viernes, 6 de junio de 2014

La virgen de los sicarios, de B. Schroeder



Un amor entre ruinas

“Cuando la humanidad se sienta en sus culos a ver veintidós tipos corriendo detrás de una pelota estamos jodidos”
(Fernando en La virgen de los sicarios)


Un perro agoniza con sus patas traseras quebradas. Fernando dice que hay que matarlo, Alexis dice que él no. Esta negación sorprende porque Alexis es un muchachito que gana su dinero como sicario, es decir como asesino contratado y que, hasta ese momento de la acción, ha acabado con la vida de varios. Es Fernando, un creador e intelectual maduro, escéptico y adinerado que sólo practica la violencia verbal, el que ultima al animal y después llora. Esta situación, ubicada en la mitad del metraje, deja sentado que más allá de las diferencias de edad, posición social y económica y formación que exhiben los personajes centrales de la película, señaladas hasta ese momento, sus miradas sobre el mundo concreto, resultado de las discrepancias señaladas, parecen impedirle cualquier relación. Y sin embargo se aman. Porque más allá de sus desigualdades comparten su situación límite de desesperados en una ciudad humeante de sangre y violencia que anticipa el Apocalipsis y se propone como imagen de los resultados del capitalismo global.


Fernando ha regresado a su Medellín natal porque, como lo dice, “La vida es muy corta y cuando menos lo pensamos este negocio se acabó. Estoy viviendo horas extras, vine a morir aquí”. Alexis, que también es consciente de que cualquiera de sus suspiros puede ser el último, sólo vive para esperar las balas que acabarán con su vida mientras se afana por las zapatillas Reebook y los equipos Aiwa. Se encuentran, al azar, en un prostíbulo masculino y desde allí no pueden desengancharse, yendo y viniendo de un departamento casi vacío heredado por Fernando, como los de aquellos primeros largometrajes de Godard, a interminables errancias sin rumbo fijo por la ciudad antioqueña. Medallo o Metrallo, como la llaman sus habitantes, en los primeros tramos de los ’90, después de la muerte de Pablo Escobar Gaviria y en el momento de la desintegración del cartel de la droga, es el infernal escenario de su relación amorosa, que concluirá abruptamente para dar lugar, de la misma manera que en Vértigo, a otra que intentará reemplazarla. Como Scottie asomado al vacío desde el campanario, Fernando queda acá igual de anodado en un final breve y certero donde por primera vez cierra las cortinas que dan a la calle en su departamento.

El enigmático Barbet Schroeder ha partido de un guión del también cineasta Fernando Vallejo que adapta su novela homónima, resuelta como un extenso monólogo, escrita a partir de episodios que le sucedieron, según ha confesado. La apuesta fuerte del realizador iraní ha sido la de insertar una historia muy estructurada en el escenario caótico, e imprevisible, que le propone Medellín adoptando técnicas de rodaje características del llamado “documental” y consiguiendo a través de la puesta en escena que el espectador no pueda discernir entre ficción y realidad, como sucede en las películas de Abbas Kiarostami o en algunas de Nanni Moretti, anteriores a la que obtuvo la Palma de Oro. La elección de actores sin imagen cinematográfica previa, como el que interpreta al hombre maduro, o no profesionales; el hecho de que el personaje protagónico se llame Fernando Vallejo, en la novela era sólo Fernando, como el autor y la sensible manera en que ha sabido capturar las imágenes de una ciudad por la que transitó en su infancia, ayudan fuertemente a que Schroeder obtenga un fuerte efecto de realidad. Efecto del que no excluye la emoción, como en toda historia de amor que se precie de serlo, tal como lo demuestran situaciones de una intensidad tan alta como son las del viaje en taxi con Alexis ya agonizante, la última salida de la vieja cantina mientras el gastado cantor vuelve a entonar “Francisco” o el interminable descenso bajo la lluvia, después del encuentro con la madre del muchachito asesinado.

Realizador, actor, productor de films de Rohmer, de Rivette y de Ruiz además de los suyos y a veces guionista, Schroeder, después de seis largometrajes poco atractivos realizados en EUA, ha vuelto a recuperar su forma en La virgen de los sicarios. Cuenta nuevamente, como en Maitresse (1976), el desarrollo de una relación aparentemente imposible; vuelve a conferirle un lugar esencial al entorno en que filma, como ocurría en La vallée (1972) y, sobre todo, obliga al espectador a dejar de lado sus ideas preconcebidas sobre asuntos que son del dominio público, tal como sucedía viendo la espléndida Idi Amin Dada (1974).

Nada más lejos que este film de lo que se entiende por un “documental”, sin embargo cuánto dice, cuánto muestra, de una realidad y de aquello que la condiciona, sin apelar a los archisabidos discursos, moralizante o didáctico. Esos sucesivos paseos por umbrías iglesias en las que se confunden los traficantes de basuco con los que van a orar o con los que encuentran allí donde dormir, señalan el peso de la institución eclesiástica en la conciencia de estos seres humanos que creen haber agotado las salidas a su alcance. Y que sólo encuentran un respiro en su sorda carrera hacia la muerte en las historias de amor, desesperadas y por eso más ciertas, que pueden construir.


Ficha técnica:

La virgen de los sicarios
Francia, Colombia, 1999.
Castellano, color, 98 m.
Dirección: Barbet Schroeder.
Guión: Fernando Vallejo según su novela homónima.
Dirección de fotografía: Rodrigo Lalinde.
Montaje: Elsa Vásquez.
Música original: Jorge Arriagada.
Operador de cámara: Óscar Bernal.
Diseño de producción, vestuario y decorados: Mónica Marulanda.
Casting: Marlín Franco.
Sonido: César Salazar, Dominique Hennequin (mezclas) y Jean Goudier (montaje).
Intérpretes: Germán Jaramillo (Fernando Vallejo), Anderson Ballesteros (Alexis), Juan David Restrepo (Wilmar), Manuel Busquets (Alfonso), Barbet Schroeder, César Gaviria, Ernesto Samper.
Producción: Margaret Ménégoz, Jaime Osorio Gómez, Barbet Schroeder.
Distribución en Argentina: Primer Plano Film Group.
Estreno en Buenos Aires: 9 de agosto de 2001.

EMILIO TOIBERO.

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