martes, 3 de junio de 2014

Berlín Alexanderplatz, de R. W. Fassbinder



Dilaciones, elipsis, intensidades.



Y volví el rostro y vi todas las injusticias que hay bajo la capa del cielo, y he aquí que había lágrimas en los que padecían injusticias sin que nadie los consolara, y los que cometían la injusticia eran demasiado poderosos.
Y alabé a los muertos, porque habían muerto ya
”.
Alfred Döblin, Berlin Alexanderplatz.


La Sra. Bast es la casera de la pensión donde vive Franz Biberkopf. Sus apariciones en el encuadre están exclusivamente en función de los avatares de la vida de éste: ¿es que existe otro pensionista en la casa?. Ningún dato nos permite sospechar que hace ella fuera de abrir la puerta para que entren los visitantes de Franz, entrometerse, cuando la dejan, en su cuarto o acudir –a la hora que sea– para socorrer a su inquilino. La Sra. Bast somos nosotros, los espectadores, pendientes de un personaje del que poco sabemos, en realidad nada salvo el hecho de que mató a golpes a Ida, una prostituta que lo mantenía. Claro está que podemos creer que sabemos más que ella pero ¿cuánto más? Porque habrá que convenir que los personajes de Berlin Alexanderplatz carecen tanto de historia como de familia: están tan solos como la Sra. Bast, que mira cómo evolucionan. Los datos que se alcanzan a saber –como, por ejemplo, que Eva fue mujer de Franz o que Mieze escapó de su casa– están puestos como al pasar, indicando su irrelevancia para acceder a estas criaturas abandonadas bajo la capa del cielo. La historia que se cuenta a lo largo de más de quince horas es fácilmente resumible: un hombre, Franz, sale de la cárcel; se promete a sí mismo ganar su vida honradamente, es decir dentro de la ley, pero no puede lo que lo arroja a una serie de complicaciones varias: afectivas, tanto con mujeres como con hombres, y de salud: física y psíquica. Tras una estancia en una casa para enfermos mentales, se reintegra al mundo como si estuviera anestesiado. Por algo Piel Jutzi la pudo contar, en 1931, en poco menos de hora y media. Sin embargo, y creo que más allá de su declarada pasión por la novela de Döblin lo que lo obliga a una cierta forma de la fidelidad, Fassbinder creyó necesaria otra extensión, desmesurada teniendo en cuenta las que se utilizan, para transponerla. Esta condición, se me ocurre que para él imprescindible, está ya indicando que antes que una serie de acciones, que no son tantas, lo que el cineasta quiere trazar es una serie de personajes y seguirlos en los pliegues de sus encuentros y desencuentros para restituirnos esa densidad que solía tener el vivir antes de devenir una prisa permanente. Como si Fassbinder, obsesionado por las criaturas de Döblin, quisiera volverlos a la vida, o hacerlos vivir en imágenes, para ver qué pasa con ellos (como si en ese sentido fuera también la Sra. Bast), qué le susurran todavía, lejos ya de las febriles lecturas de su juventud y qué pueden llegarle a decir a sus contemporáneos.(Gracias a las azarosas vueltas de la Historia un espectador argentino del 2002 puede reconocer más de una semejanza entre los fugaces, para nada esenciales, apuntes sobre la agitada República de Weimar y la situación argentina por estos días).


Pocos films exhiben una marca autoral tan evidente como éste. En algunos tramos las rotundas elipsis –una marca del discurso fassbinderiano- sepultan en el olvido a un personaje que parecía tener importancia más allá de su relación con Franz, como ocurre con Lina, la polaca, entre el final del capítulo tercero y el comienzo del cuarto. Pero en otros las situaciones se estiran mucho más allá de lo previsible, dilatándose hasta el borde de poder llegar a provocar la exasperación como sucede con el diálogo con los hermanos judíos en el capítulo primero o el largo partido de cartas mientras Franz se recupera de su honda decepción en el capítulo cuarto. Es en esos momentos donde reina la expansión, que a veces se percibe como ilimitada, del tiempo donde Berlin Alexanderplatz confronta a su espectador con una experiencia inusual: en vez de acuciarlo, como suele hacerlo el cine que se practica, para que esté pendiente de lo que ocurrirá, lo obliga a plegarse al transcurrir, sin mayores sobresaltos, del tiempo, atendiendo a una línea de diálogo, una mirada que se insinúa o un gesto apenas esbozado. Este procedimiento alcanza su instancia de mayor esplendor en el asesinato de Mieze a manos de Reinhold que ocupa casi cuarenta minutos del capítulo duodécimo y consigue transmitir un pathos que podría pensarse privilegio exclusivo del territorio de la tragedia. No le van a la zaga, en el capítulo décimo, la borrachera conjunta de Franz y Mieze o, en el undécimo, la discusión en torno al joven con el que se acostó ella. Son momentos donde el cine encuentra justificación para su existencia y nos justifica, ahogados como estamos en nuestra adormecedora rutina cotidiana de espectadores.

