miércoles, 4 de junio de 2014

Vidas privadas, de F. Páez



Vaghe stelle del Sur

Vaghe stelle dell’Orsa, io non credea/ Tornare ancor per uso a contemplarvi/ Sul paterno giardino scintillanti,/ E ragionar con voi dalle finestre/ Di questo albergo ove abitai fanciullo,/ E delle gioie mie vidi la fine.”
Le Ricordanze
(1829), Giacomo Leopardi.


Carmen Uranga, con su hermana Ana, recorre, por vez primera en más de veinte años, el departamento donde fue “chupada” junto con su esposo. Sus figuras apenas se recortan en una penumbra sabiamente construida desde la iluminación. Verbalmente Carmen va reconstruyendo aquella noche, ¿llovía como lloverá en el primer diálogo, sin máscaras, de los futuros amantes? La oscuridad persistente, una señal de atrevimiento del discurso, convierte a las paredes vacías, ¿de qué color?, en pantallas amenazantes. Se teme que atravesándolas, o reflejándose en ellas, pueda irrumpir, figurativamente, el pasado. Cuando, al final del recorrido, Carmen puede reconocer en el lugar físico que ocupa Ana dentro de una habitación el que ocupó ella en aquel momento, abre una ventana. La entrada de luz disuelve el temor que durante toda la secuencia se ha abatido sobre el espectador, cautivo de unos recuerdos terribles, más supuestos que conocidos, que no se materializan, ni lo harán en ningún otro momento del film.


¿O es que hay un momento, muy breve, próximo al final en que esto sí ocurre? Carmen acaba de tener relaciones sexuales con Gustavo. Él todavía duerme y ella camina por el apartamento de él mientras –es hiperacúsica dato a no olvidar– comienza a oír sonidos de su vida en la prisión: el llanto de su bebé, puertas pesadas que se abren rechinando. La cámara, en mano como la situación lo exige, recorre paredes, registra una puerta. ¿Son todas del loft del joven, tan amorosamente cuidado por otra parte? ¿Es que hay alguna imagen, en fin, en que el pasado se vuelva presente, aunque sea para Carmen? Ojalá la hubiera, el film sería menos intolerable, más propicio a evitar los fantasmas que corroen el imaginario de quienes lo espían.

Uno de los muchos aciertos de Vidas privadas es su renuencia a despejar los enigmas, su apuesta por dejar zonas de la historia en el misterio, lo que obliga al espectador a hacerse cargo de ellas, algo que casi nadie hace en el cine que hoy se filma en Argentina, y, por lo tanto, a iluminarlas. (¿Será por esto que la crítica vernácula se ha mostrado tan airada recurriendo a escribir, machaconamente y sin dar precisiones, que no está bien hecha? Y, por otra parte ¿cuál es el lugar de enunciación desde el que se dictamina que un film está bien hecho? Harían muy bien en aclararlo, pero, es rutina, sólo les interesa ser en todo obedientes a las intenciones, rara vez explicitadas, de quienes les pagan. Y no les debe resultar muy cómodo, si es que se dan cuenta, que un director que nunca –y quizá habría que pensar si no es una suerte– concurrió a una escuela de cine, se permita citar textos de Marguerite Duras y James Joyce para representar cuánto dolor puede haber en el erotismo).

En principio, se sabe, siempre se vuelve por el padre. Porque el suyo ha enfermado, Carmen vuelve a Buenos Aires, por unos pocos días, desde Madrid. (Porque habrá un homenaje en memoria del suyo, Sandra, desde París, regresa por unos pocos días a Volterra: Vaghe stelle dell’ Orse –Luchino Visconti, 1965– es un permanente intertexto de esta opera prima de Fito Páez.) Pero el padre, cualquier padre, es siempre también un disparador de recuerdos, por más sepultados que éstos estén en la conciencia. Y lo que Vidas privadas narra es cómo los recuerdos se van abriendo paso en la carne maltratada y llagada de Carmen, y penetran en Ana que ignora todo, y se introducen en Gustavo que es el producto de una sociedad que actúa como si los hubiera olvidado, aunque, sin cesar, vuelvan como síntoma en el cuerpo de sus habitantes.

