Antes del primer título de crédito inicial hay un
larga leyenda, letras blancas sobre fondo negro, que por su carácter,
aparente, de llave para ingresar al film, no queda otro remedio que
reproducir íntegra y textualmente: "La madrugada del 8 de noviembre de
1930 el abogado parisino Mr. Gérard Fleury salió en busca de la luz adecuada
para completar una filmación paisajística en torno al Lago de Le Thuit. Ese
mismo día falleció en circunstancias aún hoy poco esclarecidas.
"Tres meses antes realizó una de sus modestas producciones familiares,
la que accidentalmente sería su última película. Inadecuadamente conservada
durante casi siete décadas, los efectos nocivos de la humedad la han
extinguido casi irremisiblemente, imposibilitando su proyección.
"Partiendo de ciertos indicios suministrados por algunos fotogramas
hemos intentado rehacerla: la hemos filmado de nuevo. Atendiendo a criterios
de máxima fidelidad, hemos recreado las circunstancias originales,
reconstruyendo localizaciones, reproduciendo escrupulosamente gestos,
encuadres y movimientos.
"Los minutos iniciales dan cuenta de ese empeño. Hubiera sido impensable
sin la complicidad de los hermanos Ives y Mireille Fleury a quienes debemos
nuestra más sincera gratitud, extensiva a las familias Laquest, Gauthier y
Ferri de Le Thuit por su inestimable colaboración en la restitución de estas
viejas escenas de cine familiar: imágenes rudimentarias pero vitales que
vienen a rememorar la infancia del cine".
Tras varias visiones de Tren de sombras, las interrogaciones respecto de esta
leyenda primera desbordan. Si se ha filmado de nuevo la película familiar, lo
que parece cierto porque hay planos en colores, de visibilidad impecable, que
lo confirman, ¿por qué los minutos iniciales que dan cuenta del empeño de la
reconstrucción presentan tantas manchas, rasgaduras y otras marcas que los
hacen aparecer como si fuera aquella filmación de 1930? ¿Es que los criterios
de máxima fidelidad llegaron hasta imitar el desgaste del tiempo sobre el
celuloide mal conservado? Curiosamente ese deterioro no ha sido buscado en
los ya señalados planos en colores que comienzan a aparecer a la mitad del
metraje, lo que instala la duda acerca de la existencia real de aquel primer
rodaje y, por tanto, permite sospechar que, por más que se agradezca a
personas con su mismo apellido, Gérard Fleury solamente existe en la diégesis
y que toda la advertencia inicial no es otra cosa que un recurso ficcional
que ataca, desde el inicio, al Modo de Representación Institucional donde
toda leyenda de apertura exige ser aceptada como verdadera. Hay otras
ausencias de precisiones que confirman la duda, se dice que Fleury falleció
en circunstancias poco esclarecidas: pero ¿falleció dónde: en el bote, en su
chateau, en el agua? ¿Se encontró su cadáver? Las respuestas, en el caso de
que existieran, no tendrían mayor relevancia, pero las preguntas que deja
flotando la enunciación, a la manera de reiterados agujeros negros,
contribuyen a aumentar el recelo. De la misma manera que el hecho de que la
leyenda que funciona como umbral de acceso sólo aluda a los minutos
iniciales, como queriendo certificar su autenticidad, dejando en la oscuridad
el posterior desarrollo.
Dividida en cuatro momentos. filmada utilizando, por lo menos, dos soportes y
con tan sólo una docena de palabras inconexas y casi no audibles atravesando
la banda sonora, la obra de Guerín responde a dos cuestiones que suelen
silenciarse: ¿cómo sería el cine de no haberse tenido que doblegar, por
imperativos económicos, ante los procedimientos narrativos de la literatura
del siglo XIX?, ¿qué hubiera sido del cine si hubiera permanecido no-parlante
y no hubiera incorporado el sonido de la palabra, recurso que en el ya
nombrado Modo de Representación Institucional sirve para ocultar, y
domesticar, la ambigüedad esencial de toda imagen?
