jueves, 5 de junio de 2014

La cruz del sur, de P. Reyero



Una familia argentina


El aliento de lo trágico no circula con fluidez dentro del cine que se filma en la Argentina. La dimensión metafísica que le es necesaria –la afirmación de la condena de sus agonistas, ya escrita– sólo muy parcialmente puede explicarse por sus circunstancias, exige la intromisión de fuerzas muy superiores al hombre, rehúye cualquier aproximación al naturalismo. Cabría, en este sentido, pensar en un film tan interesante, y sin embargo tan frustrado, como El dueño del sol. O en el ejemplo no tan reciente de El reñidero, que desplegaba la ejemplar historia de Electra en un Palermo de compadritos, cuchillos y enredaderas que tanto hechizó a Robbe-Grillet.


La cruz del sur, primer largometraje de ficción de Pablo Reyero, autor de ese film clave para la renovación del último cine argentino que es Dársena Sur, alcanza el aliento de lo trágico. Pero llega allí a través de una serie de estrategias que aparecen cuidadosamente dispuestas. Si nos atenemos al nivel más primario –y más irrelevante– de una película, la historia que cuenta, nos encontramos aquí con un esquema que el film noir fatigó largamente. En sólo cuarenta y ocho horas se suceden un robo, la venta de lo habido en el atraco, una huída y una persecución salvaje de previsible final. Quienes roban un cargamento de droga, tras cometer una traición, son dos hermanos jóvenes: Javier y Wendy/Carlos, travesti este último que, al unir en una sola persona esos dos nombres evoca a un músico famoso. Junto a ellos está Nora, la “noviecita” como la llama Wendy no sin cierta sorna, del primero. No hay personajes centrales que trabajen de policías; más aún, no aparecen “representantes de la ley” en todo el metraje, ya no existe un Padre que establezca un orden: cualquier vestigio de Ley ha desaparecido, sin dejar huellas, en el universo ficcional que propone La cruz del sur.

Como si aparecieran de la nada, irrumpen Javier y Nora al comenzar el relato, mientras se suceden los títulos iniciales. Atraviesan las calles de una ciudad turística, único espacio urbano que nos será brevemente concedido: están a bordo de una ambulancia, cabe pensar que robada, lanzada a toda velocidad. Desde allí, ella insulta a un taxista que les dificulta el paso; se los ve eufóricos, desafiantes, ajenos a la falta de hybris que cometen, dispuestos a introducir “su desorden” en un mundo de por sí desordenado. Nada sabemos de ellos por el momento. Únicamente lo imprescindible de su vida anterior nos será dado a conocer más adelante. Sobre todo a través de sus acciones y de lo que adivinamos de sus deseos: si algunos están confesados a través de las palabras, otros estallan en miradas y en gestos que parecen escapar a su control. Lo mismo ocurre con el resto de los personajes: todos inmersos también, de una manera u otra, en una espiral vertiginosa donde no hay lugar para el reposo hasta que llegue la “primera noche de quietud”. Somos nosotros, los espectadores, quienes, ineludiblemente, debemos completarlos: a ellos, a sus historias y a su circunstancia imprecisamente fechada (los hechos ocurren años después de la finalización de la última, hasta ahora, dictadura militar). El relato se niega a trazar una línea que los separe en inocentes y culpables. Todos son, al mismo tiempo, víctimas y victimarios que, sin aliento, marchan hacia un final que no pueden evadir, inscripto ya en el principio.

Progresivamente, el marco natural, el mismo en el que Reyero vivió su infancia, va adquiriendo un papel protagónico: como en el registro de la mirada de Rodolfo, el padre de los hermanos, recorriendo el agitado océano en el momento en que debe dejar atrás su playa o en el ejemplar plano final donde el agua va cubriendo el campo como si se quisiera apropiar totalmente de él y borrar la figura de Nora que se adelgaza con la distancia. En esas situaciones, y en otras, es como si se abriera paso una suerte de horror metafísico, que proviene de algo mucho menos concreto que aquello que se nos permite ver. Los estremecimientos que provoca nacen de un lugar que, sin duda, tiene que ver con la naturaleza humana, sobre todo con sus imposibilidades y sus delirios, pero también con esos espacios que el hombre intuye y no puede precisar, y por lo tanto hollar, como ocurre en aquellas notables películas –pienso en Fata Morgana, en Aguirre– que supo construir Werner Herzog cuando era joven. Espacios tan imprecisables para el espectador como aquellos que, a manera de espejo invertido, propone la diégesis para sus habitantes: el Paraguay donde Javier espera convertirse en rey de la “merca”; la tumba a la vera del camino, donde su padre fue enterrado vivo, que quiere identificar Nora; el lugar donde esté la persona capaz de amarla que busca Wendy/Carlos; la playa reconstruida, unida a la ruta por un puente, con la que sueña Rodolfo. Pero si el inexorable, e irreversible, avance en la locura tras la caza obsesiva de lo que los demás juzgan imposible, encuentra ecos en el cineasta alemán, el tratamiento de la superficie del mar, en sus rugientes formas, evoca, sin verse menoscabado en la comparación, al Michelangelo Antonioni de L’Avventura. En la película de Reyero, cuya compañía productora significativamente se llama Océano, el mar es una presencia viva, enemiga del hombre y capaz de devorarlo, a diferencia de lo que sucede en Nadar solo, donde es como su prolongación, o en El fondo del mar, donde sólo es una idea, y –convengamos– de las más vulgares con las que se lo ha asociado.

Hay un espacio, entre la apurada venta de la droga robada y la continuación de la huída, donde la acción física hace una pausa: El Marquesado, un balneario construido durante la dictadura por militares después de dinamitar unos acantilados, desolado hasta en verano como lo afirma una línea de diálogo, donde sobreviven, como pueden, Rodolfo y la madre de los hermanos, Mecha. Durante unas pocas horas, volverá a encontrarse allí todo el grupo familiar, bajo la mirada de Nora, intrusa pero también voyeuse, que sólo piensa en escapar de esta prisión. Salvo el afecto atravesado de erotismo que fluye entre los hermanos –presente en todo el relato y condensado en esa inolvidable mirada de despedida, en el final, de Wendy a Javier–, nada ata a los integrantes de esta familia entre sí sino la circunstancia límite que todos atraviesan. La lucidez, sarcástica y temible, que transmiten las palabras y las acciones de Mecha, alguien que ya no espera nada –por eso quizás conservará la vida–, se opone a los planes y los planos delirantes de Rodolfo y a las fantasías de poder de Javier. Wendy, por su parte, incorporada al atraco por su hermano para asegurarle un bienestar económico, no ignora, como aquella niña homónima del relato de Sir James Barrie, que deberá regresar, sola, a su búsqueda del afecto. Es en las secuencias que transcurren en el balneario donde el discurso se adensa, descubriendo indicios que, como los relámpagos en una noche cerrada en el campo, iluminan, por unos segundos, lo que de otra manera no se ve. Estos hombres y mujeres que hablan y se mueven sobre un terreno que disimula esqueletos, en el que pueden perder pie en cualquier momento, son mucho más que los personajes necesarios para que una trama policial funcione, son índices de una sociedad cuyo único destino, a la manera de los Atridas, es hundirse porque no tienen tierra firme bajo sus pies, un pasado que les permita afirmarse sobre él: “No deberíamos haberle hecho favores a los militares”, dice Mecha. Asimismo repite: “Este lugar está maldito.” ¿Cuál? ¿El Marquesado o el país?

Mientras una banda sonora trabajadísima, que desecha cualquier música over y recoge los sonidos de la naturaleza integrándolos a la manera de una partitura, envuelve a los personajes, Reyero desestima cualquier elección estética que lo aproxime al film de género. Una cámara, la mayor parte de la película en mano, que se instala en el centro de los conflictos, en el corazón de las tormentas, para desde allí acosar a los actores, como se suele interrogar a los entrevistados en aquellos films catalogados como “documentales”; la elección sistemática, en la resolución de muchas situaciones, del plano secuencia –nunca como ejercicio virtuoso– para transmitirnos la intensidad del transcurrir del tiempo, veloz aunque asimismo agónico, y un montaje crispado que corta los planos antes de su fin natural provocando una particular tensión, son decisiones que provocan un fuerte impacto sensorial, que hacen que concluida la visión de La cruz del sur uno pueda percibir que a su piel se ha adherido algo; algo que, conjeturo, a lo mejor ya no pueda ser limpiado. “(...)como una mancha no simbolizada, un agujero en la realidad que designa el límite final en el que ‘fracasan las palabras’”, transcribiendo las palabras con las que Zizek intenta atrapar el concepto lacaniano de ‘Real’.

