miércoles, 4 de junio de 2014

Un filme falado, de M. de Oliveira



La cólera del artista anciano

In memoriam “Michi” Panero.


Como si siguieran el camino por el que, en el siglo XV, el portugués Vasco da Gama se convirtió en el primer europeo que llegó a la India por la ruta que rodea a África, una madre y su hija viajan por mar para encontrarse con el hombre que es esposo y padre de cada una de ellas, respectivamente, un piloto de aviones que las aguarda en Bombay. Rosa María, profesora universitaria de Historia, y Maria Joana, de siete años de edad, van visitando, en su marcha, los puertos por donde se estableció la civilización en el Mediterráneo. Partiendo de Lisboa, recorren Ceuta, Marsella, Pompeya, la Acrópolis de Atenas, la incandescente Estambul, Giza en Egipto y Aden. Maria Joana quiere saber todo, no cesa de preguntar a Rosa María: ¿Qué significa “mito”? ¿Y “leyenda”? ¿Quiénes son los árabes? ¿Qué son los ortodoxos? Tales son algunos de los numerosos interrogantes a los que somete a su madre que, siempre, tiene la respuesta precisa. Es la primera vez, dice, que se encuentra frente a los lugares que fueron objeto de su estudio.


Esta situación comprende la primera parte de Um filme falado. ¿Recorrido turístico? No, siempre hay algo en la mirada que sobre ellos arroja de Oliveira que los aparta de la tarjeta postal o de la ilustración de folleto. Por ejemplo, ese recorte tan particular que efectúa de la Acrópolis, donde casi todo aquello que se menciona en el diálogo queda fuera de campo. ¿Recorrido didáctico? Tampoco. Cuando de Oliveira muestra las ruinas griegas o la Marsella y la Estambul contemporáneas, son las palabras las que dan cuenta de un esplendor ya inexistente –Santa Sofía sólo es un museo, ahora–, las que como memoria de la especie revisten a esos ámbitos de un aura sacra que ni siquiera rozaría a alguien que ignorara su pasado. Que un perro atado por una correa a un bote en el puerto francés sea el reflejo de una figura en un mosaico pompeyano –que el arte se degrade en una realidad vulgar, en definitiva–, es una de las correspondencias que señala de Oliveira, cineasta de refinadísima cultura occidental si todavía los hay. Este paseo de madre e hija, en realidad, se aproxima más a un paseo por el desierto, que como aquel de Zabriskie Point, puede, en un pasado lejano, haber albergado la vida.

Los encuadres fijos, en una instancia del devenir del cinematógrafo donde la cámara –muchas veces sin causa alguna– suele ser sometida a un movimiento incesante; la ausencia de cualquier atisbo de coloquialidad en los muy elaborados diálogos, cercanos en algunos momentos a los carteles del cine no parlante; la exhibición lujosa de la erudición a través de las palabras alejándolas de su utilización massmediática y la ausencia de música over, entre otras estrategias elegidas que se dirigen en el mismo sentido, proponen la singular, bienvenida experiencia, de enfrentarse a un uso intencionalmente primitivo de la expresión cinematográfica, como queriendo exhibirla desnuda, desposeída de los artilugios que la rutina, es decir la industria, ha arrojado sobre ella. Es un puro mostrar, como en los trabajos de los hermanos Lumière, en el que algunos de los ocasionales encuentros de nuestras viajeras –un sacerdote ortodoxo, el actor Luis Miguel Cintra que hace de sí mismo en un bar cercano a las pirámides legendarias– sorprenden por la amable manera en que se integran a las lecciones peripatéticas de Rosa María. Acá todos hablan, como si no tuvieran otra posibilidad, del pasado, como aquellos sacerdotes que en la posada de El fantasma de la libertad no podían sino enzarzarse en el disenso sobre fundamentales cuestiones teológicas.

