“El
escándalo de contradecirme, del estar / contigo y contra ti; contigo en la luz,
/ contra ti en las oscuras entrañas.” Del
poema de PPP, Las cenizas de Gramsci, que forma parte del libro homónimo
publicado en 1957.
“Practicar
la crítica, aunque no sea en un lugar precisamente crítico, como puede ser la
recensión de una película en un semanario, es siempre una operación compleja,
aunque luego allí se simplifique, aunque luego allí se convierta en una
menudencia. Implica siempre esta crítica, por parte de quien emite un juicio,
un completo sistema ideológico, sea éste consciente y racional, o inconsciente
o intuitivo. La mayor parte de aquellos a los que podría llamar como neocolegas
pertenecen al segundo tipo del sistema ideológico. Viven precisamente en el
centro real del mundo que produce los
titulares de lo que escriben y aceptan además las instituciones, y como muchos
operan en la superestructura, en una especie de oposición
moralístico-estética”. PPP iniciando su
crítica de Pillow talk (Michael
Gordon, EEUU, 1959), titulada “La cama calla”, y publicada el 2 de febrero de
1960 en el semanario Il Reporter.
Casi todos
los grandes autores de esa parte de la producción cinematográfica occidental a
la que alguno designan como “cine moderno” –que iría (ya se sabe de la
labilidad de estas periodizaciones) desde Roma,
città aperta a Salò o le 120 giornate
di Sodoma, según algunos o, según otros, hasta el Hitler de Hans-Jürgen Syberberg-, al lado de su obra estrictamente
fílmica, también han tenido la necesidad e escribir sobre cine: haciendo
críticas en algún momentos de su trayectoria, reflexionando sobre su poética,
llegando, en unos pocos casos, a intentar la teoría. Un hombre atravesado por
tan múltiples, y articulados, intereses como fue Pasolini –como es, porque su producción sigue exudando la misma vitalidad de
siempre y dando testimonio de él- también frecuentó, intermitentemente y de
manera poco abundante, la crítica cinematográfica. Discurrir alrededor de ciertas
marcas de algunos de sus trabajos en ese campo es lo que me propongo.
Tengo para mí que cualquier consideración que se haga sobre algún aspecto de la inagotable producción de Pasolini debe tener en cuenta dos marcas que determinan un lugar de enunciación: que antes que cinematográfica, su apabullante formación humanística es, en primer término, literaria –como, por ejemplo, lo prueba abundantemente su hoy injustamente olvidada intervención, de muy alta inspiración, intitulada “Cine y poesía”, leída en la Mostra di Pesaro, edición 1965, reiteradamente mal interpretada desde la cinefilia- y que, aunque tempranamente expulsado en 1949, a sus 27 años, de las estalinistas huestes del PCI, de moralismo tan poco discreto como el del católico más ultramontano, jamás dejó de pensar desde el marxismo y, muy especialmente, desde la lectura gramsciana de ese pensamiento. Como Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet, más allá de las irreconciliables diferencias que lo separan de ellos, Pasolini fue un hombre de letras que, por decisión propia, pasó a la expresión cinematográfica gracias a que las estructuras industriales europeas de los años ’60 supieron dar un lugar a artistas que llegaban desde la literatura. (No está de más recordar que por esos años, más concretamente en 1965, el escritor estadounidense Norman Mailer pudo instalarse, sesgadamente por cierto, en el cine de su país con su opera prima: Wild 90.)
Desde su
lugar de enunciación, Pasolini, en una de esas premeditadas actitudes
quijotescas en las que abundó, se permite pensar de otra manera a Gritos y susurros de Ingmar Bergman en
una crítica que vio la luz en la edición correspondiente a enero de 1974 de la
revista Play Boy. Dice allí que la
película es “una impredecible involución en la historia estilística de
Bergman”. Y ataca, en los primeros tramos del escrito, así:
“Es más, [Gritos y susurros] es una verdadera y
auténtica degradación de sus temas y de sus instrumentos expresivos. La cultura
de Bergman sería estrechamente cinematográfica si no fuese también teatral, la
cultura que la sustenta es de carácter, supongo, teosófico y esotérico, según
la tradición escadinava (pienso sobre todo en Strindberg).
“Pero la
cultura, la cultura verdadera y propia, sin calificaciones, aparece en Bergman
más bien limitada. Ya en Persona
(1966) y en Riten (El rito, 1969) Bergman había asumido de
forma acrítica en el propio mundo estilístico, formas no propias, sino
difundidas por una circulación cultural ‘especialista’ [1] y pronto reducidas a
esquemas, a aproximaciones, a reglas terrorísticas. En Persona hay rasgos de montaje de Godard y también algunos de sus
manierismos ‘profílmicos’ (la cámara en campo, por ejemplo). A pesar de esto, Persona es un film espléndido,
prácticamente desmaterializado, una ceremonia visual y ‘misteriosa’,
extremadamente ligera.
“En Riten, la moda del capítulo
cinematográfico godardiano es ya menos relevante: resta la exasperación del
tiempo de los encuadres, la desnudez de los fondos. Pero se trata ahora de un
intercambio normal de experiencias entre autores que operan en el mismo mundo. Riten es efectivamente bergmaniano de
modo inconfundible. También Viskingar och
rop lo es. El experimentalismo godardiano tan ásperamente metalingüístico
ha desaparecido prácticamente. Ha dejado rasgos de ‘experimentación’ como
formas de libertad expresiva que se aglutinan en una historia del estilo
cinematográfico muy anterior a Godard (el formalismo ruso, el expresionismo
alemán, etc.).
“Repito, la
cultura de Bergman es estrechamente audiovisual. En Viskingar och rop, la secuencia inicial de paisajes y relojes, con
los encuadres en panorámica que van a fundido de forma repetida: el fondo no
realista de las paredes, el blanco, pesado columpio en el jardín de ‘finalidad
alegre’ nos recuerdan cierto expresionismo moderado, presente también en films
de calidad inferior. Pertenece, en suma, a la tradición del cine, aparte de
cierta exasperación de ‘referencias’. En los títulos de crédito, al inicio del
film, no aparece el nombre del guionista de Viskingar
och rop. No puedo dejar de pensar –tratándose además de un ‘film de época’-
en la gran dramaturgia sueca del siglo pasado. Especialmente en Strindberg,
pero quizás también en Ibsen. O quizá se trate de algún imitador menor,
desconocido fuera de Suecia. Si no es así, y el guión es un guión original de
Bergman, se trata de una reconstrucción que no alcanzo a considerar crítica. Es
más, hace caer en la sospecha de que todo el cine de Bergman se funde en esa
tal tradición no asumida críticamente, rodada como si se tratase de una
evolución natural. Esto no es en sí (como toda dilación) un dato negativo, pero
se convierte en eso cuando –como en Viskingar
och rop- se trata de una involución, de una vuelta hacia atrás.
“Una
tradición recuperada en su extrema extenuación, puede ser estupenda, pero su
sustancia real puede ser irrecuperable si no se realiza a través de una lúcida
conciencia crítica (…)” [Las películas de los otros, pp. 138-140.]
La voluntad
de Pasolini de acercarse a cada film sobre el que escribe insertándolo en el
devenir de la cultura, y no sólo cinematográfica (tarea de la que ningún
crítico debiera abdicar, pero cuya ausencia, por estas latitudes, parece
“natural”) lo lleva chocar, con delicada ironía, en un texto publicado en el
número de septiembre-octubre de 1974 de Cinema
Novo, con otra de esas películas que,
al menos para la doxa, son intocables y cuyos títulos brotan frecuentemente en
la boca de aquellos que necesitan exhibir una cierta cultura cinematográfica: La noche
americana de François Truffaut. Escribe
allí Pasolini:
“Hablar de
La Nuit Américaine sin su análisis en moviola significa hablar improvisando (…)
“Antes de
nada, ¿por qué esta absoluta necesidad de un análisis en moviola del film de
Truffaut? Bien, porque este es un film pensado, escrito y rodado por el
montaje: probablemente Truffaut se ha encontrado con el film ya casi montado en
la moviola.
“Pero ésta
es una característica de los films comerciales y más concretamente de los films
comerciales americanos, de los cuales este no es más que su fiel reproducción
visual.
La relación
entre primeros planos y panorámicas, entre campo y contracampo, entre
movimiento de cámara y movimiento de cámara, etc., todo estaba previsto en el
guión hasta el mínimo detalle, y el director no era, pues, más que un ejecutor.
Él se limitaba a rodar –página por página- el guión (el contrato lo decía
claramente): una vez acabado el rodaje, dejaba el campo libre y daba paso al
técnico de montaje, quien controlaba y retocaba la obra de reproducción visual
desde el guión escrito, uniendo la una con el otro, con “conexiones”
irreprensibles, los diversos encuadres (que casi siempre eran breves
planos-secuencia). Truffaut ha hecho, técnicamente, la misma cosa. Juraría que
l guión de La Nuit Américaine ha sido
escrito con todas las indicaciones, en una terminología perfecta hasta la
pedantería. En este sentido –y sólo en este sentido- tienen valor las
“referencias” a otros films (el momento en que el director abre un paquete con
libros monográficos de páginas aún no cortadas, sobre directores,
prevalentemente norteamericanos, Hitchcock, Hawka, etc.). Sólo que, a
diferencia de los films americanos, pensados, escritos y rodados de forma
expresa para ese montaje que les habría dado su forma definitiva, calculada en
abstracto y por pura experiencia de oficio, el film de Truffaut está pensado,
escrito y dirigido pensando en un montaje que más que concebido como operación
práctica, lo es como operación estética.
“Pues
Truffaut, al rodar el film, se ha degradado, en cierto sentido, al rango de
ejecutor, como los directores en películas americanas (que en el mejor de los
casos –debido un poco al azar- se convierten en maravillosamente objetivos, es
más, en verdaderos y auténticos objetos como en Ford): pero este rango
subordinado no es para Truffaut más que rígida disciplina bajo una restricción
formal querida por él mismo, y, sobre todo su diligente y riguroso trabajo
artesanal, se proyecta hacia atrás de la luz ennoblecedora del fin artístico,
es más rigurosamente estético, que no estaba ciertamente en las intenciones de
los directores comerciales del mito americano (y es en este sentido, pues, que
se justifican, en el catálogo de los libros monográficos metalingüísticamente
referenciados en el corazón del film, los nombres de Rossellini y Godard). ‘Yo
realizo cine técnicamente perfecto como un mítico artesano americano de la
vieja guardia –parece decir Truffaut- pero sé que estoy haciendo cine de arte y
ensayo.’” [Ibid, pp. 159 a 161.]
Ni un ungido
como Sergei Eisenstein escapa a su escalpelo. En un artículo de 1973, no
publicado durante su vida, espeta: “Soy probablemente uno de los pocos
intelectuales a los que no gusta Eisenstein. Sé bien que él posee un gran
talento y que su figura es, quizá, culturalmente, el vértice que sobresale del
formalismo ruso. Pero considero a todas sus obras como fallidas, exceptuando ¡Qué viva México! Porque no la ha
montado él 8y quien lo ha montado lo ha hecho de un modo sublimemente
convencional). Bronenosec Potëmkin es
propiamente un film feo, en el que el conformismo con que son vistos los
personajes revolucionarios es el de la más sediciosa propaganda, pero sin el
gusto formal del affiche (en esto era
verdaderamente grande Dziga Vertov). Los marineros del Potemkin son seres sin
alma, sin cuerpo, sin sexo, que se mueven como títeres ‘positivos’. No basta
tener razón y ser héroes para estar vivos (…) [Ibid., p. 137.]
El corpus
Como lo
demuestran sus films, Pasolini no perteneció a la estirpe de los cinéfilos, o,
al menos, a los que entre ellos sienten la necesidad de exhibir su pertenencia
a ese grupo prodigando citas en sus discursos audiovisuales. Si uno ha de
guiarse por la recopilación propuesta en I
film degli altri, que incluyealgunos textos previamente publicados en otros
libros de Pasolini como Le belle bandieri
e Il caos, aquellos escritos que
pueden considerarse como críticas cinematográficas –que no es la forma en la
que Pasolini hizo más intervenciones periodísticas así como tampoco la que
eligió para el grueso de su producción escrita sobre cine- son solamente
treinta y cinco y van desde 1959 a 1974, un año antes de su asesinato. Vieron
la luz en publicaciones de orientación muy diversa: en el semanario
modestamente filofascista Il Reporter,
en Vie Nuove, tribuna oficial del
PCI, en Tempo Ilustrato, en Paese Sera, en Play Boy, en Cinema Nuovo, en Il Messagero, más otros dos que fueron redactados para ser
incluidos en solapas de libros –uno sobre E
venne un uomo (Ermanno Olmi, 1965) y otro sobre Ostia (Sergio Citti, 1970)- y otros tres escritos a máquina que
fueron encontrados tras su muerte en una carpeta nominada “Scritture e descrizioni” por su autor, fechada en 1973- [2]
Sin embargo,
en 1967, en el prólogo, o primera parte de acuerdo a cómo sea leído, de Edipo Rey, y siempre que se piense el
film como una autobiografía velada –posibilidad autorizada por la clara
implementación de lo que su autor llamó ‘subjetiva línea indirecta’ [3]-,
Pasolini elige situar su deslumbramiento por el cine en épocas muy tempranas de
su vida: ahí están los planos que registran al niño, desvelado y desolado,
viendo desde el balcón de su casa las imágenes proyectadas de sus padres
bailando, en una cortina blanca, ondeada por el viento de una noche de verano,
que cuelga tras la venana de una casa donde se enciende una fiesta.
Ese
deslumbramiento se afirma en Atti impuri,
una deliciosa nouvelle,
desembozadamente autobiográfica, escrita por primera vez, y nunca corregida,
antes de la obligada huida a Roma y publicada póstumamente, que transcurre en
la eglógica Casarsa, ese paraíso pastoral construido por la escritura
pasoliniana: “No sé si las gencianas violáceas hasta el azul de Perséfone
florecen en Casarsa”, se preguntará, recordándolo, el poeta Attilio Bertolucci.
En el capítulo VIII, fechado en 1947, el protagonista, asimismo narrador,
afirma: “Al salir de casa no sabía adónde iría, si al cine de Castiglione o al
de San Pietro o a otro sitio”. Por su parte, el poco confiable escritor francés
Dominique Fernandez, en su paradójica “autobiografía novelada”, Dans la main de l’ange, narrada por una
primera persona que no es otro que un Pasolini ficcional, refiere un largo
viaje en bicicleta con un joven sentado sobre el caño, por las colinas del
Friuli desde Casarsa hasta una población vecina, para asistir, temblorosos de emoción,
al estreno de Gilda (Charles Vidor,
1946).
Si es así,
si esta intensa relación con el cine data de tanto tiempo atrás, puede uno
preguntarse, ¿por qué la primera crítica publicada por Pasolini es,
literalmente, de los días finales de 1959?
Puede pensarse
que recién allí tuvo la posibilidad, aunque desde hacía un par de años era ya
un escritor reconocido. Pero también puede aventurarse que era el resultado de
una estrategia meditada. Y si no cabe pensar que para él, a diferencia de los
jóvenes contemporáneos nucleados en torno a Cahiers,
hacer crítica era ya una manera de hacer un film, si puede sospecharse que era
una posibilidad de delimitar terrenos, cuando ya pensaba en filmar,
estableciendo alianzas y desuniones que le permitieran adentrarse en un mundo
que ignoraba y, sobre todo, poniendo en claro qué espacio pretendía dentro del
cine italiano de esos años. Porque era consciente, como lo manifiesta en “Autorepresentación”, un texto que pone
en circulación por los días del estreno de su opera prima: Accatone (1961), de que “el cine es, indudablemente, un medio de
expresión más directo que el libro, más asequible a la masa”. Y, conjeturo, el
deseado ingreso de “su voz” a esas arenas lo debía preocupar.
El cine italiano de
aquellos años
Se suele oír,
y alguna porción de verdad quizá haya en ello, que el cine italiano de los años
’60 era el mejor del mundo. En todo caso, y refrenando el entusiasmo de
aquellos que lo afirman, podría llegar a aceptarse, con muchas reservas, que lo
era en Europa occidental. ¿Cómo se ubicaba, aunque sea marginalmente, en una
industria que, como se sabe, es feroz y retrógrada, un sospechoso advenedizo
que sólo había escrito guiones, muchos en colaboración? [4]
Desde el
vamos de su breve trayectoria como crítico cinematográfico, Pasolini establece
posiciones: “Voy sólo a ver las películas que es preciso visionar, aquellas por
las que vale la pena sacrificar la poca libertad que el trabajo deja a un
escritor-guionista (y ahora, aquí, crítico cinematográfico.” [p. 27] “El cine
no es una realidad per se, que existe
por fuerza autónoma: es la cultura, es la sociedad, es la misma historia la que
lo condiciona,”, afirma en “Ninguna película de la que hablar” (título de por
sí profundamente provocativo, sobre todo para la industria y la exhibición que
afirman exactamente lo contrario), nota publicada el 26 de enero de 1960 [p.
43]. Lo que confirma cuando siete días más tarde escribe, en su reseña de Pillow talk, ya mencionada en el segundo
epígrafe: “no logro ver una película como una entidad en sí misma, que puede
ser saboreada como producto absoluto del gusto, de la inspiración, etc.” [pp.
46-47] En “El año del Generale della Rovere”, del 5 de
enero de 1960 y a propósito del estreno italiano de Il generale della Rovere, de Rossellini, la celebra: “un hermoso filme, digno de
estar al lado de sus memorables obras de arte” [p. 29], pero antes, incisivamente,
ha aclarado: “Roma città aperta, Paisà, Francesco, giullare di Dio son tres de las mejores películas de
la cinematografía mundial. ¿Por qué con posterioridad, en sus películas, ha
rodado Rossellini apenas secuencias? (aunque algunas sean verdaderamente
espléndidas.” [p. 27]
Con Federico
Fellini, con quien ya había tenido diferencias trabajando como guionista de Le notti
di Cabiria (1957), su actitud no fue uniforme a lo largo de los años.
En el estreno de La dolce vita (1959)
tuvo palabras de elogio que, al mismo tiempo, exhiben una clara distancia con
el film, como establece este fragmento: “Por mi parte, como hombre de cultura y
marxista, estoy dispuesto a aceptar como base ideológica el binomio
provincialismo-catolicismo, bajo cuyo tétrico signo opera Fellini. Sólo torpes
personas sin alma –como las que llevan las riendas del Vaticano-, sólo los
clérigo-fascistas romanos, sólo los moralistas capitalistas milaneses, pueden
estar tan ciegos como para no comprender que con La dolce vita están ante uno de los mejores y más absolutos
productos del catolicismo de estos últimos años: en el que los hechos del mundo
y la sociedad se presentan como hechos externos e inmodificables con sus
bajezas y abyecciones, pero también con la gracia siempre suspendida, presta a
descender: es más, casi siempre ya entre nosotros y circulante de persona a
persona, de acto en acto, de imagen en imagen” [p. 73], escribió el 23 de
febrero de 1960. Nueve años más tarde, el 22 de noviembre de 1969, a propósito
de la accidentada edición del Festival de Venecia de ese año –donde competían Satyricon (Federico Fellini), La cadutta degli dei (Luchino Visconti)
y su propia Porcile, una muestra a la
que Pasolini no asistió en señal de protesta por dos procesos judiciales contra
él como resultado de la aún más accidentada edición del año anterior-, escribe