La clave narrativa es la propia de un género noble: el melodrama, capaz de albergar todos los recorridos del cine clásico y del cine moderno. El diálogo –que tanto ha molestado– que entablan en su asalto a las imágenes los temas de la banda sonora, incluido el último, y maravilloso en la voz de Liliana Herrero, es de una alta riqueza que puede compararse con el que producía el Preludio, Coral y Fuga, de Cesar Franck, en su interrelación con los planos de la obra ya citada de Visconti. La dirección de actores convoca al asombro por aquello que supo extraer de cada uno de ellos, incluyendo el trabajo que debe haber demandado, supongo, la argentinización de la dicción del protagonista mexicano. Pero, sin duda, las osadías mayores son el haber construido unos diálogos tan bellos sonoramente como claramente artificiosos, quizá propios de la clase social en la que se ubica la acción, donde ninguna palabra está de más (y que ameritan prodigios de observación como el que las ex condiscípulas de la secundaria, ya mayores, se sigan nombrando por sus apellidos), y el haber optado por un tempo narrativo distante de cualquier prisa, ajeno al que se practica como norma hoy en el cine, que es el único que permite encarnar, desenvolver y acercarse a la transformación de Carmen, una mujer que no puede eludir su destino sudamericano.

Película legítimamente altiva, muy lejana de lo que los admiradores musicales de Páez pueden esperar del músico de rock nacido en Rosario, Vidas privadas, dentro del tono asordinado, siempre al borde del estallido, que despliega, dice, entre líneas, fuera de cualquiera de las formas de declamación al uso y de las socorridas, y monótonas, apelaciones a la esperanza, que hay heridas que no cicatrizan nunca y sólo se cierran junto con la vida de aquellos que las sufren. Film sobre el dolor y atravesado por éste, por lo tanto imprescindible como amuleto frente a un país que acepta como natural, es decir sin escándalo, que, tanto en la ficción como en la realidad, Gustavo Rossemberg se convierta en Gustavo Bertolini para mutar en Gustavo Gana.


 

Ficha técnica:

 

Vidas privadas
Argentina/ España, 2001.
Castellano, color, 90m.
Dirección: Fito Páez.
Intérpretes: Cecilia Roth (Carmen Uranga), Gaël García Bernal (Gustavo Bertolini), Luis Ziembrowski (Alejandro Rossemberg), Chunchuna Villafañe (Sofía de Uranga), Lito Cruz (Rodolfo Bertolini), Carola Reyna (Roxana Rondó), Héctor Alterio (padre), Luis Machín (Eduardo), Dolores Fonzi (Ana Uranga), Vivi Tellas (Enfermera 1), Eusebio Poncela (voz en el teléfono en Madrid), Audry Gutiérrez Alea.
Guión: Alan Pauls, Fito Páez.
Fotografía: Andrés Mazzon.
Montaje: Fernando Pardo.
Sonido directo: Vicente D’Elia, José Caldararo.
Sonido: Lena Squienazi.
Supervisión de sonido: Nerio Barberis.
Música: Gerardo Gandini, Fito Páez, incluye un tema cantado por Liliana Herrero.
Cámara: Andrés Mazzon.
Dirección de arte: Jorge Ferrari, Juan Mario Roust.
Vestuarista: Ana Marcarían.
Peinador: Rodolfo Olmedo.
Maquilladora: Lourdes Briones.
Primer ayudante de cámara: Ricardo Cosenza.
Storyboard: Julián D’Angiolillo.
Asistente de dirección: Roberto Ceuninck.
Primer ayudante de dirección: Mercedes Zapiola.
Dirección de producción: Alejandro Clancy, Carlos Atkins, Stella Fontan.
Co productores: Mate Cantero, Stephane Sorlat.
Producción ejecutiva:Fito Páez.
Compañías productoras: Circo Beat, Mate Producciones.
Estreno en Buenos Aires: 25 de abril de 2002.

 

EMILIO TOIBERO.

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