miércoles, 4 de junio de 2014

La Carta, de M. de Oliveira



El roce de dos mundos


El matrimonio Da Silva visita en París al matrimonio Clèves. En el departamento de estos últimos, los cuatro están viendo un noticiero televisivo donde se habla de la situación de los niños en algunos convulsionados países africanos. Mientras, los personajes intercambian ideas acerca del estado del mundo. La cámara está situada detrás del televisor, impidiendo así que registre cualquier imagen de la emisión de la que sí se oye la voz del relator. La evidente elección que pone de manifiesto ese punto de cámara es toda una toma de posición dentro del cine contemporáneo. No es la única que prodiga La carta donde también, a la manera del Modo de Representación Institucional no parlante, abundan tanto los carteles suprimiendo tramos inútiles de la diégesis, como los encuadres registrados con cámara inmóvil, o la imponente presencia del fuera de campo. El raccord de mirada es el procedimiento privilegiado para suturar los planos dejando afuera todo aquello que no sea esencial para los fines del relato. Los demorados primeros planos acechan a los rostros atisbando sus temblores mientras sus voces dicen los largos y musicales parlamentos.


Transponiendo con osadía las situaciones centrales de La princesa de Clèves (1678), novela de Madame de la Fayette, al París contemporáneo, de Oliveira propone, a través de la narración de un problemático lazo amoroso, la confrontación de dos mundos, dos concepciones de la vida que sólo pueden rozarse. Por un lado está Pedro Abrunhosa, un intérprete y autor portugués de música pop al que presta su cuerpo un actor que también se llama así y que asimismo canta y compone (¿se interpreta a sí mismo?): recurso que produce un fuerte efecto de realidad en una historia desafiantemente anacrónica donde los efectos del amor llevan a la muerte. (Lo mismo ocurre en el film con otra artista portuguesa, la pianista Maria Joao Pires que, ella sí, hace de sí misma). Por otro lado, está Madame de Clèves, una joven de alta alcurnia criada de acuerdo a principios que hoy carecen de vigencia social: fidelidad al marido, castidad antes de la boda. Ella de pronto se enamora del cantautor, pero pertenece a un mundo, como le dice su amiga monja, donde la concepción del matrimonio nada tiene que ver con la pasión sino con la comprensión.

El discurso se abre con Pedro antes de subir al escenario y se cierra con él cantando ante el público. No se trata sin embargo de la misma situación, la ropa que viste en ambas instancias es diferente. Pero, en el inicio, cuando lo llaman para actuar está leyendo una carta, perdida dentro del plano, que abandona en su camarín. ¿Es la carta que Madame de Clèves envía desde África a su amiga y entonces todo el relato sería un dilatado flash-back? Es una posibilidad de lectura, un enigma no resuelto –quizás porque no importe– como otros: ciertos aspectos de la conducta de la protagonista, inmutable, en apariencia, a la muerte (¿accidental?) de un hombre que la amó, François de Guise, resuelta en un admirable fuera de campo, y ocurrida después de la enésima vez en que éste le manifestara con desesperación su sentimiento.

Los espacios por los que se despliega la trama son escasos y están utilizados en función de conferir densidad a los personajes. Ella alterna los privados, el departamento ciudadano y la casa campestre de su madre, con los públicos: el Centro Cultural Gulbenkian, que existe en la realidad, una joyería, el convento donde profesa su amiga y otros. Él, en cambio, sólo parece tener para sí lugares públicos, y cuando alquila un departamento frente al de ella sólo se lo insinúa desde afuera a través de una ventana, como indicando y confrontando la pertenencia de Madame de Clèves a un milieu social entretejido a través de los siglos, y el desarraigo tan contemporáneo de Pedro, por otra parte un extranjero proveniente de los límites de Europa, dato que conviene tener en cuenta. Pero, y he aquí la paradoja, si él se desplaza permanentemente pero termina afincándose en París, ella –y ése es su mayor misterio– sólo parece afirmarse en la huída: de su primer novio, de François, de Pedro, de la posibilidad de una vida integrada, de Europa y, en el final, también de su sacrificada vida africana. Madame de Clèves parece no tener lugar posible para ella en el mundo, al menos en el de hoy, al que evidentemente no pertenece, habiendo llegado del siglo XVII.

