La ópera prima de Achero Mañas, de acuerdo a
quien la lea, puede dar lugar a múltiples malentendidos que la opaquen. El más
previsible es que le apliquen el trajinado adjetivo neorrealista, y lo
justifiquen por la utilización, mayoritaria, de escenarios naturales sin
retrabajar; de actores, desconocidos entre nosotros, que pueden ser no
profesionales y por el empleo, sobre todo en algunas líneas de diálogo, de
recursos que pueden provocar un fuerte efecto de realidad, como la referencia
al "chusco" dentro del automóvil. Hilando más fino, actitud poco
previsible, quizá imposible, en la crónica periodística diaria, podría
pensarse que, en determinadas situaciones, el personaje que actúa es
reemplazado por el personaje que mira, uno de los cambios que introduce el
nuevo realismo según Gilles Deleuze. Concepto que puede aplicarse a algunos
planos del día de campo en las sierras o a aquel otro, misterioso en el
momento de su aparición, que registra una mudanza a un piso alto vista por el
protagonista, mientras su padre le dice que debe cortarse el pelo. Pero este
tipo de imágenes no son las dominantes, hay que aclararlo, y, por lo tanto,
no sirven para categorizar a El Bola.
Un equívoco más temible que puede provocar es el que se la considere por su
"tema", de igual manera en que fueron aceptadas como importantes
mamotretos venerables, e infinitamente más costosos, como La lista de
Schindler (Steven Spielberg, 1993). Si bien es verdad que trabaja una
espinosa cuestión: la de la violencia familiar sobre los niños, que no suele
circular por las pantallas o que cuando aparece es zanjada rápidamente con
dosis abundantes de moralina, también es cierto que si llega a involucrarnos
en el asunto y nos compromete es por un calculado trabajo cinematográfico que
rechaza cualquier apelación a la sensiblería a la que, en estos últimos
tramos de sus carreras, parecen haberse vuelto tan afectos cineastas tan
disímiles como Moretti o Von Trier, que parecía poco posible de evitar
teniendo en cuenta la participación de UNICEF en el proyecto.
En primer término hay que destacar una muy elaborada estrategia en la
dosificación de la información, que puede pensarse como atribuible al guión.
Los indicios sobre los golpes físicos, y, por supuesto, emocionales también,
que recibe El Bola, en realidad Pablo, un pre-adolescente apodado así por su
afición a jugar con un cojinete al que no suelta de una de sus manos, se van
dando progresivamente: su amigo Alfredo descubre unas marcas en su cuerpo, un
plano detalle de los pies de su padre demuestra que oyó una puteada que le
lanzó el hijo y así hasta llegar a la terrible explosión próxima al final,
una de las situaciones más estremecedoras que se hayan visto en una pantalla
cinematográfica en los últimos años. cuyo efecto se multiplica por su
sigilosa preparación, por las muchas veces que el espectador la ha imaginado
fuera de campo.
La diégesis opone a dos familias: la de El Bola y la de Alfredo a través
de la acumulación de pequeños detalles que rara vez son subrayados. La
presencia o no de un televisor en la casa, la ropa que usan los personajes y
el largo y el corte de su cabellos, el vocabulario con el que hablan y las
relaciones que tejen, los colores de las paredes y la disposición de los
cuartos funcionan como indicios visuales y sonoros que sustituyen a las
consabidas explicaciones psicológicas, que el film, afortunadamente, elide.
Similar operación es puesta práctica en la descripción del lugar donde
suceden las acciones: un barrio suburbano de Madrid, similar al que mostraba
Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), pero mostrado sin
ninguna pretensión esperpéntica en su desolada cotidianeidad, donde el juego
favorito de los chavales es una suerte de ruleta rusa ajena a cualquier
sofisticación: se coloca una botella en las vías de un tren que se acerca,
los contrincantes se ubican enfrentados y deben saltar lo más próximo posible
al paso de la máquina, ganando el que, además de con la vida, logra quedarse
con la botella que debe atrapar en su brinco.
Este coqueteo con la muerte, omnipresente en la película: el padrino de
Alfredo muere de SIDA, un hermano de Pablo falleció antes de que él naciera,
se rompe en el final, cuando El Bola, en una secuencia cuya planificación
recuerda el diálogo de Antoine con la psicóloga en Los cuatrocientos golpes
(François Truffaut, 1959), puede asumir, detalladamente, ante un policía
invisible, es decir ante el espectador, toda la violencia de la que fue
objeto. Y entonces se reitera la subjetiva de la locomotora avanzando, que
tantas veces advirtió sobre la cercanía del peligro, pero ahora sólo pisará
el cojinete. A través de la asunción del maltrato familiar, El Bola ha muerto
para dejar paso a Pablo.
La profesión de Juan, el padre de Alfredo es la de tatuar cuerpos. Delante de
Pablo diseña una figura sobre el de su hijo, provocándole dolor pero, al
mismo tiempo, escribiéndole una marca estética. Con sus golpes y sus
insultos, el otro padre, Manolo, sólo escribe dolor y represión sobre el
cuerpo de su hijo. De cómo estos dos cuerpos escritos de diferentes maneras
pueden acercarse, construir una amistad y dar un paso esencial en su
constitución como sujetos, es, en definitiva, aquello que cuenta El Bola.
Aunque excede las pretensiones de esta reseña, quiero dejar constancia que
algún día habrá que ocuparse de la manera maravillosa en que los niños
españoles se dejan conducir por sus directores. La galería de personajes que
lo testimonian es amplia, desde Ana en El espíritu de la colmena, 1972 o
Estrella en El Sur, 1983, ambas del maestro Víctor Erice, y no puede dejar de
incluir a El Bola y Alfredo, dos niños para recordar.
Ficha
técnica:
El Bola
España, 2000.
Castellano, color, 88m.
Dirección: Achero Mañas.
Intérpretes: Juan José Ballesta (El Bola, Pablo), Pablo Galán (Alfredo),
Manuel Morón (Mariano, padre de El Bola), Gloria Muñoz ( Aurora, madre de El
Bola), Alberto Jiménez (José, padre de Alfredo), Nieve de Medina (Marisa,
madre de Alfredo), Javier Lago (Alfonso, amigo de José) y Ana Wagener (Laura,
asistente social), Omar Muñoz (Juan), Soledad Osorio (abuela de El Bola)
Guión: Achero Mañas, Verónica Rodríguez.
Productor: José Antonio Félez.
Música: Eduardo Arbide.
Fotografía: Juan Carlos Gómez.
Montaje: Nacho-Ruiz Capillas.
Sonido Goldstein & Steinberg.
Dirección artística: Satur Idarreta.
Compañías productoras: Tesela/TVE/Vía Digital
Distribución:
Fecha de estreno en Buenos Aires:
EMILIO
TOIBERO.
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