A Estela Tarquini y Alfredo
Reynaldi, camaradas de generación, in memoriam.
“Ay, ser distinto -en un mundo que, sin embargo,
es culpable-significa no ser inocente...”“Velada Romana”, Pier Paolo Pasolini
Si tuviéramos que resumir, tarea vana y hasta innecesaria, cuál es el asunto que piensa, en imágenes y sonidos, El espíritu..., deberíamos decir que, en primer término, es la llegada de una película a Hoyuelos y lo que su visión provoca en Ana que, pese a la advertencia, se toma el Frankenstein muy en serio: quizá porque es su primera experiencia como espectadora cinematográfica, lo que el discurso nunca dice ni tan siquiera sugiere, y como los palurdos Ulises y Miguel Ángel de Les carabiniers no pueda distinguir entre la imagen y la realidad, sea lo que esta última sea. Pero aquello que el filme hace nacer en Ana es lo que ya se nos anticipó: la necesidad de crear un ser vivo. Pulsión que, siempre que no se lo entienda literalmente, puede homologarse con aquella que da lugar a la creación de una película, nacida en las entrañas de alguien que ama al cine.
Concluida la función, en la noche
umbría las niñas están ya arropadas en sus camas, acariciadas por la luz lunar que
entra por el balcón abierto. Aguardan el sueño, más esquivo que nunca después de las
emociones vespertinas. Ana, que bulle en preguntas no puede dejar de inquirir:
“¿Por qué el monstruo mata a la niña y luego le matan a él?”, dice recordando
una situación de la película visionada. E Isabel, mayor, responde, con un
placer apenas disimulado producido por su fugaz lugar de autoridad, que todo es
mentira en el cine. Pero como si no pudiera contenerse agrega, como para cerrar
la cuestión: “Además yo lo he visto a él vivo...”, sin siquiera sospechar que
con esas palabras está marcando el futuro de Ana. De allí en más, ella no
cejará en encontrarlo, aún al precio de darle vida.
Si hay un recurso estilístico
predominante en la articulación de los planos en El espíritu... es el llamado
fundido encadenado. Un ejemplo. En la escuela una alumna lee un fragmento de
“El libro de las niñas”: “Yo voy a caer en donde nunca el que cae se
levanta...”, alza la vista, mira al espectador. Entonces, rápidamente, la
imagen se disuelve, para dar lugar a otra: la de Ana que se acerca, para mirar
adentro, al pozo de agua cercano a la casa abandonada. (¿Será ésta, y no la que
habita la familia, la casa a la que se refiere Teresa, la madre, en una carta a
un destinatario cuyo nombre nunca conoceremos, diciéndole que sólo queda, de
aquella que él conoció, las paredes?.)
Mientras el corte directo, por
más disimulado que esté en el cine clásico estadounidense, separa los espacios,
el fundido encadenado, por más imperceptible que sea a los ojos del espectador profano,
los une. Así establece otra relación de causa-efecto que no es la usual. No es
que una acción produzca una reacción sino que si un plano hace nacer a otro, esta
gestación establece entre ellos una ligazón, a veces encubierta, donde prima la
asociación insinuada por el director y no el encadenamiento lógico de los
hechos. Esta relación que debe ser completada por quien ve el filme, tarea que
lo aproxima a ciertos procedimientos verbales con los que se construye la
poesía, no únicamente es azuzada por el montaje, sino que también es incitada
por la sistemática renuencia a explicar todo, por la afirmación permanente de
zonas de misterio. En cierto sentido la película puede ser pensada como
metonímica: eligiendo mostrar sólo una parte de su universo diegético invita a
reconstruirlo, aunque quizá no se pueda y haya, entonces, que construirlo. El
destinatario de las cartas de Teresa ¿es el hombre herido que desciende del
tren y al que Ana cree haber convocado como otra encarnación de “la criatura”
creada por el Dr. Frankenstein? Puede que sí, puede que no: depende de cada
espectador obligado así a asumir un rol activo.
