Como otras películas del chileno Ruiz, ésta
también propone una lectura evidente, entre varias otras que funcionan como
un juego de cajas chinas, donde, al menos en el superficial nivel de la
anécdota, los hechos cierran. Pasados los títulos de crédito, escritos sobre
imágenes que refieren situaciones inmediatamente posteriores al crimen del
título, una voz over, mientras las imágenes nos muestran diversos planos de
un tablero de go, dice: “El primer día de la octava luna de la primera era
Tai Gwan de Tsun Kwan de Wu, un joven cuyo horóspoco predijo que sería un
asesino mató a una mujer de la familia de Lin Biao. Una mujer solitaria
aceptó ocultarlo en su casa, pero esa mujer era, en realidad, el fantasma de
la mujer asesinada. El joven se enamoró de la mujer fantasma que le reveló su
verdadera identidad y le dijo que sólo estaba allí para vengarse”. Más
adelante, el etnopsicólogo Christian Coreil dice a la abogada Solange: “Los
hombres creen vivir las historias. En realidad son las historias las que
poseen a los hombres.” En el final, la misma voz del principio vuelve a
repetir la anécdota del joven, recordándole así al espectador que lo que
acaba de ver es un ejemplo de una historia que poseyó a varias criaturas
ficcionales. Esta repetición que advierte cumple igual papel que aquel cuarto
personaje interpretado por Mastroianni que irrumpía inesperadamente para
proponer un cierto orden en Trois vies & une seule mort, 1995, la obra
inmediatamente anterior del cineasta, escrita también junto a Pascal
Bonitzer.
Pero esta explicación tan servida igualmente se desliza hacia territorios
ambiguos en cuanto uno recorre el film. Cuando Solange se entera de que su hijo
Pascal ha muerto en un accidente, pasa la noche en su cuarto: abre el libro
que él estaba leyendo, marcado en la página 97, donde se lee “El primer día
de la octava...”. Entonces uno puede plantearse ¿a quién atribuir esa voz
over que carece de cuerpo? ¿Es un narrador que tan sólo interviene dos veces
y que por eso resuena más? ¿Es la voz del hijo muerto? Que cada oído negocie
por sí mismo, parafraseando a Godard en Toutes les Histoire(s), el primer
capítulo de Histoire(s) du cinéma.
Otra posibilidad de acceso al discurso la suministra la casa de la
psicoanalista Jeanne, ortodoxa para Coreil que poco parece saber de sus
prácticas, que fue mucho tiempo atrás un prostíbulo del que por decisión de
la nueva dueña se han conservado, entre otras cosas, tres cristales
espejados, manjares de voyeurs. En uno de ellos Solange se ve reflejada
mientras observa lo que ocurre en otro cuarto, indicando que aquello que se
mira siempre está siendo mirado por alguien que lo filtra a través de su
subjetividad. Aquellos espectadores que elijan la lectura evidente de
Genealogías... deberán ser conscientes de que están frente a un cristal
espejado y que aquello que interpretan habla mucho más de ellos que de la
película en sí, que se escurre frente a los ojos resistiendo cualquier
coagulación.
Por un lado hay una trama, emparentada con el género policial o, más bien con
el thriller –si es que existen diferencias claras entre los dos–, que no sólo
propone la muerte anunciada sino que también incluye un suicidio en masa de
psicoanalistas, tres asesinatos más, un muerto por sucesivos infartos y otro,
ya mencionado, por accidente. Tales situaciones se despliegan desde Solange
que, en la cárcel, dialoga con su abogado y recuerda, pero en su recorrido
ella tropieza a su vez con un diario que es visualizado (¿por quién?), con
variados relatos orales, alguno ilustrado por una sombra chinesca y hasta con
tableaux vivants, más alguna transgresión a la focalización, como ocurre en
la deliciosa sesión psicoanalítica de su madre con Georges Didier, desvíos
que hacen que a medida que el metraje avanza se vaya olvidando el punto de
partida inicial y, sobre todo, la atribución de la enunciación. Como si las
distintas historias que se narran, que a veces parecen una sola y a veces no,
y que son imposibles de reducir al discurso verbal, se encadenaran más por sí
solas que por una voluntad, como ocurre en El tiempo recobrado (Le temps
retrouvée, 1999). A la manera de ese encadenamiento, que comienza pareciendo
inmotivado, que se produce entre la abogada y la psicoanalista por el mero
hecho de estar interpretadas por la misma actriz, anticipando así Shattered
Image (1998), la única incursión, hasta ahora, de Ruiz en la industria
estadounidense.
En las réplicas y en las situaciones, abunda un humor corrosivo, vitriólico.
Pensemos en el entrecruzamiento de personajes y motivaciones que recuerdan a
un vaudeville frente al féretro del hijo de Solange, como un ejemplo
terminante opuesto a tanto cine europeo reciente empeñado en provocar el
llanto. Pero la puesta en escena está muy lejos de intentar subrayarlo,
señalando así que esto tampoco es una comedia, distanciándose de la anécdota
de manera permanente, como afirmando que ésta es un pre-texto que permite
incursionar en otras zonas, más allá del espejo donde acecha la sombra de
Lewis Carroll. La visita de Solange a su madre para averiguar algo de Georges
es un buen ejemplo de lo afirmado. Plano a plano, el encuadre –hasta donde se
puede hablar de él en una edición que no respeta las proporciones del formato
original– se va atiborrando de objetos, algunos de los cuales pertenecen al
departamento y otros no, que aprisionan a los personajes y los convierten, a
su vez, en nuevos objetos. Lo mismo que ocurre con algunos sorprendentes
movimientos de cámara que concluyen sobre una estatua, o un fragmento de
ella, mientras los actores quedan en el fondo.
¿Qué todo esto está narrado por una mujer, Solange, que puede tener graves
alteraciones mentales? Sería, nuevamente, una escapada lógica mientras Ruiz
apuesta, curándonos en salud, a lo lúdico.
Ficha
técnica:
Genealogías
de un crimen [Généalogies d’un crime]
Francia, 1996.
Francés, color, 114m.
Dirección: Raoul Ruiz.
Intérpretes: Catherine Deneuve (Solange/Jeanne), Michel Piccoli (Georges
Didier), Melvil Poupaud (René), Andrzej Sewerin (Christian), Bernardette
Lafont (Esther), Monique Mélinand (Louise), Hubert Saint-Macary (juez
Verret), Jean-Yves Gauthier (Mathieu), Mathieu Amalric (Yves), Camila Mora
(Soledad), Patrick Modiano (Bob), Jean Badin (el abogado) y Lauréense Clement
(la secretaria).
Guión: Pascal Bonitzer, Raoul Ruiz.
Música: Jorge Arraigada.
Fotografía: Stefan Ivanov.
Montaje: Valeria Sarmiento.
Sonido: Henri Maikoff.
Vestuario: Elisabeth Tavernier.
Diseño de producción: Luc Chalon, Solange Zeitoun.
Producción: Paulo Branco.
Compañía productora: Géminis Films (Francia) asociada con Mandraoga Films
(Portugal)
Editó en video para la Argentina: AVH.
EMILIO
TOIBERO.
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