miércoles, 4 de junio de 2014

Tren de sombras, de J. L. Guerín



¿Qué es el cine?


Antes del primer título de crédito inicial hay un larga leyenda, letras blancas sobre fondo negro, que por su carácter, aparente, de llave para ingresar al film, no queda otro remedio que reproducir íntegra y textualmente: "La madrugada del 8 de noviembre de 1930 el abogado parisino Mr. Gérard Fleury salió en busca de la luz adecuada para completar una filmación paisajística en torno al Lago de Le Thuit. Ese mismo día falleció en circunstancias aún hoy poco esclarecidas.

"Tres meses antes realizó una de sus modestas producciones familiares, la que accidentalmente sería su última película. Inadecuadamente conservada durante casi siete décadas, los efectos nocivos de la humedad la han extinguido casi irremisiblemente, imposibilitando su proyección.


"Partiendo de ciertos indicios suministrados por algunos fotogramas hemos intentado rehacerla: la hemos filmado de nuevo. Atendiendo a criterios de máxima fidelidad, hemos recreado las circunstancias originales, reconstruyendo localizaciones, reproduciendo escrupulosamente gestos, encuadres y movimientos.

"Los minutos iniciales dan cuenta de ese empeño. Hubiera sido impensable sin la complicidad de los hermanos Ives y Mireille Fleury a quienes debemos nuestra más sincera gratitud, extensiva a las familias Laquest, Gauthier y Ferri de Le Thuit por su inestimable colaboración en la restitución de estas viejas escenas de cine familiar: imágenes rudimentarias pero vitales que vienen a rememorar la infancia del cine".

Tras varias visiones de Tren de sombras, las interrogaciones respecto de esta leyenda primera desbordan. Si se ha filmado de nuevo la película familiar, lo que parece cierto porque hay planos en colores, de visibilidad impecable, que lo confirman, ¿por qué los minutos iniciales que dan cuenta del empeño de la reconstrucción presentan tantas manchas, rasgaduras y otras marcas que los hacen aparecer como si fuera aquella filmación de 1930? ¿Es que los criterios de máxima fidelidad llegaron hasta imitar el desgaste del tiempo sobre el celuloide mal conservado? Curiosamente ese deterioro no ha sido buscado en los ya señalados planos en colores que comienzan a aparecer a la mitad del metraje, lo que instala la duda acerca de la existencia real de aquel primer rodaje y, por tanto, permite sospechar que, por más que se agradezca a personas con su mismo apellido, Gérard Fleury solamente existe en la diégesis y que toda la advertencia inicial no es otra cosa que un recurso ficcional que ataca, desde el inicio, al Modo de Representación Institucional donde toda leyenda de apertura exige ser aceptada como verdadera. Hay otras ausencias de precisiones que confirman la duda, se dice que Fleury falleció en circunstancias poco esclarecidas: pero ¿falleció dónde: en el bote, en su chateau, en el agua? ¿Se encontró su cadáver? Las respuestas, en el caso de que existieran, no tendrían mayor relevancia, pero las preguntas que deja flotando la enunciación, a la manera de reiterados agujeros negros, contribuyen a aumentar el recelo. De la misma manera que el hecho de que la leyenda que funciona como umbral de acceso sólo aluda a los minutos iniciales, como queriendo certificar su autenticidad, dejando en la oscuridad el posterior desarrollo.

Dividida en cuatro momentos. filmada utilizando, por lo menos, dos soportes y con tan sólo una docena de palabras inconexas y casi no audibles atravesando la banda sonora, la obra de Guerín responde a dos cuestiones que suelen silenciarse: ¿cómo sería el cine de no haberse tenido que doblegar, por imperativos económicos, ante los procedimientos narrativos de la literatura del siglo XIX?, ¿qué hubiera sido del cine si hubiera permanecido no-parlante y no hubiera incorporado el sonido de la palabra, recurso que en el ya nombrado Modo de Representación Institucional sirve para ocultar, y domesticar, la ambigüedad esencial de toda imagen?

En un primer momento asistimos al resultado de la supuesta reconstrucción del rodaje familiar, que evoca, hasta en su esperanzado humanismo, a ese inmenso cineasta hoy olvidado que se llama Jean Renoir, en su etapa previa a la Segunda Guerra; después conocemos algunas calles de un pequeño pueblo de la Alta Normandía, el Le Thuit del subtítulo y nos internamos, sin seguir a alguna figura humana, en la casa de verano que fue escenario de la supuesta filmación primitiva. En este fragmento, donde Guerín consigue el milagro, si es que existe, de obligar al espectador a admitir su identificación primaria con la cámara, que teorizara Christian Metz y que la industria se empecina en negar, es como si se volviera a inventar el discurso cinematográfico: las infinitas variaciones que las luces descubren en los objetos, los vuelven vivos y los ponen en contrapunto con los sonidos naturales, articulados como en una partitura, y los fragmentos musicales. Después llega el tiempo de la evidencia del montaje: yuxtaponiendo, avanzando y retrocediendo, se descubren los indicios de una historia, oscura y posiblemente pasional, que permanecía oculta tras las apariencias calmas de los ritos veraniegos de la alta burguesía. Como si el discurso afirmara que el cine, con los procedimientos que le son propios, puede leer la realidad, decir algo sobre ella que únicamente puede decirlo él, a través de una operación que coloca al espectador en el lugar de Thomas, el fotógrafo de Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966).

En el final se proponen los últimos momentos, antes de perderse en la niebla que aprisiona al lago, de Fleury junto a su cámara. Hay un plano en contrapicado que la agiganta, la vuelve una suerte de faro que rasga la espesa bruma y después una imagen desde el agua, ¿subjetiva?, que muestra vagamente los contornos de la residencia de verano en la que viven los Fleury. Un raccord por acercamiento la sitúa detrás de una puerta de rejas cerrada. Como si el cine, en su empeño por escribir la realidad, tal como afirmaba Pasolini, desatara una pasión que obliga a los que lo practican a alejarse de lo familiar, rozando la abstracción como ciertos planos, y que permanece ajena, extranjera a la cotidianeidad de la vida en un amanecer de Le Thuit, testimoniado por las últimas imágenes.

Si hay un recurso estético que atraviesa todo el film de manera ostensible es el encuadre dentro del encuadre, ya sea a través de las ventanas, de los espejos, de las fotos, de los reflejos o de la confusión de texturas, evidenciando así un altísimo grado de reflexividad. Como si Guerín hubiera querido borrar todas las costumbres, que nos quieren hacer pasar por leyes naturales, del discurso audiovisual sometido, para recordar y proponernos la pregunta ontológica fundante y olvidada: ¿qué es el cine? Un tren de sombras, sugiere tomando de una aseveración de Welles el primer sustantivo, pero agregando el segundo para indicar que no podemos subirnos a él, que somos, nos guste o no, espectadores y no espectros, asistentes a una ceremonia de la que siempre somos expulsados.


 

Ficha técnica:

 

Tren de sombras - El espectro de Le Thuit
España, 1997.
Francés, color, 80m.
Dirección y guión: José Luis Guerín.
Intérpretes: Juliette Galtier (Hortense Fleury), Ivon Orvain (Tío Etienne), Anne Celine Auche (Doncella), Cecile Laurent, Simone Mercier, René Flory y Marc Montserrat.
Fotografía: Tomás Pladevall.
Montaje: Manuel Alimiñana.
Sonido: Daniel Fontrodona.
Mezclas de sonido: David Callejas.
Música: Arnold Schönberg, Jacques Offenbach, Claude Debussy, Maurice Ravel, Bela Bartok y Peter Ilitch Tchaicovsky.
Dirección artística: Rosa Ros, Isabel Caellas.
Fotografías: Alexandre Galtier.
Productores: Héctor Faver, Pere Portabella.
Distribución en Argentina:
Estreno en Buenos Aires:

 

EMILIO TOIBERO.

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