En su búsqueda, Ana deviene
extraña a la colmena: no ya a la literal, la del padre. Y no solamente a la que implica la
casa familiar, subrayada por las formas de los vidrios de las ventanas; sino también a aquella
que encierran los límites del pueblo, cuyo carácter es sugerido punzantemente
tanto en las dos situaciones que se desarrollan en la escuela, con la foto de Francisco
Franco colgada en la pared del aula, como en el parecido físico entre Don José,
la figura humana castrada que sirve para enseñar anatomía, y el alcalde. Pero
Hoyuelos, a su vez, como el Madrid de la misma década escrito por Cela, no
puede dejar de leerse como una imagen, atravesada por el dolor, del país entero
en los momentos más oscuros de una dictadura.
Fernando, a quien cabe suponer un
pasado como intelectual de la República, como lo sugerirían las viejas fotos que
recorren Ana, con su mirada y la cámara, con la suya, escribe por las noches.
La primera y la última, de las pocas que suceden en la diégesis, lo encuentran haciéndolo
mientras su voz, over, dice un texto, o unos textos, que no
necesariamente es el que está trazando con su pluma. Las palabras y su sintaxis
dan a entender que el mismo está agujereado, que en el cambio de plano a plano
algunos fragmentos han sido sustraídos de él, de la misma manera que ciertos
datos están omitidos del mundo representado. El texto, que, me parece que
parcialmente, vuelve a oírse muy cerca del final, es éste: «Alguien a quien yo enseñaba
últimamente, en mi colmena de cristal...»; «... el movimiento de esa rueda tan
visible como la rueda principal de un reloj; alguien que veía a las claras la
agitación innumerable de los panales, el zarandeo perpetuo, enigmático y loco
de las nodrizas sobre las cunas de la nidada, los puentes y escaleras animados
que forman las cereras...»; «... las espirales invasoras de la reina, la
actividad diversa e incesante de la multitud, el esfuerzo, despiadado e inútil,
las idas y venidas con un ardor febril, el sueño ignorado fuera de las cunas
que ya acecha el trabajo de mañana...»; «... el reposo mismo de la muerte,
alejado de una residencia que no admite enfermos ni tumbas... alguien que
miraba esas cosas, una vez pasado el asombro, no tardó en apartar la vista en
la que se leía no sé qué triste espanto.» La homologación, propuesta por Fernando
¿también por el filme?, entre las agitaciones de la colmena y las propias de la
vida, es clara. Contra ese “triste espanto” que provoca su visión, se alza Ana
que, a diferencia, de su ya resignado padre, no ceja en su búsqueda. “Soy Ana,
soy Ana” dice en el final, adivinamos que temblando frente al balcón abierto,
mientras se oyen los sonidos -¿reales? ¿imaginados por la niña?- de un tren que
avanza cortando la noche. ¿Llegará en él el espíritu o el espíritu es ya aquello
en que, definitivamente, se ha trasmutado Ana?
II
Diez años más tarde, en El Sur
(1983), Víctor Erice se referirá a otra colmena y a otra niña, a la que
esta vez seguirá hasta entrada en su adolescencia. Ahora la colmena no está ya
en la meseta castellana sino en el Norte, en una ciudad rodeada de murallas,
como advierte la voz over narradora, a orillas de un río. Y cercano a
ella, separada por un camino al que el protagonista masculino, el Dr.
Agustín Arenas un zahorí enigmático cuyo aspecto evoca a Lenin, llama “la frontera”, hay
otro panal: la casa familiar llamada “La gaviota”. Para describirlas Erice utiliza con
intensidad el llamado fuera de campo, es decir las situaciones que no se
producen en el plano sino en sus adyacencias, que el espectador debe hacer
vivir a partir de los sonidos o de las direcciones de las miradas y de la
iluminación.. El primer plano, que ya marca la cualidad pictórica de la
iluminación que atravesará a todos los que restan, ya establece el
procedimiento. Mientras los títulos de créditos iniciales aún se suceden, una
luz que llega desde afuera del encuadre, al principio casi imperceptiblemente,
comienza a iluminar la escena a través de una ventana. Se oyen las voces y los
ruidos que provocan los movimientos de Julia, la esposa de Agustín, y Casilda,
la criada, que se hablan mientras recorren la casa en busca del marido
desaparecido, pero la cámara permanece dentro del cuarto donde, en su cama,
está despertando Estrella, la única hija de Agustín y Julia, ya adolescente.
