La Sra. Bast es la casera de la pensión donde
vive Franz Biberkopf. Sus apariciones en el encuadre están exclusivamente en
función de los avatares de la vida de éste: ¿es que existe otro pensionista
en la casa?. Ningún dato nos permite sospechar que hace ella fuera de abrir
la puerta para que entren los visitantes de Franz, entrometerse, cuando la
dejan, en su cuarto o acudir –a la hora que sea– para socorrer a su
inquilino. La Sra. Bast somos nosotros, los espectadores, pendientes de un
personaje del que poco sabemos, en realidad nada salvo el hecho de que mató a
golpes a Ida, una prostituta que lo mantenía. Claro está que podemos creer
que sabemos más que ella pero ¿cuánto más? Porque habrá que convenir que los
personajes de Berlin Alexanderplatz carecen tanto de historia como de
familia: están tan solos como la Sra. Bast, que mira cómo evolucionan. Los
datos que se alcanzan a saber –como, por ejemplo, que Eva fue mujer de Franz
o que Mieze escapó de su casa– están puestos como al pasar, indicando su
irrelevancia para acceder a estas criaturas abandonadas bajo la capa del
cielo. La historia que se cuenta a lo largo de más de quince horas es
fácilmente resumible: un hombre, Franz, sale de la cárcel; se promete a sí
mismo ganar su vida honradamente, es decir dentro de la ley, pero no puede lo
que lo arroja a una serie de complicaciones varias: afectivas, tanto con
mujeres como con hombres, y de salud: física y psíquica. Tras una estancia en
una casa para enfermos mentales, se reintegra al mundo como si estuviera
anestesiado. Por algo Piel Jutzi la pudo contar, en 1931, en poco menos de
hora y media. Sin embargo, y creo que más allá de su declarada pasión por la
novela de Döblin lo que lo obliga a una cierta forma de la fidelidad, Fassbinder
creyó necesaria otra extensión, desmesurada teniendo en cuenta las que se
utilizan, para transponerla. Esta condición, se me ocurre que para él
imprescindible, está ya indicando que antes que una serie de acciones, que no
son tantas, lo que el cineasta quiere trazar es una serie de personajes y
seguirlos en los pliegues de sus encuentros y desencuentros para restituirnos
esa densidad que solía tener el vivir antes de devenir una prisa permanente.
Como si Fassbinder, obsesionado por las criaturas de Döblin, quisiera
volverlos a la vida, o hacerlos vivir en imágenes, para ver qué pasa con
ellos (como si en ese sentido fuera también la Sra. Bast), qué le susurran
todavía, lejos ya de las febriles lecturas de su juventud y qué pueden
llegarle a decir a sus contemporáneos.(Gracias a las azarosas vueltas de la
Historia un espectador argentino del 2002 puede reconocer más de una
semejanza entre los fugaces, para nada esenciales, apuntes sobre la agitada
República de Weimar y la situación argentina por estos días).
Pocos films exhiben una marca autoral tan evidente como éste. En algunos
tramos las rotundas elipsis –una marca del discurso fassbinderiano- sepultan
en el olvido a un personaje que parecía tener importancia más allá de su
relación con Franz, como ocurre con Lina, la polaca, entre el final del
capítulo tercero y el comienzo del cuarto. Pero en otros las situaciones se
estiran mucho más allá de lo previsible, dilatándose hasta el borde de poder
llegar a provocar la exasperación como sucede con el diálogo con los hermanos
judíos en el capítulo primero o el largo partido de cartas mientras Franz se
recupera de su honda decepción en el capítulo cuarto. Es en esos momentos
donde reina la expansión, que a veces se percibe como ilimitada, del tiempo
donde Berlin Alexanderplatz confronta a su espectador con una experiencia
inusual: en vez de acuciarlo, como suele hacerlo el cine que se practica,
para que esté pendiente de lo que ocurrirá, lo obliga a plegarse al
transcurrir, sin mayores sobresaltos, del tiempo, atendiendo a una línea de
diálogo, una mirada que se insinúa o un gesto apenas esbozado. Este
procedimiento alcanza su instancia de mayor esplendor en el asesinato de
Mieze a manos de Reinhold que ocupa casi cuarenta minutos del capítulo
duodécimo y consigue transmitir un pathos que podría pensarse privilegio
exclusivo del territorio de la tragedia. No le van a la zaga, en el capítulo
décimo, la borrachera conjunta de Franz y Mieze o, en el undécimo, la
discusión en torno al joven con el que se acostó ella. Son momentos donde el
cine encuentra justificación para su existencia y nos justifica, ahogados
como estamos en nuestra adormecedora rutina cotidiana de espectadores.
Pero si el tiempo está permanentemente subjetivizado, devenido otro más
cercano a la experiencia cotidiana y muy lejos del fluir omnisciente del cine
clásico, no menos alterado está el espacio. La iluminación prescinde de
cualquier criterio naturalista que obligue a preguntarse por la procedencia
de la luz y juega, de manera claramente manierista, ocultando y desocultando
a los actores, atravesándolos por inesperados haces lumínicos o provocando
brillos en los lugares menos previsibles, un diente o un zapato acabado de
lustrar. Así los espacios aparecen en permanente mutación a la que contribuye
la manera de registrarlos. Siempre hay mediaciones –espejos, objetos: la
lista es interminable– entre la acción y la cámara, como buscando, y
obteniendo, un distanciamiento que se impone aún sobre los numerosos primeros
planos donde los actores son obligados a verdaderas proezas.
Este espacio fracturado entra, a su vez, en una relación permanente de
diálogo con la banda sonora. Hay capítulos enteros, el cuarto puede ser un
ejemplo, donde la música, perdida en un lejano plano sonoro, no deja de
escucharse un instante, enervando todas las situaciones y sumándose a otros
sonidos: los de las radios, los de las calles, los de los personajes, hasta
consolidar un indefinible acompañamiento, un mundo aparte hecho de sonidos
que confiere una particular densidad a las imágenes. (Podría llegar a
pensarse que en algunos capítulos sobre las imágenes ya montadas un pianista
–¿Peer Raben? – ha ido improvisando la música). En el final del epílogo, el
cierre de Berlin Alexanderplatz, Franz ha conseguido trabajo cuidando un
garaje. Se pasea, impecable, entre los autos cuyo brillo hiere a los ojos.
Sin una procedencia explicable, comienzan a oírse marchas musicales propias
de ideologías enfrentadas atravesadas por fragmentos de “El Danubio Azul”.
Los distintos sonidos entran en colisión, no se armonizan, dan cuenta, desde
la banda sonora convertida en personaje protagónico, del conflicto en el
mundo que Franz se empecina en ignorar, acolchonado en su reciente bienestar.
De la misma manera que la ópera de los títulos iniciales de los trece
capítulos se confunde con los sonidos de las máquinas que arrasan el mundo
que ella representa.
El epílogo –Rainer Werner Fassbinder: Mi sueño sobre el sueño de Franz
Biberkopf– se desmarca del resto del relato. Construido con un montaje más
rápido y menos interesado en la connotación (que ya está en las propias
imágenes) se permite anacronías de diversa índole –desde temas musicales de
Janis Joplin y Donovan hasta alusiones a la explosión de la bomba atómica–
para los años en que está fechado el transcurrir de la acción (1927,1928 y
1929). Al escribir su sueño sobre el de su personaje, Fassbinder abre, a
veces de manera explosiva, el campo semántico, dispara los sentidos, como en
un ensayo, hacia la historia más reciente de Alemania proponiendo, por
momentos, un caos que no deja de evocar el universo, germánicamente fundante,
de las óperas de Wagner, citado musicalmente pero no sólo así. Pero en ese
mundo ebrio de colores y atrocidades que representa no olvida remarcar lo que
es el centro de su lectura del texto de Döblin: la atracción, el amor, entre
Franz y Reinhold, bellamente mostrada cuando se conocen en el capítulo
quinto, que da lugar a una inesperada situación onírica, irónicamente deudora
de la estética del video-clip, donde como dos gladiadores ellos se enfrentan
en un cuadrilátero de propociones cambiantes. Los títulos finales están
inscriptos sobre el final del capítulo 12: el asesinato de Mieze ya aludido.
¿Por qué este volver sobre el crimen, agregándole ahora la mezcla de marchas
que acompañan el paseo final de Franz por su trabajo?
¿Acaso Fassbinder está señalando que esa muerte, profundamente injusta, es el
anticipo de otros igualmente injustificadas? ¿Y si estuviera sugiriendo que
tanto una como las otras se sustentan en razones que mucho tienen que ver con
la sexualidad? La bomba atómica también puede estallar porque dos hombres no
sean capaces de reconocer aquello que los une.
Ficha
técnica:
Berlín
Alexanderplatz (Berlin Alexanderplatz)
Alemania Federal, Italia, 1979/1980.
Alemán e inglés, color, 930m.
Un filme en 13 capítulos y un epílogo. Capítulo 1: Comienza la condena.
