viernes, 6 de junio de 2014

Rostros, de J. Cassavetes



Unas horas, unas vidas


Como casi todos los del film, el plano es largo y complejo: dura un minuto y veintiséis segundos y sucede cuando faltan unos treinta minutos para el final. Florence, una mujer madura y poco agraciada en avanzado estado de alcoholización, le pide a Chet, un joven de veintitrés años al que un grupo de mujeres, todas ellas casadas, ha conocido en una confitería bailable, que la lleve a su hogar. No tiene auto por lo que le pide a su amiga Maria que le preste el suyo. Esta acepta a regañadientes y va a buscar las llaves. Chet dice que él conducirá y, con las llaves en la mano, va hacia el coche. Junto con su salida, entra en campo, en la entrada de la casa, un insecto volador de los que suelen merodear alrededor de las luces encendidas, que revolotea en torno a Florence, apoyada contra el marco de la puerta, mientras ella mira a Maria. La inesperada aparición del insecto indica, por si hiciera falta, que el rodaje se ha realizado en escenarios naturales, pero la poco previsible decisión de mantenerlo en el encuadre, y no filmar de nuevo está señalando, dentro del cine estadounidense del año ´68 la intención de que la ficción se entremezcle, o se aproxime, a la realidad (que no es más que el deseo que yace tras una gran parte de aquellos films designados como neorrealistas, muy especialmente los de Rossellini). Pero el desconcertante contraplano siguiente, que ubica a Maria en el centro del encuadre al que se llega por un falso raccord (procedimiento institucionalizado por Godard) que no parece tener ninguna finalidad narrativa, se justifica cuando, al volver Florence a la imagen en el siguiente plano, se descubre que el insecto ya no está. Como si a través de esta resolución de montaje, no habitual en Cassavetes, éste hubiera querido poner en evidencia su decisión de que el insecto sea visto por el espectador, una de las tantas maneras en que afirma su concepción, su política, del cine como puerta abierta al mundo.


Sus películas, al menos esa es la impresión que provoca su visionado, toman forma, a diferencia del cine industrial que generalmente ilustra un guión previo, en la mesa de montaje: por allí se ha dicho que solía realizar este trabajo, esta escritura, en la cocina de su casa. De Rostros hay dos versiones, una, la primera, de marzo de 1968 que dura 220 minutos; la otra, que se estrenó en los cines (no en los argentinos), es de agosto del mismo año, con 129 minutos. Este nuevo montaje, que de alguna manera vuelve a poner en circulación aquella idea de que una película nunca está terminada, da lugar a una de las marcas esenciales del film: la imposibilidad de determinar, mientras se lo ve, hasta dónde se va a extender un plano -¿hasta que los actores lo resistan?- o de prever cuál será el siguiente. Como si el contar una historia importara poco (armarla es una tarea del espectador), o por momentos incluso nada, como lo demuestra el largo recorrido, un breve documental, de Richard por el bar donde espera encontrarse con Jeannie. Hay un punto de partida narrativo: la desintegración de un matrimonio burgués, Richard y Maria Forst, debida al aburrimiento, pero es utilizado como un trampolín para explorar a una docena de personajes, desde empresarios vinculados a la industria cinematográfica hasta mujeres y hombres que ejercen la prostitución como actividad para sobrevivir, mostrados de una manera que borra los límites entre los actores y las criaturas ficcionales a las que le ponen sus cuerpos, recordando algunos procedimientos propios del psicodrama.

¿En qué lapso diegético se desarrolla Rostros, al menos en la versión que conocemos? Si eliminamos la primera -muy misteriosa e inubicable temporalmente- secuencia, sobre la que volveremos, ambientada en las horas que van del principio de la noche, quizá del crepúsculo, hasta un momento indeterminado de la mañana del día siguiente, donde se acumulan varios hechos en apariencia cotidianos (demasiados para tan pocas horas, puede pensarse desde el verosímil para un drama al que nos tiene acostumbrado el cine mainstream) en ámbitos diversos: casas privadas y clubes nocturnos de la ciudad de Los Angeles, mostrados con procedimientos, teorizados y puestos en práctica por el cinéma verité francés y el llamado "cine directo" estadounidense, que producen un fuerte efecto de realidad. Cámara en mano para casi todo el metraje mucho antes de que el Dogma nos hartara con esa elección, soporte de 16mm, que al ampliarse da una imagen desprolija y fuertemente contrastada, luces que rasgan el encuadre delatando así su presencia, montaje dentro del cuadro a través del desenfoque y una dirección de actores, escrutados hasta el castigo en abrumadores primeros planos, que da la sensación de que actúan espontáneamente, aunque parece que, en filmación, debían decir las líneas de diálogo tal cual como estaban escritas, dan lugar a que el espectador se interrogue sobre lo que está viendo, teniendo que decidir por sí mismo si hay algo real en esta ficción.

Duda que el discurso instala desde la primera secuencia que ya mencionamos, en la que somos introducidos sin aviso previo antes del título que da cuenta del nombre del film. Llegamos, junto a Richard Forst, a un microcine donde se va a realizar una privada de una película que, de acuerdo a lo que se oye en el diálogo, es distinta, es fuerte y que es comparada, por uno de sus responsables, con La dolce vita, aunque advierte que no llega a ser grosera. En la sala, entre otros, se ve a dos personajes esenciales en el resto del metraje: Jeannie, que parece estar trabajando de secretaria, y un viejo amigo de Richard, Freddie Draper, interpretado por un actor de igual nombre, con el que comparte, además de negocios, copas y levantes. En determinado momento se apagan las luces, comienza la proyección y, sobre la pantalla del microcine aparece la palabra Faces. ¿La producción que van a ver los asistentes se llama también así o Cassavetes utiliza el momento para poner el único título de crédito inicial? Vaya uno a saber, pero lo que queda claro es que desde el inicio está indicando al espectador que lo que va a ver es una película distinta, que puede parecerse a la vida pero que no es más que una construcción.

Rostros es uno de los momentos más altos de la filmografía de Cassavetes. Como tal puede ubicarse junto a Una mujer bajo influencia (1975),
Opening Night (1978), y Torrentes de amor (1984).

Ficha técnica:

Rostros [Faces]
EEUU, 1968.
Inglés, blanco y negro, 124m. (duración original: 129m.).
Dirección y guión: John Cassavetes.
Intérpretes: John Marley (Richard Forst), Gena Rowlands (Jeannie Rapp), Lynn Carlin (Maria Forst), Seymour Cassel (Chet), Dorothy Gulliver (Florence), Joanne Jordan (Louise), Darlene Couley (Billy Mae), Gene Darfler (Jackson), Elizabeth Deering (Stella), George Sims, John Neilson, David Rowlands, Midge Ware, Christina Crawford, James Bridges, Laurie Meck, O.G. Dunn y John Hale.
Fotografía: Al Ruban.
Montaje: John Cassavetes, Al Ruban, Maurice McEndree.
Música: Jack Akerman.
Sonido: Don Pike.
Dirección artística: Phedon Papamichael.
Producción: Maurice McEndree, Al Ruban.
Compañía productora: Continental.
Editó en video en Argentina: Epoca.

EMILIO TOIBERO.

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