Así quedan establecidos, en el inicio, dos fueras de campo: aquél desde el que
proviene la luz y el que sugieren los movimientos de las mujeres, que quizá
lleguen a unirse en uno solo, el jardín, pero que comienzan siendo dos.
Por su parte, el cuarto plano
insinúa uno de los temas esenciales, sino el esencial, aunque quizá el más
velado del filme todo. En el tercer plano dejamos a Estrella sosteniendo con
sus manos el péndulo que le dejó su padre bajo la almohada. Tras un fundido al
negro, el siguiente comienza de manera idéntica al ya referido primero, aunque
de manera más veloz. Una luz que entra por la ventana ilumina al padre sentado,
en su primera aparición en la diégesis, con el péndulo colgando de una de sus
manos, y una figura acostada en la cama. ¿Es Estrella? No, es Julia embarazada
de ella. Hasta que advertimos que estamos ante la primera situación de un racconto
que se prolongará casi hasta el final del metraje, un instante de duda nos
recorre acerca de la identidad de la mujer acostada, a quien tampoco hemos
conocido hasta ahora. Este sutil paralelismo establecido entre Estrella y
Julia, con relación a Agustín, sugiere sesgadamente que la relación entre la
hija y el padre puede ser más compleja, menos convencional, que las que habitualmente
representa el cine. Es, podemos escribir, una historia de amor situada en un
lábil límite. Es la historia de una pareja, con todos los conflictos que esta
unión conlleva, como lo muestra ese admirable plano secuencia, a mi entender el
más bello que haya filmado Erice, del baile de “En la vida” en la fiesta de
primera comunión, donde puede pensarse que antes de desposarse con Dios,
Estrellita lo hace con Agustín. En el último diálogo que sostienen sin saber,
al menos ella, que es una despedida, significativamente vuelve a oírse, desde
el salón de fiestas del “Gran Hotel”, el mismo pasodoble y es Agustín el que
repara que lo están interpretando mientras se celebra otra boda que la cámara
registrará desde lo alto, sin la cercanía elegida para la primera.
Una estrategia narrativa nueva,
con relación a El espíritu, quizá como reconocimiento hacia el relato
original de Adelaida García Morales, aparece en El Sur: la voz over,
es decir una voz que no pertenece al mundo representado, que podría ser la de
Estrella, ya adulta, hablando desde un lugar físico que no conoceremos. Esta
voz, de acuerdo a lo que va narrando, no conoce más que lo que sabía cuando era
adolescente, cuando partió a develar el enigma de la vida de su padre en el
Sur. Vale decir que, por sus palabras, nada descubrió allí o, también es
posible, nada quiere decir de aquello que encontró. Su presencia sonora, por lo
tanto, es una manera posible de ir entrelazando las diferentes secuencias
otorgándoles unidad, pero también un artilugio que coloca a todo el desarrollo
de la anécdota como un racconto que contiene a otro. Son los movimientos
de cámara o el ensamblaje de los planos quienes, a veces inesperadamente, nos descubren
aquello que Estrella no puede conocer: el trabajo del padre en el hospital, un fragmento
de “Flor en la sombra” donde aparece Irene Ríos, la carta a Laura- que como su homónima
del filme de Preminger ha desaparecido pero no muerto- y su respuesta... Es interesante
advertir que aquello que el narrador nos permite conocer sobre la intimidad del
siempre misterioso Agustín excluye, en campo, su vida matrimonial. No hay en El
Sur un plano como aquel de El espíritu... en que Teresa finge dormir
cuando Fernando se aproxima a la cama conyugal. Sin embargo no puede menos que
advertirse que en ambos filmes la pareja familiar apenas subsiste como una
rutina. Las que crecen son las otras relaciones: la imaginaria que se alimenta
del pasado, con Laura-Irene, y la de todos los días, con Estrellita-Estrella.