En el entierro de Madame de Chartres, Pedro espera, en el cementerio, la llegada del cortejo fúnebre. Mira las gigantescas estatuas que se yerguen a su alrededor. La cámara lo mira a él desde puntos que destacan siempre su pequeñez frente a los monumentos. Las imágenes sugieren la insignificancia de la vida humana, su inevitable fluir hacia la muerte. No es casual entonces que en la habitación para recibir a los visitantes del convento en el que vive la amiga de Madame de Clèves, un lugar central en una de las paredes lo ocupe un retrato, asombrosamente vívido, de la fundadora de la orden: una religiosa que introdujo el jansenismo en la abadía de Port-Royal-des-Champs. La visitante mira atentamente la pintura de esa mujer que defendió la idea de la predestinación absoluta y negó la libertad del hombre. La joven y el cantante no son libres, están presos de sus sentimientos, pero en la visión del autor están predestinados a no poder concretar nada. El uno es una asíntota del otro.

Manoel de Oliveira tenía noventa años cuando dirigió esta película. Cabe suponer que si se llega lúcidamente a esa edad, y La carta demuestra sobradamente que así fue, la mirada a arrojar sobre el mundo es otra. Tan perturbadora como lo puede ser, pese a la globalización, la de un hindú para un occidental. Esa ajenidad de la mirada, pensable como propia de los muchos años, esplende en muchos fragmentos de la obra. Advirtámosla en un detalle mínimo. Cuando en el principio Pedro es llamado a cantar, la cámara no lo sigue y prefiere seguir mostrando, sin intentar ningún movimiento, el camarín ahora vacío sobre el que aparecen los títulos de crédito mientras deja a la voz en el fuera de campo la tarea de dar noticias del recital. Una cortina corrida es, cada tanto, levemente agitada por una brisa, de inexplicable origen. ¿Qué sabiduría encierran el encuadre, los colores, la iluminación, el sonido para que esa leve agitación nos obligue a mirarla?


 

Ficha técnica:

 

La carta (La lettre / A carta)
Francia/ Portugal/ España, 1999.
Francés y portugués, color, 100m.
Dirección: Manoel de Oliveira.
Intérpretes: Chiara Mastroianni (Mme. de Clèves), Pedro Abrunhosa (Pedro Abrunhosa), Antoine Chappey (M. de Clèves), Leonor Silveira (la religiosa), Francoise Fabian (Mme. De Chartres), Maria Joao Pires (Maria Joao Pires), Anny Romand (Mme. Da Silva), Luis Miguel Cintra (M. Da Silva), Stanislas Merhar (Francois de Guise), Ricardo Trepa (Intrus), Claude Léveque (el médico de Mme. De Chartres), Allain Guillo (el director de la joyería), Jean-Loup Wolf (el médico del hospital), Marcel Terroux (el jardinero), Claude Sempere (voz off en TV), Alexandre Nanaia.
Guión: Manoel de Oliveira según La princesa de Clèves, de Madame de la Fayette.
Colaboración en los diálogos en francés: Jacques Parsi.
Fotografía y cámara: Emmanuel Machuel.
Montaje: Valérie Loiseleux.
Música: Franz Scubert (Drei Klavierstücke D946. 1. Allegro assai), Pedro Abrunhosa (Captain, É difícil, Parte de Mim, No Luxemburgo, Será, Dame tudo o que tens para me dan).
Sonido: Jean-Paul Muguel.
Asistente del director: José María Vaz da Silva.
Diseño de producción: Ana Vaz da Silva.
Diseño de vestuario: Judy Shewsbury.
Producción: Paulo Branco.
Compañías productoras: Géminis Films (Francia), Mandragoa Films (Portugal), Wanda Films (España).

 

EMILIO TOIBERO.

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