martes, 3 de junio de 2014

El apicultor, de Theo Angelopoulos



Otra abeja reina


El raccord de mirada –ojos que ven, corte, aquello que es mirado, o viceversa–, uno de los procedimientos de articulación emblemáticos del cine clásico estadounidense, sutura el encastre de los planos y elimina el fuera de campo. Angelopoulos abomina de él: directamente no lo usa, indicando así su oposición frontal al cine pensado desde la industria. Generalmente esa negación funciona de manera muy eficaz. Vamos a un ejemplo. Spyros, el protagonista, comparte una habitación de hotel con una joven que ha encontrado en el camino, o, quizás mejor, que lo ha encontrado. Ella introduce en el cuarto a un joven que dice haber hallado por casualidad y que, de acuerdo a sus palabras, es un amigo de la infancia. Más adelante en la noche los jóvenes hacen el amor. Spyros despierta y mira fuera de campo: cabe imaginar, porque no nos es mostrado, que aquello que ve, por la disposición del espacio, es a la pareja. Pero ella, mientras es penetrada, también lanza diversas miradas fuera de campo. ¿Alguna de entre ellas coincide con la de Spyros? Vaya uno a saber, lo que por cierto agrega densidad al discurso al disponer una zona de incertidumbre.


Hay una sola situación en que, por permanecer Angelopoulos fiel a su manera, lo que no es poco decir en estos tiempos de filmar como sea, se produce un notorio desliz. Spyros junto con otro amigo, van a visitar a un tercero que está enfermo, salen con él de una casa de salud y, juntos, van a la playa a beber vino. El momento, con su correspondiente diálogo, remite a un tópico del cine europeo de los ‘80, el de los compañeros desencantados ante un mundo que se escurrió de su ideología, momento, por otra parte, tan caro al mediocre Ettore Scola. Representándolo sin dramatizarlo, es decir sin cargarlo de segundas intenciones mediante la planificación, atento tan sólo a los actores, aquello que dicen y un paisaje demasiado bien fotografiado, Angelopoulos se vuelve literal, se desliza en la obviedad, se acomoda a la ilustración de un guión. Es su único traspié en una película, por otra parte, de extremo interés.

Desplazando el concepto de road-movie del contexto del cine estadounidense, donde obviamente no se agota, puede advertirse que más de una película de Angelopoulos, de la misma manera que más de una de Buñuel, se ubican claramente en él. El apicultor propone un transitar por rutas griegas, del Norte hacia el Sur, como suele ocurrir en las novelas de iniciación, hasta el hallazgo de una certeza. El que viaja es Spyros, un hombre maduro que ha tomado un par de decisiones extremas. Ha abandonado su carrera docente: ¿tomó conciencia de que no tenía que enseñar?; ha disuelto su matrimonio, sin tener muy en claro el porqué y después de que sus dos hijas se han casado, para dedicarse exclusivamente a su otra profesión, que le viene por tradición familiar, la de apicultor. Parte cuando se anuncia la primavera, y, pese a la diferencia de estaciones, hay en su trajinar ecos del desasosiego existencial del desempleado Aldo en el invierno desolado de Il grido (Michelangelo Antonioni, 1957).

La excitación, que no puede sofocar, que le despierta una joven autostopista, provocará la aparición de un Spyros sanguíneo capaz de introducirse en un bar con su camión o de intentar tener relaciones sexuales en la cubierta de un barco. Es el zángano que danza frente a la abeja reina, tal como lo refieren dos voces over durante los títulos de crédito iniciales, y que recién podrá consumar su deseo tras la pantalla de una sala cinematográfica cerrada. Estamos, nuevamente, frente a otro tópico del que Wenders supo sacar partido cuando era cineasta, tópico al que, sin embargo, Angelopoulos le extrae otro matiz. Quizá no importe tanto el hecho de un cine abandonado, como la posibilidad metafórica de que su pantalla en desuso pueda evocar la pared de una colmena y, por lo tanto, el apareo humano recordar el de las abejas.

Con esta historia que parte de un lugar ya común –el hombre maduro seducido por una tentadora jovencita– que ha alimentado, y alimentará, miles de melodramas del cine mainstream, Angelopoulos ha conseguido una película radical y extrema donde el final de Spyros, antes que como un castigo justo, está visto como un acto de rebeldía. Tras liberar a las abejas de sus panales, del orden en que las ha encerrado el ser humano para explotarlas, se deja picar por ellas y, mientras agoniza, su mano, levamente ralentada en su movimiento, va golpeando la tierra. El encuadre pone especial cuidado en que sea advertida la alianza matrimonial en uno de los dedos. No se la sacado –¿no se la ha podido sacar? –, ni aún en la instancia en que elige el suicidio como manera de huir de un mundo que le es ajeno, que nada ya le dice y donde no encuentra albergue.

Pienso, como dicen que decía Hitchcock, que a los actores, como al ganado, sólo es cuestión de saber conducirlos. Por eso, en mis reseñas nunca hablo de ellos. Pero debo rendirme ante la conducción de Mastroianni por Angelopoulos. Nos hace imaginar las múltiples posibilidades no utilizadas del actor, también entrevistas por Antonioni en La notte (1961) o en algunas obras de Marco Ferreri, sometido durante la mayor parte de su carrera a los estereotipos que pensaron para él Fellini, De Sica o, de nuevo, Scola.


Ficha técnica:

El apicultor [O Melissokomos / L’apiculteur / Il volo]
Grecia / Francia / Italia, 1986.
Griego, color, 120m. (Duración original: 140m)
Dirección: Theo Angelopoulos.
Intérpretes: Marcello Mastroianni (Spyros), Nadia Mourouzi (la chica autostopista), Jenny Roussea (Anna), Serge Reggiani (amigo enfermo), Dinos Illopoulos (amigo sano),Vasia Panagapoulou, Dimitris Paulikakos, Nikos Kouros, Yannis Zavradinos y Christoforos Nezer.
Guión: Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Demetris Nollas.
Música: Eleni Karaindrou.
Fotografía: Yorgos Arvanitis.
Montaje: Takis Yannopoulos.
Dirección artística: Mikes Karapiperis.
Vestuario: Giorgos Ziakas
Producción: ERT1 / Greek Film Center / ICC / Marin Karmitz Productions / RAI / RAITRE / Theo Angelopoulos.
Editó video en Argentina: AVH.

EMILIO TOIBERO.

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