El matrimonio Da Silva visita en París al
matrimonio Clèves. En el departamento de estos últimos, los cuatro están
viendo un noticiero televisivo donde se habla de la situación de los niños en
algunos convulsionados países africanos. Mientras, los personajes
intercambian ideas acerca del estado del mundo. La cámara está situada detrás
del televisor, impidiendo así que registre cualquier imagen de la emisión de
la que sí se oye la voz del relator. La evidente elección que pone de
manifiesto ese punto de cámara es toda una toma de posición dentro del cine
contemporáneo. No es la única que prodiga La carta donde también, a la manera
del Modo de Representación Institucional no parlante, abundan tanto los
carteles suprimiendo tramos inútiles de la diégesis, como los encuadres
registrados con cámara inmóvil, o la imponente presencia del fuera de campo.
El raccord de mirada es el procedimiento privilegiado para suturar los planos
dejando afuera todo aquello que no sea esencial para los fines del relato.
Los demorados primeros planos acechan a los rostros atisbando sus temblores
mientras sus voces dicen los largos y musicales parlamentos.
Transponiendo con osadía las situaciones centrales de La princesa de Clèves
(1678), novela de Madame de la Fayette, al París contemporáneo, de Oliveira
propone, a través de la narración de un problemático lazo amoroso, la
confrontación de dos mundos, dos concepciones de la vida que sólo pueden
rozarse. Por un lado está Pedro Abrunhosa, un intérprete y autor portugués de
música pop al que presta su cuerpo un actor que también se llama así y que
asimismo canta y compone (¿se interpreta a sí mismo?): recurso que produce un
fuerte efecto de realidad en una historia desafiantemente anacrónica donde
los efectos del amor llevan a la muerte. (Lo mismo ocurre en el film con otra
artista portuguesa, la
pianista Maria Joao Pires que, ella sí, hace de sí misma).
Por otro lado, está Madame de Clèves, una joven de alta alcurnia criada de
acuerdo a principios que hoy carecen de vigencia social: fidelidad al marido,
castidad antes de la
boda. Ella de pronto se enamora del cantautor, pero
pertenece a un mundo, como le dice su amiga monja, donde la concepción del
matrimonio nada tiene que ver con la pasión sino con la comprensión.
El discurso se abre con Pedro antes de subir al escenario y se cierra con él
cantando ante el público. No se trata sin embargo de la misma situación, la
ropa que viste en ambas instancias es diferente. Pero, en el inicio, cuando
lo llaman para actuar está leyendo una carta, perdida dentro del plano, que
abandona en su camarín. ¿Es la carta que Madame de Clèves envía desde África
a su amiga y entonces todo el relato sería un dilatado flash-back? Es una
posibilidad de lectura, un enigma no resuelto –quizás porque no importe– como
otros: ciertos aspectos de la conducta de la protagonista, inmutable, en
apariencia, a la muerte (¿accidental?) de un hombre que la amó, François de
Guise, resuelta en un admirable fuera de campo, y ocurrida después de la
enésima vez en que éste le manifestara con desesperación su sentimiento.
Los espacios por los que se despliega la trama son escasos y están utilizados
en función de conferir densidad a los personajes. Ella alterna los privados,
el departamento ciudadano y la casa campestre de su madre, con los públicos:
el Centro Cultural Gulbenkian, que existe en la realidad, una joyería, el
convento donde profesa su amiga y otros. Él, en cambio, sólo parece tener
para sí lugares públicos, y cuando alquila un departamento frente al de ella
sólo se lo insinúa desde afuera a través de una ventana, como indicando y
confrontando la pertenencia de Madame de Clèves a un milieu social
entretejido a través de los siglos, y el desarraigo tan contemporáneo de
Pedro, por otra parte un extranjero proveniente de los límites de Europa,
dato que conviene tener en cuenta. Pero, y he aquí la paradoja, si él se
desplaza permanentemente pero termina afincándose en París, ella –y ése es su
mayor misterio– sólo parece afirmarse en la huída: de su primer novio, de
François, de Pedro, de la posibilidad de una vida integrada, de Europa y, en
el final, también de su sacrificada vida africana. Madame de Clèves parece no
tener lugar posible para ella en el mundo, al menos en el de hoy, al que
evidentemente no pertenece, habiendo llegado del siglo XVII.
