“He visto llegar el otoño. Hasta podría decir la hora, las cuatro y
media de la tarde.” Así reflexiona Primo Spaggiari en su casa, que evoca a
una fortaleza, mientras observa un pueblo llamado Moletolo adonde debe ir a
buscar noticias de su único hijo, Giovanni, secuestrado por un grupo
terrorista en la Italia de dos décadas atrás. Ese pensamiento indica su
origen, cuyas marcas lo definen, aunque después haya sido, sucesivamente,
partisano en la Segunda Guerra y floreciente industrial del queso, y al
comenzar el film esté en crisis económica por su apego a tradiciones
artesanales de trabajo. Cuando cree que su heredero ha muerto y decide
utilizar el dinero destinado al rescate para levantar su fábrica, piensa:
“Volvía a ser un campesino como mi padre, mi abuelo y abonaba mi campo con la
sangre de mi hijo.” Es lógico entonces que, cuando intente definir a los
jóvenes –el raptado, su novia Laura y su amigo, el obrero-cura Adelfo son los
únicos que conoce– Bertolucci recurra a palabras del gran elegíaco de la
cultura campesina, Pier Paolo Pasolini, y le haga decir: “Los hijos que nos
rodean son monstruos. Más insulsos de lo que éramos nosotros. Tienen los ojos
apagados. Tratan a los padres con demasiado respeto o, incluso, con demasiado
desprecio. Ya no son capaces de reír. Se burlan. O son sombríos. Y sobre todo
ya no hablan. Y no comprendemos si con su silencio piden ayuda o si están por
dispararnos. Son criminales”, lo que es una cita casi textual de una de las
Cartas luteranas.
La arriesgada estrategia narratológica elegida por Bertolucci consiste en
desplegar la historia que cuenta desde el punto de vista de ese personaje tan
particular –y tan involuntariamente contestatario en 1980– que es Primo,
desechando cualquier posible puesta en escena que utilizara algún modo del
realismo, a la manera de tanto film pseudo-testimonial, siempre abundantes en
la industria cinematográfica italiana. No sólo está la permanente voz over
que introduce en la diégesis el discurrir de Primo, sino que también todas
las situaciones se desarrollan en su presencia, salvo algunas muy breves,
donde transgrede la focalización interna, que le sirven o bien para definir a
Barbara, la esposa de Primo (el plano en que ella cierra la ventana desde el
interior de la cocina mientras su marido le cuenta su historia a la novia del
hijo), o bien para aseverar la realidad del secuestro (un brevísimo diálogo
entre Laura y Adelfo, frente a un alambrado, en la fábrica), o también para
dar un dato al espectador que el protagonista debe ignorar (cuando Adelfo
niega con la cabeza que Giovanni haya muerto mientras Laura lo impreca y
Primo los oye, pero no los ve, desde el cuarto vecino). Esta elección le
permite interpelar al público en el final, cuando, mientras Primo vuelve a su
casa a buscar champagne para festejar, el director realiza un cerramiento de
iris que acorrala su figura y se oye: “La tarea de descubrir la verdad sobre
el enigma de un hijo raptado, muerto y resucitado, se la dejo a Uds. Yo
prefiero no saberlo.”
Rivette escribió alguna vez, a propósito de la legendaria Kapo (en “De
l’abjection”, Cahiers du cinéma, 126, diciembre de 1961), que en cine los
temas nacen libres y que lo que realmente cuenta es el tono, el acento que
quiere utilizar el autor frente al asunto tratado. Y es precisamente el tono
de La tragedia... lo que la vuelve justa y, por lo tanto, la distingue. La
situación, objetivamente dramática, es mirada mayoritariamente en
ocularización cero, de manera distante y quebrada con inesperados, y muy
inspirados, ramalazos de humor como ocurre en la visita del comisario
Angrisani, con ese tropiezo propio del inspector Clouseau o con el
aprendizaje del baile del rock por parte de la mucama o, asimismo, en la
reunión social que organiza la atribulada madre para que los prestamistas
tasen sus posesiones. Esa lejanía que consigue Bertolucci, notoria en
situaciones como la cuenta de las hormas de queso, permite que la historia,
permanentemente, dialogue con el fuera de campo, se inscriba en un universo
de contradicciones más vasto aún que el mostrado. Como, de alguna manera, ya
lo presagia el título con su notorio oxímoron: ¿es posible realizar una
tragedia, que suele habitar en espacios claustrofóbicos, con un héroe
ridículo?
En el momento de su estreno en su país de origen, la película fue un fracaso,
tanto de crítica como de público, y se convirtió, hasta hoy, en la última
obra de su autor con producción enteramente italiana. No parece infundado
pensar que este traspié económico condicionó toda la carrera posterior de
Bertolucci, embarcándalo –quizás definitivamente teniendo en cuenta el estado
actual de la industria cinematográfica mundial– en realizaciones
internacionales, lo que ya había intentado antes, y, habitualmente, de
generosa producción. Pero es en este retorno a su Parma natal, a la que le
dedica encendidos travellings con una cámara cuyo objetivo es la seducción
cuando Primo estrena su nueva bicicleta, donde mejor explora su talento, como
lo hizo en las otras dos cimas de su producción, ambas de modesto presupuesto
e íntegramente italianas: Prima della rivoluzione, 1964 y La strategia del
ragno, 1970. Paradójicamente ninguna de las tres se estrenó en cines
argentinos.
Ficha
técnica:
La
tragedia de un hombre ridículo [La tragedia di un
uomo ridicolo]
Italia, 1981.
Italiano, color, 116m.
Dirección y guión: Bernardo Bertolucci.
Intérpretes: Ugo Tognazzi (Primo Spaggiari), Anouk Aimée (Barbara Spaggiari),
Laura Morante (Laura), Victor Caballo (Adelfo), Ricardo Tognazzi (Giovanni
Spaggiari), Renato Salvatori (coronel), Vittorio Caprioli (comisario
Angrisani), Olimpia Carlisi (numeróloga), Margherita Chiari (mucama) y
Antonio Trevisi (gerente del banco).
Productor: Giovanni Bertolucci.
Música: Ennio Morricone.
Fotografía: Carlo Di Palma.
Montaje: Gabriella Cristiani.
Diseño de producción: Gianni Silvestri.
Vestuario: Lina Nerli Taviani.
Editó: SBP World
EMILIO
TOIBERO.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario