos, los progresistas aman al cine
conservador y difícilmente digieran los ecos y los entrecruzamientos que las
formas elegidas para encarnarlos extraen de ellos aquí, a veces a una velocidad
vertiginosa. Ni mucho menos aceptarían tanto el cuestionamiento a la humanidad
que estalla en unas palabras dichas por Edgar: “La cuestión no es si el hombre
puede permanecer, sino si tiene el derecho para hacerlo.”, como la pertinaz
ausencia de los contracampos cuya presencia siempre sutura, y tranquiliza.
IV
Berthe
y Edgar pasean, dialogando desencantados, por la orilla del Sena en un
amanecer. Una barcaza avanza frente a sus ojos. En la banda sonora aparece una
canción que se oye en L’Atalante. Más tarde, o quizá más temprano, él recordará un
espacio por el que transitó el César en su campaña de las Galias, del que sólo
permanece, como en aquel remoto entonces, el Bois de Boulogne (un espacio
bressoniano recorrido por la cámara en un encendido travelling). Antes, en soledad, cercano al afiche de Pickpocket, pensará: “Lo más extraño es que los muertos vivos de
este mundo son modelados por el mundo que fue. La manera en que piensan y
sienten viene de antes”. Y estos muertos vivos, que quizá conozcan el verso de
Eliot arriba transcripto, suerte de sonámbulos que se desplazan en un espacio
desconocido por rendido a las zarpas estadounidenses, son los que la película
retrata con una dulce piedad.
Cuando
prepara su filme, Edgar dice a su productor que cuando se ve a un niño, o a un anciano,
fácilmente se los reconoce y como tal se los designa. Pero ¿quién, cuando lo
ve, dice de alguien “es un adulto”? ¿Existen los adultos? Philippe dice que
Edgar es la única persona que está intentando serlo. Pero tan sólo eso,
intentando. Edgar piensa que la industria del cine para retratar adultos
recurre al star system, provocando que la Historia se vuelva historia individual.
Precisamente, el camino inverso al que Godard propone. No narra la historia de algunos
hombres y mujeres, elige mostrarlos inmersos en la Historia, que, como nos
recuerda la voz de Lacouteur “no se sabe cómo va a terminar”. Afirmación que,
hay que admitirlo, alberga un moderado optimismo.
V
No
puedo dejar de pensar en una asociación que no alcanzo a justificar. Mientras
veía y reveía el largometraje de Godard, reiteradamente acudía a mi memoria
otro que en nada se le parece: Saló
o le 120 giornate di Sodoma,
de Pier Paolo Pasolini. Quizá porque más allá de sus diferencias, radicales e
inconciliables, el espectador, o al menos yo, respira en ambos un cierto, e
inconfundible, aire fúnebre; más feroz en Pasolini, tristísimo en Godard. Un
aire, en Éloge..., que evoca a aquel que permanece en una habitación
donde horas atrás se veló el cuerpo de un ser querido, después que el muerto ha
sido sepultado y las flores han sido llevadas a cubrir su tumba. Pero esa
atmósfera que se resiste a evanescer, esos restos del mundo que fue, y que sin
embargo nos constituyen como a los muertos vivos, esconden, como cualquier otro
resto, la posibilidad de sorprendentes mutaciones, aunque los niños pidan que Matrix sea doblada al bretón y aunque el retorno, de Edgar, a
los Campos Elíseos sea, como el de Chautebriand, con más sombras sobre su
espalda que las que un hombre ha tenido nunca. “Por ejemplo, veo un paisaje
nuevo para mí, pero es nuevo para mí porque mentalmente lo comparo con otro
paisaje. Uno antiguo. Uno que ya conocía.”, piensa Edgar. Si así pensamos,
comparando: ¿hay otra manera de pensar?, el paisaje que muestra Éloge de l´amour, aunque para algunos pueda parecerse a un palimpsesto
donde se encabalgan las citas, es radicalmente nuevo para el cine: ¿asemejarla
a qué sino a ella misma? Paradójicamente, pese a la tristeza que transmite
asimismo convoca a la felicidad estética. Habrá que esperar Notre musique, el nuevo largometraje de Godard, para, quizás, seguir
recorriendo este espacio.
M.
Rosenthal: No hay mucha alegría por aquí.
Philippe:
La felicidad nunca es alegre.M. Rosenthal: ¿No lo inventaste?
Philippe: No, señor, fue Max Ophüls.
(Diálogo de Éloge de l’amour)
20-24 de junio de 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario