“En primer lugar, las más de las veces, la
expresión información visual apareció como un eufemismo destinado a
cubrir casi únicamente el cine, la mayoría de las comisiones solamente
trabajó sobre el film, remitiendo la televisión a una categoría meramente
indicativa y considerando la fotografía de prensa como un simple derivado de
la imagen fílmica; es éste un postulado peligroso; durante años, uno de los
iniciadores de la conferencia, Gilbert Cohen-Séat, luchó con justa razón para
que se reconociera el carácter específico de la percepción fílmica,
proponiendo conceder al estudio de la imagen móvil el privilegio de una
ciencia independiente y adulta, la filmología; pero si la actividad fílmica
es específica –lo cual es probable– esto significa en toda lógica que las
otras formas de imágenes no lo son menos; la imagen televisada y la imagen
inmóvil tienen su estructura propia y no es un buen método considerarlas como
simples derivados del cine (...)” (págs. 52-53). Estas palabras pertenecen a
la reseña que escribiera Roland Barthes (12 de noviembre de 1915-26 de marzo
de 1980) sobre la 1ª Conferencia Internacional sobre la Información Visual,
realizada en Milán del 9 al 12 de julio de 1961 y dejan en claro que, al
menos para él, hay que pensar la palabra imagen en plural atendiendo a la
especificidad de cada una de sus modalidades. Lo que confirma en un artículo
posterior donde se ocupa del Almanaque 1963 de la casa editorial Bompiani,
llamado “La civilización de la imagen” y en donde escribe: “¿Qué es la
imagen? ¿Cuántos tipos de imagen hay? ¿Cómo clasificarlas?” (pág. 81). Este
criterio entra en abierta contradicción con el del traductor al castellano,
Enrique Folch González, asimismo compilador de los textos que integran este
libro, tomados de las Oeuvres Complètes del escritor francés,
pendientes de edición entre los hispanoparlantes, que en el título se refiere
a “la imagen”, algo coherente con las tendencias que reinan hoy en la
industria cultural, donde Barthes sigue siendo un excelente negocio
editorial. Más aún cuando este nuevo libro, que lleva su firma pero no está
pensado por él, es lanzado al mercado con el nombre popular de la célebre
torre parisina, cuya foto asimismo ilustra la tapa, excusa para un tomo, que
cabe presumir intrascendente, publicado por Delpire en 1964, con tan pocas
palabras –y tantas fotografías que nos han sido omitidas sospecho–, que en
esta edición caben entre las págs. 55-79.
En una reseña del libro, aparecida en un diario matutino de gran circulación
dos días antes de recordarse el vigésimoprimer aniversario de la desaparición
del autor, se afirma que la mayoría de los escritos seleccionados pertenecen
a la década del 60. No es así, de los veinticuatro, de desigual valía, que
integran la edición tan sólo nueve, menos de la mitad, fueron escritos en ese
período y el arco temporal que abarcan va de 1943 a enero de 1980, lo
que permite un limitado, pero atractivo, recorrido por ciertas
particularidades del seductor pensamiento ‘barthesiano’. El libro se abre con
una elogiosa reseña, escrita para Existences en 1943 en ocasión del
estreno de la opera prima de Robert Bresson: Los ángeles del pecado,
donde sólo una vez se nombra al director sin hacer referencia a su tarea
específica, aunque sí se mencionan al guionista, al autor de los diálogos y a
las actrices principales valorando sus aportes, y se cierra con una carta –Querido
Antonioni..., redactada con motivo de la entrega del premio Archiginnedio
d’Oro al cineasta italiano el 28 de enero de 1980 en Bolonia, publicada más
tarde, en mayo del mismo año, en el número 311 de Cahiers du cinéma,
después de la muerte del escritor. Los treinta y siete años que separan a un
texto del otro permiten constatar el paso de la inexistencia del pensamiento
del realizador como autor del film a su afirmación más exaltada.
De los ocho textos que se ocupan, declaradamente, del cinematógrafo y que en
su despliegue cronológico permiten advertir cómo el interés del pensador se
desplaza de la imagen móvil a la inmóvil, hay dos de 1960 –“El problema de la
significación en el cine” y “Las ‘unidades traumáticas’ en el cine”– escritos
en plena fiebre estructuralista que hoy han envejecido. Aunque hay que
admitir que en una entrevista de 1966, no centrada en el tema que nos ocupa,
–“Visualización y lenguaje”– y realizada mientras la calentura se mantenía,
se atreve a plantarse frente a un lugar común, que todavía parece intocable y
que, desde otro lugar, también asedió Gilles Deleuze, cuando afirma: “En
efecto, utilizamos con frecuencia la palabra lenguaje de una manera
metafórica, para todo tipo de comunicación o, lo que es más grave para todo
tipo de expresión. Por ejemplo, cuando hablamos de lenguaje
cinematográfico, designamos de hecho la expresión cinematográfica”
(pág.87).
Una “mitología” publicada en 1959 en Lettres nouvelles, en los finales
de su período abiertamente brechtiano, cuyo tema es El bello Sergio,
plantea un espacio interesante desde el que leer, hasta hoy, no sólo la opera
prima de Claude Chabrol, sino su obra toda. Escribe Barthes: “(...) me
digo una vez más que, en nuestro país, el talento está a la derecha y la
verdad a la izquierda; que esa disyunción fatal entre la forma y el sentido
es lo que nos ahoga; que no terminamos de salir de la estética porque nuestra
estética es siempre la coartada de una conservación. Ésa es nuestra paradoja:
que el arte en nuestra sociedad sea a la vez el extremo de una cultura y el
inicio de una naturaleza; que toda la libertad del artista se reduzca a
imponernos una imagen inmóvil del hombre” (pág. 23).