En el entierro de Madame de Chartres, Pedro espera, en el cementerio, la
llegada del cortejo fúnebre. Mira las gigantescas estatuas que se yerguen a
su alrededor. La cámara lo mira a él desde puntos que destacan siempre su
pequeñez frente a los monumentos. Las imágenes sugieren la insignificancia de
la vida humana, su inevitable fluir hacia la muerte. No es casual
entonces que en la habitación para recibir a los visitantes del convento en
el que vive la amiga de Madame de Clèves, un lugar central en una de las
paredes lo ocupe un retrato, asombrosamente vívido, de la fundadora de la
orden: una religiosa que introdujo el jansenismo en la abadía de
Port-Royal-des-Champs. La visitante mira atentamente la pintura de esa mujer
que defendió la idea de la predestinación absoluta y negó la libertad del
hombre. La joven y el cantante no son libres, están presos de sus
sentimientos, pero en la visión del autor están predestinados a no poder
concretar nada. El uno es una asíntota del otro.
Manoel de Oliveira tenía noventa años cuando dirigió esta película. Cabe
suponer que si se llega lúcidamente a esa edad, y La carta demuestra
sobradamente que así fue, la mirada a arrojar sobre el mundo es otra. Tan
perturbadora como lo puede ser, pese a la globalización, la de un hindú para
un occidental. Esa ajenidad de la mirada, pensable como propia de los muchos
años, esplende en muchos fragmentos de la obra. Advirtámosla
en un detalle mínimo. Cuando en el principio Pedro es llamado a cantar, la
cámara no lo sigue y prefiere seguir mostrando, sin intentar ningún
movimiento, el camarín ahora vacío sobre el que aparecen los títulos de
crédito mientras deja a la voz en el fuera de campo la tarea de dar noticias
del recital. Una cortina corrida es, cada tanto, levemente agitada por una
brisa, de inexplicable origen. ¿Qué sabiduría encierran el encuadre, los
colores, la iluminación, el sonido para que esa leve agitación nos obligue a
mirarla?
Ficha
técnica:
La carta
(La lettre / A carta)
Francia/ Portugal/ España, 1999.
Francés y portugués, color, 100m.
Dirección: Manoel de Oliveira.
Intérpretes: Chiara Mastroianni (Mme. de Clèves), Pedro Abrunhosa (Pedro
Abrunhosa), Antoine Chappey (M. de Clèves), Leonor Silveira (la religiosa),
Francoise Fabian (Mme. De Chartres), Maria Joao Pires (Maria Joao Pires),
Anny Romand (Mme. Da Silva), Luis Miguel Cintra (M. Da Silva), Stanislas
Merhar (Francois de Guise), Ricardo Trepa (Intrus), Claude Léveque (el médico
de Mme. De Chartres), Allain Guillo (el director de la joyería), Jean-Loup
Wolf (el médico del hospital), Marcel Terroux (el jardinero), Claude Sempere
(voz off en TV), Alexandre Nanaia.
Guión: Manoel de Oliveira según La princesa de Clèves, de Madame de la
Fayette.
Colaboración en los diálogos en francés: Jacques Parsi.
Fotografía y cámara: Emmanuel Machuel.
Montaje: Valérie Loiseleux.
Música: Franz Scubert (Drei Klavierstücke D946. 1. Allegro assai), Pedro
Abrunhosa (Captain, É difícil, Parte de Mim, No Luxemburgo, Será, Dame tudo o
que tens para me dan).
Sonido: Jean-Paul Muguel.
Asistente del director: José María Vaz da Silva.
Diseño de producción: Ana Vaz da Silva.
Diseño de vestuario: Judy Shewsbury.
Producción: Paulo Branco.
Compañías productoras: Géminis Films (Francia), Mandragoa Films (Portugal), Wanda
Films (España).
EMILIO
TOIBERO.
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