La cinefilia, larvada aunque
evidente en la primera película, adquiere mayor peso en El Sur. Desde la decisión de llamar
“Arcadia” a la sala de cine del pueblo, con su resonancia en la cultura grecolatina pero también
en un exitoso texto donde Guillermo Cabrera Infante recopila sus charlas habaneras
sobre algunos de sus directores preferidos, hasta ese encuadre que recorta, y
por lo tanto señala, el afiche español de Shadow of a doubt de
Hitchcock, donde -¡oh, casualidad!- un tío y su sobrina no sólo tenían el mismo
nombre. Si en Hoyuelos, Ana quedaba marcada por la visión de una película, en el
Norte, Agustín se reencuentra con la mujer que amó -¿qué ama?- como espectador
de otra.
Regresemos al fuera de campo: la
España franquista de fines de los ’40 y los ’50, maravillosamente expuesta en ese
monólogo epifánico de la inolvidable Milagros ante la niña; el desgaste de la
vida matrimonial; el deambular por un oscuro pueblo, casi siempre se lo ve de noche,
soportando el fracaso de una causa perdida; el Sur entrevisto, y adivinado, a
través de unas tarjetas postales...De él, y de las marcas que ha dejado en su
vida, es de lo que escapa Estrella después del suicidio de Agustín, del Norte
se escabulle al Sur al que nunca sabremos si llega. A su manera, al tomar su
decisión está afirmando “Soy Estrella, soy Estrella”. Está escapando de la
colmena como Ana en su rito frente al balcón. Tal vez, vaya uno a saber, haya
devenido escritora, la responsable de los espléndidos textos que se pueden oír
en la banda sonora.
III
Nueve años más tarde ya no hay
niñas en El sol del membrillo (1992), sí hijas que se han vuelto mujeres.
Ni tampoco ya pueblos perdidos. Subsiste, sin embargo, la colmena: el estudio
que comparten los artistas Antonio López García y María Moreno con José, un
joven pintor que vive allí, y que podría estar relacionado sentimentalmente con
una de las hijas, y con un perro llamado Emilio. Espacio por donde también, en
el lapso en que transcurre la acción -del sábado 29 de septiembre de 1990 al
martes 11 de diciembre del mismo año y, después, en una inesperada elipsis que
anuncia el final, en la primavera boreal- transitan Janusz, Marek y Grzegorz,
tres albañiles polacos, encargados de unas reformas en la casa, y los
visitantes: el entrañable Enrique Grand, una pareja de vietnamitas -¿o una
vietnamita y su traductor del mismo origen?-, unos amigos. Lugar, éste,
disimulado dentro de una colmena mayor, la ciudad de Madrid, que se deja
adivinar en la gigantesca antena iluminada del Centro de Transmisión, en el
sonido de los trenes que pasan, en las ventanas de los departamentos que para
nada disimulan la presencia, permanente, de los televisores encendidos.
Puede pensarse que El sol... es
un filme sobre diversas formas del trabajo: el de pintar, el de grabar, el de levantar paredes,
el de cuidar, a cargo de Emilio. Pero entre todas ellas hay una en la que el
discurso se centra: primero el intento de António López de hacer un óleo que represente
la forma en que el sol, unas pocas horas al día, dora los membrillos que
cuelgan de un árbol que él mismo plantó, y cuando la empresa se vuelve
imposible por el mal tiempo otoñal, el acometer un dibujo sobre el mismo tema.
(Estos intentos, diferentes por los condicionamientos climáticos, encuentran
una sutil correspondencia en los distintos soportes utilizados para el
registro: vídeo y celuloide).
En éste, pese a ser el único
largometraje de Erice donde el universo representado es contemporáneo a su registro, el
pasado no está ausente. Mientras las imágenes dan cuenta, con minuciosidad, de
todo lo que sucede en el presente de la colmena, el ayer se introduce en las palabras.