En otra “mitología” de 1954 no oculta su entusiasmo por el procedimiento del
cinemascope inventado por Henri Chrétien y propone: “Evidentemente, habrá que
ocupar el espacio más ancho de una manera nueva; puede que el primer plano no
sobreviva, o que modifique al menos su función: besos, sudores, psicología,
tal vez todo ello vuelva a la sombra y lo lejano: ha de surgir una nueva
dialéctica entre los hombres y el horizonte, entre los hombres y los objetos,
una dialéctica de la solidaridad, y no ya del decorado. Éste debería ser,
hablando con propiedad, el espacio de la Historia y, técnicamente, la
dimensión épica ha nacido. Imagínense ante El acorazado Potemkim, no
ya apostado al cabo de un anteojo, sino apoyado en el mismo aire, en la
piedra y el gentío: ese Potemkim ideal, en el que podríamos por fin
tender la mano a los insurrectos, participar a plena luz y recibir, por así
decirlo, la escalera trágica en mitad del pecho, esto es lo que ahora es
posible; el balcón de la Historia está listo” (pág. 14). Veinticinco años más
tarde, en Le Nouvel Observateur, reseñando Las hermanas Brontë,
de André Téchiné, piensa así: “Se me dice que en el cine el guión apenas
cuenta y que la puesta en escena es la que lo hace todo. No lo creo en
absoluto. Para mí, la historia es capital. La historia es lo que veo
recortado por el pequeño agujero de la camera obscura (algo tiene que
haber al cabo del objetivo; un sentido y no solamente fantasías)”. (pág.
167). De la Historia a la historia, en unos años que el cine declaradamente
político estaba extinguido al menos en Europa, señal de un discutible devenir
personal, signo de otros colectivos, y que, en términos de cine, desemboca,
hasta ahora, en estos “tiempos de guión”.
Salvo una excepción, los momentos de lectura más excitantes de La torre Eiffel...
no los procuran los trabajos sobre lo cinematográfico, sino uno que se ocupa
de la imagen publicitaria, indispensable y de estricta actualidad, Sociedad,
imaginación, publicidad (págs.95-108), de 1968; un análisis que esplende,
de la obra del artista plástico Saul Steinberg (págs. 117-142), escrito en
1976 pero publicado por primera vez en 1983, donde se puede tropezar con la
siguiente reflexión: “(Interesante: el marco no se destruye, se transgrede:
La subversión de una forma no se hace mediante su forma contraria, sino de
una manera más retorcida: se finge mantener la forma, pero se le adjunta un
desbordamiento que la
anula. Una lección de nueva vanguardia, en cierto modo.)”
(pág.121) y Sobre doce fotografías de Daniel Boudinet, 1977, que en
este caso sí están impresas, (págs. 147-160), un ejemplo de crítica
fotográfica escrita, si es que uno ha de fiarse de la traducción, con un tono
deudor de la poesía.
Bajo una de las fotos –todas trabajan la vida rural–
apunta: “Otra geórgica. Aquí, toda la fuerza del trabajo se debe a los signos
de su suspensión. Los árboles, los animales y las herramientas de labranza
vuelven a una especie de obstinación del reposo. Mediante la reunión y la
distancia entre estos agentes provisoriamente inactivos (pero no ociosos), la
imagen dice el tiempo: venimos de trabajar, de producir (leche, heno), y
volveremos a empezar. De ordinario, la fotografía tiene la reputación de
captar lo actual; aquí, más filosóficamente, dice ese tiempo difícil: el
presente” (pág.155).
El texto que cierra el libro, quizás el mejor de la recopilación, es, ya lo
escribí, Querido Antonioni... (págs. 177-182): “Quisiera, querido
Antonioni, que me prestara un momento algunos rasgos de su obra para
permitirme fijar las tres fuerzas, o, si lo prefiere, las tres virtudes que a
mis ojos constituyen al artista: Las nombro ahora mismo: la vigilancia, la
sabiduría y, la más paradójica de todas, la fragilidad”. (pág.177). Es
necesario transcribir dos citas más: “Hablando con propiedad, contrariamente
al pensador, un artista no evoluciona; explora, como un instrumento muy
sensible, lo Nuevo sucesivo que le presenta su propia historia: su obra no es
un reflejo fijo, sino un muaré donde penetran. Según la inclinación de la
mirada y las tentaciones del tiempo, las figuras de lo Social o de lo
Pasional, y las de las innovaciones formales, desde el modo de narración al
uso del Color” (pág. 178). “(...) pues mirar más de la cuenta (...) molesta a
todos los órdenes establecidos, sean cuales sean, en la medida en que,
normalmente, el tiempo mismo de la mirada es controlado por la sociedad: de
ahí la naturaleza escandalosa, cuando la obra se escapa de ese control, de
algunas fotografías y de algunos filmes: no los más indecentes o los más
combativos, sino simplemente los más ‘pausados’ “ (pág. 181).
A uno lo asalta la sospecha de que, a menos de un mes del accidente que, tras
una larga agonía desembocaría en su muerte, al hablar de ese cineasta
ejemplar que es Michelangelo Antonioni, Roland Barthes, tras una dilatada
trayectoria en la que realizó diversos cambios de piel (algunos más
interesantes que otros), en la que mutó de intelectual a artista, también
pensaba en sí mismo.
EMILIO
TOIBERO.
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porfabor ponedlo con una palabras mas faciles para niños que unos amigos de mis hijos no lo entienden
ResponderEliminarpues probema suyo digo el otro/a
ResponderEliminarhola. yo creo que el texto esta bien explicado pero tenemos derecho a decir lo que pensamos o lo que otros piensan pero que le da verguenz decirlo. de el no es la culpa,vamos culpa entre comilla y por llamarlo de algun modo.
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