martes, 3 de junio de 2014

Fontane Effie Briest, de R. W. Fassbinder



La aceptación del sistema.


¿Por qué Fassbinder al transponer al cine una novela de Theodor Fontane necesitó colocar el nombre del autor en el título, y, siete años más tarde, al ejecutar una operación similar con una de Alfred Döblin, no? Este interrogante es un interesante punto de partida para adentrarse en Fontane Effi Briest.

Aunque debo admitir que no he leído ninguno de los dos textos –lo que me excusa de cualquier disquisición acerca de la fidelidad, o no, de su transposición–, me permito conjeturar, en esa presencia o ausencia del autor en el título del film, la indicación de una distancia entre el cineasta y el libro. Abundan las declaraciones de Fassbinder acerca de los efectos de sus diversas lecturas de la novela Berlin Alexanderplatz en su vida, desde la primera, y afiebrada, en su temprana adolescencia. Quizá por eso a su Berlin Alexanderplatz no le antepone el apellido del escritor: de alguna manera considera a la novela tan de Döblin como suya por ese enigmático proceso de apropiación que implica una lectura pasional: posibilidad que quizá podría confirmarse en el largo epílogo, de obvia matriz fassbinderiana, con que se cierra la miniserie. Si esta hipótesis alberga algo de verdad –lo que probablemente nunca podrá comprobarse–, la elección del título Fontane Effi Briest podría indicar una actitud de mayor respeto hacia el libro al indicar que el director no consuma “su Effie Briest” sino que lee aquella que escribió Fontane. (Que no se entienda, por favor, que estoy estableciendo un juicio de valor, y mucho menos señalando que una sea más personal que la otra: en la filmografía pasoliniana, por ejemplo, tienen la misma importancia su fidelísima transposición del texto evangélico de Mateo y su utilización de una tragedia euripidiana como punto de partida.)

Unificada Alemania en 1871 bajo la rígida disciplina prusiana, es recién allí donde la literatura se desprende del fuerte modelo instituido por las estrategias formales del bildungsroman desde fines del siglo anterior y se acerca a los procedimientos realistas del siglo XIX, cuyo epicentro estaba en Francia. De acuerdo a lo leído, Fontane es un autor cuya escritura da cuenta de dicho proceso, centrándose en la observación de las conductas de los integrantes de la reciente clase media y, sobre todo, en sus mujeres, termómetros sensibles de los cambios que ocurrían: esta consideración de sus procederes como índices de las mutaciones sociales atraviesa buena parte de la obra de Fassbinder donde, salvo raras excepciones, los personajes femeninos tienen mayor relevancia que los masculinos.

La joven Effie Briest, diecisiete años al comenzar la acción, es uno de ellos. Casada con el barón Geert von Instetten, un jefe de distrito prusiano mayor que ella y con un aspecto que remeda a Otto von Bismarck, por un arreglo de sus padres que no parece molestarle, siendo una adolescente consentida debe convertirse en la mujer de un hombre público y en madre de una niña. En su aldea de tres mil habitantes, a la que ciertos encuadres transforman en espacios similares a los que proponen algunos cuadros de Caspar David Friedrich, conoce al mayor Crampas con quien vive una breve pasión cuyos alcances no se precisan. Seis años más tarde, ya en Berlín, donde se ha convertido en consejero ministerial, Geert lee azarosamente una antiguas cartas enviadas por Crampas a su esposa. Tras dudarlo, atiende a los usos sociales, lo reta a duelo y lo mata tras echar a Effie de su casa y quedarse con la niña. Los padres de ella le dicen, epistolarmente, que pese a todo lo que la quieren, y a su condición de hija única, no sería bien visto que viviera con ellos. Habitando en una pensión consigue que su hija vaya a visitarla. Tras su partida, y creo que esto es esencial, Effie tiene un momento de lucidez, se reinvindica frente a sí misma y puede objetivar lo ocurrido. Pero al fin sus padres la reciben en su casa y, como no podía ser de otra manera, enferma: en Fassbinder siempre la familia está asociada a la enfermedad. Antes de morir le dice a Luise, su madre, papel para el que capciosamente ha sido elegida la madre del propio Fassbinder, que ella, y no Geert, ha sido la culpable. Tras aceptar el orden, desaparece. Un diálogo posterior entre los padres, que beben té en su plácido jardín mientras hablan de la tristeza de Rollo, el perro de Effie, desata una sospecha. La madre se pregunta si lo ocurrido no habrá sido el resultado de que ellos no supieron educarla. No hay respuesta, la duda queda flotando entre los personajes cuando la luz ya comienza a apagarse. Quienes han visto el film, pueden entonces preguntarse: ¿Qué es lo que ha ocurrido para los padres de Effie? ¿Su relación amorosa extraconyugal, o su muerte? Esta duda terrible, que otra vez no tendrá respuesta, permite advertir cómo Fassbinder no ha querido dividir a sus personajes en buenos o malos, sino en portadores de convicciones para sus conductas, que pueden compartirse o no. Conductas que Fassbinder obliga a pensar al espectador: lo hace a través de las elecciones estéticas que pone en juego.

