miércoles, 4 de junio de 2014

La Fleur du mal, de C. Chabrol



Escenas de familia en la provincia


Habrá que convenir que, en principio, la historia de los Charpin-Vasseur aparece, en aquella parte que se nos permite conocer: desde la ocupación nacional-socialista de una parte de Francia hasta nuestros días, como compleja. ¿Lo es más que la de cualquier otra familia, francesa o no? Vaya uno a saber, dado que después de todo este tipo de instituciones se construyen sobre el secreto y la mentira, coincidiendo con lo que afirma, en la ficción, La Fleur du mal. Con las necesarias diferencias del caso, los Charpin-Vasseur se asemejan a otros grupos semejantes descriptos por Claude Chabrol: vienen a mi memoria los viñateros de Le Scandale –la vid es casualmente también el cultivo del que se han apartado nuestros Charpin-Vasseur–, los Masson de Juste avant la nuit, o los Muller-Polonski, inusual entendimiento de la industria del chocolate con el arte musical, de Merci pour le chocolat.


¿Quiere esto decir que Chabrol filma siempre lo mismo? No. En La Fleur du mal reúne dos entre las muchas preocupaciones que atraviesan su obra. Por un lado, la descripción de usos y costumbres de una familia burguesa, provinciana de Bordeaux para el caso; por el otro, lo que para nada resulta accesorio, inserta este cuadro de costumbres en la historia de Francia, comenzando con los oscuros sometimientos a los invasores alemanes –cuestión que ya había capturado su atención en Une Affaire de femmes y L’Oeil de Vichy– y proponiendo, como final del recorrido, ciertas maneras de entender la actividad política durante la administración Chirac a través de Anne, una de las protagonistas cuyo aspecto nos hace recordar a cierta ingeniera que bien conocemos todos, una mujer en plena lucha por gobernar su municipio.

Salvo un brevísimo recorrido mental de la deliciosa tía Micheline –Line para sus íntimos– por algunos cuartos de la casa familiar tal como era años atrás, y algunas voces over que cada tanto ella oye, el pasado nunca aparece en imágenes ni en sonidos. Su presencia, sin embargo, es constante. ¿Virtuosismo de Chabrol que no quiere condescender al flash-back? Quizá, aunque cabe otra posibilidad más atractiva. Muy cerca del final, Line dice que el tiempo no existe, que siempre se vive en un rabioso presente. ¿Implica esto la eliminación del pasado? No, sino que, al menos para Line y algunos otros miembros de su familia, el pasado vive en el presente y las estrategias narrativas elegidas le darían la razón, así como también ese plano que, después del almuerzo familiar de bienvenida a François, desde detrás de una jaula para pájaros descubre a Line y a su sobrina nieta, Michele, separadas pero igualmente presas.

Le Fleur du mal tiene una estructura circular, o casi. Comienza por un memorable travelling, tan hitcockiano en su concepción que hace pensar en el que nos acercaba a Manderley en Rebecca, que desde afuera se introduce en el suntuoso hogar de los Charpin-Vasseur, sube la escalera que conduce a la planta alta y nos descubre, sobre una exquisita alfombra persa, un cadáver. Desde allí la narración dará cuenta de los hechos que dieron lugar al crimen y de cómo ocurrió éste, para concluir, abandonando el festejo de Anne por su triunfo, con la cámara mirando la escalera. Los espectadores ya saben lo que se encontrará recorriéndola; la reciente intendenta, todavía no. Esta circularidad buscada se corresponde, si nos tomamos el trabajo de ordenar los hechos cronológicamente, con otra que se da en las acciones. Si en 1944 Line mató a su padre en venganza porque éste delató a las fuerzas de ocupación a su hijo François, con quien ella mantenía una relación incestuosa, ahora Michele que tiene una relación incestuosa con otro Francois –en apariencia su primo, aunque una línea de diálogo permita sospechar que, lo que es muy probable, en realidad sea su hermano–, mata a su padrastro que la desea. Y en un homenaje a aquella famosa “transferencia de la culpa” que Chabrol y Rohmer teorizaron en su legendario libro sobre el cineasta inglés, será Line la que querrá declararse culpable, mientras Michele y el joven François, más abrazados que nunca, descienden la escalera dejando atrás, no sólo literalmente, al cadáver.

Cada vez más amoral –y habría que pensar cuánto tiene que ver en esto la psicoanalista Caroline Eliascheff, pareja de Marin Karmitz y activa participante en los guiones de algunos de los últimos filmes de Chabrol–, el veterano Claude termina reinvindicando, sin desdeñar el mejor humor, a las parejas incestuosas –mediante la artimaña de obligarnos a confrontarlas con esa unión perversa que supieron construir Anne y Gerard: suerte de inversión especular de aquella otra de Mika y André–, y haciendónos ver que hay asesinatos que son plenamente justificables, mientras traza un impecable, y calmo, catálogo de comidas exquisitas, interiores primorosos y jardines apacibles, notablemente iluminados por el argentino Eduardo Sierra. Ostras, presas de cordero al horno, un guiso de lamprea, una tarta de avellanas y peras y, por supuesto, buenos vinos de la región, provocan el deseo del espectador, pero están dispuestos de tal forma en la anécdota –es en la sobremesa de la lujuriosa comida en honor al regreso François que aparece el libelo difamatorio– que nunca disimulan, más bien vuelven más evidentes las intenciones de Chabrol.

Releo lo escrito y advierto que el lector puede llegar a suponer que La Fleur du mal es un thriller, como reza su publicidad, al menos la argentina. Nada más alejado de ello. Con un desdén que uno estaría tentado de adjetivar como olímpico, si no fuera evidente su modestia, Chabrol parece desentenderse cada vez más de diseñar una estructura narrativa en función de provocar la identificación de sus espectadores. Por el contrario, y esto ya ha sido sagazmente advertido por Fernando La Valle en su crítica de
Merci pour le chocolat, a medida que el metraje avanza el relato se va despojando, alejándose de cualquier otra preocupación que no sea el diseño de su propia mecánica y el exquisito placer que ésta produce. Lo que, me parece, es propio de los cineastas que se han convertido, en vida, en clásicos.

Resta una duda inquietante. Para describir algunos interesantes episodios de la vida de los Charpin-Vasseur, Chabrol ha utilizado a casi toda su familia. Su hijo Thomas actúa; su hijo Matthew firma la partitura musical; su hija Cecile cubre la asistencia de dirección, y Aurore, su actual esposa, está acredita como script. Estas elecciones ¿son susceptibles de una lectura a la manera de Chabrol?


 

Ficha técnica:

 

La Fleur du mal [La flor del mal]
Francia, 2002.
Francés, color, 104m.
Dirección: Claude Cabrol.
Intérpretes: Nathalie Baye (Anne), Benoît Magimel (François), Suzanne Flon (Tante Line), Bernard Lecoq (Gérard), Mélanie Doutey (Michèle), Thomas Chabrol (Mathieu).
Guión: Claude Chabrol, Caroline Eliacheff, Louise L. Lambrichs.
Producción: Marin Karmitz.
Música: Matthieu Chabrol.
Fotografía: Eduardo Serra.
Montaje: Monique Fardoulis.
Sonido: Pierre Lenoir, Thierry Lebon.
Decorados: Françoise Benoît-Fresco.
Vestuario: Mic Cheminal.
Compañías Productoras: Les Films de la Boissière – UGC YM, Go Films, France 2 Cinéma.
Distribución en la Argentina: Alfa.
Estreno en Buenos Aires: 14 de agosto de 2003.
Calificación: PM16
Fotos cortesía de Alfa.

 

EMILIO TOIBERO.

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