a Visconti desde las columnas de Tempo
Ilustrato: “No había pretendido nunca la solidaridad de Fellini, hijo
obediente (…)” [p. 122] Y esa calificación de ‘hijo obediente’, que se carga de
matices feroces escrita por alguien que se afirmó en la desobediencia, parece
presidir, sin ser mencionada, la elaboradísima crítica que le dedica a Amarcord, en el número de Play Boy de febrero de 1974, donde
apunta: “El autor busca, es más, mendiga la complicidad del espectador. Pero no
la obtiene. Hay un abismo entre ambos, el abismo que divide a quien produce y a
quien consume. Quien realiza y quien disfruta. Por llamarlo con palabras más
pertinentes, quien crea estilo y quien lo analiza (si puede, o quizás, como
puede). Fellini está solo, allí en el universo donde cambia la vida en forma. Y
es una soledad de hielo, esto al menos dice el grandioso film, que
desarrollándose en la pantalla, parece vislumbrarse en el cosmos, precisamente
porque no es un ‘producto’ sino ‘expresión’, y está por ello, fatalmente
privado de reconocida objetividad, fundamentándose en sí mismo, autoconstituyéndose,
está obligado a ser perfectamente autosuficiente.” [pp. 146-147]
Lejos de
insertarse dentro de las prácticas de la ‘política de los autores’, Pasolini se
interna en cada film que analiza pensándolo en su contexto antes que desde sus
marcas personales. Así se enfrenta con los que, al menos en ese momento, eran
intocables dentro de la industria cinematográfica italiana: a Visconti, en el
momento del estreno de La caída de los
dioses le recuerda que su mejor film es Senso
(1954); de Antonioni sólo rescata plenamente El desierto rojo, y a Pietro Germi le señala que “renuncia a los
instrumentos de conocimiento y expresión que tiene el deber y el derecho de
poseer (y que en parte tiene a pesar suyo)” [p. 24]En su lugar resulta evidente, y esto aparece como una meditada actitud política, su intención de favorecer la circulación de las películas de los más jóvenes, la mayor parte de las cuales, significativamente, nunca llegaron a la Argentina. De Partner (1968) de Bernardo Bertolucci –por entonces algo así como su discípulo dilecto, del que se apartaría, de manera definitiva, después de Ultimo tango a Parigi (Último tango en París, 1972), o sea de su inserción en el corazón de la industria- dice “film efectivamente revolucionario en la historia del cine” [p. 110], mientras encuentra méritos en Milarepa (1974), de Liliana Cavani; La copia (1968), del también escritor Enzo Siciliano y Fascista (1974), interesantísimas películas de Sergio Citti, un discípulo que no lo abandonó y que continuó el camino de representar a aquellos que trabajan donde no hay industrias, vale decir al subproletariado.
¿Hay lugar para la
caballería en la luna?
Desde la contradicción asumida y expuesta –releer el bello primer epígrafe- Pasolini, en esta ínfima parte de su trabajo, que provoca en su lectura el mismo placer que otros textos de mayor enjundia, se desliza, lanza en mano, hacia el combate, tarea inequívocamente humana para la que siempre hay una razón, como no deberíamos olvidar los que escribimos sobre cine y los que no.
Notas
[1] esta idea de la transformación de la circulación cultural “especialista” en reglas terroristas está más desarrollada en “Observación preliminar”, “Premessa” en italiano, un texto de Pier Paolo Pasolini publicado como prefacio de la compilación de textos críticos de Jean-Luc Godard, Il cinema e il cinema, Milán, Garzanti, 1971, que se publica en sección adjunta.
