El
plano que abre el film es un travelling casi cenital, probablemente realizado
desde el aire. En campo se ve una autopista flanqueada por árboles y coches
que la recorren. La
cámara sigue a uno de ellos, que lleva enganchado un carro sobre el que hay
un velero. Esa lejana mirada, que recorre el film aunque los puntos de cámara
sean cercanos, establece una distancia, un pacto fundante entre el narrador
implícito y el espectador, que se mantiene durante casi todo el metraje. Es
interesante, entonces, detenerse en los cuatro momentos en que la lejanía se
rompe. Pero vamos por partes.
Los ocupantes del auto forman un pequeño grupo familiar: la madre (Anna), el
padre (Georg) y el hijo (Schorschi), emblemático de esa burguesía que ama la
ópera, vigila el buen estado de sus bienes, ha perdido todo contacto con lo
sagrado, sacralizando tan sólo sus vacaciones estivales y sólo quiere vivir
en un orden que deje afuera cualquier forma de intensidad. Paul y Peter, que
a veces se llaman a sí mismos Beavis y Butt-Head o Tom y Jerry, son dos
jóvenes imperturbables y de aspecto educado, atados por un lazo
sadomasoquista, que irrumpirán en sus vidas, en su residencia de verano que
concretamente las metaforiza, para acabar con ellos. Nada se sabrá de la
historia previa de los integrantes de la familia ni de la de los invasores,
tampoco se apelará a una caracterización de los personajes que vaya más allá
de la epidermis. Es
como un juego, perturbador hay que admitirlo, que llevan a cabo criaturas
ficcionales, francamente antipáticas por la manera entomológica con que están
observadas, incapaces de despertar algún sentimiento que no sea resultado de
las inquietantes situaciones, en realidad variaciones de una sola, que van
atravesando.
Pero están esas cuatro instancias nombradas más arriba, donde la distancia se
quiebra y el público es despiadadamente interpelado en su condición de tal.
Las cuatro están a cargo de Paul, la voz cantante de la dupla. Cuando Anna
está buscando el cadáver de Rolfie, el perro familiar, él la va guiando
diciéndole caliente o frío e, inesperadamente, da vuelta su cabeza, mira a
quién esta viendo la película y le guiña un ojo estableciendo así un lazo de
complicidad. Más adelante, cuando la situación ya está muy candente, le dice
al matrimonio desesperado que hay que seguir porque "aún no llegamos al
largo de una película principal" y, seguidamente, mira, nuevamente,
hacia los ocupantes de las butacas a los que no puede ver, pero quizá sí
imaginar, y pregunta "¿eso es suficiente?" para, seguidamente,
aseverar "pero Uds. quieren un final real con un desenlace creíble,
¿no?". Por un lado, con estas palabras se ha puesto en evidencia que se
está viendo una construcción que debe respetar las reglas del mercado, tanto
las de duración del metraje como las de un modelo de verosimilitud, pero, por
el otro, se está señalando que esas pautas están internalizadas en los
espectadores, que quieren lo que la industria, de la cual Paul aparece como
vocero, quiere que quieran.
La tercera ruptura se produce cuando Paul le dice a Anna que puede elegir
cuál de los dos, si ella o Georg, va a morir primero. Ella aprovecha un
descuido de los jóvenes, toma un rifle y mata a Peter. Paul comienza a gritar
pidiendo el control remoto, al encontrarlo presiona la tecla Rew y las
imágenes se rebobinan, provocando la resurrección del muerto dentro de la diégesis. Paul
tiene tanto poder en ella que puede realizar ese milagro profano que vuelve a
afirmar que aquello que se está viendo es una película, que para su último
plano reserva otra mirada cómplice a una platea que ya está advertida acerca
de lo que podría seguir pasando en ese mundo de ficción si no fuera que ya ha
llegado a una duración conveniente para concluir.
Poco antes de que Paul ahogue a Anna, Peter comienza a contarle acerca de una
película donde, según él, Kelvin, el héroe protagonista, queda atrapado en la
ficción mientras que su familia permanece en la realidad. Paul,
después de arrojar el cuerpo maniatado de la mujer del velero al agua, le
explica que la ficción también es real porque pudo verla en la película, que
es tan real como la realidad que ve. Se deja allí sentada una posición por
parte de Paul: la asignación de un mismo estatuto de verdad a la realidad que
a las imágenes. Horas de terror, título argentino que lee el film
literalmente en lugar del Funny games original, sería, si así se la
piensa, real pero no porque de cuenta de la supuesta realidad de unos
asesinatos que, significativamente, siempre ocurren fuera de campo salvo el
de aquel que revive, sino por poner en evidencia la manipulación de un relato
por uno de sus actantes. ¿Acaso el plano casi cenital inaugural, con su
desapego y su mirada no humana, no sería el que elegiría Paul, figura del
cineasta dentro de la trama? El desafío que afronta Haneke es el de obtener
una narración tal como podría ser contada por uno de los personajes que
intervienen en ella: un joven cuya mirada, cínicamente postmoderna, se
propaga, lenta pero inexorablemente, como un virus que busca a sus
colaboradores para sus graciosos juegos: nosotros, los aterrados
espectadores.
Ficha técnica:
Horas de terror [Funny Games]
Austria, 1997.
Alemán, color, 108m.
Dirección y guión: Michael Haneke.
Intérpretes: Susanne Lothar (Anna), Ulrich Mühe (Georg), Arno Frisch (Paul),
Frank Giering (Peter), Stefan Clapczynski (Schorschi), Doris Kuntsmann
(Gerda), Cristoph Bantzer (Fred), Wolfgang Glück (Robert) y Monika Zallinger
(Eva).
Productor: Veit Heiduschka.
Música: Georg Friedrich HÉndel, Pietro Mascagni, W.A. Mozart y John Zorn.
Fotografía: Jürgen Jürges.
Montaje: Andreas Prochaska.
Sonido: Walter Amann.
Diseño de producción: Cristoph Kantes.
Vestuario: Lisy Christl.
Primer asistente del director: Hanus Polak Jr.
Compañía productora: Wega Film.
Editó en Argentina: Transeuropa.
EMILIO TOIBERO.
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