viernes, 6 de junio de 2014

Memorias del subdesarrollo, de T. Gutiérrez Alea



Derivas de un flâneur


Es La Habana en 1961: Sergio, un burgués con pretensiones intelectuales, se queda solo después que sus padres y su esposa, Laura, deciden continuar con sus vidas en Miami. Piensa que, al fin, tendrá tiempo para escribir, oscila entre géneros diversos: cuento o diario. También tiene una cierta expectación respecto a las mutaciones que pueden producirse en su país con el triunfo de la Revolución. Pasea por la ciudad, habla con su amigo Pablo, en quien ya no se reconoce, recuerda a algunas mujeres de su pasado, conoce a otras nuevas, se confiesa a sí mismo que siempre trata de vivir como un europeo. A medida que pasan los meses se va ensimismando cada vez más. Termina encerrado en su departamento, subiendo y bajando rítmicamente la tapa de su encendedor, mientras el ejército, el pueblo y Fidel Castro se preparan para un nuevo desembarco estadounidense como respuesta a la instalación de misiles soviéticos en la isla.


Como ocurre en el primer episodio de Historias de la Revolución (1960), Gutiérrez Alea, a partir de la novela homónima de Edmundo Desnoes, elige hacernos acceder al mundo diegético propuesto, en lo que los narratólogos llaman un relato “con”, mayoritariamente a través de Sergio, un personaje francamente incómodo, especialmente para la ortodoxia comunista, muy distante de cualquier épica revolucionaria. Bien cierto es que en el final, de manera discreta y a través del montaje alterno, propone un juicio sobre él, pero también habrá que admitir que salvo en la conclusión focaliza casi toda la acción, enhebrada por su confidencial voz over, en él. Y que además, de manera un tanto fatalista, va señalando todas las marcas escritas sobre él por su clase social y su familia como agente transmisor. Desde el que se le aparece como su primer gran renunciamiento, abandonar a la que recuerda como la mujer de su vida para ocuparse de un negocio de muebles regalo del padre, todos sus actos van en dirección opuesta a la que dice desear. Por más que compre, y probablemente lea, Moral burguesa y revolución, de León Rozitchner, no puede escapar de su condicionamiento para la mirada de Gutiérrez Alea que, en otra decisión insólita, nos hace huir junto a él de una mesa redonda sobre la situación cubana de la que participan René Depestre, Gianni Toti, David Viñas y el mismísimo Desnoes, al que Sergio hace blanco de un comentario irónico. Mientras se aleja, registrado por un teleobjetivo que, a medida que él se acerca a la lente, lo disuelve, va diciéndose: “Las palabras se devoran las palabras y lo dejan a uno en las nubes, en la luna”.

Todo film se construye desde otros que lo anteceden, a veces de manera más explícita que otras. Si la opera prima de Gutiérrez Alea hacía evidente la sombra de Roberto Rossellini, Memorias... parece impensable de no haber existido el joven cine francés de comienzos de los ’60, particularmente, aunque no de manera única, Jean-Luc Godard y Agnes Varda. La luz, la cámara en mano, la dirección de actores (especialmente la de Daisy Granados), ciertas soluciones de montaje, la manera de filmar la ciudad y, sobre todo, esa oscilación permanente (bellamente expuesta en la visita a la casa de Ernest Hemingway o en la mostración del panel) entre aquello que ha sido armado en función del rodaje y aquello que igualmente se habría producido de no estar allí una cámara para captarlo, remiten a los “jóvenes turcos” de la orilla derecha y de la orilla izquierda del Sena. Aunque tales recursos, a veces, no adquieran el carácter de ruptura que tenía en éstos, como los carteles que disponen a la manera de los capítulos de un libro las situaciones de la historia. Sin embargo, hay excepciones, el fragmento –¿preexistente a la filmación?– desarrollado tras el cartel que afirma “La verdad del grupo está en el asesino” provoca un auténtico sobresalto formal, más allá de sus inquietantes resonancias en torno al personaje central. ¿La verdad de la Revolución acecha en quienes son sus testigos aunque no puedan participar en ella?

Jack Gelber, un estadounidense que escucha las ponencias y las discusiones de los intelectuales célebres, también interrumpe para preguntar. Dice: “Siendo la Revolución Cubana una revolución original, ¿por qué recurre a métodos convencionales como son las mesas redondas y por qué no desarrolla un método más dinámico de establecer una relación entre el panel y el público?” Esta otra manera de relación es la que concreta Memorias del subdesarrollo que también puede verse como el diario, cinematográfico, que Sergio amenaza con escribir aunque no llega a hacerlo. Hay que lamentar que la obra posterior de Gutiérrez Alea no desarrolle la línea que aquí brillantemente plantea.


Ficha técnica:

Memorias del subdesarrollo
Cuba, 1968.
Castellano, B/N, 97m.
Dirección: Tomás Gutiérrez Alea.
Intérpretes: Sergio Corrieri (Sergio), Daisy Granados (Elena), Eslinda Núñez (Laura), Omar Valdés, René de la Cruz, Yolanda Farr, Ofelia González, José Gil Abad, Daniel Jordán, Luis López, Rafael Sosa, Eduardo Casado Revuelta, René Depestre, Edmundo Desnoes, Jack Gelber, Tomás Gutiérrez Alea, Gilda Hernández, Fausto Pinelo, Beatriz Ponchova, Gianni Totti, Julio Vega, René Villareal, David Viñas, Pello el Afrokán.
Guión: Tomás Gutiérrez Alea y Edmundo Desnoes según la novela Memorias del subdesarrollo del primero.
Fotografía: Ramón F. Suárez.
Montaje: Nelson Rodríguez.
Música: Leo Brouwer.
Sonido: Eugenio Vega, Germinal Hernández, Carlos Fernández.
Decorados: Julio Matilla.
Títulos Umberto Peña.
Producción: Miguel Mendoza.
Producida por el ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos).

EMILIO TOIBERO.

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