El raccord de mirada –ojos que ven, corte,
aquello que es mirado, o viceversa–, uno de los procedimientos de
articulación emblemáticos del cine clásico estadounidense, sutura el encastre
de los planos y elimina el fuera de campo. Angelopoulos abomina de él:
directamente no lo usa, indicando así su oposición frontal al cine pensado
desde la industria. Generalmente esa negación funciona de manera muy eficaz.
Vamos a un ejemplo. Spyros, el protagonista, comparte una habitación de hotel
con una joven que ha encontrado en el camino, o, quizás mejor, que lo ha
encontrado. Ella introduce en el cuarto a un joven que dice haber hallado por
casualidad y que, de acuerdo a sus palabras, es un amigo de la infancia. Más
adelante en la noche los jóvenes hacen el amor. Spyros despierta y mira fuera
de campo: cabe imaginar, porque no nos es mostrado, que aquello que ve, por
la disposición del espacio, es a la pareja. Pero ella, mientras es penetrada,
también lanza diversas miradas fuera de campo. ¿Alguna de entre ellas
coincide con la de Spyros? Vaya uno a saber, lo que por cierto agrega
densidad al discurso al disponer una zona de incertidumbre.
Hay una sola situación en que, por permanecer Angelopoulos fiel a su manera,
lo que no es poco decir en estos tiempos de filmar como sea, se produce un
notorio desliz. Spyros junto con otro amigo, van a visitar a un tercero que
está enfermo, salen con él de una casa de salud y, juntos, van a la playa a
beber vino. El momento, con su correspondiente diálogo, remite a un tópico
del cine europeo de los ‘80, el de los compañeros desencantados ante un mundo
que se escurrió de su ideología, momento, por otra parte, tan caro al
mediocre Ettore Scola. Representándolo sin dramatizarlo, es decir sin
cargarlo de segundas intenciones mediante la planificación, atento tan sólo a
los actores, aquello que dicen y un paisaje demasiado bien fotografiado,
Angelopoulos se vuelve literal, se desliza en la obviedad, se acomoda a la
ilustración de un guión. Es su único traspié en una película, por otra parte,
de extremo interés.
Desplazando el concepto de road-movie del contexto del cine estadounidense,
donde obviamente no se agota, puede advertirse que más de una película de
Angelopoulos, de la misma manera que más de una de Buñuel, se ubican
claramente en él. El apicultor propone un transitar por rutas griegas, del
Norte hacia el Sur, como suele ocurrir en las novelas de iniciación, hasta el
hallazgo de una certeza. El que viaja es Spyros, un hombre maduro que ha
tomado un par de decisiones extremas. Ha abandonado su carrera docente: ¿tomó
conciencia de que no tenía que enseñar?; ha disuelto su matrimonio, sin tener
muy en claro el porqué y después de que sus dos hijas se han casado, para
dedicarse exclusivamente a su otra profesión, que le viene por tradición
familiar, la de apicultor. Parte cuando se anuncia la primavera, y, pese a la
diferencia de estaciones, hay en su trajinar ecos del desasosiego existencial
del desempleado Aldo en el invierno desolado de Il grido (Michelangelo
Antonioni, 1957).
La excitación, que no puede sofocar, que le despierta una joven autostopista,
provocará la aparición de un Spyros sanguíneo capaz de introducirse en un bar
con su camión o de intentar tener relaciones sexuales en la cubierta de un
barco. Es el zángano que danza frente a la abeja reina, tal como lo refieren
dos voces over durante los títulos de crédito iniciales, y que recién podrá
consumar su deseo tras la pantalla de una sala cinematográfica cerrada.
Estamos, nuevamente, frente a otro tópico del que Wenders supo sacar partido
cuando era cineasta, tópico al que, sin embargo, Angelopoulos le extrae otro
matiz. Quizá no importe tanto el hecho de un cine abandonado, como la
posibilidad metafórica de que su pantalla en desuso pueda evocar la pared de
una colmena y, por lo tanto, el apareo humano recordar el de las abejas.
Con esta historia que parte de un lugar ya común –el hombre maduro seducido
por una tentadora jovencita– que ha alimentado, y alimentará, miles de
melodramas del cine mainstream, Angelopoulos ha conseguido una película radical
y extrema donde el final de Spyros, antes que como un castigo justo, está
visto como un acto de rebeldía. Tras liberar a las abejas de sus panales, del
orden en que las ha encerrado el ser humano para explotarlas, se deja picar
por ellas y, mientras agoniza, su mano, levamente ralentada en su movimiento,
va golpeando la tierra. El encuadre pone especial cuidado en que sea
advertida la alianza matrimonial en uno de los dedos. No se la sacado –¿no se
la ha podido sacar? –, ni aún en la instancia en que elige el suicidio como
manera de huir de un mundo que le es ajeno, que nada ya le dice y donde no
encuentra albergue.
Pienso, como dicen que decía Hitchcock, que a los actores, como al ganado,
sólo es cuestión de saber conducirlos. Por eso, en mis reseñas nunca hablo de
ellos. Pero debo rendirme ante la conducción de Mastroianni por Angelopoulos.
Nos hace imaginar las múltiples posibilidades no utilizadas del actor,
también entrevistas por Antonioni en La notte (1961) o en algunas obras de
Marco Ferreri, sometido durante la mayor parte de su carrera a los
estereotipos que pensaron para él Fellini, De Sica o, de nuevo, Scola.
Ficha
técnica:
El
apicultor [O Melissokomos / L’apiculteur / Il volo]
Grecia / Francia / Italia, 1986.
Griego, color, 120m. (Duración original: 140m)
Dirección: Theo Angelopoulos.
Intérpretes: Marcello Mastroianni (Spyros), Nadia Mourouzi (la chica
autostopista), Jenny Roussea (Anna), Serge Reggiani (amigo enfermo), Dinos
Illopoulos (amigo sano),Vasia Panagapoulou, Dimitris Paulikakos, Nikos
Kouros, Yannis Zavradinos y Christoforos Nezer.
Guión: Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Demetris Nollas.
Música: Eleni Karaindrou.
Fotografía: Yorgos Arvanitis.
Montaje: Takis Yannopoulos.
Dirección artística: Mikes Karapiperis.
Vestuario: Giorgos Ziakas
Producción: ERT1 / Greek Film Center / ICC / Marin Karmitz Productions / RAI
/ RAITRE / Theo Angelopoulos.
Editó video en Argentina: AVH.
EMILIO
TOIBERO.
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