Mientras la nave va –hay un uso reiterado de imágenes de su quilla hendiendo las aguas–, va adquiriendo, como ya ocurría en el film de Fellini, vastas resonancias simbólicas: si por un lado puede parecer la civilización occidental meciéndose en las procelosas aguas, también puede ser vista como una suerte de renovada Arca de Noé, y no sólo por su aspecto de barco de varias décadas atrás aunque la acción esté fechada, no inocentemente, en 2001. Esta idea se recorta con más claridad en la incorporación sucesiva de tres damas maduras, seductoras aunque vagamente desencantadas, al pasaje: Dauphine, vestida de azul, una self made woman francesa; Francesca, ataviada de rojo, una ex modelo italiana atravesada por la melancolía provocada por los años y la muerte de su esposo, y Helena –¿qué otro nombre podía llevar una griega propuesta como emblema de su nacionalidad?–, una cantante y actriz de teatro enfundada en atuendos negros. Invitadas a la mesa del muy expresivo capitán de origen polaco dialogarán entre sí, y con él, cada una en su idioma, sin pretender disimular frente al espectador que antes que sus personajes son las actrices que los encarnan. Como le dice la profesora de historia a su hija, sin malicia de su parte pero estimulando la del espectador que la oye, son mujeres a las que conoce por la televisión y las revistas. Los temas sobre los que dialogan son estrictamente de hoy –la posibilidad de un mundo sin hombres, entre ellos–, pero el hecho de que se entiendan hablando lenguas diferentes, si por un lado remite al viejo mito de la Torre de Babel, por el otro habla de la posible unidad esencial de una civilización –¿una utopía?– más allá de los diferentes ropajes con que en cada caso se cubra. Como en el fragmento anterior, de Oliveira también elige mostrar; no hay, nuevamente, una historia que obligue a enlazar las acciones, sólo están éstas representadas con una austera, y muy elegante, economía de recursos. Cuando Rosa María, tras una primera negativa, acepta integrarse, junto con María Joana, a la mesa privilegiada, es la única madre entre las cuatro mujeres. Puede sospecharse que esa diferencia –es notorio como las tres mujeres sin hijos, así como el solitario capitán, agasajan a la niña– se hubiera acentuado de no ser por dos situaciones sucesivas: la bellísima canción que canta Helena, suerte de síntesis de una manera de entender el mundo, y la muy inesperada amenaza que provee la posible presencia de una bomba no localizable dentro del navío, aparentemente colocada, y no es un dato menor, en el último puerto visitado: Aden.

A partir de la difusión de la noticia por boca del capitán, cuando faltan no más de diez minutos para que Um filme falado concluya, de Oliveira da un arriesgado salto al vacío, más propio de un realizador joven e iconoclasta, quebrando la coherencia de su discurso hasta ese momento: comienza a narrar. Un plano lleva necesariamente al otro y agosta su sentido en función del que le sigue. La estrategia no es ocultada, sino todo lo contrario puesta en evidencia y hasta subrayada: nadie puede dudar de que el olvido de María Joana de la muñeca regalada traerá una consecuencia, en franca oposición, por ejemplo, a la desaparición de Luis Miguel Cintra después de la visita al hotel donde se celebró la inauguración del canal de Suez. Esta osada fractura, que no ocurría en
A carta o en Party o en Viagem ao principio do mundo, por citar las tres películas anteriores, y cercanas, a ésta que he visto de la filmografía del cineasta portugués, sólo se explica por su cólera, que lo lleva a la necesidad de dejar explícita su posición frente a ciertas marcas del mundo contemporáneo. (Hay una pregunta que no ceso de hacerme tras la visión del film: ¿sostiene en su elección de Oliveira que la imagen-acción deleuziana es la única posibilidad de afirmar porque destruye la ambigüedad constitutiva del mundo en su articulación?)

Se piense lo que se piense de esta decisión, no caben dudas de que su resultado es conmocionante, transparenta la encendida ira, provoca –y cuánto– al espectador y, con perfiles apocalípticos deja en claro qué es lo que piensa el director en actividad más viejo del mundo sobre la marcha de la civilización: una degradada danza hacia la autoaniquilación. En cierta medida, de Oliveira es como Rosa María, nos transmite una idea del mundo y del hombre que hoy está desapareciendo, si es que todavía existe. ¿Tendremos nosotros, sus espectadores, la incansable avidez por conocerla de María Joana? ¿O es que ya estamos irremediablemente perdidos?


 

Ficha técnica:

 

Un filme falado
Portugal/ Francia/ Italia, 2003.
Portugués/ francés/ italiano/ griego/ inglés, color, 96m.
Dirección: Manoel de Oliveira.
Intérpretes: Leonor Silveira (Rosa María), Filipa de Almeida (María Joana), John Malkovich (Capitán John Walesa), Catherine Deneuve (Dauphine), Stefania Sandrelli (Francesca), Irene Papas (Helena), Luis Miguel Cintra (él mismo), Michel Lubrano di Sbaraglione (pescador en Marsella), Francois Da Silva (cliente del pescador), Nikos Hatzopoulos (sacerdote ortodoxo), Antonio Ferraiole (cicerone en Pompeya), Alparslan Salt (cicerone en el Museo Santa Sofía), Ricardo Trepa (oficial), David Cardoso (oficial), Julia Búisel (amiga de Dauphine), y otros.
Guión: Manoel de Oliveira.
Fotografía: Emmanuel Machuel.
Montaje: Valérie Loiseleux.
Sonido: Philippe Morel.
Diseño de producción: Zé Branco.
Vestuario: Isabel Branco.
Asistente de dirección: José María Vaz da Silva.
Producción: Paulo Branco.
Compañía productoras: Madragoa Films, Gemini Films, Mikado Film SPA, France 2 Cinéma (asociada).
Estreno mundial: 31 de agosto de 2003, Festival Internacional de Venecia.
Exhibido en la sección ‘Punto de vista’ del 19º Festival Internacional de Mar del Plata, marzo de 2004.

 

EMILIO TOIBERO.

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