martes, 3 de junio de 2014

Ruleta china, de R. W. Fassbinder



Hasta que la muerte los separe.


Hay ciertos films de Fassbinder que resuenan como un disco de pasta muy escuchado; Ruleta china podría ser uno; La tercera generación (1979), podría ser otro. Por allí reiteran el mismo fragmento o, por el contrario, saltan abruptamente de un sonido a otro provocando una tensión que tiene que ver con aquello que se representa pero que de ninguna manera está subordinada al asunto. Como una irritante energía suplementaria, y al mismo tiempo esencial, que emerge de la forma en que trabajan sus materiales antes que de la historia, que funciona como pretexto para esa operación. Son películas particularmente molestas dentro de una inabarcable filmografía que voluntariamente busca provocar la perturbación del espectador.


Ruleta china está construida, paradójicamente, sobre lo ausente: todo aquello que el discurso omite es mucho. El matrimonio Christ (Gerhard y Ariane) vive en Munich junto a su única hija: Angela, una adolescente que sufre una misteriosa enfermedad que se dice incurable. El mal nunca es nombrado aunque, por lo que muestran las imágenes, está localizado en una de sus piernas, lo que la obliga a caminar con muletas. Al comenzar el film, él dice que debe viajar a Oslo y ella a Milán, Angela quedará en la ciudad a cargo de su silente institutriz Traunitz (¿es muda? ¿eligió no hablar? ¿y si es así por qué?). Como en un vaudeville nadie dice su verdadero destino y todos coincidirán en un palacio de la familia sito en plena campiña: cada uno de los padres con su respectivo amante, la francesa Irene Cartis y Kolbe, una suerte de secretario de Gerhard. En la mansión, por su parte, los aguardan sus caseros, mamá Kast, y su hijo Gabriel, un escritor que quiere publicar ayudado por los contactos de sus patrones.

Estos ocho personajes casi excluyentes se confunden, a partir de allí, en ese único escenario donde los enredos se cruzan con el melodrama, sin desechar hirientes dardos de un humor negrísimo, para desembocar en un aguardado final trágico donde alguien muere pero no se sabe quién. Son muchas las sospechas que el relato va instaurando sobre cada uno de estos personajes. ¿Qué tipo de negocios son los que les permiten sostener su tren de vida? ¿A qué alude Gerhard cuando le dice a Kast que alguien, de apellido árabe, ha muerto en París y entonces sólo quedan ella y él? ¿Quién es el falso ciego que pide limosna y cambia una mirada cómplice con Kast?

Estas incógnitas, que podrían aludir a la forma en que la burguesía construye sus resplandecientes fortunas, se suman a otras que tendrían que ver con la ya antigua destrucción de la familia Christ. ¿Es que, como alguien afirma, Ariane comenzó a construir su pareja paralela con Kolbe en el momento en que Angela cayó enferma? ¿Es la joven la que los molesta porque no se adapta, debido a su mal, a sus propósitos? Lo cierto es que todos, pero especialmente esa suerte de ángel exterminador que es la hija, los padres y la vieja casera, aparecen como de una maldad sin fisuras, empeñados en prodigarse, unos a otros, hondas heridas de improbable cicatrización.

En este contexto, en que abundantes referencias verbales levantan polvaredas de ecos al citar a Wagner, Rimbaud y, quizás, Nietzsche, queda sin embargo lugar para el amor, mostrado como un lazo férreo que aprieta hasta la destrucción. Después que Ariane quiere matar a su hija y extermina a Traunitz –su silente doble como afirma ese extraordinario plano en que la institutriz baila sosteniéndose en las muletas de Angela–, Gerhard descubre que es a ella a quien ama. El momento en que tropieza con esa certeza remite a
Martha (1973), al encuentro de la protagonista con el que será su marido en el portal de la embajada alemana en Roma: la cámara gira en derredor de los personajes que a su vez giran sobre ellos mismos en una danza lenta de seducción. La similar representación del instante del deslumbramiento, al principio del primero y al final del segundo, hace que ambos films establezcan un diálogo en torno al tema de los “nobles placeres de la santa institución del matrimonio”, como con formidable sarcasmo escribió Henry Fielding.

En la mañana siguiente a la primera noche de estadía en el campo, Gehrard y el amante de su esposa juegan una larguísima partida de ajedrez que no tiene conclusión, al menos advertible en la diégesis. Pero que encuentra su eco, en un relato atosigado de reflejos en los espejos y dobles posibles, en la casi cronometrada mise en scène de Fassbinder. La última secuencia, que ocupa casi la mitad del metraje, es la del momento, después de la cena, en que los ocho habitantes del castillo juegan el juego que da su título a la película. Fassbinder, con ironía glacial, los muestra como si fueran piezas de una partida de ajedrez. En un espacio clausurado, un tablero atiborrado de signos del poder económico, los personajes se mueven hacia arriba, hacia abajo y hacia los costados, mientras la cámara los sigue, explorándolos con precisos travellings hacia todas las direcciones posibles como queriendo averiguar quién colocó los límites y si existe algo más allá de ellos.

El contundente plano de cierre, fundamentalmente una vista nocturna del castillo desde afuera, tiene varias compañías, visuales y sonoras que suman significados. El estallido de un disparo sugiere una muerte. Las palabras sobreimpresas, que copian una de las fórmulas que el sacerdote dice durante la ceremonia religiosa nupcial, permiten pensar que el muerto es uno de los integrantes del matrimonio Christ. Las oscuras figuras, recortadas por la distancia, de una manifestación –¿de protesta?– dan pie a inferir que el mundo sigue –¿hacia dónde?– más allá de las pequeñas, mezquinas tragedias que aparecen en la, por otra parte, confortable vida de estos burgueses cocidos a fuego lento en sus lustradas ollas.


 
Ficha técnica:

Ruleta china (Chinesisches Roulette/ Roulette chinoise)
Alemania Occidental/ Francia, 1976.
Alemán, color, 87m.
Dirección: Rainer Werner Fassbinder.
Intérpretes: Alexander Allerson (Gerhard Christ), Margit Carstensen (Ariane Christ), Andrea Schober (Angela Christ), Anna Karina (Irene Cartis), Ulli Lommel (Kolbe), Brigitte Mira (Kast), Macha Méril (Traunitz), Volker Spengler (Gabriel), Armin Meier (Empleado de la estación de servicio), Roland Hensecke (Mendigo), Kurt Raab, Helen Vita.
Guión: Rainer Werner Fassbinder.
Fotografía: Michael Ballhaus, Horst Knechtel.
Montaje: Ila von Hasperg, Juliane Lorenz.
Sonido: Roland Hensecke, Wolfgang Hoffmann.
Música: Peer Raben.
Dirección artística: Helga Ballhaus, Peter Müller, Kurt Raab.
Asistente del director: Ila von Hasperg.
Productor asociado: Jean-Francois Stévenin.
Productores: Rainer Werner Fassbinder, Michael Fengler.
Compañías productoras: Albatros Produktion (Munich), Les films du Losange (París).
Rodada de abril a junio de 1976.

EMILIO TOIBERO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario