viernes, 6 de junio de 2014

La tragedia de un hombre ridículo, de B. Bertolucci



El último campesino

“La moral no existe. Lo que cuenta es la sinceridad. La moral, a lo sumo, viene después”.
Primo a Laura en La tragedia de un hombre ridículo.


“He visto llegar el otoño. Hasta podría decir la hora, las cuatro y media de la tarde.” Así reflexiona Primo Spaggiari en su casa, que evoca a una fortaleza, mientras observa un pueblo llamado Moletolo adonde debe ir a buscar noticias de su único hijo, Giovanni, secuestrado por un grupo terrorista en la Italia de dos décadas atrás. Ese pensamiento indica su origen, cuyas marcas lo definen, aunque después haya sido, sucesivamente, partisano en la Segunda Guerra y floreciente industrial del queso, y al comenzar el film esté en crisis económica por su apego a tradiciones artesanales de trabajo. Cuando cree que su heredero ha muerto y decide utilizar el dinero destinado al rescate para levantar su fábrica, piensa: “Volvía a ser un campesino como mi padre, mi abuelo y abonaba mi campo con la sangre de mi hijo.” Es lógico entonces que, cuando intente definir a los jóvenes –el raptado, su novia Laura y su amigo, el obrero-cura Adelfo son los únicos que conoce– Bertolucci recurra a palabras del gran elegíaco de la cultura campesina, Pier Paolo Pasolini, y le haga decir: “Los hijos que nos rodean son monstruos. Más insulsos de lo que éramos nosotros. Tienen los ojos apagados. Tratan a los padres con demasiado respeto o, incluso, con demasiado desprecio. Ya no son capaces de reír. Se burlan. O son sombríos. Y sobre todo ya no hablan. Y no comprendemos si con su silencio piden ayuda o si están por dispararnos. Son criminales”, lo que es una cita casi textual de una de las Cartas luteranas.


La arriesgada estrategia narratológica elegida por Bertolucci consiste en desplegar la historia que cuenta desde el punto de vista de ese personaje tan particular –y tan involuntariamente contestatario en 1980– que es Primo, desechando cualquier posible puesta en escena que utilizara algún modo del realismo, a la manera de tanto film pseudo-testimonial, siempre abundantes en la industria cinematográfica italiana. No sólo está la permanente voz over que introduce en la diégesis el discurrir de Primo, sino que también todas las situaciones se desarrollan en su presencia, salvo algunas muy breves, donde transgrede la focalización interna, que le sirven o bien para definir a Barbara, la esposa de Primo (el plano en que ella cierra la ventana desde el interior de la cocina mientras su marido le cuenta su historia a la novia del hijo), o bien para aseverar la realidad del secuestro (un brevísimo diálogo entre Laura y Adelfo, frente a un alambrado, en la fábrica), o también para dar un dato al espectador que el protagonista debe ignorar (cuando Adelfo niega con la cabeza que Giovanni haya muerto mientras Laura lo impreca y Primo los oye, pero no los ve, desde el cuarto vecino). Esta elección le permite interpelar al público en el final, cuando, mientras Primo vuelve a su casa a buscar champagne para festejar, el director realiza un cerramiento de iris que acorrala su figura y se oye: “La tarea de descubrir la verdad sobre el enigma de un hijo raptado, muerto y resucitado, se la dejo a Uds. Yo prefiero no saberlo.”

Rivette escribió alguna vez, a propósito de la legendaria Kapo (en “De l’abjection”, Cahiers du cinéma, 126, diciembre de 1961), que en cine los temas nacen libres y que lo que realmente cuenta es el tono, el acento que quiere utilizar el autor frente al asunto tratado. Y es precisamente el tono de La tragedia... lo que la vuelve justa y, por lo tanto, la distingue. La situación, objetivamente dramática, es mirada mayoritariamente en ocularización cero, de manera distante y quebrada con inesperados, y muy inspirados, ramalazos de humor como ocurre en la visita del comisario Angrisani, con ese tropiezo propio del inspector Clouseau o con el aprendizaje del baile del rock por parte de la mucama o, asimismo, en la reunión social que organiza la atribulada madre para que los prestamistas tasen sus posesiones. Esa lejanía que consigue Bertolucci, notoria en situaciones como la cuenta de las hormas de queso, permite que la historia, permanentemente, dialogue con el fuera de campo, se inscriba en un universo de contradicciones más vasto aún que el mostrado. Como, de alguna manera, ya lo presagia el título con su notorio oxímoron: ¿es posible realizar una tragedia, que suele habitar en espacios claustrofóbicos, con un héroe ridículo?

En el momento de su estreno en su país de origen, la película fue un fracaso, tanto de crítica como de público, y se convirtió, hasta hoy, en la última obra de su autor con producción enteramente italiana. No parece infundado pensar que este traspié económico condicionó toda la carrera posterior de Bertolucci, embarcándalo –quizás definitivamente teniendo en cuenta el estado actual de la industria cinematográfica mundial– en realizaciones internacionales, lo que ya había intentado antes, y, habitualmente, de generosa producción. Pero es en este retorno a su Parma natal, a la que le dedica encendidos travellings con una cámara cuyo objetivo es la seducción cuando Primo estrena su nueva bicicleta, donde mejor explora su talento, como lo hizo en las otras dos cimas de su producción, ambas de modesto presupuesto e íntegramente italianas: Prima della rivoluzione, 1964 y La strategia del ragno, 1970. Paradójicamente ninguna de las tres se estrenó en cines argentinos.


Ficha técnica:

La tragedia de un hombre ridículo [La tragedia di un uomo ridicolo]
Italia, 1981.
Italiano, color, 116m.
Dirección y guión: Bernardo Bertolucci.
Intérpretes: Ugo Tognazzi (Primo Spaggiari), Anouk Aimée (Barbara Spaggiari), Laura Morante (Laura), Victor Caballo (Adelfo), Ricardo Tognazzi (Giovanni Spaggiari), Renato Salvatori (coronel), Vittorio Caprioli (comisario Angrisani), Olimpia Carlisi (numeróloga), Margherita Chiari (mucama) y Antonio Trevisi (gerente del banco).
Productor: Giovanni Bertolucci.
Música: Ennio Morricone.
Fotografía: Carlo Di Palma.
Montaje: Gabriella Cristiani.
Diseño de producción: Gianni Silvestri.
Vestuario: Lina Nerli Taviani.
Editó: SBP World

EMILIO TOIBERO.

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