Pero si el tiempo está permanentemente subjetivizado, devenido otro más cercano a la experiencia cotidiana y muy lejos del fluir omnisciente del cine clásico, no menos alterado está el espacio. La iluminación prescinde de cualquier criterio naturalista que obligue a preguntarse por la procedencia de la luz y juega, de manera claramente manierista, ocultando y desocultando a los actores, atravesándolos por inesperados haces lumínicos o provocando brillos en los lugares menos previsibles, un diente o un zapato acabado de lustrar. Así los espacios aparecen en permanente mutación a la que contribuye la manera de registrarlos. Siempre hay mediaciones –espejos, objetos: la lista es interminable– entre la acción y la cámara, como buscando, y obteniendo, un distanciamiento que se impone aún sobre los numerosos primeros planos donde los actores son obligados a verdaderas proezas.




Este espacio fracturado entra, a su vez, en una relación permanente de diálogo con la banda sonora. Hay capítulos enteros, el cuarto puede ser un ejemplo, donde la música, perdida en un lejano plano sonoro, no deja de escucharse un instante, enervando todas las situaciones y sumándose a otros sonidos: los de las radios, los de las calles, los de los personajes, hasta consolidar un indefinible acompañamiento, un mundo aparte hecho de sonidos que confiere una particular densidad a las imágenes. (Podría llegar a pensarse que en algunos capítulos sobre las imágenes ya montadas un pianista –¿Peer Raben? – ha ido improvisando la música). En el final del epílogo, el cierre de Berlin Alexanderplatz, Franz ha conseguido trabajo cuidando un garaje. Se pasea, impecable, entre los autos cuyo brillo hiere a los ojos. Sin una procedencia explicable, comienzan a oírse marchas musicales propias de ideologías enfrentadas atravesadas por fragmentos de “El Danubio Azul”. Los distintos sonidos entran en colisión, no se armonizan, dan cuenta, desde la banda sonora convertida en personaje protagónico, del conflicto en el mundo que Franz se empecina en ignorar, acolchonado en su reciente bienestar. De la misma manera que la ópera de los títulos iniciales de los trece capítulos se confunde con los sonidos de las máquinas que arrasan el mundo que ella representa.

El epílogo –Rainer Werner Fassbinder: Mi sueño sobre el sueño de Franz Biberkopf– se desmarca del resto del relato. Construido con un montaje más rápido y menos interesado en la connotación (que ya está en las propias imágenes) se permite anacronías de diversa índole –desde temas musicales de Janis Joplin y Donovan hasta alusiones a la explosión de la bomba atómica– para los años en que está fechado el transcurrir de la acción (1927,1928 y 1929). Al escribir su sueño sobre el de su personaje, Fassbinder abre, a veces de manera explosiva, el campo semántico, dispara los sentidos, como en un ensayo, hacia la historia más reciente de Alemania proponiendo, por momentos, un caos que no deja de evocar el universo, germánicamente fundante, de las óperas de Wagner, citado musicalmente pero no sólo así. Pero en ese mundo ebrio de colores y atrocidades que representa no olvida remarcar lo que es el centro de su lectura del texto de Döblin: la atracción, el amor, entre Franz y Reinhold, bellamente mostrada cuando se conocen en el capítulo quinto, que da lugar a una inesperada situación onírica, irónicamente deudora de la estética del video-clip, donde como dos gladiadores ellos se enfrentan en un cuadrilátero de propociones cambiantes. Los títulos finales están inscriptos sobre el final del capítulo 12: el asesinato de Mieze ya aludido. ¿Por qué este volver sobre el crimen, agregándole ahora la mezcla de marchas que acompañan el paseo final de Franz por su trabajo?

¿Acaso Fassbinder está señalando que esa muerte, profundamente injusta, es el anticipo de otros igualmente injustificadas? ¿Y si estuviera sugiriendo que tanto una como las otras se sustentan en razones que mucho tienen que ver con la sexualidad? La bomba atómica también puede estallar porque dos hombres no sean capaces de reconocer aquello que los une.


