Un perro agoniza con sus patas traseras quebradas. Fernando dice que
hay que matarlo, Alexis dice que él no. Esta negación sorprende porque Alexis
es un muchachito que gana su dinero como sicario, es decir como asesino
contratado y que, hasta ese momento de la acción, ha acabado con la vida de
varios. Es Fernando, un creador e intelectual maduro, escéptico y adinerado
que sólo practica la violencia verbal, el que ultima al animal y después
llora. Esta situación, ubicada en la mitad del metraje, deja sentado que más
allá de las diferencias de edad, posición social y económica y formación que
exhiben los personajes centrales de la película, señaladas hasta ese momento,
sus miradas sobre el mundo concreto, resultado de las discrepancias
señaladas, parecen impedirle cualquier relación. Y sin embargo se aman.
Porque más allá de sus desigualdades comparten su situación límite de
desesperados en una ciudad humeante de sangre y violencia que anticipa el
Apocalipsis y se propone como imagen de los resultados del capitalismo
global.
Fernando ha regresado a su Medellín natal porque, como lo dice, “La vida es
muy corta y cuando menos lo pensamos este negocio se acabó. Estoy viviendo
horas extras, vine a morir aquí”. Alexis, que también es consciente de que
cualquiera de sus suspiros puede ser el último, sólo vive para esperar las
balas que acabarán con su vida mientras se afana por las zapatillas Reebook y
los equipos Aiwa. Se encuentran, al azar, en un prostíbulo masculino y desde
allí no pueden desengancharse, yendo y viniendo de un departamento casi vacío
heredado por Fernando, como los de aquellos primeros largometrajes de Godard,
a interminables errancias sin rumbo fijo por la ciudad antioqueña. Medallo o
Metrallo, como la llaman sus habitantes, en los primeros tramos de los ’90,
después de la muerte de Pablo Escobar Gaviria y en el momento de la
desintegración del cartel de la droga, es el infernal escenario de su
relación amorosa, que concluirá abruptamente para dar lugar, de la misma
manera que en Vértigo, a otra que intentará reemplazarla. Como Scottie
asomado al vacío desde el campanario, Fernando queda acá igual de anodado en
un final breve y certero donde por primera vez cierra las cortinas que dan a
la calle en su departamento.
El enigmático Barbet Schroeder ha partido de un guión del también cineasta
Fernando Vallejo que adapta su novela homónima, resuelta como un extenso
monólogo, escrita a partir de episodios que le sucedieron, según ha
confesado. La apuesta fuerte del realizador iraní ha sido la de insertar una
historia muy estructurada en el escenario caótico, e imprevisible, que le
propone Medellín adoptando técnicas de rodaje características del llamado
“documental” y consiguiendo a través de la puesta en escena que el espectador
no pueda discernir entre ficción y realidad, como sucede en las películas de
Abbas Kiarostami o en algunas de Nanni Moretti, anteriores a la que obtuvo la
Palma de Oro. La elección de actores sin imagen cinematográfica previa, como
el que interpreta al hombre maduro, o no profesionales; el hecho de que el
personaje protagónico se llame Fernando Vallejo, en la novela era sólo
Fernando, como el autor y la sensible manera en que ha sabido capturar las
imágenes de una ciudad por la que transitó en su infancia, ayudan fuertemente
a que Schroeder obtenga un fuerte efecto de realidad. Efecto del que no
excluye la emoción, como en toda historia de amor que se precie de serlo, tal
como lo demuestran situaciones de una intensidad tan alta como son las del
viaje en taxi con Alexis ya agonizante, la última salida de la vieja cantina
mientras el gastado cantor vuelve a entonar “Francisco” o el interminable
descenso bajo la lluvia, después del encuentro con la madre del muchachito
asesinado.
Realizador, actor, productor de films de Rohmer, de Rivette y de Ruiz además
de los suyos y a veces guionista, Schroeder, después de seis largometrajes
poco atractivos realizados en EUA, ha vuelto a recuperar su forma en La
virgen de los sicarios. Cuenta nuevamente, como en Maitresse (1976), el desarrollo
de una relación aparentemente imposible; vuelve a conferirle un lugar
esencial al entorno en que filma, como ocurría en La vallée (1972) y, sobre
todo, obliga al espectador a dejar de lado sus ideas preconcebidas sobre
asuntos que son del dominio público, tal como sucedía viendo la espléndida
Idi Amin Dada (1974).
Nada más lejos que este film de lo que se entiende por un “documental”, sin
embargo cuánto dice, cuánto muestra, de una realidad y de aquello que la
condiciona, sin apelar a los archisabidos discursos, moralizante o didáctico.
Esos sucesivos paseos por umbrías iglesias en las que se confunden los
traficantes de basuco con los que van a orar o con los que encuentran allí
donde dormir, señalan el peso de la institución eclesiástica en la conciencia
de estos seres humanos que creen haber agotado las salidas a su alcance. Y
que sólo encuentran un respiro en su sorda carrera hacia la muerte en las
historias de amor, desesperadas y por eso más ciertas, que pueden construir.
Ficha
técnica:
La
virgen de los sicarios
Francia, Colombia, 1999.
Castellano, color, 98 m.
Dirección: Barbet Schroeder.
Guión: Fernando Vallejo según su novela homónima.
Dirección de fotografía: Rodrigo Lalinde.
Montaje: Elsa Vásquez.
Música original: Jorge Arriagada.
Operador de cámara: Óscar Bernal.
Diseño de producción, vestuario y decorados: Mónica Marulanda.
Casting: Marlín Franco.
Sonido: César Salazar, Dominique Hennequin (mezclas) y Jean Goudier
(montaje).
Intérpretes: Germán Jaramillo (Fernando Vallejo), Anderson Ballesteros
(Alexis), Juan David Restrepo (Wilmar), Manuel Busquets (Alfonso), Barbet
Schroeder, César Gaviria, Ernesto Samper.
Producción: Margaret Ménégoz, Jaime Osorio Gómez, Barbet Schroeder.
Distribución en Argentina: Primer Plano Film Group.
Estreno en Buenos Aires: 9 de agosto de 2001.
EMILIO
TOIBERO.
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