[2] Il Reporter: once textos entre el 29 de
diciembre de 1959 y el 15 de marzo de 1960; Vie
Nuove: cuatro textos entre el 1 de
octubre de 1960 y el 7 de enero de 1965; Tempo
Ilustrato: ocho entre el 26 de octubre de 1968 y el 6 de diciembre de 1969: Paese Sera: uno el 5 de mayo de 1970; Play Boy: dos, en enero y febrero de
1974; Cinema Nuovo: tres en los números que van entre el correspondiente a
mayo-junio de 1974 y septiembre-octubre del mismo año; Il Messagero: uno el 17
de octubre de 1974.
[3] El
concepto de ‘subjetiva libre indirecta’ fue desarrollado en la ponencia “Cine y
Poesía”, ya mencionada, que puede encontrarse en castellano en Cine de poesía contra cine de prosa,
Barcelona, Anagrama, 1970. Es una transposición del concepto literario de
‘estilo libre indirecto’ al discurso cinematográfico que “implica la
desaparición total del autor en el personaje” a través de una operación estilística
nominada como ‘subjetiva libre indirecta’. Pasolini cree que puede instaurar en
el cine una posible tradición de “lengua técnica de la poesía” y “liberar las
posibilidades expresivas comprendidas en la tradicional convención narrativa:
hasta volver a encontrar en los medios técnicos del cine la originaria calidad
onírica, bárbara, irregular, agresiva, violenta”.
[4] es
interesante ver cómo, en Argentina, fue recibida la opera prima de Pasolini: Accatone,
confirmando los juicios europeos de los voceros de la industria, los burócratas
de izquierda y los homófobos, que el director temía. Por ejemplo, en el número
14/15 de Tiempo de cine,
correspondiente a julio de 1963, Agustín Mahieu, para muchos un modelo de
crítico progresista de aquellos años, tituló su reseña, publicada en la página
39, así: “Accatone o la miseria
estética”. Transcribo dos párrafos, el primero y el último, cuya contundencia
me exime de cualquier comentario: “Pier Paolo Pasolini es muy conocido como
poeta, guionista (especialmente de Bolognini) y por sus relaciones algo
equívocas con el mundo del bajo fondo romano. Este último conocimiento le
permite pintar con aparente riqueza documental una serie de tipos bastante
sórdidos que rodean en forma coral los avatares de Accatone, joven explotador
de mujeres que prefieren padecer hambre a trabajar. […]“Para reflejar el auténtico infierno de los seres miserables que pinta: su desesperación inconsciente, su vitalidad rudimentaria, su inmoralidad por vacío, hubiera hecho falta una participación auténtica en su tragedia y no este decorativo y presuntuoso regodeo místico-miserabilista. Como ha dicho un crítico francés, ‘un fois de plus, les vraiesputains ne sont pas sur l’ecran, mais derriere la caméra’. Y perdonen que no traduzca.
Bibliografía
Atti
impuri, Garzanti
Editore, Milán, 1982. (Vers. cast.: Amado mío, Planeta, Barcelona,
1984.)
Dans la main de l’ange, Grasset, París, 1995. (Vers. cast.: En manos del destino, Emecé, Buenos Aires, 1985.)
I film degli altri, Ugo Guanda Editori, Roma, 1996. [Vers. cast.: Las películas de los otros, Prensa Ibérica, Barcelona, 1999.]
Il caos, Riuniti, Roma, 1979. [Vers. cast.: El caos. Contra el terror, Crítica, Barcelona, 1981.]
Le belle bandieri, Riuniti, Roma, 1977. [Vers. cast.: Las bellas banderas, Planeta, Barcelona, 1982.]
Un film de Ermanno Olmi, E venne un uomo, Garzanti, Milán, 1965.
Un film de Sergio Citti, Ostia, Garzanti, Milán, 1970.
EMILIO TOIBERO.
Dans la main de l’ange, Grasset, París, 1995. (Vers. cast.: En manos del destino, Emecé, Buenos Aires, 1985.)
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Un film de Ermanno Olmi, E venne un uomo, Garzanti, Milán, 1965.
Un film de Sergio Citti, Ostia, Garzanti, Milán, 1970.
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