Ficha técnica:

Berlín Alexanderplatz (Berlin Alexanderplatz)
Alemania Federal, Italia, 1979/1980.
Alemán e inglés, color, 930m.
Un filme en 13 capítulos y un epílogo. Capítulo 1: Comienza la condena. Capítulo 2: ¿Cómo podés vivir si no estás preparado para morir?. Capítulo 3: Un martillo sobre tu cabeza puede herir tu alma. Capítulo 4: Un puñado de gente en las profundidades del silencio. Capítulo 5: Una podadora con la fuerza de Dios. Capítulo 6: Un amor que a uno siempre le cuesta muchísimo. Capítulo 7: Recuerda: siempre puedes traicionar un juramento. Capítulo 8: El sol calienta la piel, que algunas veces se quema. Capítulo 9: Acerca de la eternidad de los muchos y los pocos. Capítulo 10: La soledad puede abrir grietas de locura en las paredes. Capítulo 11: El conocimiento es poder – Y es el pájaro madrugador el que atrapa al gusano. Capítulo 12: La serpiente dentro del alma de la serpiente. Capítulo 13: Dentro y fuera de los mundos y el secreto del miedo al miedo. Epílogo: Rainer Werner Fassbinder: Mi sueño sobre el sueño de Franz Biberkopf.
Dirección: Rainer Werner Fasbinder.
Intérpretes: Günter Lamprecht (Franz Biberkopf), Gottfried John (Reinhold), Barbara Sukowa (Mieze), Hanna Schygulla (Eva), Brigitte Mira (Sra. Bast), Annemarie Düringer (Cilly), Franz Buchrieser (Meck), Roger Fritz (Herbert), Elisabeth Trissenaar (Lina, la polaca), Barbara Valentin (Ida), Margit Castersen (Terah, un ángel), Helmut Griem (Sarug, un ángel), Irm Hermann (Trude), Traute Höss (Emmy), Ivan Desny (Pums), Lilo Pempeit (Sra. Pums), Helen Vita (Fraenze), Karin Baal (Minna), Axel Baur (Dreske), Hark Bohm (Sr. Luders), Marquard Bohm (Otto), Jürgen Draeger (vendedor de salchichas), Raúl Jiménez (Konrad), Claus Holm (patrón), Günther Kauffman (Theo), Udo Kier (hombre joven en el night club), Helmut Petigk (hombre viejo en el bar), Fritz Schediwy (Willy), Volker Spengler (Bruno), Herbert Steinmetz (vendedor de diarios), Gehrard Zwerenz (Baumann), Marie-Luise Marjan (Wirtin), Adrian Goven (amante de Mieze), Harry Baer (Richard), Herb Andrés (policía), Werner Asam (Fritz), Wolfgang Bathke (Reiner), Matthias Fuchs (Arzt), Dirk Galuba (taxista), Jan George (Greiner), Mechtild Grossman (Paula), Jan Grot (Tischler), Elke Haltaufderheide (Kellnerin), Karl-Heinz von Hassel (criminal), Elma Karlowa (Sra. Greiner), Peter Kollek (Nachum), Peter Kniper (Glatzkopf), Eberhard von Nordhausen (Münzer), Dieter Prochnow (policía), Peer Raben (Ansager), Hans Michael Reberg (comisario), Roland Schäfer (Dr. Proll), Y Sa Lo (Ilse), Rolf Zacher (Krause), Vitus Zeplichal (Rudi), Rainer Will (RWF), Christiane Maybach, Karl-Heinz Braun, Almut Eggere, Siegfried Hechler, Klaus Höhne, Horst Laube, Hermann Lause, Georg Lehn, Christine de Loup, Sonja Nendorfer, Katrin Schaake, Wolfgang Schenk, Angela Schmid, Werner Schroeter, Herbert Steimnetz.
Guión: Rainer Werner Fassbinder según la novela homónima (1930) de Alfred Döblin.
Fotografía y cámara: Xaver Schwarzenberger.
Montaje: Juliane Lorenz, Franz Walsch (RWF).
Sonido: Karsten Ulrich, Milan Bor.
Música original: Peer Raben.
Temas musicales: Richard Wagner, Janis Joplin, Donovan y otros.
Dirección artística: Barbara Baum.
Diseño de vestuario: Barbara Baum.
Efectos especiales: Theo Nischwitz.
Asistentes de dirección: Harry Baer, Renate Leiffer, Tomas Schürly.
Jefe de producción: Dieter Minx.
Producción: Peter Marthesheimer.
Compañías productoras: Bavaria Astelier GMBH, RAI 2 en asociación con WDR.
Rodaje: 154 días entre junio de 1979 y abril de 1980 en Berlín y Munich.
Estreno: Festival de Venecia 1980: del 28-8 al 8-9.

EMILIO TOIBERO.

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