Capítulo 2: ¿Cómo podés vivir si no estás preparado para morir?. Capítulo 3:
Un martillo sobre tu cabeza puede herir tu alma. Capítulo 4: Un puñado de gente
en las profundidades del silencio. Capítulo 5: Una podadora con la fuerza de
Dios. Capítulo 6: Un amor que a uno siempre le cuesta muchísimo. Capítulo 7:
Recuerda: siempre puedes traicionar un juramento. Capítulo 8: El sol calienta
la piel, que algunas veces se quema. Capítulo 9: Acerca de la eternidad de
los muchos y los pocos. Capítulo 10: La soledad puede abrir grietas de locura
en las paredes. Capítulo 11: El conocimiento es poder – Y es el pájaro
madrugador el que atrapa al gusano. Capítulo 12: La serpiente dentro del alma
de la serpiente. Capítulo 13: Dentro y fuera de los mundos y el secreto del
miedo al miedo. Epílogo: Rainer Werner Fassbinder: Mi sueño sobre el sueño de
Franz Biberkopf.
Dirección: Rainer Werner Fasbinder.
Intérpretes: Günter Lamprecht (Franz Biberkopf), Gottfried John (Reinhold),
Barbara Sukowa (Mieze), Hanna Schygulla (Eva), Brigitte Mira (Sra. Bast),
Annemarie Düringer (Cilly), Franz Buchrieser (Meck), Roger Fritz (Herbert),
Elisabeth Trissenaar (Lina, la polaca), Barbara Valentin (Ida), Margit
Castersen (Terah, un ángel), Helmut Griem (Sarug, un ángel), Irm Hermann
(Trude), Traute Höss (Emmy), Ivan Desny (Pums), Lilo Pempeit (Sra. Pums),
Helen Vita (Fraenze), Karin Baal (Minna), Axel Baur (Dreske), Hark Bohm (Sr.
Luders), Marquard Bohm (Otto), Jürgen Draeger (vendedor de salchichas), Raúl
Jiménez (Konrad), Claus Holm (patrón), Günther Kauffman (Theo), Udo Kier
(hombre joven en el night club), Helmut Petigk (hombre viejo en el bar),
Fritz Schediwy (Willy), Volker Spengler (Bruno), Herbert Steinmetz (vendedor
de diarios), Gehrard Zwerenz (Baumann), Marie-Luise Marjan (Wirtin), Adrian
Goven (amante de Mieze), Harry Baer (Richard), Herb Andrés (policía), Werner
Asam (Fritz), Wolfgang Bathke (Reiner), Matthias Fuchs (Arzt), Dirk Galuba
(taxista), Jan George (Greiner), Mechtild Grossman (Paula), Jan Grot
(Tischler), Elke Haltaufderheide (Kellnerin), Karl-Heinz von Hassel
(criminal), Elma Karlowa (Sra. Greiner), Peter Kollek (Nachum), Peter Kniper
(Glatzkopf), Eberhard von Nordhausen (Münzer), Dieter Prochnow (policía),
Peer Raben (Ansager), Hans Michael Reberg (comisario), Roland Schäfer (Dr.
Proll), Y Sa Lo (Ilse), Rolf Zacher (Krause), Vitus Zeplichal (Rudi), Rainer
Will (RWF), Christiane Maybach, Karl-Heinz Braun, Almut Eggere, Siegfried
Hechler, Klaus Höhne, Horst Laube, Hermann Lause, Georg Lehn, Christine de
Loup, Sonja Nendorfer, Katrin Schaake, Wolfgang Schenk, Angela Schmid, Werner
Schroeter, Herbert Steimnetz.
Guión: Rainer Werner Fassbinder según la novela homónima (1930) de Alfred
Döblin.
Fotografía y cámara: Xaver Schwarzenberger.
Montaje: Juliane Lorenz, Franz Walsch (RWF).
Sonido: Karsten Ulrich, Milan Bor.
Música original: Peer Raben.
Temas musicales: Richard Wagner, Janis Joplin, Donovan y otros.
Dirección artística: Barbara Baum.
Diseño de vestuario: Barbara Baum.
Efectos especiales: Theo Nischwitz.
Asistentes de dirección: Harry Baer, Renate Leiffer, Tomas Schürly.
Jefe de producción: Dieter Minx.
Producción: Peter Marthesheimer.
Compañías productoras: Bavaria Astelier GMBH, RAI 2 en asociación con WDR.
Rodaje: 154 días entre junio de 1979 y abril de 1980 en Berlín y Munich.
Estreno: Festival de Venecia 1980: del 28-8 al 8-9.
EMILIO
TOIBERO.
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