En un primer momento asistimos al resultado de la supuesta reconstrucción del
rodaje familiar, que evoca, hasta en su esperanzado humanismo, a ese inmenso
cineasta hoy olvidado que se llama Jean Renoir, en su etapa previa a la Segunda Guerra;
después conocemos algunas calles de un pequeño pueblo de la Alta Normandía,
el Le Thuit del subtítulo y nos internamos, sin seguir a alguna figura
humana, en la casa de verano que fue escenario de la supuesta filmación
primitiva. En este fragmento, donde Guerín consigue el milagro, si es que
existe, de obligar al espectador a admitir su identificación primaria con la
cámara, que teorizara Christian Metz y que la industria se empecina en negar,
es como si se volviera a inventar el discurso cinematográfico: las infinitas
variaciones que las luces descubren en los objetos, los vuelven vivos y los
ponen en contrapunto con los sonidos naturales, articulados como en una
partitura, y los fragmentos musicales. Después llega el tiempo de la
evidencia del montaje: yuxtaponiendo, avanzando y retrocediendo, se descubren
los indicios de una historia, oscura y posiblemente pasional, que permanecía
oculta tras las apariencias calmas de los ritos veraniegos de la alta
burguesía. Como si el discurso afirmara que el cine, con los procedimientos
que le son propios, puede leer la realidad, decir algo sobre ella que
únicamente puede decirlo él, a través de una operación que coloca al
espectador en el lugar de Thomas, el fotógrafo de Blow-up (Michelangelo
Antonioni, 1966).
En el final se proponen los últimos momentos, antes de perderse en la niebla
que aprisiona al lago, de Fleury junto a su cámara. Hay un plano en
contrapicado que la agiganta, la vuelve una suerte de faro que rasga la
espesa bruma y después una imagen desde el agua, ¿subjetiva?, que muestra
vagamente los contornos de la residencia de verano en la que viven los
Fleury. Un raccord por acercamiento la sitúa detrás de una puerta de rejas
cerrada. Como si el cine, en su empeño por escribir la realidad, tal como
afirmaba Pasolini, desatara una pasión que obliga a los que lo practican a
alejarse de lo familiar, rozando la abstracción como ciertos planos, y que
permanece ajena, extranjera a la cotidianeidad de la vida en un amanecer de
Le Thuit, testimoniado por las últimas imágenes.
Si hay un recurso estético que atraviesa todo el film de manera ostensible es
el encuadre dentro del encuadre, ya sea a través de las ventanas, de los
espejos, de las fotos, de los reflejos o de la confusión de texturas,
evidenciando así un altísimo grado de reflexividad. Como si Guerín hubiera
querido borrar todas las costumbres, que nos quieren hacer pasar por leyes
naturales, del discurso audiovisual sometido, para recordar y proponernos la
pregunta ontológica fundante y olvidada: ¿qué es el cine? Un tren de sombras,
sugiere tomando de una aseveración de Welles el primer sustantivo, pero
agregando el segundo para indicar que no podemos subirnos a él, que somos,
nos guste o no, espectadores y no espectros, asistentes a una ceremonia de la
que siempre somos expulsados.
Ficha
técnica:
Tren de
sombras - El espectro de Le Thuit
España, 1997.
Francés, color, 80m.
Dirección y guión: José Luis Guerín.
Intérpretes: Juliette Galtier (Hortense Fleury), Ivon Orvain (Tío Etienne),
Anne Celine Auche (Doncella), Cecile Laurent, Simone Mercier, René Flory y
Marc Montserrat.
Fotografía: Tomás Pladevall.
Montaje: Manuel Alimiñana.
Sonido: Daniel Fontrodona.
Mezclas de sonido: David Callejas.
Música: Arnold Schönberg, Jacques Offenbach, Claude Debussy, Maurice Ravel,
Bela Bartok y Peter Ilitch Tchaicovsky.
Dirección artística: Rosa Ros, Isabel Caellas.
Fotografías: Alexandre Galtier.
Productores: Héctor Faver, Pere Portabella.
Distribución en Argentina:
Estreno en Buenos Aires:
EMILIO
TOIBERO.
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