miércoles, 4 de junio de 2014

Electra, de M. Jancsó



Revolución e incesto


Toda película, de manera más o menos explícita, hace política. Pertenezca al llamado "cine de autor", a la corriente principal de la industria o a sus poco verificables márgenes, o al bautizado "cine político", categoría esta última que sigue exigiendo un debate mayor. El olvidado, entre nosotros, Miklós Jancsó -nacido el 29 de septiembre de 1921 en Vac, Hungría y todavía en saludable actividad-, de quien una señal de cable acaba de proponer una revisión de algunos de sus primeros trabajos, conjuga en sus films que he visto, o mejor que el negocio de la distribución me ha permitido ver, las marcas, para algunos inconciliables, de la autoría más extrema y de la politización más declarada. Un contundente ejemplo de esta afirmación es Electra.


El espacio que propone la diégesis es uno solo: una interminable llanura casi sin vegetación, apenas cortada por pequeños montículos de tierra, en cuyo centro se levanta una construcción que puede haber sido un establo o un henar, que, en una de sus paredes, alberga un palomar. Ningún indicio permite fechar la acción que allí se desarrolla, el vestuario, por ejemplo, es heterogéneo, entremezcla prendas que remiten a épocas muy diversas entre sí. Como si fuera un sitio fuera de la historia que sirve para volver a representar una parte del mito de Electra de acuerdo a una obra teatral del dramaturgo húngaro Laszlo Gyurkó.

Como en La Orestíada de Esquilo, ¿la primer versión literaria del mito?, el conflicto entre Electra y Egisto, su tío que asesinó a su padre, sigue siendo el del orden de la sangre contra el orden de la polis: la hija que no olvida el homicidio y lo proclama mientras reclama justicia y el gobernante, acá un tirano, que ha implementado una suerte de anestesia feliz para sus súbditos. La sombra de Orestes, el hijo varón del muerto, es la amenaza permanente, que se concretará para consumar la anunciada venganza. Poco más hay en términos narrativos hasta el sorpresivo final del que ya hablaremos, pero sí hay una soberbia puesta en escena, que asimila elementos teatrales, que remiten al universo del rito, pero los transforma a través de un discurso inequívocamente cinematográfico.

Rodada en muy pocos planos, algunos hablan de nueve, otros de doce, que envuelven las acciones lentamente, obliga al espectador a abandonar su práctica de lectura frente al montaje analítico, que le indica qué debe mirar, y a decidir por sí mismo, lo que lo convierte en un constructor activo, qué es lo relevante dentro de aquello que está viendo. Pero la tarea se dificulta frente a la riqueza de elementos, la exuberancia de los significantes que se van adosando, que prodiga cada encuadre en permanente modificación por el incesante movimiento de la cámara. Adoptando algunas resoluciones, que desde acá parecen tomadas de esa posesión estadounidense que es el musical, Jancsó acompaña los recorridos que, mientras dicen memorables líneas de diálogo, realizan sus personajes principales con las evoluciones, minuciosamente coreografiadas como todas las acciones del film, de los actores que representan al pueblo y a los esbirros de Egisto, que tan pronto danzan como saltan conformando extrañas figuras construidas con hombres. Todo esto atravesado por un difuso y persistente erotismo advertible no sólo en la manera en que son mirados los numerosos cuerpos desnudos de ambos sexos que recorren los planos, sino también en las imprecisas, erráticas relaciones que entablan entre sí los personajes que culminan en esa afirmación pública del incesto que hacen Orestes y Electra como si la revolución y el nuevo orden social que instaura fueran de la mano con un nuevo orden sexual, afirmación propia de tiempos más libertarios que éstos que atravesamos. Claro está que puede leerse, en otro nivel, a la pareja como las dos partes, la femenina y la masculina, de una misma persona, pero esto no quita la exaltación de este particular vínculo fraterno, tan distinto al culpable lazo que encadenaba, nueve años atrás, a otros hermanos, Sandra y Gianni, en Vaghe stelle dell´ Orsa, la transposición realizada por Luchino Visconti de la Electra d´annunziana.

En similar operación, aunque de alcance muy distinto, a la efectuada por Pier Paolo Pasolini con la tragedia más famosa de Sófocles, Jancsó se permite en el final, una vez producida la muerte del tirano, una vuelta de tuerca, no sé si estará en la obra de teatro original, que remite la historia a un espacio probablemente contemporáneo al rodaje. Orestes y Electra suben a un pequeño avión, totalmente pintado de rojo, que baja a buscarlos. Mientras alza vuelo, sin desaparecer nunca del campo, se oye la voz de Electra que, y esto conviene transcribirlo en su totalidad, dice lo siguiente de acuerdo al subtitulado en castellano: "Erase una vez, y no fue cuento fue verdad. Lejos en Oriente, vivía un ave maravillosa, más radiante que el sol y que el arco iris, más hermosa que una piedra preciosa, porque había nacido de un eterno anhelo del hombre. Su padre fue la libertad y su madre, la felicidad. Donde el ave de fuego se posaba se disipaban las pesadas nubes, lucía el sol y el arco iris ornaba el horizonte. Se aliviaba el dolor de los sufrientes, los oprimidos enderezaban la espalda, los agotados recobraban fuerzas, los oprimidos cerraban los puños. El ave de fuego volaba, volaba de Oriente hacia Occidente y renacían la fe y la fuerza de los hombres. Más llegó la noche y sus alas se fatigaron. Su cuello se dobló, sus alas perdieron brillo. Quedó sin fuerzas, las había dado a los hombres. Cuando en el firmamento apareció la luna, el ave maravillosa estaba muerta, consumida por el fuego con que alimentó a los hombres. Pero cuando el sol ahuyentó la oscuridad, el ave de fuego volvió a renacer más radiante y hermosa que nunca. Y los hombres la esperaban cada vez más. Así fue desde el principio de los tiempos. Así sigue siendo hasta hoy día y así será también hasta el fin del mundo. El ave de fuego debe morir todos los días para poder renacer al día siguiente. Y cuando no haya ya amos y propietarios, ni burgueses ni proletarios, ni ricos ni pobres, ni oprimidos y opresores, ni haya tampoco quien come demasiado mientras otros pasan hambre, cuando el cuerno de la abundancia para todos esté abierto y en la mesa del derecho todos tengan un cubierto, cuando la luz del espíritu ilumine todas las ventanas habrá en la Tierra una vida digna del hombre, libertad, felicidad, paz. También entonces el ave de fuego volverá a morir todos los días y resucitará al día siguiente, aún más bella, Revolución".

Es imposible determinar, al menos desde Argentina, qué ecos habrán avivado estas palabras, con su exultante certeza, en la Hungría de 1974, pero cabe señalar que aunque se las pueda ver como ingenuas desde fines del 2001, transmiten un aire de esperanzas que se vuelve viento cuando, al descender del avión los dos hermanos, la multitud se acerca a ellos y, todos juntos, se entregan al baile fusionando sus cuerpos. Lo que queda son hombres y mujeres que danzan y que han capturado, en el seno de la mutante figura que conforman en su desplazamiento, a los héroes, que ya no se pueden distinguir. A lo mejor porque no son ya necesarios.

Es común en el mercado del video argentino la falta de cuidado en las ediciones. La de Electra acumula desprolijidades. Realizada copiando una proyección en una pantalla de cine, por la mitad del metraje incluye unos diez minutos de otra película, anterior, de Jancsó: Salmo rojo, 1971, y, por si esto no fuera suficiente, exhibe incongruencias temporales que no están en el original y que, seguramente, deben ser el resultado de un operador que colocó mal los actos en el proyector. Pese a todo, Electra esplende.


 

Ficha técnica:

 

Electra [Szerelmen, Electra]
Hungría, 1974.
Húngaro, color, 70m.
Dirección: Miklós Jancsó.
Intérpretes: Mari Töröcsik (Electra), György Cserhalmi (Orestes), József Madaras (Egisto), Lajos Balazsovits (cortesano), Tamás Cseh (juglar), Mária Bajcsay, József Bige, György Delianisz, Balázs Galkó, Gabi Jobba, Tamás Jordán, Zsolt Körtvélyessy, János Lovas, Sándor Lovas, Csaba Oszkay, Lászlo Pelsöczy, János Raimann, Iván Szendrö, Tamás Szentjóby, Tomasz Takisz, Balázs Tardy, Frantisek Veleck, Gyöngyvér Vigh.
Guión: Gyula Hernádi según obra teatral homónima de Laszlo Gyurkó.
Fotografía: János Kende.
Montaje: Zoltán Farkas.
Música original: Tamás Cseh, Béla Vavrinecz
Música: Béla Bartok.
Sonido: György Pintér.
Diseño de producción: Tamás Banovich.
Vestuario: Zsuzsa Vicze.
Asistente del director: Dezsó Kozar.
Producción: József Bajuzs.
Compañías productoras: Hungarofilm, Hunnia Studio Production.
Editó en video en Argentina: Yesterday Video Cine.

 

EMILIO TOIBERO.

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