Los films que eligen internarse en el tratamiento de “temas importantes” –algo que no es ninguna garantía de buen resultado cinematográfico como lo demuestran los últimos largometrajes de Adolfo Aristarain– suelen sucumbir bajo diálogos pomposos y solemnes y, sobre todo, abatidos por esa nueva plaga que se ha lanzado sobre el cine que es “lo políticamente correcto”, tan temible para las películas como Atila lo fuera para el Imperio Romano. Reyero evita ambas tentaciones, sus diálogos son concisos y funcionales; sus personajes y las situaciones que atraviesan no responden a ninguna moral oficial al uso ni ilustran ningún deber ser teórico. Por el contrario, su condición de marginales –en pocas películas los personajes centrales consumen tanta droga como en ésta–, y delincuentes capaces de cualquier traición, está observada desde la cotidianeidad sin pretender establecer juicio alguno sobre ellos, hasta amándolos. Acaso, acá en el Sur, ¿no somos todos marginales, drogadictos y delincuentes, algunos literalmente –no sólo en los ámbitos de la pobreza–, y otros no tanto?

La cruz del sur, sin duda, soporta otras posibles lecturas ya desde la polisemia del título. ¿Alude éste a la constelación sólo visible en el hemisferio sur? ¿A la primera cruz que, en su búsqueda, encuentra Nora a un costado del camino, sobre la que está inscripto el nombre del film? ¿A aquel destino sudamericano del que habla el «Poema conjetural»? Por supuesto que sí, pero también, sin duda, refiere a la cruz –a aquel martirologio que sufren los cineastas y del que habla Deleuze– que implica filmar un cine personal en el Sur, empresa tan desesperada como la huída de Javier, Nora, Wendy, Rodolfo y Mecha, después de todo una familia argentina como tantas otras: peleando día a día por su supervivencia.


Ficha técnica:

La cruz del sur
Argentina/Francia, 2003.
Castellano, color, 87m.
Dirección: Pablo Reyero.
Intérpretes: Letizia Lestido (Nora), Luciano Suardi (Javier), Humberto Tortonese (Wendy/Carlos), Mario Paolucci (Rodolfo), Silvia Bayle (Mecha), Oscar Alegre (Negro).
Guión: Pablo Reyero.
Asesores de guión: Gustavo Fontán, Mauricio Kartun, Jorge Goldenberg.
Fotografía: Marcelo Iaccarino, Mariano Cúneo.
Cámara: Marcelo Iaccarino, Mariano Cúneo.
Sonido: Abel Tortorelli.
Montaje: Fabio Pallero.
Dirección de Arte y Vestuario: María Ibáñez, Marcela Albacete.
Maquillaje: Margarita Nilo.
Efectos especiales: Tom Condom.
Producción ejecutiva: Javier del Pino.
Productores: Pablo Reyero, Margarita Seguy.
Compañías productoras: Océano Films (Argentina), F for film (Francia), con aportes de Incaa, ARTE France, Fondation GAN pour le Cinéma, Fonds Sud Cinéma, Programa Ibermedia, Fondo Nacional de las Artes.
Estreno mundial: mayo de 2003, Festival de Cannes, sección ‘Un Certain Regard’.
Premios obtenidos: Premio «Cittá di Roma Arc en Ciel Latin» al Mejor Director Joven de todas las secciones del Festival de Cannes, 2003.
Exhibido en la Sección ‘América Latina XXI’ del 19º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, marzo de 2004.
Dedicatoria: “a Pablo Pérez Alonso y Roberto ‘Tato’ Miller”.

EMILIO TOIBERO.

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