Las cargadas de nostalgia de los dos diálogos con el amigo Enrique -dos
situaciones éstas que no puedo dejar de asociar a ciertos diálogos entre
veteranos en algunas de las grandes películas de John Ford-, las del propio
Antonio cuando relata un sueño mientras la imagen lo muestra durmiendo (¿es
allí cuando lo sueña?), después de dejar caer, como Charles Foster Kane, una
bola de vidrio que aprisionaba en su mano. No es casual, entonces, que la voz del
pintor nos conduzca a un episodio que ocurre en su infancia: “Estoy en
Tomilloso delante de la casa donde nací. Al otro lado de la plaza hay unos
árboles que nunca crecieron allí en la distancia en la que reconozco las hojas
oscuras de los frutos dorados de los membrilleros. Me veo entre sus árboles
junto a mis padres acompañados por otras personas cuyos rasgos no logro identificar.
Hasta mí llega el rumor de nuestras voces, charlamos apaciblemente. Nuestros
pies están hundidos en la tierra embarrada. A nuestro alrededor prendidos de
sus ramas los frutos rugosos cuelgan cada vez más blandos. Grandes manchas van
invadiendo su piel. En el aire inmóvil percibo la fermentación de su carne.
Desde el lugar donde observo la escena no puedo saber si los demás ven lo que
yo veo. Nadie parece advertir que todos los membrillos se están pudriendo bajo
una luz que no sé como describir, nítida y a la vez sombría que todo lo convierte en metal. No es la luz
de la noche, tampoco es la del crepúsculo, ni la de la aurora.”
Puede que en este relato del
sueño encontremos ciertas vías de acercamiento al filme. Vamos por partes. En
principio está el título, El sol del membrillo y no “El sol en el
membrillo” o “El sol sobre el membrillo”. Hay allí una afirmación de que el
membrillo tiene un sol. Puede pensarse que es el que aparece en “...los frutos
dorados de los membrilleros...” ubicados, en el sueño, en la infancia. Y esa
luz es la que López, obstinadamente, intenta atrapar en su óleo: un resplandor
que le habla de un tiempo donde sus padres estaban vivos. Pero los frutos
“...cuelgan cada vez más blandos...” y “...se están pudriendo bajo una luz que
no sé como describir...” pero que, claro está, no es una luz natural. Es, puede
conjeturarse, aquella que emana de la civilización tal como se manifiesta en
una país central de Europa. Es la que expresan los boletines informativos de la
Radio Nacional de España dando cuenta de la unificación de Alemania o de la
Guerra del Golfo. Es la luz sombría y artificial, que anula las diferencias, derramada
por los televisores encendidos.
Así el lugar donde trabaja el
artista solitario se convierte en un espacio de resistencia que, sin embargo,
no puede aislarse del transcurrir del tiempo, ese deslizamiento que Erice se
obstina en querer representar, poniendo en juego distintas estrategias en cada
filme. Aniquilando, en éste, la enmohecida dicotomía entre “ficción” y
“documental”, diferentes caras de la realidad dice él, términos cuya oposición
fue construida por la industria estadounidense muchos años ha y que nunca pudo
sostenerse. Documentando el trabajo perseverante de López y convirtiéndolo, casi,
en una narración de suspenso: ¿terminará el óleo? y después ¿concluirá el
dibujo?, elabora una magistral reflexión -y en esto la película se aproxima a
un ensayo tan definitivo sobre el tema como lo fue, en los cincuenta, French
cancan de Renoir- sobre las afinidades y las diferencias entre el cine y la
pintura. La segunda fija el tiempo, el primero, recordando a Tarkovski, esculpe
en el tiempo. Y es el despliegue del tiempo, lo propio del cine y el lugar donde
se inscribe el trabajo humano, el que El sol... pone ante nuestros
asombrados ojos. Por eso el final y su doble movimiento, aquel que nos
constituye a todos: el que se dirige a la vida y el que va hacia la muerte. Por
un lado, el membrillero renovado por la primavera, con sus primeros frutos ya
despuntando en su fronda, junto a la voz de Antonio López, seguramente aprestándose
para otro intento de capturar el sol que tiene el membrillo, tarareando (¿nuevamente
Espérame en el cielo?). Y por el otro la dedicatoria: “A Paco Solórzano
in memoriam”.