Habiendo elegido un asunto abiertamente melodramático, en el que resuenan, en sordina, ecos de la trayectoria de la Emma de Flaubert, el cineasta se mantiene alejado de él. Ni una brizna de emoción, a no ser la provocada por la admiración que puede despertar una luz que esplende, provoca la película. La historia está vista desde una distancia gélida, que parece infranqueable, a la que contribuyen el carácter abiertamente literario de los diálogos y de las intervenciones del propio narrador (la voz monocorde del mismo Fassbinder); las elipsis, inesperadas y abismales, que obligan a volver a situarse, en tiempo y espacio, en cada nueva secuencia y que dejan afuera aquellos tópicos que ningún melodrama resigna: el casamiento, el nacimiento de la hija, el ya mencionado alcance de la pasión, el duelo resuelto, si no me equivoco, en un solo plano, la muerte de Effie; los permanentes carteles que hienden la acción; los abrasadores fundidos al blanco que nos devuelven a nuestra condición de espectadores; la escasa y reiterada música de Saint-Saëns; la fragmentación del espacio a través de las figuras reflejadas en los omnipresentes espejos; los muchos paseos de la protagonista, acompañada o no, en los que se nos informa de lo que ocurre en su interior o a su alrededor, situando la acción en un evasivo fuera de campo mientras en éste sólo quedan desplazamientos y susurros despertados por el rozar de la ropa con la naturaleza; el doblaje evidente de la mayor parte de los actores, no de la actriz que interpreta a Effie, que parecerían indicar así su condición de seres hablados doblemente (por Fontane y por la sociedad).

Geert afirma en algún momento que si hay algo que pierde al hombre, y a la sociedad, es el sentimentalismo. Como si acordara con él, Fassbinder lo elimina de cuajo en su discurso, pero, a diferencia del consejero, no para apuntalar el orden sino para descubrir lo que éste repliega a través de lo que se esconde en la historia narrada: la manera en que en el siglo XIX se consolidó un país, educando a través de la invención de fantasmas como el del chino muerto, un extranjero, que ronda por la casa familiar; ahogando y castigando cualquier disonancia aunque ésta sea mínima como la de Effie. Esta clase media del siglo XIX que retrata la película ya sabemos en qué desembocó en el XX. Y Fassbinder lo ha relatado en películas tan admirables como ésta.

Inmediatamente después del título, aparece una leyenda –¿de Fontane? ¿de Fassbinder? ¿de ambos?– que dice así: “Muchos tienen una idea de sus posibilidades y de sus necesidades; sin embargo aceptan en sus cabezas el sistema imperante mediante sus obras y con ello lo consolidan y lo confirman por completo.” Esto es lo que Effie realiza antes de morir, ya transformada en una suerte de fantasma que, seguramente, será usado para educar, como el del chino. Esa aceptación final asimismo ocurría, de diversas maneras, en los dos Franz Biberkopf, el de
La ley del más fuerte y el de Berlin Alexanderplatz, entre otros muchos personajes del cineasta alemán. El llamado, desesperado y quizá infructuoso, que cada una de sus películas grita es, quizá, el de la incitación a intentar, probablemente en vano, no aceptar el sistema, sobre todo en el umbrío orden de lo privado que es el espacio donde se agazapa para empezar a comprarnos.

Ficha técnica:

Fontane Effie Briest
RFA, 1972/73.
Alemán, b/n, 141m.
Dirección: Rainer Werner Fassbinder.
Intérpretes: Hanna Schygulla (Effie Briest), Wolfgang Schenk ( Baron Geert von Instetten), Karlheinz Böhm (Willersdorf), Ulli Lommel (Mayor Crampas), Ursula Strätz (Roswitha), Irm Hermann (Johanna), Lilo Pempeit (Luise von Briest, madre de Effie), Herbert Steinmetz (Herr von Briest, padre de Effie), Hark Bohm (Gieshübler), Rudolf Lenz (Rummsschüttel), Barbara Valentin (Marietta), Karl Scheydt (Kruse), Theo Tecklenburg (pastor Niemeyer), Barbara Lass (Kochim), Eva Mattes (Hilda), Andrea Schaber (Annie), Anndarthe Baker (Frau Pasche), Peter Gahue (Dagobert).
Guión: Rainer Werner Fassbinder según la novela Effie Briest, de Theodor Fontane.
Fotografía: Jürgen Jürges, Dietrich Lohmann.
Montaje: Thea Eymesz.
Sonido: Fritz Müller-Scherz.
Música: Camille Saint-Saëns.
Dirección artística: Kurt Raab.
Producción: Ingrid Caven.
Compañía productora: Tango Film, Munich.
Fecha de estreno: 28/6/1974, en el Festival de Berlín.

EMILIO TOIBERO.

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