IV
Si hay algo que une a Ana,
Estrella y Antonio, los personajes protagónicos de los tres largometrajes de Víctor Erice, es
el hecho de que los actos que van realizando a lo largo de cada uno de los
filmes los hacen avanzar en un camino que desemboca en la diferencia, y que,
por lo tanto, como dice el epígrafe pasoliniano, en la ausencia de inocencia.
Ana invocando al espíritu, sin dudar en que terminará respondiendo a su
llamado; Estrella decidiendo ir al Sur a ver qué encuentra allí para aclararse
la figura de su padre y Antonio decidido a no cejar en su intento de capturar
pictóricamente el sol que hay en el fruto, más allá de las múltiples diferencias
que los separan, quedan solos, en el final, atendiendo a la realización de su
deseo y escapando de las acechanzas del mundo que los rodea. Si para Ana y
Estrella, la colmena es el lugar del que hay que escapar para poder decirse a
sí mismas quiénes son, para Antonio, muchos años mayor que cualquiera de ellas,
su colmena es el refugio desde donde poder seguir con su propósito,
guareciéndose de cualquier distracción. No deja de ser indicial el hecho de que
en las películas que transcurren en los ’40 y en los ’50 la casa familiar
funcione como lugar donde hay que rasgar el velo que oculta, mientras que, en
la que sucede en los ’90, el lugar de trabajo familiar es donde puede
encontrarse alguna certeza: la que otorga el trabajo que lleva realizar una
expresión artística. (En él, curiosamente, no se nos muestra ningún aparato de televisión,
como aquél que, en El Sur, Casilda anticipaba con su canto gozoso.)
Pero si estos tres personajes
comparten el hecho de su diferencia, al menos con relación a los modos de la
sociedad, franquista o tardo capitalista, que los rodea, también hay en el
discurso audiovisual de Erice una afirmación de diferencia que no es otra que
seguir reiterando aquellas preguntas, hoy parece que olvidadas, que ya están en
los principios del cine: ¿cómo registrar la realidad? y ¿cómo articularla en el
espacio? Mientras, progresivamente y desde los años de El espíritu...,
las imágenes cinematográficas se fueron enmascarando con los recursos multinacionales
de la tecnología, Erice se empecina, y en esto es tan consecuente como Antonio
López, en obligarnos a ver, y reconocer. Sus planos son enteros -“más enteros”
como recuerda Enrique en El sol... que les decía un profesor- y
permanecen frente a nuestros ojos el tiempo necesario para poder recorrerlos:
la prisa ha sido excluida de su cine, elección que, en los tiempos que corren,
es un altivo gesto de independencia.
Pero también hay en estos tres largometrajes una suerte de voluntad educativa, en el más alto sentido del término: el que puede albergar el arte. Los recorridos de Ana, Estrella y Antonio, y tras ellos el del propio Erice, tienen la reconfortante virtud de iluminarnos, de ser ejemplares y, por lo tanto, ayudarnos a transitar el arduo oficio de vivir. Como lo son las filmografías, asimismo modelos, de Jean Renoir y Roberto Rossellini.
(Veintisiete años atrás las
circunstancias por las que atravesaba mi país, Argentina, me llevaron a España. Además
de mis temores y de mi timidez, llevaba conmigo, casi como un amuleto, una imagen que
martilleaba mi memoria. Era la de Ana e Isabel acercándose a la casa
abandonada,
descubierta,
en varias y afiebradas sesiones, el año anterior. Recuerdo que desde Barcelona
le
envié
una carta a Víctor Erice, manifestándole mi admiración por su película, que él
tuvo la
gentileza
de contestarme. Como tantas otras cosas, también he extraviado su generosa respuesta. Sin
embargo desde ese momento siento, a veces, que estoy en aquel lugar donde nunca el que cae
se levanta.)
EMILIO TOIBERO.
EMILIO TOIBERO.
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